Continuando con el Mes de la Niñez el último sábado se desarrollaron los festejos en el Pulmón Ecológico, Gardin, 25 de Mayo y Don Rodolfo. En estos sectores se concentraron niños y niñas de los barrios aledaños, quienes disfrutaron de los juegos y las actividades recreativas organizadas desde diferentes áreas del municipio.
El Intendente Marcelo Orazi visitó algunas de las zonas donde se llevaron adelante las propuestas, oportunidad en la que dialogó con los vecinos y compartió un grato momento junto a los más pequeños y pequeñas y sus familias.
El Mes de la Niñez tendrá su gran cierre el próximo sábado con actividades que se darán a conocer próximamente.
Desde hace dos años vivimos con un ruido persistente. Es el bajo continuo de una casa en demolición. Un crujido que viene de estructuras que creíamos sólidas y que ahora se desmoronan. Junto al estruendo del Estado atacado hay otro sonido más sutil pero constante: el del tiempo violentado. El pasado se convierte en arma, el futuro es secuestrado, y el presente se vuelve eterno e inmutable. Es un fenómeno global, pero en Argentina toma forma concreta en el gobierno de Javier Milei. Desde que asumió en 2023, el presidente de la motosierra y sus acólitos han hecho de los historiadores y de su disciplina un blanco preferencial de sus ataques. Buscan instalar una Historia plana y maniquea mediante la “denuncia” de supuestas manipulaciones y tergiversaciones previas del pasado.
La reemplazan con una puesta en escena de símbolos imperiales romanos, con imágenes y retóricas de evidentes reminiscencias fascistas, como se pudo ver en los estandartes de las agrupaciones de las “Fuerzas del Cielo” y en la misma escenografía del reciente acto de cierre de campaña en Rosario de La Libertad Avanza. Reviven el “Día de la Raza” para blanquear su racismo elitista y homenajean a represores como si fueran héroes, como hizo recientemente la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, durante un acto de la Policía Federal: en un solo movimiento, reinstaló la figura de Ramón Falcón, represor y asesino de obreros a comienzos del siglo XX, y la de Alberto Villar, uno de los organizadores de la Triple A y seguramente responsable del asesinato de muchos compañeros de militancia de cuando la ministra era una revolucionaria montonera en los setenta. Son operaciones banales, pero para nada ingenuas. Abrevan en el pasado para hacer una cuidadosa selección de momentos de la historia en los que se reconocen y anclan su relato fundacional. Momentos en los que se emocionan y con los que se encandilan, lo que les permite correr argumentalmente —sin demasiada precisión— la frontera del “comienzo de la decadencia argentina”.
Reviven el “Día de la Raza” para blanquear su racismo elitista y homenajean a represores como si fueran héroes.
Frente a este embate, la pregunta no es solo cómo defendernos, sino cómo recuperar el potencial político de pensar un sentido para la Historia mientras todo parece derrumbarse. ¿Para qué sirve? La respuesta no puede ser un lamento. Tiene que ser una trinchera. Giuliano da Empoli, en su libro La era de los depredadores, describe un mundo donde los señores de la tecnología ya no necesitan ni a la “casta” política ni al Estado. Tampoco a la Historia ni a la democracia. No es que no usen el pasado, sino que, además de maleable, lo vuelven algo volátil. Los sectores dominantes apuestan por memorias difusas que les permiten reescribir la Historia y reactivar las pasiones antidemocráticas del siglo XX. Los gurúes tecnológicos hacen de su ignorancia histórica una estrategia de marketing. En ese cruce entre la nostalgia distópica y la amnesia digital, pensar históricamente se vuelve un acto de resistencia. No como un mero refugio, sino como una forma de recuperar su condición de herramienta política. Preguntarse por el pasado es, en el fondo, preguntarse por el futuro. ¿Qué sociedad queremos? ¿Cómo la construiremos? ¿Qué utopías imaginaron otros antes que nosotros? ¿Cuáles son las nuestras?
Para responder, necesitamos afilar nuestras herramientas conceptuales y convertirlas en gestos de insubordinación. Investigar, enseñar y escribir Historia implica la práctica de un anacronismo consciente. En la disonancia, en lo incomprensible y exótico, anuda la pregunta por la realidad en la que vivimos, y cómo enfrentarla. Anacronismo que no es para juzgar el pasado con los ojos del presente (lo que sería un error analítico), o tomarlo sin más como brújula (lo que sería un endiosamiento), sino para traer al presente discusiones y proyectos aún inconclusos y ver qué formas tienen hoy nuestros propios sueños. El anacronismo no es un error metodológico. Es una estrategia para mostrar que el pasado es un territorio en disputa. Una tierra viva, hecha de capas de luchas y conflictos que, a veces, tiembla. Y cuando la hacemos temblar, desde nuestro pequeño lugar, tratamos de revalidar la idea de que tenemos que pensar en los usos que le damos al pasado. No se trata de traer sin más, nostálgicamente, las luchas del pasado, los nombres respetados y queridos, sino el gesto rebelde, el principio básico de la indignación, que movió a las mayorías populares a lo largo de la historia.
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En primer lugar, la crítica histórica debe ser anticlimática. Debe oponerse al clímax vacío del “momento histórico” agonal en el que nos quieren hacer creer que vivimos, y a la promesa de un destino manifiesto que, “esta vez sí”, alcanzaremos, obviamente si aceptamos “la única solución posible”: ser de derechas, ser como ellos. Consideran, como expresó en un reciente tuit Agustín Laje, uno de los propagandistas cercanos a Milei, que están ganando la “batalla cultural”: “Qué lindo que se ha puesto todo (…) Pensar que, hace dos décadas, cuando iba al colegio, decir que no eran 30.000 te costaba una sanción; el Che era un santo laico que estampaba camisetas; Néstor y Cristina encabezaban una revolución ‘nacional y popular’ (…) y decir que uno era de derecha, en cualquier rincón, era tabú (…) «Veinte años después nos cagamos en las mentiras del setentismo, y afirmar que no fueron 30 mil se convirtió en un lugar común; ya nadie usa las remeras del Che: el socialismo revolucionario ya no está de moda (…) La agenda woke está en crisis, y la juventud occidental empieza a girar rápidamente a la derecha”.
No son buenos tiempos para pensar a la Historia y al pasado como lo que son: conceptualizaciones densas, la acumulación de procesos sociales, con sus flujos y reflujos. Al achatar el tiempo, intentan quitarle a la Historia su razón de ser: no se puede aplicar la crítica a algo que cambia todo el tiempo o es plano.
El pasado está allí para avisar que quizás se apresuren en cantar victoria. Más allá de esa provocadora fanfarronada, la historia en sus distintas formas puede mostrar que la experiencia humana es lenta, compleja, llena de idas y vueltas, pactos oscuros y victorias pírricas. No hay fechas fundacionales puras, sino procesos largos donde lo nuevo convive con lo viejo, donde las revoluciones terminan administrando lo que juraron destruir. En esa complejidad está su fuerza: desactiva los relatos épicos y simplificadores. Si los poderosos la banalizan y la convierten en cotillón, nosotros, los estigmatizados, no podemos darnos ese lujo. Frente a la voluntad monolítica del nazismo, hubo quienes resistieron. Frente al discurso estigmatizador contra los sindicatos, por ejemplo, es en la historia donde encontramos tanto ejemplos de dignidad, como la certeza de que cada vez que los más débiles se dividieron, los poderosos avanzaron sobre ellos. Puede decirse que son cuestiones de sentido común, pero en un momento en que alguien puede afirmar algo y contradecirse en minutos, balbucear explicaciones insuficientes para salir indemne de una denuncia por corrupción, no está de más recuperar una idea: frente a tantas certezas y verdades tajantes, frente a tanta fragmentación condenatoria (“mandriles”, “comunistas”, “kukas”, wokes”), la mera duda y la argumentación son anticlimáticas y, en el mediano plazo, poderosas. ¿Cuántos de quienes abrazan “las ideas de la libertad” sabrán que se la deben, en gran medida, al enorme sacrificio de “los comunistas” que resistieron en la Europa ocupada o fueron parte del Ejército Rojo?
No son buenos tiempos para pensar a la Historia y al pasado como lo que son: conceptualizaciones densas, la acumulación de procesos sociales, con sus flujos y reflujos. Al achatar el tiempo, intentan quitarle a la Historia su razón de ser: no se puede aplicar la crítica a algo que cambia todo el tiempo o es plano. En segundo lugar, y en un presente perpetuo, debemos aprender a ser anaeróbicos, a vivir como si existiera el tiempo histórico, cuando la realidad y la política en las redes lo niegan. Todo es instantáneo: tanto que pasado, presente y futuro son lo mismo. En consecuencia, debemos ser como bacterias que sobreviven sin oxígeno en ambientes hostiles, necesitamos mantener viva la conciencia del tiempo. Separar pasado, presente y futuro en un contexto que los mezcla y los niega. Esto es tan vital como respirar, y sin esa división en tres tiempos, no hay experiencia histórica ni política posibles. ¿Hacia donde proyectar, si las líneas del presente y el futuro se superponen hasta ser la misma?
En tercer lugar, y sobre todo, debemos ser anamnésicos. Recordar no como un acto de nostalgia, sino como exploración de lo humano. Ver cómo otros enfrentaron sus circunstancias y construyeron caminos hacia los futuros que imaginaron. La anamnesis no es solamente el “rescate del olvido”, sino que es un prolijo trabajo de selección de temas y preguntas orientados por una mirada política. Hay una tarea en recuperar palabras que la ultraderecha reaccionaria se ha apropiado hasta vaciarlas de significado: “libertad”, la más notoria de ellas. Pero ¿qué es un proyecto político sino un pensamiento apoyado en una tradición de lucha y de ideas, adaptadas a su tiempo?
La anamnesis nos da la posibilidad de encontrar en el pasado señales de que nada es permanente, de que todo orden puede cambiar. Sobre todo, pensar históricamente no es visitar un santuario, sino prepararse para una batalla. Exhumamos para interrogar, no solo para venerar. La lucha contra la desmemoria es también contra el olvido de las ideas que movilizaron a otras personas antes que a nosotros. Olvido que, gradualmente, llevará a que no nos reconozcamos capaces de construir nuestros propios proyectos; que podemos elaborar nuestro plan de acción en función de un futuro.
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Hace poco, ante las denuncias del gobierno sobre “adoctrinamiento” en escuelas, circulaba en broma la idea de que, si tan eficaz hubiera sido ese trabajo de propaganda, los libertarios no habrían ganado las elecciones. En ese chiste subyace una idea tan limitada como la de los libertarios sobre el uso político de la historia. Les ha parecido a muchos que con instalar ciertas fechas, recuperar algunos lugares para la memoria, era suficiente. Y eso fue un gran error que llevó a una ritualización excluyente. De allí que los simpatizantes de LLA se sientan excluidos y ahora simplemente piensen en reemplazar el clavo que sacan con otro (obviamente, verdadero). El ejercicio de la memoria histórica es algo vivo, el pasado no es una religión. A los luchadores se los recuerda luchando. A los seres humanos, por su imaginación, su razón, su capacidad de distinguir lo correcto de lo incorrecto. Por sus posicionamientos éticos, construidos a partir de una imaginación de sociedad. Por sus proyectos comunitarios. Porque un ser humano, antes que nada, es alguien a quien no le da todo lo mismo. Y por eso decide. Decide, por ejemplo, decir que no. El acto más profundo de resistencia.
Sin aislarnos, debemos abstraernos. Bajar de la rueda, practicar cierto analfabetismo digital, volver a la carne y el hueso. Nos arrastraron a un campo de juego donde podemos perder todo lo que nos hace humanos. Frente a la virtualización de la existencia y la distorsión digital del tiempo, la memoria se ancla en lo corpóreo.
La batalla también es en los cuerpos. Sin aislarnos, debemos abstraernos. Bajar de la rueda, practicar cierto analfabetismo digital, volver a la carne y el hueso. Nos arrastraron a un campo de juego donde podemos perder todo lo que nos hace humanos. Frente a la virtualización de la existencia y la distorsión digital del tiempo, la memoria se ancla en lo corpóreo. Es el hueso que no se disuelve, la herida que cicatriza pero no desaparece, el abrazo que perdura. La Historia no se escribe solo en papeles; se inscribe en los cuerpos. En el cansancio del maestro que siembra en el aula. En los gestos cotidianos que tejen comunidad. Volver a la carne y el hueso es resistir el desarraigo. Es recordar que la patria es un territorio compartido por seres que sienten, aman, luchan y construyen.
La batalla por la memoria se libra en dos frentes inseparables: la reflexión serena y la acción urgente. Y sucede en bibliotecas, universidades y aulas, allí donde se examinan fuentes y se practica la anamnesis contra el olvido programado. Un telegrama, una factura, una minuta pueden revelar la mecánica de decisiones que cambiaron vidas. Este trabajo silencioso, riguroso, es la base de toda afirmación creíble. Y es el que hoy se subestima.
Debemos “embarrarnos”. Porque la batalla en redes es la manifestación actual de la batalla en las calles. En plazas, asambleas, aulas como ágoras, donde la Historia se socializa, se discute, se convierte en herramienta para leer el presente e imaginar futuros. Abandonar cualquiera de estos frentes es claudicar. La investigación sin anclaje en lo cotidiano está al borde de la erudición estéril, de lógica endogámica. A lo sumo, preserva, pero no construye. La calle sin archivo es presente efímero, manipulable, sin profundidad. Nuestra tarea es conectar ambos territorios. La calle da sentido al archivo; el archivo da profundidad a la calle.
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Recuerdo a mis estudiantes del Colegio Nacional en 2021, en plena pandemia, escribiéndose cartas para leer cuando terminaran su quinto año. Sin saberlo, realizaron una acción profundamente histórica. Le hablaban al futuro; inscribieron su presente en una línea de tiempo que proyectaban hacia adelante. Afirmaron, recién salidos de la pandemia, que habría un “después”. Que el tiempo seguiría. Hoy, al abrir esos sobres, imagino algunas de las preguntas que les surgieron. ¿Dónde estaba entonces? ¿Qué recorrí desde aquel adolescente encerrado? ¿Siguen vivos mis deseos? ¿Qué quiero construir ahora? Ese diálogo entre lo que fuimos, somos y queremos ser es el núcleo de la conciencia histórica. Pero para poder entablarlo, necesitamos que la experiencia del tiempo vuelva a ser multidimensional.
Una de mis alumnas, al terminar de leer, me dijo: “Abracé a quien era entonces”. No es solo una metáfora. Es prueba de que el tiempo no es una línea recta, sino un diálogo permanente. Ese abrazo a través del tiempo es lo que hacemos cuando enfrentamos críticamente el pasado colectivo. Es negar esta realidad plana que nos quieren imponer como única.
En un presente que busca clausurar el porvenir, vendernos consumo y resignación, afirmar que el futuro existe —y que podemos moldearlo— es revolucionario. La Historia no mira solo hacia atrás. Es un bucle, un eco que viaja en todas las direcciones. Interpretamos el pasado para habitar críticamente el presente y abrir la posibilidad de un futuro distinto.
Más allá del sueldo mezquino, más allá de la derrota coyuntural de los valores que defendemos, el oficio de la Historia es sostener ese espacio de posibilidad. Ese lugar donde un pibe, en una escuela fría o en una casa humilde, pueda no solo imaginar su futuro, sino empezar a construirlo. Y lo hace preguntándose por su lugar en el tiempo, por lo que vino antes, por lo que puede venir después.
Nuestra derrota más profunda no sería aceptar un relato histórico falso. Sería renunciar a la capacidad de imaginar y luchar por los futuros posibles que están ahí, como semillas dormidas en las lecciones del pasado. Porque en el teatro de lo político, la crítica al adversario se ha vuelto un ritual cómodo: un exorcismo que nos absuelve de toda culpa. Nos reunimos para denunciar al otro, ese espejo deformado de nuestros propios errores, y en esa condena encontramos una identidad rápida, sin esfuerzo. Pero esa práctica, tan común, es en realidad una forma de evasión. Al poner todo el error en el enemigo, evitamos mirarnos a nosotros mismos. La energía que debería ir a la introspección se gasta en fabricar monstruos externos. Y aunque eso genera el calor efímero de la indignación, nos deja vacíos, atrapados en un presente sin salida.
Nuestra derrota más profunda no sería aceptar un relato histórico falso. Sería renunciar a la capacidad de imaginar y luchar por los futuros posibles que están ahí, como semillas dormidas en las lecciones del pasado.
La autocrítica, en cambio, es incómoda. Nos obliga a sacarnos la armadura de la lucha partidaria y mirar de frente nuestros errores, nuestras complicidades, nuestras oportunidades perdidas. Duele, porque rompe la narrativa heroica que nos contamos. Señalar al otro nos confirma en nuestra virtud; mirarnos al espejo nos enfrenta a nuestra fragilidad. Esta reticencia no es ingenua: es la defensa de un aparato ideológico que teme más a la disolución interna que a los ataques externos. Prefiere la solidez de un relato incuestionable a la riqueza inestable de la revisión.
El verdadero desafío no es solo superar esa comodidad de criticar al otro. Es redirigir esa energía hacia la imaginación del futuro. Porque si nos obsesionamos con el enemigo, nos volvemos reactivos. Definimos nuestro horizonte en oposición, nunca en afirmación. Si logramos reducir esa lógica de espejos, liberaremos una energía que puede alimentar algo mucho más difícil y más valioso: la imaginación. No como evasión utópica, sino como construcción política concreta. Diseñar instituciones, vínculos sociales, sentidos comunes para un porvenir que aún no existe.
Ahí es donde la autocrítica se vuelve fértil. Limpia el terreno y nos permite construir, con humildad y audacia, sobre cimientos verdaderos. En este presente que quiere borrar las huellas y cerrar los caminos, la Historia —con sus herramientas críticas y su capacidad de recordar— no es un lujo académico. Es el terreno donde se libra la batalla más importante: la batalla por la posibilidad misma de un mañana.
Y en ese abrazo a través del tiempo, en esa obstinación por la memoria, en ese cuestionamiento vital sobre nuestra trayectoria en el mundo, está la esperanza que nos impide rendirnos.
El Intendente Marcelo Orazi anunció la repavimentación de tres estratégicas calles rurales de Villa Regina, tras reunirse con el Ministro de Obras y Servicios Públicos de la provincia Carlos Valeri. Con una inversión de $42 millones aportados por el gobierno provincial se llevarán adelante estos importantes trabajos en 2,7 kilómetros, que corresponden a tramos del…
El 18 de diciembre de 2024, Camilo —alto, 40 años, mestizo— se levantó a las 6 de la mañana, tomó café, masticó hojas de coca y se conectó por Zoom a una reunión con inversionistas internacionales interesados en ayudar a la conservación ecológica de la Reserva de Biosfera del Chocó Andino Ecuatoriano. A las 8 terminó su llamada. Caminó los 10 minutos a pie que separan su casa del centro de San José de Mashpi, un caserío de cuarenta familias dentro de la Reserva. Al llegar, ya lo esperaban don Gabriel, el presidente de la comunidad; Paula, la joven presidenta de la asociación de turismo; el representante del Ministerio de Turismo de la provincia de Pichincha; y dos trabajadores del Mashpi Lodge, un hotel que opera en la zona. Camilo y yo – que llegué con él – representábamos Pambiliño, el bosque-escuela que fundó y sobre la cual yo ahora investigo.
Lo que se había planeado como una reunión de cuatro horas para mapear las zonas de potencial turístico alrededor del río Mashpi se convirtió en una caminata cuesta arriba de doce horas desde donde desemboca el río hasta su nacimiento. Caminamos por un tramo de carretera de lodo y divisamos restos de basura a las orillas del río, evidencia de turistas no supervisados. Seguimos el camino de lodo, acercándonos más a la zona de la montaña con bosque primario, donde nace el río. Al llegar a la cumbre, don Gabriel y Paula contaron historias de cómo los aguaceros se llevaron un pedazo de la única vía de la zona. Camilo propuso como medida preventiva sembrar más árboles. Por mucho tiempo algunos de los habitantes del pueblo se han quejado de que los aguaceros también arrastran todos los químicos que se usan en los monocultivos de palmito y piscinas de truchas que operan cerca del río. Si bien su agua es cristalina —azul, casi transparente—, la gente de la zona sabe que del río ya no se puede beber.
El objetivo de la caminata era que el representante del Ministerio de Turismo pudiera conocer el estado de las infraestructuras para turistas alrededor del sendero rivereño. Gradas y casitas de madera instaladas por el mismo ministerio hace algunos años para que los turistas tuvieran un lugar donde dejar sus pertenencias y sentarse en la sombra entre nado y nado. Camilo y la gente del pueblo esperaban mostrarle que hacen falta recursos financieros para arreglarlas.
—La humedad acabó con la madera de estas casas rapidito— dijo don Gabriel.
También se propuso instalar señalética para que los turistas no dejen basura, ni pesquen ilegalmente o usen repelente al entrar al río.
—Eso mata a los pescaditos— dijo Camilo.
Según los líderes de la comunidad, el flujo de turistas aumentaría si se arreglaba la infraestructura.
En la noche volvimos agotados y hambrientos por el recorrido. Camilo me dijo que no creía que la visita del funcionario estatal sirviera de mucho. Reuniones y caminatas como estas las hacen cada dos o tres meses y al final la inversión pública es casi nula. Sin embargo, Camilo sigue asistiendo. Cuando le pregunté por qué, me dijo que quiere seguir apoyando a la comunidad.
—Si la comunidad quiere desarrollar turismo, se debe coordinar este tipo de reuniones.
Su motivación también era la esperanza de que un día San José de Mashpi se convirtiera en un ejemplo para otros pueblos dentro de la Reserva. Esperaba que, en un futuro, la gente del pueblo pudiera ver el turismo y la agricultura sostenible como alternativas para no depender de la minería y de los monocultivos de cacao y palmito, controlados por terratenientes de la zona.
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Cuando llegó al pueblo de San José Mashpi en 2009, Camilo tenía 24 años, una maestría en sociología ambiental por terminar y la convicción de que en el bosque podría aprender tanto o más que entre libros. No llegó por accidente. Ya entonces militaba contra la Ley de Minería propuesta por el gobierno de Rafael Correa, que buscaba expandir las zonas mineras sin tener en cuenta que eso significaba un riesgo a largo plazo para las comunidades campesinas del territorio. Peleaba contra esta ley desde el “Frente por la Defensa del Chocó Andino”, una alianza entre campesinos y capitalinos, sobre todo estudiantes universitarios, que buscaba concientizar a la población quiteña sobre los riesgos de la megaminería en uno de los territorios más biodiversos del planeta, donde además nacen las fuentes de agua que abastecen a la capital.
A partir de su militancia con el Frente, Camilo entendió que la lucha no debía ser sólo ideológica, sino también práctica. Cuando su prima le contó que había lotes en venta en el Chocó, empeñó los pocos ahorros que tenía como estudiante, le pidió dinero prestado a su madre abogada y junto a su hermano, también militante universitario, compraron 13 hectáreas. El terreno estaba entonces descuidado, sin nada sembrado. Había pertenecido alguna vez al fundador del pueblo, que lo puso en venta después de que se viera obligado a buscar trabajo asalariado en medio de una crisis económica.
Al llegar, lo primero que hizo Camilo fue levantar una modesta casa. La construyó de balsa, madera local, ligera y resistente a la humedad. Con la ayuda de algunos vecinos del pueblo que sabían de carpintería, empezó a poner las primeras tablas.
Mientras se construía la casa, Camilo durmió a la intemperie con una carpa. Me contó que ese tiempo solitario fue donde más aprendió a apreciar la fuerza del bosque: los sonidos de los animales nocturnos y noches estrelladas que en la capital quedan ocultas tras el resplandor de las luces artificiales. En la quietud, entendió que el bosque no es un lugar vacío sino un tejido vivo. Cada crujido en la hojarasca, cada canto lejano le recordaba que estaba habitando un territorio compartido. Su intuición de que el bosque era un gran maestro se reivindicaba más mientras los días pasaban.
Así fue como Camilo estableció la misión de su proyecto: su finca no sería solo un lugar para producir alimentos, también sería un lugar donde otros pudieran aprender, como él, la importancia, singularidad y riqueza del bosque del Chocó Andino. Llamó a su finca Pambiliño, porque lo único que se podía ver en el horizonte en ese entonces eran las hectáreas de siembras de pambiles de palmito – palmas pequeñas con follaje ancho y tronco esbelto – y parcelas divididas por tierras infértiles de color café con casi nada de pasto verde, resultado del uso de pesticidas para monocultivo y pastizales de ganadería.
—Pambiliño se creó como un lugar para aprender a tener una forma diferente de relacionarnos con la naturaleza, con los bosques, con el agua, con la biodiversidad—me explicó Camilo.
La educación, según él, es una herramienta importante para demostrar que los territorios rurales no deben ser solo vistos como territorios de extracción.
Al año siguiente, gracias a sus contactos con la universidad, Camilo acogió a su primer grupo de estudiantes universitarios extranjeros. Ellos se hospedarían en Pambiliño para poder realizar sus investigaciones sobre especies endémicas de la zona: serpientes verrugosas y ranas cristal en peligro de extinción. A los estudiantes también les interesaba entender el modo en que Camilo fue reintroduciendo en su finca plantas nativas como la cúrcuma aromática o las orquídeas, gracias a técnicas agroforestales que ayudaban a que el suelo se regenere de manera saludable sin necesidad de agroquímicos.
Si bien durante meses el aporte económico de los estudiantes extranjeros ayudó a mantener económicamente la finca, Camilo sintió que su proyecto debía también servir a la comunidad local. Reconocía que la falta de recursos estatales en la zona dejaba vacíos profundos en servicios básicos como la educación.
La única escuela del pueblo — un espacio al lado del río, en el corazón del centro, construida de manera artesanal por los primeros pobladores del pueblo — estaba sostenida por docentes contratados por el Estado que rotaban constantemente y necesitaba de recursos que pudieran apoyar y sostener su labor. Camilo comenzó entonces a abrir las puertas de Pambiliño no solo a los investigadores extranjeros, sino también a los niños del pueblo y a sus padres, agricultores que trabajaban para los finqueros de monocultivos.
Empezó ofreciendo actividades educativas como caminatas pedagógicas a los alumnos de la escuela de entre cinco y doce años, para que pudieran tener contacto directo con el bosque y pudieran apreciar mejor el lugar que habitan. Para los agricultores de la zona, Camilo impulsó junto con la comunidad talleres de agroforestería. A diferencia de los monocultivos tradicionales, este modelo integra árboles, cultivos y animales en un solo sistema, lo que reduce la dependencia de agroquímicos y permite que la tierra se regenere de manera natural y aumente su resiliencia.
Para continuar con su vínculo con la comunidad local, en el 2017 Camilo anexó Pambiliño a la Red de Bosques Escuelas del Chocó Andino. La Red coordina educación ambiental con escuelas estatales en toda la reserva. Muchos de los proyectos educativos que fomenta la Red, como talleres para identificar especies nativas del bosque, avistamiento de aves y visitas a ríos y quebradas, se parecían a los proyectos que Camilo quería implementar en Pambiliño. En lugar de depender exclusivamente del lenguaje verbal o escrito, la metodología de bosque-escuela busca prácticas al aire libre que fomenten un conocimiento corporal: se aprende a través del moverse y sentir el bosque.
Mientras los grandes hacendados de la zona continuaban dependiendo de monocultivos, Camilo esperaba que Pambiliño pudiera ser una muestra de cómo se podían generar ingresos de manera sustentable sin degradar la tierra a través de la educación, el turismo ecológico y proyectos de conservación.
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Mashpi se encuentra en la intersección de las ecorregiones del Chocó: bosques tropicales y nublados que van desde Panamá, pasan por Colombia y terminan en Ecuador, en los Andes tropicales, donde montañas altas colindan con el Amazonas. Gracias a esta posición geográfica, la región del Chocó Andino genera diversos microclimas que explican la abundante biodiversidad del lugar.
Ernesto —setenta y siete, afroecuatoriano, de sonrisa amplia— llegó a Mashpi caminando hace casi 25 años. En ese entonces en Masphi había un bosque primario, del cual ahora queda poco debido al paso de la empresa maderera que operaba en la zona. Dice que vino porque un amigo que trabajaba para un finquero en el pueblo aledaño le avisó que había terrenos baldíos por el monte:
—Ahí por arriba o por abajo.
A Ernesto le gustó por abajo, junto al río. Llegó en medio de una neblina que no lo dejaba mirar más allá de la punta de su nariz y en medio de una lluvia torrencial que lo embarraba hasta las rodillas. La neblina y el lodo típicos de la zona:
—El río era fuerte, tocaba esperar a que pasara una balsa.—cuenta Ernesto —Yo sufrí bastante. Eran siete horas de camino desde la vía y tres o cuatro días sin escampar. Las botas se me acababan, tocaba venir a veces con pie descalzo. Mis pies estaban hechos pedazos. Nos aguantábamos sin salir de acá hasta que las lluvias pararan…
Pero Mashpi no era una tierra baldía. Dicen los historiadores que esa tierra estaba habitada por los yumbos, indígenas especializados en la agricultura y el comercio de sal, maní, algodón y concha spondilus del litoral. De los ancestrales yumbos de Calacalí se han encontrado tramos arqueológicos de sus caminos nombrados culumcos, por donde transitaban para llevar sus mercancías al centro inca en el Quitus.
—Cuando llegué no había luz, no había camino —me cuenta Ernesto—. Todo era pura jungla. Jungla espesa, no se podía ni ver ni de dónde salía el sol. Me acuerdo de que había muchos animales, muchísimos. Se los escuchaba en la noche. Y no sabías si era el puma de monte o si era otra cosa. Era una cosa que daba miedo.
Hoy, para llegar al pueblo hay que tomar tres buses desde la capital o emprender un viaje de tres horas en carro particular. Cuando llueve, el lodo bloquea el paso a todo vehículo que no sea un 4×4 y obliga a continuar a pie, por un suelo espeso y rojizo, teñido por minerales como cobre y oro, que se encuentran en la zona.
A principios de los 2000, el gobierno instaló una hidroeléctrica al lado de Mashpi. Mucha gente del pueblo, incluyendo a Ernesto, decidió irse a trabajar a la construcción de la hidroeléctrica. El trabajo asalariado prometía una estabilidad económica que la agricultura no. Con la oportunidad laboral llegó una nueva ola de habitantes de todas partes del país contratados por la compañía. Cuando la hidroeléctrica se acabó de construir, la gente del pueblo y los nuevos migrantes se quedaron sin empleo. Muchos decidieron quedarse, algunos volvieron a la agricultura, otros tuvieron que emigrar de nuevo.
Pero los monocultivos e hidroeléctricas no serían los únicos proyectos mercantilistas en la zona. En el 2015 se fundó el hotel Mashpi Lodge, y con él se cambió la relación que los fundadores del pueblo tenían con el bosque y la tierra. La tierra, que antes servía solo como sustento directo para alimentar a las familias, fue progresivamente expropiada o comprada por el Lodge bajo el discurso de la conservación, transformando el sustento campesino en “naturaleza protegida” para el turismo y la inversión verde.
Este hotel de lujo, con paredes de vidrio y acceso exclusivo a sus huéspedes, fue reconocido por los World Travel Awards como uno de los mejores destinos turísticos del país. El Lodge atrae principalmente a visitantes extranjeros dispuestos a pagar tarifas que superan los mil dólares por noche. Mientras tanto, mucha gente de la zona, sobre todo jóvenes, trabaja allí como guías, cocineros o guardabosques, por lo que el Lodge es respetado como una fuente de empleo con ingresos estables, algo que la agricultura por sí sola no puede sostener. Construido en lo que llegarían a ser 2500 hectáreas de reserva privada, fue diseñado por Roque Sevilla, un exalcalde de Quito que se autodenomina un “emprendedor ambientalista”. Según su publicidad online, el Lodge nació con un doble propósito: promover el turismo de alto nivel y generar ingresos que contribuyan a la conservación del bosque.
Al igual que Pambiliño, el hotel trabaja con la comunidad para promover el turismo. Pero hay una diferencia sustancial: el hotel promueve un tipo de turismo inaccesible para la mayoría, tanto por sus altas tarifas como por su forma en la que opera, comprando grandes hectáreas de terreno dentro del pueblo, donde se albergan puntos de gran importancia para la biodiversidad y el turismo como la cascada de El Niño. Este es el hábitat predilecto de la emblemática rana del Chocó Andino – un tipo de rana de cristal con piel translúcida que permite ver sus órganos internos – indicadora importante de la salud del ecosistema forestal y una de las mayores atracciones turísticas del bosque.
El hecho de que Mashpi se encuentre entre y dentro de reservas privadas y áreas de conservación reconocidas por el Estado hace difícil determinar quién es responsable de hacer cumplir las leyes de conservación ambiental. Al final, ni el Estado ni los actores con reservas privadas como el Lodge logran asegurar una conservación ambiental que también garantice fuentes económicas sostenibles y sustentables para la comunidad. La mayoría de la gente del pueblo sigue viviendo de lo que logra sembrar, o es asalariada por industrias mineras o agrícolas que operan en la zona.
Al comparar cómo era el Mashpi del que me cuenta Ernesto con el Mashpi que es ahora, me imagino que por este lodo ha ido y venido mucha gente. Gente que se ha apropiado de la tierra y luego ha migrado por la necesidad económica. Gente que llegó a trabajar en los monocultivos, pero no tenía interés en quedarse. Gente que le vendió su lote al Mashpi Lodge y que, al intentar regresar, se encontró con que la tierra se había encarecido, ya sea porque el área fue declarada Reserva o porque otros ya la habían ocupado, y terminó teniendo que conformarse con cualquier terreno disponible en el centro poblado, como le ocurrió a Ernesto.
Mientras estas desigualdades conviven dentro del territorio, en las afueras hay otras tensiones. En una Consulta Popular del 2023, el 68% de la población de la provincia de Pichincha votó para que se prohibieran nuevas concesiones mineras en todo el Chocó Andino. Sin embargo, según reportes nacionales, cerca de estos ríos aún existen 25 concesiones mineras de alto impacto. Organizaciones ambientalistas exigen que las autoridades estatales tomen el control para frenar las actividades mineras – sobre todo en los ríos Laguna, Malimpia y San Vicente, que atraviesan las vecindades de Mashpi, y donde se albergan especies críticamente amenazadas o en peligro de extinción, como el oso de anteojos y el colibrí de pecho negro. El Gobierno, en cambio, no da respuestas claras de cómo se regularán las mineras existentes.
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Tras la crisis económica del 2015, un finquero monocultivador de palmito de la zona decidió vender parte de sus tierras en Mashpi. Camilo, como Ernesto, invitó a amigos y conocidos a comprar el terreno para recrear proyectos similares al de Pambiliño. Así, cinco fincas ecológicas denominadas SER (Sendero Ecológico de la Restauración) fueron creadas en los años. Como Camilo, los recién llegados también buscaban formas alternativas de vida y acercarse más a la naturaleza. Junto a Pambiliño, el SER enfoca su labor en la restauración de la tierra, conservación de especies nativas de árboles como el sande, el chanul y el copal y educación ambiental a través del turismo comunitario, guiando a visitantes por la zona restaurada que se encuentra dentro del sendero. Según Camilo, tanto el SER como Pambiliño han generado beneficios económicos concretos para el pueblo, demostrando que es posible sostener un ingreso estable sin recurrir a la destrucción de la tierra. Sin embargo, negociar su visión de una vida sostenible con los finqueros dedicados al monocultivo y con las autoridades estatales no siempre resulta sencillo.
A pesar de que la Constitución de 2008 reconoce la conservación privada como un derecho, Camilo señala que, sin recursos, sin caminos y sin políticas públicas efectivas, la conservación de la naturaleza sigue siendo, en la práctica, un privilegio inaccesible para muchos.
—El Estado hace muy poco para que se fortalezca el manejo sostenible de la tierra. La conservación es un derecho, pero no hay mecanismos que apoyen esos derechos. ¡Es terrible!… Hay invasiones, no hay guardaparques establecidos por cada kilómetro cuadrado ni nada de eso. Entonces, imagínate, ¿cómo el Estado espera que una sola persona cuide de un área del tamaño de la microcuenca Mashpi? ¡Es absurdo!
Considera que, ante la ausencia de acciones estatales concretas, el cuidado del territorio desde el territorio se vuelve fundamental.
—Pambiliño persiste desde este frente —me dice Camilo.
Un ejemplo concreto de esta autogestión es el proyecto “Soy Mi Territorio”. El programa, iniciado por el SER y Pambiliño, se creó para que los niños no solo de Mashpi, sino también de pueblos de su alrededor, vinieran a las reservas a aprender cómo proteger el hábitat del mono capuchino y la pava de monte, especies críticamente amenazadas, que son clave para entender la importancia de conservar los microclimas que solo se dan en la Reserva del Chocó. Durante los talleres, los niños hicieron máscaras de monos y de pavas, recorrieron los senderos de las reservas, identificaron plantas que sirven de alimento a estas especies y participaron en avistamientos. Al final, sabían cómo reaccionar si se cruzaban con una pava o un mono: dejarlos tranquilos, no alimentarlos y avisar a un guardabosques para que el encuentro quedara registrado en la base de datos. Según Camilo, esta preparación comunitaria es clave no solo para proteger a la fauna, sino también para generar datos que respalden futuras aplicaciones a fondos internacionales de conservación:
—Seguimos buscando fondos para continuar con este proyecto. Solo nos alcanzó para la primera fase, pero ahora queremos hacer un segundo taller para que los niños identifiquen también especies acuáticas y puedan aprender de la importancia de cuidar el río…
Financiado por el CriticalEcosystemPartnershipFund (CEPF), este proyecto parte de una iniciativa más grande que incluye la restauración de parcelas a algunos moradores de la zona para que puedan transicionar de monocultivos de palmito y ganadería a modelos agroforestales. La expectativa es doble: que las familias locales encuentren medios de vida sostenibles y que la comunidad aprenda a interactuar mejor con las especies de fauna amenazadas.
El respaldo financiero de instituciones extranjeras como el CEPF, frente al vacío que deja el Estado, despertó en los pobladores un mayor interés por las propuestas de conservación impulsadas por Pambiliño y el SER. Cada vez más, sobre todo entre los jóvenes, surge la búsqueda de formas alternativas de generar recursos. Por ejemplo, Flor, madre soltera de treinta años y dueña de la tienda del centro poblado, decidió unirse a la asociación de turismo comunitario para formarse en la gestión de visitantes y contribuir a que el río se mantenga limpio y libre de pesca ilegal.
Cuando llegué por primera vez en 2016, era apenas una visitante más, parte de un retiro grupal. No conocía la historia de Mashpi ni la de Pambiliño. No sabía de las tensiones que se habían plantado allí desde que la conservación se volvió un tema importante para tratar entre los moradores. En 2018, el declaratorio oficial del Chocó Andino como Reserva de la Biosfera de la UNESCO intensificó el debate. Ahora que llegué como estudiante a hacer etnografía, entendí que Pambiliño funciona en medio de estas tensiones. Por un lado, es un bosque-escuela dedicada a la conservación. Por otro, una organización que busca fondos y alianzas para ofrecer alternativas económicas ante los monocultivos y la minería.
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Es domingo 19 de diciembre de 2024, son las ocho de la mañana. Mientras terminamos el café, Camilo me invita a asistir a la asamblea del pueblo que se dará en la tarde para que yo entienda mejor su relación con la comunidad. Ximena – quiteña de ojos azules, esposa de Camilo, residente de Mashpi desde el 2013 – se une a nuestra conversación. Me cuenta que ella es parte del comité ejecutivo que coordina la asamblea de hoy. Mientras yo limpio los trastes, Ximena me dice:
—Es difícil coordinar todo esto.
Sentado desde la mesa del desayuno, Camilo responde:
—La comunidad me acogió desde que llegué. Nos ayudamos mutuamente, pero ahora que generamos más recursos, los líderes antiguos nos ven con recelo, creen que les vamos a sacar los bienes comunes, como han hecho otros
Ximena, que para entonces me estaba ayudando a secar los trastes, agrega:
—Son estilos de vida distintos…Pero yo tengo un lote ahí en el centro poblado, también. Yo también soy parte de la comunidad y participo en las mingas.
Parándose de su silla, para dar a entender que la conversación estaba a punto de terminar, Camilo explica:
—Yo entiendo por qué tienen recelo. A la gente de la comunidad se les ha desposeído de sus tierras y creen que nosotros vamos a hacer lo mismo. Pero nosotros solo queremos vivir tranquilos y ayudar a mejorar la situación como se pueda
El resto de la mañana Ximena y yo preparamos el almuerzo para sus dos hijos y seguimos conversando sobre su llegada a Mashpi y sobre los problemas políticos del país. A las cuatro de la tarde Ximena y yo salimos de la casa para preparar el lugar donde la asamblea se llevará a cabo. Manejamos cinco minutos y llegamos a una cabaña en el centro poblado con piso de baldosas. En sus paredes se encontraban carteles de las especies de colibríes endémicos, gallos de la peña, tigrillos, anfibios y ranas que habitan el Chocó Andino y también de las 450 especies de plantas alimenticias no convencionales que se encuentran en la región.
La preparación de la asamblea incluye montar una sábana blanca que nos servirá para proyectar la agenda del día y arreglar las sillas y mesas de madera para que la gente se pueda sentar.
Son ya las cinco de la tarde. Hora establecida para dar inicio. Llega don Gabriel, el presidente de la comunidad que también es guardabosques y trabaja para el Mashpi Lodge. Al tener este doble rol, debe lidiar muchas veces como intermediario en la disputa de la comunidad con el hotel por lugares claves para el desarrollo de turismo comunitario. En la asamblea este sería un tema por tratar. Cuando entra Don Gabriel, el aire se torna más cargado. El corto cruce de miradas entre don Gabriel y Ximena y su breve saludo cordial me dan a entender que no hay una relación cercana entre ellos. Mientras tanto, los demás asistentes llegan y toman sus asientos.
Son ya las cinco y media, la lluvia golpea el techo de zinc y don Gabriel tiene que alzar su voz para poder formalmente iniciar la sesión.
Don Gabriel detalla el orden del día: 1) Legalización de Mashpi como cooperativa municipal (modelo de gestión donde la gente del pueblo puede volverse socio parcial con propiedad conjunta dentro de un municipio); 2) Entrega de planimétricos a los habitantes que no tienen lotes a su nombre para que puedan legalizarlos; 3) Acceso a la cascada de El Niño dentro de la reserva administrada por el Mashpi Lodge.
Antes de hablar sobre la legalización de la cooperativa municipal, Ximena propone resolver un asunto pendiente:
—El dinero recolectado en las mingas debe estar en una cuenta de banco a nombre de la cooperativa o a nombre del tesorero electo. No hemos podido avanzar con la legalización porque don Gabriel quiere trabajar solo.
Ximena y don Gabriel discuten. Ella insiste en la necesidad de transparencia y propone que los fondos recaudados por las mingas del pueblo se muevan de la cuenta de don Gabriel a la cuenta del tesorero electo. La discusión se interrumpe brevemente con preguntas del público: ¿Y en qué se usó la plata?
La disputa entre Ximena y don Gabriel dominó la reunión, hasta que Gerardo, uno de los líderes jóvenes de la comunidad, 21 años, cabello largo, y estatura mediana, levanta su mano para poder tomar la palabra:
—Señores, ¡Ya basta! Nos hemos pasado discutiendo esto casi una hora y no se ha resuelto nada. Yo propongo hacer una votación y que la asamblea decida dónde se queda la plata.
La gente lo aplaude. Gerardo pasa al frente, agarra una bolsa de plástico. Otra de las asistentes reparte papel y lápices para que la gente pueda escribir su voto. Gerardo camina con la bolsa y recoge los votos. Empieza el conteo. Con 31 votos a favor, la asamblea vota para que la plata sea administrada en una cuenta a nombre del tesorero electo.
Con la tensión acumulada, los siguientes puntos de la asamblea son discutidos apresuradamente. Camilo, promotor del proyecto que gestiona las nuevas escrituras a los habitantes que no tienen lotes a su nombre, pasa al frente. Invita a Mireya —alta, morena, de cabello rizado, en sus treintas y geógrafa local— a que también tome la palabra. Ella fue contratada con plata de una organización extranjera para que entregara los planimétricos que hizo en la comunidad. Como ha vivido en la Reserva toda su vida, conoce bien el terreno.
Mientras Mireya reparte las escrituras gestionadas, Camilo explica a los presentes que este proyecto es parte de uno más amplio que a largo plazo busca diseñar un “Plan de Vida para Mashpi”, donde los primeros fundadores y los nuevos finqueros trabajen en conjunto para crear proyectos sustentables y económicos que beneficien a toda la comunidad. Más tarde, Camilo me contaría que el proyecto incluye legalizar los lotes catalogados como “baldíos” y regularizar el precio de los terrenos en la zona para que la gente tenga un mejor acceso a su compra y venta.
Al finalizar la intervención de Camilo, una vecina se queja: no tiene dinero, también quiere su propio lote. Tiene cinco hijos y su esposo, sin consultarle, vendió el terreno que les pertenecía. La señora debe formar parte del 83% de la población de esta parroquia que no tiene satisfechas sus necesidades básicas. Ximena le pide a la señora que se quede al final de la asamblea para que puedan ver alternativas. La reunión debe continuar.
Ya son las 7 de la tarde y aún está pendiente el último punto de la agenda. Ximena invita al representante del Mashpi Lodge a que inicie su intervención. El representante se levanta de su asiento. Él no es de la comunidad, es de la capital y solo viene a Mashpi cuando le toca trabajar en el Lodge. Dice que el Lodge está dispuesto a hacer un acuerdo provisional con la comunidad para dar acceso a la cascada de El Niño que se encuentra dentro de la reserva privada:
—Les ofrecemos este acuerdo para julio. Les entrego el primer borrador. Revísenlo y podemos agendar una mesa de trabajo. En enero podemos tener todo listo.
Todos saben que “reagendar” significa esperar meses (1). Nadie quiere entrar en otra discusión. Los niños están llorando; la lluvia no ha parado. Ximena, que tiene intuición de madre, puede sentir la fatiga de los presentes y sabe que los niños no van a dejar de llorar hasta ser alimentados. Con prisa, agradece al representante por venir e interviene:
—Con esto concluimos la asamblea. Quedan temas pendientes. Alguna gente no ha pagado aún la minga. Los que faltan por pagar, por favor, acérquense a hablar con el tesorero. Ahora vamos a servirnos unas empanadas y morocho que el ejecutivo les ha preparado con el dinerito recaudado de las mingas. En la siguiente reunión organizamos los agasajos de fin de año. Por favor, hagan fila para servirse el morocho.
Rápidamente la gente se levanta. Hace frío y aún caen un par de gotas. Al terminar, Gerardo, el joven líder de la comunidad, se ofrece a caminar conmigo hasta Pambiliño, donde me hospedo. En el camino me comenta con frustración:
—Los antiguos líderes no dan paso a que los nuevos nos hagamos cargo.
***
Es viernes, 20 de diciembre; es mi último día durante esta visita de campo. Camilo me ofrece desayuno. Mientras comemos, su teléfono no deja de vibrar. Intranquilo, lo mira. Le pregunto a qué se debe su cara de preocupación. Él me cuenta que, desde la asamblea, la gente del pueblo no ha dejado de discutir en el grupo de WhatsApp.
—Mira todos estos mensajes, la gente aún pregunta qué va a pasar con la señora que se quedó sin lote, y aún siguen las peleas sobre lo que va a pasar con la cuenta bancaria y con la cascada.
Me quedo en silencio y noto en Camilo una genuina angustia por el hecho de saber que en el pueblo persisten desconfianzas. Cuando pregunto qué le preocupa más, Camilo me cuenta que él se siente parte de la comunidad y tiene la responsabilidad de hacer algo para que las cosas mejoren. A pesar de que la conservación ecológica sigue siendo un reto en medio de las tensiones sociales, la falta de recursos y la constante e intensa competencia por el uso de la tierra.
—Pero al menos intentamos —me dice Camilo—. Al menos sabemos que estamos aquí: Reexistiendo.
*Para resguardar la seguridad de las personas involucradas, los nombres utilizados en esta crónica son pseudónimos
(1) Mientras edito esta crónica en septiembre, aún la comunidad no tiene acceso a la cascada de El Niño.
Axel Kicillof proyecta para los próximos dos años finalizar dos obras clave para el corredor atlántico bonaerense: la repavimentación total de la autovía 2 y completar la doble mano de la ruta 11.
Este lunes, el titular de la estatal bonaerense Aubasa, José Arteaga, anunció que en los próximos meses se licitará la repavimentación del tramo final de la autovía 2, que conecta la localidad de Coronel Vidal (Mar Chiquita) con Mar del Plata.
La modernización del corredor más transitado hacia Mar del Plata se viene desarrollando por etapas. Ya se completó la franja inicial, de La Plata a Dolores y luego el sector que va de Dolores a Maipú, 70 kilómetros que representaron una inversión superior a los 23.000 millones.
Actualmente, está en proceso licitatorio Maipú-Coronel Vidal, por lo que esperan licitar en 2026 el tramo final a Mar del Plata.
Tener la ruta 11 completamente transformada en autovía es un objetivo histórico para Buenos Aires.
En paralelo a eso, la intención es llegar al final del mandato con la ruta 11 transformada en autovía desde Mar del Plata hasta Esquina de Crotto, donde está la conexión con la ruta 63, nexo con la Autovía 2.
El titular de Aubasa, José Arteaga, durante la conferencia de este lunes con Katopodis y Bianco en Gobernación.
Ahora, está en ejecución la ampliación a doble mano entre Villa Gesell y Mar Chiquita. Para 2026, se prevé completar el tramo Mar de Ajó-Pinamar, sujeto a financiamiento.
«Tener la ruta 11 completamente transformada en autovía es un objetivo histórico para Buenos Aires», dijo Arteaga, durante la conferencia de este lunes en Gobernación.
Y agregó: «En un año y medio presentamos 24 intervenciones con fuerte planificación e inversión. No solo no detuvimos ninguna, sino que seguimos asumiendo nuevos desafíos».
En términos de obras viales, en la administración Kicillof también detallaron que en 2026 se continuará con la pavimentación de la Ruta del Cereal y el ensanche de la Autopista Buenos Aires – La Plata.
Uno de los tramos de la ruta 11 convertido en autovía.
ESCRIBE: FACUNDO FAJARDO “Cada uno llevaba una pata de oveja. El camino serpenteaba entre playas y acantilados. Subidas y bajadas, pasando por antiguos cauces de ríos. Costaba mantener el equilibrio con el viento del estrecho y canto rodado en los pies. Eran las tres o las cuatro de la tarde. En media hora el sol…
Ser exitosa o exitoso es una premisa que caracteriza a las sociedades meritocráticas. Ahora, ¿qué es un sociedad meritocrática? Se podría decir que es toda aquella sociedad que premia democráticamente el mérito, y por ende al éxito de cada persona o sociedad. Esto no es tan sencillo como parece, ya que bajo la aparente libertad,…
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