La diputada Sabrina Selva dejó estupefacto al especialista en cripto Iñaki Apezteguía, un invitado citado por los radicales con peluca a la comisión investigadora del caso Libra, cuando puso al micrófono el video que había grabado en su cuenta de Instagram recomendando a sus seguidores que no invirtieran en la moneda que promovió Javier Milei.
El desconcierto del testigo se produjo porque, durante su exposición, había dicho que invirtió en Libra pero que no fue estafado. Sin embargo, la legisladora descubrió, tan solo stalkeando en la cuenta del especialista, que había alertado el riesgo del token Libra.
“Usted hizo muchas aseveraciones diciendo que no podría afirmar que se trató de una estafa, ¿digo bien?”, preguntó la diputada, y Apezteguía respondió que sí. “Mi pregunta es entonces por qué el 17 de febrero, en su cuenta de Instagram, publicó un video donde recomendaba a las personas no invertir en el token Libra”, acometió Selva.
Mientras un bullicio se apoderaba de la sala del Anexo del Congreso donde se realizaba la comisión, la diputada peronista apoyó su teléfono celular sobre el micrófono. La voz de Apezteguía en la pieza grabada planteaba que la operación era “muy apresurada”, “el token había sido creado unas horas antes del tuit de Javier Milei” y la información “no era robusta y seria”. Además, explicaba que “el conocimiento se hizo a través de un tuit” del Presidente y eso lo hacía sospechoso y “el 80 por ciento de los token estaban trazados a tres billeteras”.
En el final del video, el especialista aseveraba que la cripto Libra “era un escenario perfecto para un pump and dump”.
Cuando tuvo que responder, solo atinó a decir que asistía para responder sobre “tecnología”. “Yo acá vine a responder por la tecnología, lo que yo pueda opinar en redes sociales…”, deslizó con un gesto de encogimiento de hombros, y agregó: “¿Lo que uno dice en redes sociales es una verdad absoluta bajo declaración jurada”.
Esa burla confirmó, en parte, las razones por las que Maximiliano Ferraro y Mónica Frade se retiraron de la comisión. “Estamos sentados acá dejando aclarado que no estamos convalidando esta comisión, que no tiene autoridades y no hay posibilidad de una investigación sin autoridades”, dijo Ferraro. Antes de levantarse, afirmó: “Esto es un circo, es una reunión que no tiene carácter de nada”.
La posición de los lilitos llamó la atención al resto de los opositores pero, en rigor, repite lo que manifestó el mismo Ferraro en la sesión en la que el kirchnerismo, el pichettismo y los radicales de Facundo Manes acordaron con Martín Menem, los macristas y la UCR delegarle la coordinación de la comisión al secretario parlamentario, Adrián Pagán.
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Civiles asesinados desde el cielo, niños quemados por bombas argentinas, un Estado paralizado por la cobardía y una élite que aún hoy justifica la infamia. El bombardeo a Plaza de Mayo fue mucho más que un intento fallido de golpe: fue una advertencia brutal al pueblo trabajador. La Historia oficial lo sepultó entre líneas, pero la deuda con la memoria persiste. ¿Hasta cuándo se negará esta masacre fundacional de nuestra violencia política contemporánea?
Aquel jueves 16 de junio de 1955, Buenos Aires amanecía como cualquier otro día. Sin embargo, hacia el mediodía, la ciudad se convertiría en el escenario del ataque más cruel y despiadado que haya sufrido su población civil. A plena luz del día, y sin que mediara guerra alguna, aviones de la Marina argentina bombardearon la Casa Rosada, el Ministerio de Guerra, la CGT, y principalmente, la Plaza de Mayo. El saldo fue devastador: más de 300 muertos —en su mayoría civiles— y más de 1000 heridos. Pero lo más escandaloso es lo que ocurrió después: silencio, impunidad y negacionismo.
La historia oficial lo menciona de soslayo. Las instituciones democráticas lo ignoran. Y la educación pública lo relega, cuando lo aborda, a una nota al pie. Setenta años después, el bombardeo sigue siendo una herida abierta y deliberadamente olvidada. Una masacre fundacional que incomoda, molesta, porque desarma el relato heroico de los “libertadores” de la Revolución de 1955. Una masacre que no puede explicarse sin nombrar el odio visceral hacia el peronismo y hacia los sectores populares que encarnaban, y aún encarnan, la posibilidad de una Argentina plebeya y real.
Juan Domingo Perón supo temprano que algo se cocinaba. Lo alertaron el jefe de la SIDE, Jáuregui, y luego el general Lucero. El desfile aéreo previsto para ese mediodía no era inocente. Bajo el disfraz de un acto patriótico, los aviones estaban cargados de bombas. Bombas argentinas, dirigidas contra argentinos. En la jerga técnica: terrorismo de Estado. En la memoria de quienes sobrevivieron: una traición sin nombre.
Los agresores fueron parte de la Aviación Naval, con sus Avro Lincoln y Catalinas decorados con cruces y la leyenda “Cristo vence”. Una farsa piadosa que buscaba envolver de moral religiosa una operación de exterminio. El objetivo, según dijeron, era matar a Perón. Pero las bombas cayeron sobre la multitud. Trolebuses repletos, niños de escuela, empleados públicos, familias enteras. Un “daño colateral” perfectamente calculado.
La CGT llamó a defender a Perón. Él intentó frenar la movilización, consciente de que los golpistas no tendrían escrúpulos en disparar sobre la gente. Pero ya era tarde. A la tarde, nuevas oleadas de aviones arrojaron más de nueve toneladas de explosivos sobre la Plaza. En los techos, aún hay cicatrices del crimen. En la conciencia colectiva, aún no hay justicia.
Pablo “El Profe” Borda, joven historiador y divulgador, lo dice sin rodeos: “Nunca antes en la historia de la humanidad las Fuerzas Armadas de un país habían bombardeado a su propia población sin el inicio de una guerra civil”. Lo que ocurrió en Buenos Aires fue un acto de terrorismo de Estado, una masacre política planeada no solo para derrocar a un presidente, sino para escarmentar a un pueblo.
Y sin embargo, la democracia no ha sido capaz de construir una memoria que esté a la altura del hecho. No hay estaciones de subte que lo recuerden. No hay feriados. No hay grandes monumentos. Hay apenas una baldosa, algunas placas, y la memoria militante de quienes aún luchan por decir lo obvio: que las bombas no fueron culpa del pueblo.
El colmo de la desfachatez fue un volante que circuló en esos días, firmado por los autores del crimen: “Responsabilidad de Perón y la CGT en la matanza de Plaza de Mayo”. Los asesinos, con la impunidad de los cobardes, culparon a sus víctimas. El argumento: Perón sabía y no evacuó. La CGT movilizó. Ergo, los culpables eran los muertos.
Pero lo más indignante no es solo el hecho ni la lógica perversa con la que se justificó. Lo verdaderamente insoportable es que esa línea de pensamiento sigue vigente. No hay un consenso democrático de condena, como bien señala Borda. El bombardeo quedó relegado al ámbito del peronismo, como si sus víctimas hubieran sido todas fanáticos. Como si no hubieran sido ciudadanos, trabajadores, personas de a pie. El trauma fue tan brutal que se volvió “incómodo de mirar”, dice el Profe. Y es cierto: incomoda porque muestra hasta qué punto el odio de clase puede justificar lo injustificable.
Hoy, bajo un gobierno como el de Javier Milei, que constantemente repite categorías peligrosas como “argentinos de bien” versus “argentinos de mal”, la lección del 16 de junio cobra un dramatismo particular. Cuando desde la más alta investidura del país se naturaliza la violencia verbal, se reivindican dictaduras y se desprecia la vida del otro por pensar distinto, no estamos tan lejos de aquella lógica exterminadora.
Milei no tira bombas, pero lanza decretos que vacían al Estado, elimina organismos de derechos humanos, persigue docentes, demoniza pobres y criminaliza a los que protestan. Es una violencia con otros métodos, pero que responde a la misma matriz: la eliminación simbólica del enemigo político. Una forma moderna de bombardear la democracia desde adentro.
La Plaza de Mayo no olvida. La historia tampoco. Pero la democracia le debe a esa fecha algo más que silencio. Le debe memoria activa, justicia histórica, reparación simbólica y material. Y sobre todo, una enseñanza clara: los derechos no se bombardean. Se construyen, se amplían, se defienden. Y se recuerdan.
Mientras no haya un consenso democrático para condenar el bombardeo de 1955, seguiremos siendo una sociedad a la que le tiemblan las piernas para mirar de frente su peor espejo. Porque la verdadera libertad no se construye sobre cadáveres, ni sobre el olvido. Se construye con memoria, con verdad y con justicia. Y esa deuda está lejos de saldarse.
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