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SLACK, SI QUERÉS APRENDER ACERCATE!

El Slack llega a Villa Regina de la mano de innovadores, de curiosos; hace cinco años Polo Alencastre, trajo consigo desde Neuquén una cinta e invitó a sus amigos a la plaza a conocer el Slack. “Hace 5 año miraba como caminaban la cuerda y no entendía cómo podían dar dos pasos seguidos, ninguno de los que empezamos a participar sabía caminar sobre la cinta.  Buscábamos formas, googleábamos e intentábamos como podíamos», nos cuenta Pablo Menegón, uno de los precursores del deporte extremo en Regina.

@Natalia Cheuquepan Zúñiga‎

Acá el que quiere empezar a practicar se tiene que acercar a las plazas de manera espontánea y sin prejuicios. Es abierto para todos, es un deporte que incluye. Así comenzaron los pioneros, fueron reclutando gente y por ejemplo, así encontraron a Emma Contreras, quién se convirtió en tricampeón nacional de trickline«Emma es el mejor ejemplo de que entrenando y con ganas se puede autosuperarse. En varios eventos que hemos organizado, vimos chicos de entre seis y diez años que tienen futuro. Algunos te sorprenden lo rápido que incorporan cuestiones complejas del slack, mucho mejor y más veloces que chicos más grandes. A los nenes que se acercan les enseñamos a respirar, a hacer posturas», explica Menega.

@Ema Olatep‎

Villa Regina está destinada a ser uno de los point más importantes del país con trascendencia internacional. En Argentina, estamos a la altura de puntos como: Capilla del Monte en Córdoba, la Isla Jordán en Cipolletti y Mendoza que tiene el récord nacional de HighLine con 676 metros de recorrido. «A Regina lo imagino como una meca mundial del slakline, a ese nivel lo pienso. Un lugar específico para que puedas hacer lo que quieras con la cuerda. Se puede hacer un spacenet que son muchas cuerdas unidas en una, y en el medio se forma como una telaraña de cuerdas. Tenés la barda con la altura ideal, los cañadones justo frente al indio, y todos los puntos de anclaje.  La subida en auto y de fácil acceso, en zona urbana con la ciudad de fondo. Además de lugares típicos para practicar otros estilos como watterline en el río por ejemplo», esa es la proyección del Slack reginense responde Pablo.

Quienes movilizan el Slack en Regina, están  inmersos en varios proyectos. Uno de ellos es para darle el marco legal al deporte, necesario para conformarse como asociación sin fines de lucro con una sede donde se pueda entrenar y generar eventos propios. Hoy día están trabajando sobre una campaña para conseguir elementos de protección como pueden ser colchones y colchonetas viejas que ya no uses.

“A nivel highline no hay muchos lugares como el nuestro. Por eso estamos invitando a slackers de todo el mundo, porque tenemos un point fascinante», cierra Pablito con su característica buena energía.

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Texto: Emiliano Piccinini
Entrevista: Esteban Vazquez
Fotos de Portada: Joni Figueroa / Pablo Vergara
Fotos de nota: Facebook/SlackersRegina/
Intervención de Portada: Germán Busin

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  • ¿Por qué funciona el discurso anticomunista?

     

    En la campaña electoral de 2023, los gritos vehementes de Javier Milei denunciando el “zurdaje comunista” generaron incredulidad y hasta risas. ¿A quién le hablaba?, ¿a quién convocaba con ese discurso antiguo? pensamos muchos. Un asombro similar produjeron las declaraciones de Donald Trump, que en 2019 denunció el “Green New Deal” (la propuesta de un nuevo acuerdo ecologista) como “un Caballo de Troya para el socialismo en Estados Unidos”. Más lejano aun pudo parecer el lema “Comunismo o libertad” usado en la campaña electoral de 2021 por Isabel Díaz Ayuso, la actual Presidenta de la Comunidad de Madrid. Y desde luego, está el caso de Jair Bolsonaro, uno de los pioneros en reavivar la tradición anticomunista. Hasta hace poco tiempo, en su dispersión y heterogeneidad estas menciones podían parecer trasnochadas o anacrónicas, dada la desaparición del horizonte del comunismo soviético. Sin embargo, esos candidatos han llegado al poder. Entonces: ¿trasnochados ellos o ingenuos nosotros?

    Estos líderes forman parte de una lista más larga de quienes, con mayor o menor vehemencia, reclaman contra la conspiración comunista, socialista o colectivista que aqueja al mundo. De la ecología a las políticas de género, de los impuestos al cuidado humanitario de inmigrantes, o la educación sexual, hoy muchas de las causas y valores de la renovación de la cultura democrática de las últimas décadas han sido tachados de comunistas, como un avance totalitario y opresor. En el caso de los sectores ultraliberales, la educación y la salud públicas –y todas las políticas redistributivas o progresivas– son consideradas nuevas formas de comunismo. Así, la gran familia de las nuevas derechas parece estar viviendo otra vez la Guerra Fría, más cerca del delirio paranoide que de algún enfrentamiento real con opciones anticapitalistas.

    ¿Anacrónico?

    El primer dato a considerar es que el anticomunismo de estos líderes no es una novedad; tiene una larga historia de persecución política y pensamiento conspirativo que atraviesa todo el siglo XX de Occidente y que se remonta incluso a décadas anteriores a la Guerra Fría, al menos hasta la Revolución Rusa de 1917. Lo mismo sucede con la historia de estas derechas: la novedad que representan tiene profundas raíces en la historia del conservadurismo y el nacionalismo de cada país y a escala global (1). Por tanto, el anticomunismo es tan antiguo como la historia de las derechas que hoy tratamos de entender. Pero esto no significa que el fenómeno actual sea la mera continuidad de ese pasado o que pueda pensarse como la simple reverberación del fascismo de entreguerras. Hay en las derechas radicales una novedad indiscutible en la manera en que disputan sus intereses bajo el juego político de la democracia liberal, al mismo tiempo que la socavan por dentro, tal como han señalado agudos observadores (2). ¿Cuál es la novedad de su anticomunismo? ¿Por qué y para qué movilizar imaginarios en apariencia old fashioned, especialmente para las jóvenes generaciones a las que se dirigen?

    Se suele decir que el anticomunismo es un discurso anacrónico, en un mundo donde, desde la caída del Muro de Berlín (1989) y la disolución de la Unión Soviética (1991) el comunismo no existe más como opción política. Por esa razón, el componente antimarxista de las nuevas derechas suele ser relegado como un dato más de una retórica florida. Esta perspectiva tiende a descartar el problema, considerando como una mera estrategia discursiva al elemento ideológico que organizó buena parte del conflicto político del siglo XX. La dificultad reside en entender “comunismo” en términos geopolíticos literales, como si solo se refiriese al mundo soviético, a los partidos comunistas en Occidente o a la defensa de un modelo anticapitalista. Y tal vez ese no sea el ángulo más productivo para pensar el problema. La pregunta es, más bien, otra: ¿qué están diciendo cuando dicen “comunismo”, y qué potencial político tiene hoy volver a movilizar este término?

    Feminismo, género, diversidades sexuales, raciales o religiosas, educación sexual, cambio climático, migraciones, islamismo, redistribución del ingreso, protección de las minorías y de los sectores sociales más vulnerables… La lista de ideas, proyectos o sujetos tachados de “marxismo cultural” o “socialismo” –según las declinaciones de cada profeta– muestran, de una punta a la otra del mapa global, que “comunismo” designa hoy los valores del llamado mundo “progresista” de las últimas décadas (“woke”, en su versión despectiva). En otros términos, el anticomunismo es una declinación a la antigua del actual antiprogresismo, con la diferencia de que hoy la disputa se produce dentro del capitalismo y con variaciones muy relativas. Sin embargo, en esas variaciones relativas, que parecen marginales dentro del capitalismo, se juega la vida de millones de personas. Al apelar a la potencia simbólica del término “marxista” o “comunista”, los líderes de derecha buscan recuperar la fuerza mayor de ese combate en el Occidente liberal (de todas maneras, la evocación no es igual en todos, y de hecho algunos líderes, como Marine Le Pen o Giorgia Meloni, no recurren tanto a la batería discursiva anticomunista). En cualquier caso, todos defienden el mismo sentido antiprogresista que los vehementes antimarxistas Santiago Abascal o Javier Milei.

     

    Antiprogresismo

    El segundo dato clave –ya muy conocido– es que el antiprogresismo es hoy el centro de la batalla cultural de las nuevas derechas globales, que en cada país adquiere sus propios contornos –antiperonista y ultraliberal en Argentina, islamobófico y antimigratorio en Europa o Estados Unidos–. Esa guerra cultural de la “internacional reaccionaria” parte del supuesto de que la izquierda, a pesar de su fracaso en la construcción del socialismo, se impuso en el terreno cultural. La verdadera lucha debería apuntar, para las fuerzas conservadoras, a la hegemonía del progresismo que destruye la sociedad occidental con su pensamiento “políticamente correcto” (3). Por eso mismo, se presentan como la rebelión contra un sistema que suponen conquistado y dominado por el progresismo y la izquierda. Por muy anacrónico que parezca, el anticomunismo es coherente y está en el corazón del proyecto ideológico de las nuevas derechas.

    El anticomunismo propone respuestas fáciles en un mundo atravesado por miedos, incertidumbres y sentimientos de disolución social.

    Una mención aparte merece el combate contra el feminismo y la “ideología de género”, combate que va más allá de sus élites dirigentes. ¿Por qué el feminismo y la diversidad sexual están en el centro de la disputa y de la denuncia anticomunista sobre el “marxismo cultural”? En la actual configuración de las democracias liberales, pocas cosas –o casi ninguna– representan una amenaza real al orden social. Sin embargo, el feminismo, en su impugnación antipatriarcal (que incluye el cuestionamiento del orden heterosexual como norma), conserva un poder subversivo y antisistema que no tiene ningún otro factor del progresismo actual (independientemente de las corrientes dentro del feminismo). Así, estas derechas, que se proclaman antisistema, luchan en realidad por la preservación de un orden social blanco, masculino y colonial que sienten socavado. Tal como lo hacía el anticomunismo del pasado, que veía el orden occidental en peligro e imaginaba conspiraciones paranoicas de la Casa Blanca a la Casa Rosada, de los hippies a las guerrillas, de las minifaldas al peronismo. Es aquí, en la lucha por la preservación del sistema, donde la impugnación de “marxista” o “comunista” aplicada al feminismo encuentra todas sus resonancias pasadas.

    Si bien la batalla cultural antiprogresista unifica a las nuevas derechas radicales, sus diferencias no son menores, especialmente en cuestiones como la economía y el nacionalismo. Estas variaciones indican, también, que el florecimiento de fuerzas radicales de derecha debe ser explicado en función de procesos y tradiciones locales –y no meramente como una “ola global”–. Es aquí donde el anticomunismo de Milei adquiere su rasgo distintivo: no se trata de la impugnación de las agendas culturales del progresismo biempensante, sino de la destrucción de todo resabio de políticas orientadas a las grandes mayorías sociales entendidas como formas de estatismo y colectivismo. Se trata de la gestión desnuda en favor de los intereses del tecno-capitalismo concentrado internacional. Con ello, el neoliberalismo argentino –en la versión iracunda de Milei– retoma una larga tradición de nuestras derechas. Basta con evocar la última dictadura para constatar que las derechas fueron tan anticomunistas como neoliberales y autoritarias, y que su principal oponente fueron las políticas estatistas, keynesianas y redistributivas, en general asociadas al peronismo y al kirchnerismo. Desde luego, esto parece dejar a Milei lejos del proteccionismo de Trump, pero muy cerca de la defensa compartida del tecno-capitalismo. En todo caso, el anticomunismo neoliberal de Milei se alinea cómodamente con el de Bolsonaro o José Kast.

    Dentro de estas variaciones nacionales, algunos argumentos de orden geopolítico explican los tópicos anticomunistas de manera más concreta, sin los efectos anacrónicos que parecen tener en boca de líderes como Milei. El caso más claro es Trump y su batalla por la supervivencia del poder imperial estadounidense frente a China. Ello le permite, sin excesivos retorcimientos históricos, identificar su enemigo en el “comunismo oriental”. De la misma manera, su electorado de origen latino vota entusiasta la condena a la “troika de la tiranía”, tal como la llamó su Consejero de Seguridad Nacional en 2018, John Bolton, a los gobiernos de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Por la misma razón estratégica pero en sentido inverso, en Hungría Viktor Orban dejó de lado su discurso anticomunista –que asociaba la Rusia de hoy con la Unión Soviética– para pasar a una cercanía más pragmática con Vladimir Putin.

    Significante vacío

    Volvamos a nuestras preguntas de partida: ¿por qué y para qué movilizar el imaginario anticomunista? Si, una vez más, dejamos de pensar el comunismo en términos literales, surge un último elemento clave: el potencial político-simbólico del discurso anticomunista en su larga historia. Con mayor o menor pregnancia según los países, “comunista” ha funcionado también como un potente significante vacío negativo, capaz de ser llenado con los más diversos contenidos y sujetos, como un otro absoluto, peligroso y amenazante. Tanto es así que Alice Weidel, la dirigente de la extrema derecha de Alternativa para Alemania (AfD), puede permitirse decir que Adolf Hitler era un “comunista”.

    La noción de significante vacío es particularmente útil para entender el peso del anticomunismo en Argentina, donde –salvo algunos momentos– no ha habido fuerzas de izquierda importantes, a diferencia de países como Brasil o Chile, donde el comunismo evoca miedos históricos bien reales. En Argentina “comunista” es, entonces, un sentido a ser llenado, que sirve para polarizar y designar un otro peligroso que pone en riesgo “nuestro” orden social y moral, nuestra comunidad. Es, por ello, un enemigo absoluto que debe ser eliminado (4). En la historia argentina, la denuncia del “peligro rojo” ha servido para generar miedos sociales y justificar la persecución de trabajadores, partidos de izquierda, peronistas y antiperonistas, mujeres, jóvenes, gays o artistas “transgresores”, cuyas prácticas, ideas o deseos parecían hacer tambalear el orden occidental y cristiano. Movilizado con fines instrumentales o con auténtica convicción ideológica, “comunista” o “marxista” ha funcionado en boca de las derechas como designación automática de un culpable de todos los males. Así, el anticomunismo finalmente propone certezas y respuestas fáciles en un mundo atravesado por miedos, incertidumbres y sentimientos de disolución social y amenaza sobre la comunidad de pertenencia. Esta potencia simbólica es la que sigue funcionando en el apelativo “comunista” aplicado en el presente. Por eso mismo, la pandemia de Covid –epítome máximo de la disolución final por venir– fue también un momento de renacimiento del anticomunismo.

    Es entonces este gran poder performativo de la acusación de “comunista”, tan sedimentado históricamente en el mundo occidental, lo que permite que las nuevas derechas –herederas al fin y al cabo de largas tradiciones conservadoras– sigan utilizando el término para arremeter en su batalla cultural. Sin duda, la movilización antiprogresista ha logrado dar una nueva vida al “miedo rojo” para las generaciones desencantadas de nuestro tiempo.

    1. Para el caso argentino, véase: Sergio Morresi y Martín Vicente, “Rayos en un cielo encapotado: la nueva derecha como una constante irregular en Argentina”, en Pablo Semán (coord.), Está entre nosotros, Buenos Aires, Siglo XXI, 2023.
    2. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, Barcelona, Ariel, 2018; Steven Forti, Democracias en extinción, Barcelona, Akal, 2024.
    3. Pablo Stefanoni, “Las mil mesetas de la reacción: mutaciones de las extremas derechas y guerras culturales del siglo XXI”, en J. A. Sanahuja y Pablo Stefanoni (eds.), Extremas derechas y democracia: perspectivas iberoamericanas, Madrid, Fundación Carolina, 2023.
    4. Ernesto Bohoslavsky y Marina Franco, Fantasmas rojos. El anticomunismo en la Argentina del siglo XX, UNSAM, 2024.

     

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    ¿PUEDE RÍO NEGRO SER POTENCIA GRACIAS AL CANNABIS?

                    El consumo de marihuana se ha expandido a lo largo del planeta en los últimos siglos. Una gran cantidad de países del “primer mundo” han legalizado su consumo, con distintas restricciones. Río Negro tiene todo para ser potencia en la materia.                 Nuestra provincia cuenta con innumerables riquezas, sin embargo, los problemas sociales persisten….

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  • Un límite a la brutalidad

     

    La brisa de esperanza que trajo el triunfo del peronismo en las elecciones legislativas bonaerenses es un gran triunfo colectivo. El respiro que produjo el resultado electoral nos permite ver desde otra perspectiva el fondo de olla en el que estamos: discutimos cuestiones políticas en el tercer subsuelo moral de la historia reciente de la sociedad argentina. En las semanas previas a la elección, el presidente Javier Milei vetó una ley que garantizaba protecciones vitales para las personas con discapacidad, consiguió un fallo judicial que avalaba el bullying y el escarnio público contra un niño con autismo y repitió las declaraciones más obscenas y delirantes sobre el genocidio en Gaza. 

    En el siglo pasado los fascismos recurrieron a las prácticas y las retóricas de la crueldad para entretener, distraer y quebrar la moral de la población. La estetización de la violencia callejera, las campañas discriminatorias contra grupos vulnerables y las leyes raciales buscaban construir una mayoría de individuos cómplices de sus aberraciones, una comunidad sin ningún vínculo moral significativo. El objetivo de su estrategia de legitimación no era imponer una nueva serie de valores, sino bloquear en cada individuo la reflexión moral, esa posibilidad que todos tenemos de reconocer la vulnerabilidad de los otros y hacernos responsables por los efectos de nuestros actos sobre ellos. Si una política logra normalizar la crueldad como un hecho aceptable de la vida social, esa sociedad ya está viviendo en un régimen fascista, aún antes de que las masas comiencen a declamar su credo o saludar a sus líderes. Afortunadamente, los ciudadanos de la provincia de Buenos Aires no aceptaron esta invitación de la política de la crueldad de la extrema derecha argentina. 

    ¿Fue entonces una elección donde se probaron los límites morales de la sociedad? Hay que recordar que el Congreso acompañó el veto presidencial al aumento para los jubilados, pero luego lo rechazó y también aprobó la emergencia en discapacidad. Puso un límite y Milei lo desoyó al politizar el veto y amenazar con no cumplir y judicializar esa ley. Esa es la política de la crueldad en estado puro, con su doble cara de ceguera ideológica y estrategia de legitimación para canalizar resentimientos sociales. 

    En este caso, la política de la crueldad de Milei falló y encontró un límite gracias a la participación activa de las familias afectadas. Ellas ocuparon el espacio público y lograron que fragmentos de la historia de la institucionalización de sus derechos traspasaran la espesa cobertura de noticias falsas y distorsiones que había lanzado el Gobierno. Así, se supo que el incremento en el número de beneficiarios por discapacidad se debía al cumplimiento de obligaciones jurídicas que habían sido exigidas por la ONU. El contenido de estas recomendaciones, que estaban escritas con la supuesta frialdad del lenguaje de los expertos jurídicos y los procesos del derecho internacional, se traducía muy fácil al lenguaje ordinario de cualquier ciudadano capaz de reflexionar moralmente sobre asuntos públicos: “no consideren sólo a las personas incapaces para trabajar como los únicos individuos susceptibles de ser ayudados para enfrentar situaciones de discapacidad”. Esta recomendación va en el sentido de la tan mitificada “cultura del trabajo” que defienden los sectores conservadores y promueve beneficios generales para el conjunto de la población. Pero estas historias de los derechos sociales no pueden ser entendidas ni desde el vértigo de la bolsa de valores, ni desde la ideología discriminatoria de las derechas radicales contemporáneas.   

    Pudimos constatar de qué está hecha una buena parte de la legitimación política del Gobierno al día siguiente de la derrota electoral. Espontáneamente empezaron a fluir en público, sin pudor, todos los tropos del neo-fascismo. Los adherentes al gobierno de Milei comentaban que usaron mensajes violentos para llamar la atención y para expresar la rabia por el fracaso político. El que se destacó en esas faenas fue el empresario cordobes Lucas Salim, simpatizante “apolítico” del gobierno de Milei. Después de acusar de burros y brutos a los ciudadanos bonaerenses, pidió para todos ellos “25% de inflación, desabastecimiento y más desnutrición infantil”. Todas estas obsesiones perversas hacia la vida de los otros tienen explicaciones psico-sociales que son pertinentes y deben ser analizadas, pero desde el punto de vista político terminan encarnando en la vida pública el reservorio subjetivo para el resurgimiento de regímenes autoritarios. Si observamos los resultados electorales del domingo enfocándonos en el 33 por ciento de La Libertad Avanza, queda claro el desafío que representa para el sistema político el hecho de que se haya tornado habitual que entre un tercio y un cuarto de la población participe del juego democrático promoviendo abiertamente creencias anti-democráticas. 

    Hay que reconocerlo: el peronismo cumplió un papel clave en la defensa de la democracia. En un contexto en el que el Gobierno sólo quería hablar de finanzas y del control de la inflación, el peronismo bonaerense logró articular una sensibilidad múltiple hacia el malestar económico y construyó una voluntad política que le puso un freno a Milei. Frente a un presidente despiadadamente monotemático, creció la voz polifónica del gobernador Axel Kicillof, que no sólo legitimó una gestión pública contrapuesta a la de Milei, sino que logró abrir el espacio para otra lógica de construcción política. 

    Muchos partidos políticos del centro hacia la derecha ya habían sucumbido a la idea de que la política se iba a dirimir entre Milei y alguna alternativa que propusiera la misma política de Milei pero sin la crueldad. En cambio, Kicillof logró que la sociedad de la provincia de Buenas Aires encontrara el canal institucional adecuado para señalar con mucha nitidez que la política de Milei es la crueldad y una alternativa real a todo el daño que provocó no puede partir de sus mismas bases. Con ese posicionamiento también se logró que la participación ciudadana —el 63 por ciento del padrón— fuera superior a la de elecciones locales anteriores. 

    El desafío sigue abierto. El fantasma del autoritarismo no es una eventualidad del futuro. Ya estamos dentro de un proceso de autocratización en marcha y para enfrentarlo hay que ser muy claros en el diagnóstico de todos sus desvaríos institucionales. Quienes siguen el deterioro de la calidad democrática y de la vigencia de los derechos humanos en nuestro país registraron durante 2025 más de 20 eventos graves. Sólo en julio de este año el gobierno cometió cinco violaciones de principios democráticos que incluyeron: 1) represión, detención y respuestas desproporcionadas frente a la protesta social; 2) sus simpatizantes y funcionarios realizaron amenazas abiertas al orden democrático; 3) continuaron los ataques y asedios sistemáticos del presidente y otros dirigentes políticos del partido de gobierno contra el periodismo; 4) se reportó el aumento de los crímenes de odio contra la comunidad LGBT+; y 5) la relatora especial de la ONU sobre la independencia de los magistrados denunció en su informe los reiterados ataques del gobierno de Milei sobre los jueces que fallaron contra la policía para hacer respetar el estado de derecho.

    Este proceso de deterioro de la democracia responde también a causas globales que son fáciles de entender pero difíciles de enfrentar. Muchas de ellas inciden sobre la vida cotidiana de las personas: provocan temores y ansiedades económicas que luego son canalizados por el mesianismo autoritario de las extremas derechas, tal como está sucediendo en muchos países, desde los Estados Unidos de Trump hasta la resiliencia del bolsonarismo en Brasil. Dos de estas causas están muy activas en la actualidad: la globalización sin normas de la economía y el cambio tecnológico acelerado. Ambos procesos ponen a los trabajadores de los países democráticos frente a la experiencia radical de su propia fungibilidad, la amenaza de poder ser reemplazados sin pérdidas funcionales para el sistema y sin noticias de los daños subjetivos que esa sustitución provoca. En el plano de la regulación del proceso económico ambos fenómenos hacen posible que las grandes empresas diseñen estrategias que se basan en lo que los economistas denominan “race to the bottom” (se podría traducir como “carrera hacia el abismo”): atraer inversiones promoviendo cada vez peores regulaciones, especialmente en materia de presión tributaria y justicia fiscal, derechos laborales, libertad sindical, vigencia de los derechos humanos en las cadenas de valor y protección del medio ambiente. Hace tiempo que se volvió relativamente evidente que el race to the bottom económico iba a terminar provocando un race to the bottom institucional en el sistema político democrático. Y es finalmente esto lo que estamos viviendo a nivel global en las diferentes historias de debilitamiento y fractura de la legitimidad de la democracia. 

    Para decirlo de un modo simplificado: si las democracias no les pueden subir los impuestos a los billonarios para financiar al Estado y no pueden regular los daños que provoca el proceso productivo sobre el mundo de la vida de los trabajadores, efectivamente el contrato democrático se debilita y el espacio público parece hundirse en discusiones farsescas sobre la solución de los problemas económicos a través de las deportaciones masivas o la reducción de los servicios sociales de las personas con discapacidad. 

    En la Argentina a esta problemática general se le agrega la necesidad de reducir los escandalosos niveles de informalidad económica, las demandas para volver más razonables y eficaces las políticas del Estado de bienestar y la urgencia de poder contar con una política monetaria realmente profesionalizada. Pero encauzar esta discusión, la experiencia reciente así lo demuestra, no es nada fácil. Para regular democráticamente al sistema económico global se requiere, al mismo tiempo, participación ciudadana en temas poco atractivos como la política tributaria o la política comercial, coordinación internacional en un momento de desconfianza geopolítica y un compromiso por parte de los dirigentes con reformas que no siempre responden a sus intereses políticos de corto plazo. Para poner sólo un ejemplo entre muchos: los impuestos a las compañías globales (el intento que comienza a regir lentamente de imponer un 15 por ciento sobre sus ganancias) o a los super-billonarios (la idea de un tributo que logre recaudar el 3 por ciento sobre su patrimonio) avanzan mucho más lentos que el malestar social que genera la desigualdad y la precarización.    

    Esta es la encrucijada en la que se encuentran los ciudadanos y los dirigentes políticos de las democracias contemporáneas. Ya no pueden seguir jugando –sin consecuencias catastróficas– el juego de la política habitual, pero tampoco disponen de las herramientas institucionales para resolver los problemas del sistema económico que están a la vista de todos. 

    En un escenario relativamente parecido a este, en la política del siglo XX apareció una gran disyuntiva: recurrir a un líder extraordinario que sea capaz de proveer con su decisión inescrutable aquello de lo que la realidad objetiva carece o abocarse a la experimentación de la construcción democrática de nuevas instituciones. En la escena política contemporánea vemos que, un siglo después, algunos de nuestros dilemas políticos vuelven a ser muy similares a los de las grandes crisis del siglo XX. 

    La entrada Un límite a la brutalidad se publicó primero en Revista Anfibia.

     

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    Boleta Única de Papel: todo lo que hay que saber sobre cómo votar en las próximas legislativas nacionales

     

    La Argentina estrenará el sistema de Boleta Única de Papel (BUP) en las elecciones legislativas del próximo 26 de octubre. Se trata de un cambio histórico en la forma de votar: ya no habrá cuarto oscuro, ni sobre, ni múltiples boletas partidarias, sino un solo papel que concentrará a todas las fuerzas políticas y que deberá marcarse con birome detrás de un biombo.


    Una boleta, todas las opciones

    Durante una exposición en la Legislatura porteña, el exdirector nacional electoral y actual secretario Electoral Permanente de Chubut, Alejandro Tullio, explicó los detalles de la implementación. La novedad central es que la BUP reemplaza al cuarto oscuro: cada elector recibirá la boleta firmada por el presidente de mesa, pasará a una cabina de votación y marcará con claridad la opción elegida para cada categoría.

    La boleta se pliega sobre sí misma, se entrega al presidente de mesa, y éste la deposita en un bolsín transparente. No más sobres, no más boletas sueltas: un sistema que busca mayor transparencia, economía y practicidad.


    Precauciones y advertencias

    Tullio hizo hincapié en que en varias jurisdicciones se votarán dos categorías, por lo que cada ciudadano deberá hacer dos marcas en la boleta para evitar que uno de los casilleros quede en blanco.
    Un error común podría ser la confusión o el apuro que lleven a marcar solo una de las opciones.

    Además, advirtió que si se realizan más de una marca en la misma categoría, o se dibuja o escribe cualquier cosa en la boleta, se considerará voto impugnado.


    ¿Cómo se vota?

    1. El presidente de mesa entrega la boleta única firmada.
    2. El votante pasa detrás de un biombo para marcar su preferencia.
    3. Se utiliza una birome oficial provista por el Estado, aunque se puede llevar una propia.
    4. La boleta se dobla siguiendo las indicaciones impresas.
    5. El presidente de mesa la introduce en un sobre firmado por él y luego en el bolsín.

    En caso de arrepentimiento, el votante puede devolver la boleta y pedir una nueva.


    Voto asistido y limitaciones

    El sistema prevé el voto asistido para personas con discapacidad, quienes podrán contar con la ayuda de una persona de confianza o del propio presidente de mesa. Sin embargo, persiste una deuda: la ausencia de boletas en sistema braille obliga a las personas ciegas o con visión reducida a depender de terceros, perdiendo así el secreto de su voto.


    Una experiencia a evaluar

    “Este es un sistema más simple, más económico, más sostenible y probado en muchos países”, sostuvo Tullio, recordando que en Australia funciona desde 1967. Al mismo tiempo, pidió a la ciudadanía que consulte en www.padron.gob.ar para verificar su lugar de votación, ya que suele haber cambios en grandes ciudades.

    El funcionario subrayó que cada acto electoral es un ejercicio de soberanía y de aprendizaje colectivo:

    Este sistema de Boleta Única de Papel es superador y en ningún lugar del mundo se volvió atrás”.

     

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