La zona de confort se configura por el consenso, y este consenso se consolida con las decisiones y los objetos. El celular es uno de los objetos que hace a dicha zona de confort, hay consenso en que uno debe tenerlo, he ahí una expresión de la tecnocracia.
Si antes, la violencia se enmarcaba en la represión, el miedo y el deber ser o hacer, que venía, por cierto, desde el afuera (cárcel, fábrica, shoping, dictaduras); hoy, la violencia es anónima, sistémica y se traslada al interior de las personas, produciendo zombies del rendimiento y la virtualidad, en un exceso de positividad de la información y spamización del lenguaje, así como también de una comunicación no comunicativa que encuentra al Yo hipertrofiado.
Si en la modernidad predominaba la negatividad represiva, nuestra contemporaneidad es lo opuesto por la auto-explotación. La violencia de la conformidad es la suma acelerada de lo igual, egos aislados que se confrontan entre sí. Hay en cada uno de nosotros una implosión por exceso, el sujeto es preso y vigilante de sí mismo.
La realidad es contable y aditiva en un tiempo transparente, según lo refiere Byung Chul Hang. En este tiempo transparente de plataformas iguales, la violencia se torna uniforme, respondiendo al mismo meme del conformismo que, se aloja ya: en nuestra psiquis incapaz de decir No. Los extremos no son los más adecuados, ni el de la modernidad ni el del hoy, sino fijémonos en los polos de este planeta: fríos, bien fríos.
Columnista de LaTapa. Publicó los siguientes librillos o grillos de letras: "A temperatura dos murmúrios", "Espuma brutal" , "O lado oculto do azul"; "Playa nudista para poemas vestidos" (Biblioteca de Las Grutas, único ejemplar y única edición). También, diversos textos en diferentes espacios digitales.
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Un golpe de Estado con respaldo internacional que inauguró el horror en Argentina. A 49 años del último golpe cívico-militar, el país sigue exigiendo memoria, verdad y justicia frente a un gobierno que relativiza el terrorismo de Estado.
Por Walter Onorato
El 24 de marzo de 1976, Argentina fue testigo de uno de los episodios más oscuros de su historia. Un golpe de Estado cívico-militar derrocó a la presidenta constitucional María Estela Martínez de Perón, instaurando una dictadura feroz que, bajo el eufemismo de «Proceso de Reorganización Nacional», implementó un plan sistemático de terrorismo de Estado. Secuestros, torturas, desapariciones forzadas y el robo de bebés fueron la piedra angular de un régimen que buscó disciplinar a la sociedad con el terror.
No fue un hecho aislado. El golpe se inscribió en el marco del Plan Cóndor, la estrategia de coordinación represiva entre las dictaduras de América Latina, promovida por Estados Unidos para aniquilar cualquier atisbo de resistencia a su hegemonía en la región. Henry Kissinger, entonces Secretario de Estado norteamericano, fue una pieza clave en este engranaje de muerte. La Argentina no fue una excepción: su élite económica y los grandes medios de comunicación apoyaron activamente la dictadura, beneficiándose del saqueo del Estado y de una política económica que endeudó al país de manera criminal.
Hoy, bajo el gobierno de Javier Milei, asistimos a un preocupante proceso de reivindicación del negacionismo. Desde la relativización de los crímenes de lesa humanidad hasta el intento de desmantelar políticas de memoria, verdad y justicia, el oficialismo pretende reescribir la historia para encubrir los intereses de quienes siempre lucraron con la violencia institucional.
El germen del golpe: un plan premeditado con actores civiles y militares
La conspiración para derrocar al gobierno democrático no surgió de un día para otro. Desde octubre de 1974, altos mandos de las Fuerzas Armadas, en connivencia con sectores de la derecha política, económica y mediática, comenzaron a diseñar el golpe. Washington tenía pleno conocimiento de los preparativos y no dudó en respaldarlos.
Para entonces, la doctrina de la seguridad nacional ya había permeado a los militares argentinos, quienes justificaban su accionar con la excusa de la lucha contra el comunismo. Mientras tanto, la violencia estatal y paraestatal escalaba. La organización terrorista de ultraderecha Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), dirigida por el ministro de Bienestar Social José López Rega, sembraba el terror persiguiendo y asesinando a militantes políticos, periodistas y sindicalistas.
El preludio del golpe incluyó la ejecución del Operativo Independencia en Tucumán, una brutal campaña de exterminio que dio a las Fuerzas Armadas el ensayo general para lo que sería la dictadura. Desde febrero de 1975, el Ejército recibió la orden de «aniquilar la subversión», estableciendo un método de represión clandestina que luego se replicaría en todo el país.
La dictadura no fue solo una acción de los militares: la cúpula empresarial y financiera se benefició enormemente del nuevo orden. José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de Economía de la dictadura, implementó un modelo neoliberal que desmanteló la industria nacional, endeudó al país de manera fraudulenta y consolidó un esquema de concentración de la riqueza que aún persiste.
El 24 de marzo: la instauración del horror
A la una de la madrugada del 24 de marzo de 1976, la presidenta María Estela Martínez de Perón fue secuestrada por los militares y trasladada a Neuquén. El golpe ya estaba consumado.
Horas después, el país amaneció con comunicados militares que informaban que el poder estaba en manos de la Junta Militar, compuesta por Jorge Rafael Videla (Ejército), Emilio Massera (Armada) y Orlando Agosti (Fuerza Aérea). De inmediato, se impuso el estado de sitio, se clausuró el Congreso, se proscribieron los partidos políticos y los sindicatos fueron intervenidos. La dictadura comenzaba su ofensiva total contra la sociedad.
Se establecieron más de 500 centros clandestinos de detención, donde miles de personas fueron sometidas a las peores torturas. El plan sistemático de desapariciones, con métodos que incluían los «vuelos de la muerte», tenía el claro objetivo de eliminar a toda una generación de militantes populares. Se estima que 30.000 personas fueron desaparecidas.
Pero el terrorismo de Estado no solo apuntó a los sectores políticos organizados. También se impuso una brutal represión económica que destruyó el tejido productivo del país. Mientras la deuda externa se disparaba, las condiciones de vida de la clase trabajadora se deterioraban drásticamente. La liberalización financiera permitió que grupos concentrados fugaran capitales, generando una crisis que sentó las bases del colapso de los años posteriores.
La democracia bajo amenaza: del intento de olvido a la reivindicación del terrorismo de Estado
El fin de la dictadura no significó el fin de la impunidad. Si bien el gobierno de Raúl Alfonsín promovió el histórico Juicio a las Juntas, las presiones militares derivaron en las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que garantizaron la impunidad de los represores. Carlos Menem completó el esquema con indultos que beneficiaron a genocidas como Videla y Massera.
No fue hasta la llegada de Néstor Kirchner en 2003 que el Estado retomó una política activa de memoria, verdad y justicia. Las leyes de impunidad fueron derogadas y cientos de represores fueron juzgados y condenados. Espacios de memoria como la ex ESMA se convirtieron en testimonio de la lucha por los derechos humanos.
Sin embargo, la llegada de Javier Milei a la presidencia ha reactivado un discurso negacionista que busca borrar la memoria histórica. Funcionarios del gobierno han minimizado el número de desaparecidos y han intentado instalar la teoría de los «dos demonios», equiparando el accionar del terrorismo de Estado con la lucha armada de los 70. A su vez, han recortado presupuestos destinados a organismos de derechos humanos y han intentado clausurar políticas de reparación.
No se trata solo de discursos: el negacionismo es la antesala de la impunidad. Los sectores que hoy impulsan el desmantelamiento de la memoria histórica son los mismos que se beneficiaron con la dictadura. Bancos, grupos económicos y empresas que colaboraron con el régimen siguen operando en las sombras, influyendo en las políticas del actual gobierno.
Nunca más es ahora
A casi cinco décadas del golpe, la democracia argentina se enfrenta a un desafío crucial: impedir que el negacionismo y la reivindicación de la dictadura avancen. La memoria no es solo un ejercicio del pasado, sino una herramienta fundamental para comprender el presente y evitar que se repitan los mismos crímenes.
El gobierno de Javier Milei, con su desprecio por los derechos humanos y su alianza con sectores ultraconservadores, representa una amenaza para los consensos construidos desde 1983. No podemos permitir que el negacionismo se normalice, ni que los genocidas sean reivindicados como «presos políticos».
El 24 de marzo no es una fecha para la nostalgia: es una jornada de lucha. La memoria activa es el único camino para garantizar que, en Argentina, el «Nunca Más» sea una realidad irreversible.
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