¿Qué fundamento tiene indignarse cuando se «vandaliza» un espacio público? ¿Será por que es público y es de todxs? ¿Será que lxs enoja por que lo mantenemos todxs? ¿Será que se «rompe» algo de todxs? ¿Será que no les molesta cuando ven pintado «River campeón»?; ¿Será que no es lo mismo?
¿Será que es una forma de no empatizar con ciertos temas? ¿Sera una forma de rechazar un pensamiento por estar a favor de otro? ¿Será que es la «naturaleza humana» dividirse y agredir en todas sus formas al que tiene otro ideal? ¿Será que al lectxr le indigna ver que escribo con la x?
¿Será que hacer una intervención en un espacio público no es necesario para hacerse escuchar? ¿Será que se «rompen sus valores» dogmáticos? ¿Será que prefieren que haya silencio y no revolución? ¿Será que tienen miedo a esa revolución? ¿Será que tienen miedo de que las cosas estén cambiando?
¿Será que siempre hay preguntas y nunca respuestas?
¿Será que importa más un pedazo de escombro inerte, que la lucha de las mujeres, las de antes, las de ahora y las de mañana?
Con esta iniciativa del Ministerio de Producción y Agroindustria, se podrán conseguir pescados y mariscos de alta calidad a precios promocionales. Estará instalado en el paseo ferial, frente a la plaza de los próceres y quienes se acerquen, podrán adquirir pez gallo, merluza, cazuela, hamburguesas, langostinos y mejillones. El principal objetivo de la campaña, es…
A simple vista, «La muerte de Marat» parece apenas la escena congelada de un asesinato. Pero cuanto más se la observa, más se abre un pasadizo inquietante: dobleces, símbolos y silencios que Jacques-Louis David sembró como un rompecabezas para detectives del arte. Y en cada pista, una verdad más profunda sobre la Revolución Francesa… y sobre él mismo.
Por Alcides Blanco para Noticias La Insuperable
El lienzo que respira suspenso
Hay obras que miramos. Y hay obras que nos devuelven la mirada. En esa segunda categoría vive «La muerte de Marat» (1793), el cuadro más perturbador y célebre de Jacques-Louis David. Una pintura que —como recordaría Baudelarie al ver su helado dramatismo— parece contener un alma suspendida.
El revolucionario Jean-Paul Marat, acuchillado en su bañera por Charlotte Corday, yace quieto, casi sereno. Un cuerpo enmarcado por un vacío monumental, donde parece no haber nada… pero donde ocurre todo.
Porque detrás de esa calma engañosa, David escondió un sistema completo de duplicaciones: dos plumas, dos cartas, dos mujeres fantasma, dos firmas, dos fechas. Un mundo doble, como si cada objeto llevara su sombra acusadora.
Las dos manos: entre la vida y la muerte
La primera pista está donde menos lo esperamos: las manos.
La derecha, la de escribir, cuelga inerte como la del Cristo de Caravaggio o la figura devastada de la Piedad de Miguel Ángel. La izquierda, rígida por la muerte, aprieta una carta teñida de sangre.
Una sostiene una vida que se escapa. La otra se aferra al engaño que lo mató.
Entre ambas, David instala un péndulo: Marat no está vivo ni muerto… está en tránsito.
Las dos plumas: ¿el arma verdadera?
David no coloca una pluma. Coloca dos. Una en la mano de Marat, aún húmeda de tinta. Otra, en la caja que funciona como escritorio improvisado.
La segunda apunta directamente al pecho herido del periodista. David deja flotando otra pregunta: ¿Lo mató Corday o lo mataron sus palabras? En plena Revolución, la pluma podía cortar más hondo que un cuchillo.
Las dos cartas: dos voces, dos fantasmas
Las cartas abren el núcleo dramático del cuadro.
En la que sostiene Marat, David reproduce la manipulación de Corday: “Basta con que yo sea muy infeliz para tener derecho a tu amabilidad.”
Bajo esa misiva traicionera, la nota que el propio Marat escribía antes de morir: una promesa de ayuda a una mujer pobre, primera aparición del papel moneda revolucionario en la pintura occidental.
Dos cartas, dos mujeres: Corday, la asesina. La viuda desamparada que Marat buscaba socorrer.
Dos fuerzas femeninas en disputa, como en las antiguas alegorías del vicio y la virtud. Pero ahora, con la República como tablero.
Dos firmas: el artista también se vuelve sospechoso
Todo cuadro termina con una firma, pero David deja dos.
Una es la de Corday, reconstruida por él mismo al copiar su carta. La otra es la suya, tallada como si fuera piedra: “A Marat, David.”
No firma el cuadro. Firma la escena del crimen.
Como Caravaggio, que escribió su nombre en la sangre de San Juan Bautista, David se inserta en el asesinato —no para confesarlo, sino para declararse heredero político de Marat.
Dos fechas: el tiempo desgarrado
Debajo de la firma aparece la última duplicación: Qué año es, ¿1793 o “el Año Dos” de la Revolución?
David superpone ambos tiempos y borra parcialmente el calendario cristiano. El tiempo viejo se disuelve. El tiempo revolucionario empuja desde abajo.
Como Botticelli en su «Natividad mística», David inscribe la hora de una revelación… pero aquí no hay ángeles ni apocalipsis: hay República.
El gran truco: convertir un asesinato en mito
La suma de duplicidades no confunde: construye.
David transforma el baño humilde en un altar laico. El cuerpo enfermo, en un mártir. El crimen, en una liturgia revolucionaria.
Y al mismo tiempo, se inmortaliza junto a él. Porque si Marat es el Cristo de la Revolución, David es su evangelista.
El frío que queda en el aire
Por eso “La muerte de Marat” sigue perturbando, más de dos siglos después. Porque no muestra solo a un hombre asesinado. Nos muestra cómo se fabrica un mito, cómo se manipula una escena, cómo un artista puede transformar un instante sangriento en un símbolo eterno.
Baudelaire lo dijo con algo de espanto: “En el aire frío de esta habitación… un alma se cierne.”
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