Año tras año la educación pública va resquebrajándose en sus
cimientos; gobierno tras gobierno se la
amedrenta y ametralla en nuestro país de manera sucesiva hace más de dos décadas.
Golpes de knock out contundentes. Sin embargo quienes la sostienen tambalean pero no sucumben, siguen
pensando y trabajando desde abajo, justamente desde donde se sientan las bases
de una Nación, de una sociedad, de una familia. Evolución latente, no
transparente.
Hombro con hombro. Espalda con espalda. No solo porque es su
fuente de trabajo, sino también, porque de
su trabajo dependen las posibilidades de millones de pibas y pibes en todo
el país. Su familia y su otra familia.
Se machaca sobre el rol del docente como formador y educador incesantemente, aunque sean pilares en el crecimiento de cualquier sociedad. Son subvalorados, desprotegidos y vapuleados por el Estado y parte de la sociedad en corte transversal. Son el foco y a la vez el chivo expiatorio del problema. Hoy las redes se llenan de saludos con frases halagadoras, pero mañana se vuelven a teñir de repudio ante la protesta de un salario justo.
Los educadores son quienes emplean la magia de hacer olvidar a esas cabecitas intrépidas que tienen la panza vacía. Son bomberos trabajando en la oscuridad buscando un haz de luz que los guie en el complejo oficio de hacer pensar a un pibx, que además tiene el estómago hablándole como un estertor a su propia conciencia.
La escuela sin ser una
institución social especializada en funciones como la atención de situaciones
problemáticas familiares, laborales y de salud (que representan las causas más frecuentes
de deserción), están ligados directamente al ejercicio de esta tutela
comunitaria. Nula de reconocimientos tales, y aunque exentos de esa
responsabilidad, comprometidos a realizarla. La cruda realidad que vivimos y su coyuntura descoloca todo, incluso el
espíritu de desarrollo de la escuela pública.
Las problemáticas cotidianas
actuales atraviesan las vivencias de todos los protagonistas: Es una obligación
respetar, articular y expandir la Educación Sexual Integral, retransformar la disfuncionalidad de las
pautas de evaluación entender la heterogeinedad como precursora y también
poner en plano las pésimas condiciones edilicias en las que el Estado pretende
que se trabaje.
Ni hablar de la pérdida constante del valor de los salarios, y menos de la situación límite que, por ejemplo, viven los docentes de Chubut.
Cualquier óptica sociopolítica apática que no
asimile este contexto socioeconómico que sufre el pueblo no tiene lugar para
discutir los problemas reales
que afectan a la vida cotidiana de los trabajadores, ni el hambre, ni la
ausencia de posibilidades para las personas que este sistema excluye
abiertamente, ni la falta de oportunidades para los jóvenes, ni la situación
álgida a la que sometieron a los jubilados y de todos los que sufren por el
abandono consciente de las funciones sociales de un Estado cínico y
atropellador.
Hoy el 48% de los niños,
niñas y adolescentes en Argentina es pobre según un estudio de UNICEF que
mide la pobreza multidimensional. De ese 48%, 20 puntos porcentuales
corresponden a privaciones “severas” como vivir en una zona inundable y cerca
de un basural o no haber ido nunca a la escuela entre los 7 y los 17 años. 6,3
millones de niñas y niños que ven vulnerado el ejercicio efectivo de sus
derechos: educación, protección social, vivienda adecuada, saneamiento básico,
acceso al agua segura y un hábitat seguro.
Los estudiantes llegan al establecimiento sobrecargados de
situaciones altamente complejas y
encuentran en la escuela un lugar donde generan vínculos afectivos tendientes a
dar atención, afectos, contención, comprensión y estimulación positiva de su autoestima. Pero
esa es una realidad, que si nunca pisaste una pública, no vas a entender.
En este sentido, esa atención y relación vincular que pueden
generar con los docentes se sobrepone al conocimiento académico, sin embargo
tal vínculo afectivo no puede reducir el compromiso ético, la responsabilidad
por enseñar. Quien limite el trabajo
docente al solo hecho de transmitir conocimientos no tuvo el orgullo de “caer”
en una escuela pública.
El educador y en consecuencia la escuela, es quien amenaza al
poder de quienes se educaron con jersey ajustados con escudos chetos en sus
bolsillos de pecho de paloma. Amenaza
porque su oficio es transformador, revelador, generador de consciencia y
cuestionador de cualquier poder.
Pasó por Concepción del Uruguay la 2da fecha del Top Race y Facu Aldrighetti cerró con un aceptable P5 considerando las complicaciones que se le presentaron durante el fin de semana entrerriano. En la clasificación del día sábado el piloto reginense no tuvo una buena jornada y terminó con un #P9, que solo lo benefició…
¿Plástico o conflicto? ¡Vaya! ¡Vaya! Váyanse a cagar, y ¡la república aristotélica que lo parió! Te soporto, embudo. Pero no me pidas más agua de la que no tengo. Llueve. Otra vez el llanto de la luna, se le desprenden lunares que se pegan en el pabellón auricular y universitario de un murciélago de solosombras….
CAPÍTULO #3 El entusiasmo y optimismo que tenía Luis al salir de su casa desaparecieron en el mismo instante en que la persiana tocó el piso. Prendió el último cigarrillo del paquete. No subió a la bicicleta. Comenzó a caminar. La llevaba a un costado, tomada de una mano. Como si necesitara que alguien vaya…
Durante la última asamblea general de la Federación de Productores, encabezada por el presidente Sebastián Hernández a la que asistieron más de 200 productores de la zona, los directivos a modo de carácter informativo pusieron sobre la mesa una propuesta que generó expectativas. La apertura de un canal comercial directo para abastecer comedores escolares y…
Huí de mi fracaso, de nuestro fracaso. Llevo más de 12 años sin vivir en mi supuesto país, la Argentina, ni en mi innegable ciudad, Buenos Aires. Llevo más de 12 años de fuga sostenida y, sobre todo desde que me fugo sobre ruedas, he recibido unos pocos premios. Los agradecí con poemas, canciones y otras panderetas: con todo el humor posible para tratar de decir señores, esto no es exactamente para mí, riámosnos y divirtámosnos juntos. En este caso me parece que no puedo hacer lo mismo: aquellos premios apenas si se rozaban con mi vida; en cambio este doctorado se enreda con ella desde siempre.
Para empezar, por algo muy íntimo, muy tonto: mi abuelo tan querido, médico, siempre fue el doctor Caparrós; mi padre tan añorado, médico, siempre fue el doctor Caparrós. Yo no; yo era, si acaso, hasta ahora, el Pelado Caparrós o el tarado de Caparrós o algún epíteto semejante. Esta noche ya podré sentarme con mi padre y mi abuelo en una cena de doctores.
Pero hay, sobre todo, algo muy tonto: mi relación con la Universidad de Buenos Aires empezó hacia 1964, a mis 6 o 7 años, cuando acompañaba a mi padre a buscar un sobre con su sueldo en una oficina de la facultad de la avenida Independencia, donde él era el Gallego, profesor de Psicología General, y lo recibía y firmaba algo y cruzábamos la avenida por el medio porque justo enfrente había una camisería donde él cambiaba esos billetes por tres o cuatro camisas blancas o celestes –y a mí me impresionaba que esa facultad se ocupara de vestir a sus maestros.
Y hay, sobre todo, algo mucho más íntimo: mi relación personal con la Universidad de Buenos Aires empezó, si mal no lo recuerdo, el 5 de diciembre de 1968 a eso de las nueve de la mañana, cuando crucé aterrado las puertas monumentales del Colegio Nacional para probar suerte en su examen de ingreso.
La probé y aprobé. Entre marzo de 1969 y noviembre de 1973 el colegio fue mi lugar en el mundo. Más de una vez he dicho que, sin ese bachillerato universitario, mi vida hubiera sido muy distinta –y, en general, el pudor me lleva a aclarar que no sé si peor o mejor pero seguro muy distinta. Es mentira: sé –creo saber, porque uno nunca sabe– que sin el colegio todo me habría gustado mucho menos.
De allí recuerdo hoy a Raúl Aragón, Jorge Binaghi, Adriana Canal Feijóo, Ariel Maudet, Abilio Bassets, entre tantos otros, y el microcine, el polígono de tiro, sus máuseres, el órgano real, el metro patrón, la biblioteca, la pileta, aquellos túneles previos a la patria.
Fueron cinco años de aprender y aprender y aprender. En el colegio aprendí que intentar era mejor que no intentar, pensar mejor que no pensar, querer mejor que no querer, coger mejor que no coger, y que tener la ilusión de que podías cambiar el mundo era tanto mejor que no tenerla. Y aprendí que el poder del poder estaba ahí para que hubiera a qué oponerse, y que saber latín era un embole y un orgullo y que saber, en general, era un embole y un orgullo y que sí, que creaba ciertas diferencias y desigualdades y que sí, que muchas desigualdades eran abominables y unas pocas no dejaban de ser justas.
Acabar el colegio fue un golpe para todos: aprender que las cosas se terminan. Pasé dos años más en la Universidad de Buenos Aires, en esta facultad de Filosofía y Letras, que entonces no era esta y estaba, en esos días, hundida en una pelea donde enseñar –y aprender– era lo menos importante. Recuerdo la historia de las luchas por la liberación y las luchas por la liberación de la historia y la liberación de la historia por las luchas, todo eso en el 74, y recuerdo el idioma nacional, la geografía nacional, la historia nacional en el 75. Pero les voy a contar un ex secreto: yo encontré mi nombre en la UBA. Durante toda mi infancia y adolescencia yo me llamaba mopi o, en la escuela, Caparrós. Pero en 1974, cuando entré en aquella facultad con el curioso propósito de estudiar historia, no podía presentarme como mopi y mi primer nombre, Antonio, ya estaba ocupado. Antonio Caparrós, mi padre, había recuperado su cátedra y era bastante conocido en la facultad y yo no quería tener que pasarme la vida aclarando que no era él, así que decidí recurrir a mi segundo nombre: Martín.
Huí, fracasamos. En eso nunca nos separamos, la Argentina y yo. Por supuesto, no son fracasos comparables: yo he fracasado con la discreción con que puede hacerlo una persona; la Argentina fracasó con ese estrépito con que sólo un país puede hacerlo.
Después, ya yo mismo, llegó 1976 y tuve que irme de la facultad, de mi casa, de mi ciudad, de mi vida hasta entonces: en la Universidad de París me sorprendió que chicas y chicos con todo a favor no supieran ponerse a la contra, no se decidieran a pensar por sí mismos –y allí entendí que eso era lo más importante que había aprendido en el colegio.
Los ochentas fueron exilios, las primeras novelas –que, por supuesto, hablaban de estas cosas– y a mi vuelta empecé a dar algunas clases. A fines de esa década hacíamos, en la facultad de Ciencias Sociales, con Nicolás Casullo, Horacio González, Ferrer, Forster, Wiñazki, Ibarlucía, una materia que se llamaba, redobles de modestia, Principales corrientes del pensamiento contemporáneo y que yo, por si acaso, llamaba “Si es martes debe ser Hegel”: un recorrido veloz, impresionista por los grandes pensadores de Occidente. Lo hice dos o tres años; recuerdo que renuncié una tarde en que entendí que mi salario de ese mes ya no llegaba a los cuatro dólares y no quería, me dije, ser cómplice de aquella ficción menemista según la cual el Estado argentino pagaba la formación de sus jóvenes –y ni siquiera me compraba una camisa.
Desde entonces, mi relación con la Universidad de Buenos Aires supo ser levemente interpósita. He dado clases y charlas en otras universidades, he sido incluso profesor en algunas, en Europa y Estados Unidos. Pero mi hijo Juan por suerte estudió aquí –Colegio Nacional, Ciencias Políticas– y sé que algunos libros míos se leen en algunas facultades. Y, a pesar de las largas ausencias, sigue siendo mi casa, el lugar en el que pienso cuando pienso en haber aprendido, en aprender, cuando pienso en ese lugar del que, como decíamos, huí.
Huí, fracasamos. En eso nunca nos separamos, la Argentina y yo. Por supuesto, no son fracasos comparables: yo he fracasado con la discreción con que puede hacerlo una persona; la Argentina fracasó con ese estrépito con que sólo un país puede hacerlo.
Los datos son demasiado claros. A fines de 1968, cuando yo entraba aterrado por primera vez en el Colegio, uno de cada 30 argentinos estaba ‘bajo la línea de pobreza’, y ahora es uno de cada tres: diez veces más. Y aquella pobreza, solía suponerse, era un estado transitorio hacia una situación mejor, un empleo en una fábrica que permitiera hacerse una casita, mandar a los hijos a la escuela, ganar un poco más, ser mejor explotado, ‘progresar’.
El mito de la movilidad social seguía imperando, como en toda sociedad inmigrante. La Argentina era un país con una clase media amplia y más o menos educada, que nos desesperaba: un obstáculo para cualquier intento de cambio revolucionario. Una clase media que se forjaba en la escuela pública pensada como una herramienta para implantar ciertas bases comunes –donde aprendíamos todos los que no éramos ni demasiado ricos ni demasiado tontos ni demasiado chupacirios. La diferencia argentina podía sintetizarse en sus escuelas del Estado: si lo privado siempre fue una característica de las sociedades latinoamericanas, Argentina era el país de lo público; ya no. Hace 50 años sólo uno de cada diez chicos iba a la escuela privada; ahora, tres de cada diez –y sí, son los más ricos.
Hace 50 años los hospitales públicos atendían a la mayoría de la población; ahora sólo atienden a los que no tienen más remedio. Hace 50 años el producto bruto per cápita argentino era la mitad del de Estados Unidos; ahora es un cuarto. Hace 50 años un 10 por ciento de inflación anual era un peligro; ahora sería un logro extraordinario. Hace 50 años la Argentina tenía 40.000 kilómetros de vías férreas que armaban un país; ahora no tiene 4.000 y muy pocos funcionan. Hace 50 años la Argentina se autoabastecía en petróleo, gas y electricidad; ahora se endeuda para importarlos. Hace 50 años la Argentina fabricaba aviones y coches de diseño propio; ahora desequilibra su balanza de pagos para comprar autopartes y juntarlas –y de volar ni hablar. Hace 50 años se jugaban partidos de fútbol y las hinchadas se gritaban cosas; ahora nadie se atreve a reunir a dos hinchadas en la misma cancha. Hace 50 años los crímenes eran tan escasos que salían en los diarios; ahora son tantos que salen en los diarios. Hace 50 años los políticos argentinos eran personajes incapaces de alinear un cuarto de idea detrás de otro cuarto; ahora también. Hace 50 años creíamos que la Argentina era el país del futuro; ahora nos preguntamos por qué decíamos tales tonterías.
Así que la Argentina volvió a ser ese granero que había intentado dejar atrás unas décadas antes, cuando algunos pensaron que no alcanzaba con exportar carne y trigo y decidieron impulsar industrias; ahora, soja mediante, somos de nuevo un campo bajo y festejamos si podemos vender unos limones o, con mucha suerte, unas arenas. Esa reconversión –esta vuelta atrás– es la decisión más importante que se tomó en todos estos años, y no la discutimos nunca, nunca la decidimos. Total, teníamos democracia.
Sin ideas, sin debate, sin futuros, la Argentina, en nuestros años, se volvió un país reaccionario: uno donde cada gobierno hace tantos desastres que el siguiente asume para reaccionar contra ellos, deshacerlos. El problema empieza cuando se les acaba la reacción: cuando empiezan a aplicar sus propias recetas preparan, con sus desastres, la reacción siguiente. Un país reaccionario es un país sin proyecto, hecho a manotazos, deshecho a manotazos, un país calesita –el nuestro.
Y no son sólo los datos; lo brutal es que la vida de cada día se nos ha vuelto cada día más incómoda, más hecha de encontronazos que de encuentros, más disgustos que gustos, más impaciencia e impotencia que alegrías y satisfacciones. Conseguimos un raro grado de violencia cotidiana. No en los asaltos, no en las palizas; en las relaciones entre las personas, plagadas de maltrato, de insultos, de rencores. Dicho así parece un poco tonto, pero en el mundo hay lugares donde las personas en la calle se sonríen, se tratan como si no se detestaran. A nosotros vivir nos parece muy a menudo una batalla –porque lo convertimos en batalla.
Cada vez más conductas anormales nos parecen normales: nos parece normal que tantos coman poco, que tantos vivan mal, que tantos mueran antes, que la violencia –verbal o física– sea nuestra manera; nos parece normal que nos engañen. Y en medio de todo esto, en el puto pináculo de todo esto, hay un señor que –parece– entendió este clima social y decidió aprovecharlo. Definió que el odio y el rencor y el desprecio y el maltrato eran las herramientas que le ganarían el apoyo de millones y millones de personas que, como él, se sentían justa o injustamente relegadas. Por desgracia no se equivocó: sus seguidores le festejan que festeje sus supuestas sodomías de monos –o sodomonías–, y las alientan, piden más, se esfuerzan cuando él les dice que no odian suficiente. Nos hemos pasado medio siglo produciendo un país intensamente fracasado; su corolario, ahora, es una sociedad donde el rencor y la crueldad son los valores victoriosos.
Por eso hoy, junto con la alegría de este reencuentro, me duele volver a un país donde quince millones de personas eligieron a un gritón desquiciado, un ventajero, el seguidor de un perro muerto, un sujeto tan desagradable y tan primario, para que los mandara. O, peor, para que los “representara”: parece que millones y millones de argentinos se sienten sintetizados por este señor que vocifera, amenaza y maltrata, este señor que no puede imaginar o soportar que nadie más tenga razón, este señor que ha hecho de la patota y el desprecio sus actitudes principales, este señor que odia a los distintos y convoca a ultimarlos, este señor que teme tanto a la cultura que la ataca por todos los medios posibles. Yo nunca creí que mi país tuviera tanto odio, que desbordara esta violencia contra los más débiles, nunca creí que fuera así: siempre supuse que la Argentina era otra cosa, los argentinos otra cosa. No sé si alguna vez lo fuimos; ahora no. Ahora, por decisión de sus grandes mayorías, parece ser un país que se ensaña sobre todo con quienes no pueden defenderse: un país cobarde. Un país que se ensaña con sus débiles y, por eso, se hunde en su fracaso.
Yo también soy un cobarde y me hago cargo. Yo también me hago cargo del fracaso. Yo también fui uno de miles y miles que pensamos, hace más de medio siglo, que podríamos colaborar para que nuestra sociedad fuera mejor y ahora es tan claramente peor que corresponde que nos hagamos cargo: fracasamos.
Fracasamos. Es curioso: cuando hablamos del fracaso de nuestra generación se suele pensar en el fracaso de los que lo intentamos y no del fracaso infinitamente mayor de los que ni siquiera, los que la vieron pasar, los que cerraron las ventanas. Nosotros fracasamos un poco menos: al menos la peleamos. Sí, corresponde que aceptemos nuestro fracaso, que lo reconozcamos y lo conozcamos, que tratemos si acaso de entenderlo para que, junto con ese legado pesado ineludible, dejemos un par de ideas que los próximos puedan usar para no repetir nuestras estupideces.
Fracasamos, y hoy me dan un diploma que me conforta y me emociona. Es difícil medir un supuesto éxito personal en una sociedad tan arruinada: ¿qué son unos pocos libros, algún texto logrado aquí y allá en un país que, entre otros logros, lee tanto peor y tanto menos? Nada, un consuelo, una cena con mi padre y mi abuelo.
Cada vez más conductas anormales nos parecen normales: nos parece normal que tantos coman poco, que tantos vivan mal, que tantos mueran antes, que la violencia –verbal o física– sea nuestra manera; nos parece normal que nos engañen. Y en medio de todo esto, en el puto pináculo de todo esto, hay un señor que –parece– entendió este clima social y decidió aprovecharlo.
Pero, pese a todo, nos quedan cosas. Nos queda, entre otras, esta universidad. En medio del desastre la UBA no ha caído. Hace poco más de 50 años, cuando entré en ella, estaba intervenida por un gobierno militar y tenía unos 100,000 estudiantes; ahora, con muchos problemas, bajo fuego, se gobierna a sí misma y tiene unos 300,000. Y sigue siendo, mientras tanto, y pese a todos los esfuerzos del régimen del odio, la única universidad latinoamericana incluida entre las 100 mejores del mundo. Y sigue siendo, antes que nada, pese a todo, una institución pública y gratuita.
Y sigue siendo un espacio de producción y reproducción de todo tipo de saberes. Pero, sobre todo, sigue siendo un recordatorio de lo que tratamos de ser y, quizás, alguna vez seremos. Esta vez fracasamos, pero eso no justifica que dejemos de intentarlo. Y que nos apoyemos, para eso, en las escasas bases que quedan de cuando lo intentábamos más en serio. En esto, como en casi todo, conviene ser optimistas. Total, la historia en sus grandes rasgos nos sostiene y además, dentro de unas décadas, cuando nos reclamen, tendremos una gran excusa para no contestar. Pero, mientras tanto, la vida habrá sido mucho más interesante. Soy un cobarde, sí, pero trato de disimularlo.
Porque huir es una tontería, la cobardía es una necedad, la rendición es claramente boba. Y en el colegio aprendí que no había que ser nada de eso, hacer nada de eso. A veces, por supuesto, me olvido; otras veces, como hoy, los veo a ustedes aquí delante y lo recuerdo con una intensidad que me sorprende.
—Tipo cuatro de la mañana llamó mi papá y me dijo que mamá había tenido un accidente en la ruta. Me pedía, por favor, que volviera a la Argentina.
La Valentina Macarrón que cuenta eso tiene 35 años y el rostro endurecido por la tristeza. Pero la que recibió aquel llamado tenía apenas 16. Al día siguiente, tras veinte horas viajando sola en un avión desde Chicago, aterrizó en Córdoba cargada de preguntas. En el aeropuerto la esperaban dos amigos de Marcelo Macarrón, su padre, que habían ido a buscarla. Durante las tres horas que duró el traslado hasta Río Cuarto, preguntó una y otra vez en qué clínica estaba internada su mamá. Las respuestas fueron vagas y contradictorias. Nadie quería decirle la verdad.
—Me di cuenta de que algo malo había pasado—dice 19 años más tarde en uno de los momentos más conmovedores de la serie documental Las mil muertes de Nora Dalmasso que acaba de estrenar Netflix.
Es la primera vez que escuchamos la voz de aquella niña frente a las cámaras. O, mejor dicho, la segunda: la primera vez rogaba que por favor los periodistas la dejaran en paz.
Ya en Río Cuarto Valentina notó que no la llevaban a su casa, sino a la de su abuela. Además de su padre y su hermano Facundo, la esperaban sus tías y algunas de sus amigas. Todo se volvía aún más confuso. Minutos después, fue su hermano —porque el padre no se atrevió— quien le dijo la verdad: su mamá no estaba internada, ni se había producido ningún accidente. Estaba muerta.
—Facundo se quebró y me dijo que había sido asesinada.
Uno de los hallazgos de Las mil muertes de Nora Dalmasso son los relatos en primera persona de la familia y el círculo íntimo de la mujer asesinada en noviembre de 2006. El de Valentina resulta inquietante. Cuando los Macarrón deciden volver a su casa en Villa Golf se encuentran con una legión de periodistas. El documental muestra lo que se vio en vivo por la tele. El padre baja nervioso del auto, los periodistas invaden el patio, se meten a pura prepotencia casi dentro del garaje. El padre trata de sacarlos y cerrar la puerta. La puerta se traba, el padre empuja, logra cerrarla. Unas horas antes Valentina dormía en Estados Unidos y ahora está en una casa que ya no es un hogar sino una escena del crimen. Peor aún: en ese momento se entera de que a su mamá la asesinaron en su cama, en la habitación que había sido su cuarto de niña.
Sigamos un poco más en aquellos primeros días tormentosos para la familia. Facundo habla de un asedio periodístico interminable, dice que el teléfono no deja de sonar pidiendo entrevistas, que afuera los cronistas tocan el timbre pidiendo hablar y que el cuchicheo y el alboroto de la vereda no los deja dormir. Valentina recuerda el sonido del generador que mantenía las antenas parabólicas de los medios atormentándolos.
Cuando llevaban más de 30 horas de angustia ininterrumpida, el padre decide llevar a Valentina al cementerio para que “se haga a la idea” de lo que había pasado. ¿Falta de criterio? Puede ser. La solución que encuentran para evitar el acoso de los periodistas parece sacada de una serie policial de moda en aquellos años: esconder a la adolescente en el baúl del auto para que no la vean los medios.
—Me acosté ahí. Me encerraron en el baúl y salimos.
Los medios los siguen. La situación se vuelve incontrolable. Las radios transmiten en vivo, los canales de TV de todo el país narran el viaje hacia el cementerio, Valentina baja del auto con Facundo y las cámaras registran el momento. Un camarógrafo pisa un nicho, tambalea, pero no se cae. Corren sobre muertos que a nadie importan. Todos pisan las tumbas. Valentina llora y grita: “Por favor, se los pido”, pero las cámaras siguen apuntando. Los hermanos encuentran la tumba y ella vuelve a gritar: “Por favor”. Son dos pibes que han perdido a su madre y creen que es el peor momento de sus vidas. Hasta en eso son inocentes, incapaces de imaginar todo lo que falta. Ella tiene 16; él acaba de cumplir 19.
—Cuando miro mis fotos siento que hay un gran cambio entre la Valentina que era antes y la que soy. Capaz era más fosforita, espontánea y pícara. Después de eso siento que todo lo minimicé. No sobresalir en ningún lado, no decir nada de más. Tener cuidado de no decir eso o lo otro. En cierta forma terminó definiendo mi personalidad. Y eso de que si sobresalís está mal. Y… te matan.
***
—Hola Dante. Por acá Sol, de la agencia de prensa de Netflix en Argentina. Me pongo en contacto porque quería acercarte una posibilidad de nota por Las mil muertes de Nora Dalmasso, la serie documental que se estrena…
Otra vez ese nombre, esa muerte y el flashback. El recuerdo de la primera de aquellas muertes, el último domingo de noviembre de 2006:
A las seis de la tarde me había puesto a buscar entre los cables internacionales alguna tragedia, pero no encontré nada. Completé las breves con noticias inchequeables de provincia de Buenos Aires y decidí dejar la cabeza de la página 31 para más tarde.
Los domingos siempre queda muy en evidencia la precarización laboral; ese día me tocaba estar solo y llenar tres páginas, incluidos los números de la quiniela que iban en la 31. Decidí concentrarme en la 32 (contratapa) juntando accidentes de tránsito menores ocurridos en el interior de Córdoba. Como no conseguí que la Policía mande imágenes de los choques, tuve que pedirle a los de diseño que pusiéramos una fotonota para ilustrar la página con otro tema.
Eran las siete de la tarde y ya había terminado la tapa (página 30), así que la envié al cierre. Mientras escribía la 32 seguía nervioso por la 31, el editor se levantó de su asiento y avisó:
—Una radio de Río Cuarto dice que mataron a una mujer en su casa y que el marido estaba jugando al golf en Punta del Este. Parece que apareció ahorcada con un cinto de la bata del baño. Todo el mundo habla de eso. La víctima se llama Nora Dalmasso
***
Una de las particularidades del caso Dalmasso fue que cada fiscal que intervino pareció tener su propio culpable. En algunos casos, incluso, llegaron a manipular indicios y pruebas para sostener teorías tan débiles como prejuiciosas. Algo similar ocurrió con muchos periodistas, que se sintieron con derecho a lanzar sus propias hipótesis criminales —como quien arroja una granada— sin medir las consecuencias de lo que insinuaban, publicaban o prejuzgaban en nombre de la noticia.
Así las cosas, cada fiscal fue construyendo una nueva versión del crimen, usando los mismos indicios y pruebas de manera contradictoria. El repaso resulta casi patético: Rubén Magnasco (un abogado, funcionario del Ministerio de Seguridad de la provincia) la había matado en medio de un juego sexual —lo que implicaba que no había habido violación—. Luego se demostró que no eran amantes y apenas se conocían. Fue sobreseído. Gastón Zárate, el pintor, sí la había violado antes de ahorcarla. Pero para llegar hasta él la Policía secuestró y golpeó a un amigo suyo, obligándolo a inventar que Zárate le había confesado el crimen. Fue sobresído. Facundo Macarrón, su propio hijo, había viajado desde Córdoba hasta Río Cuarto (213 km) para atacar a su madre, introducirle los dedos en la vagina y, mientras tanto, ahorcarla con el cinturón de una bata. Después había regresado a Córdoba sin que nadie lo notara. También sobreseído. La primera hipótesis —porque hubo dos— sobre Marcelo Macarrón fue la más inverosímil: había tomado un avión fantasma desde Punta del Este hasta un aeropuerto no identificado en Córdoba, donde lo esperaba un auto que lo llevó hasta Villa Golf. Allí mantuvo relaciones con su esposa (nunca quedó claro si había sido una violación) y la asesinó, dejó todo en orden y regresó a Uruguay para, sin dormir, jugar el único torneo de golf que ganó en su vida. Sobreseído. Roberto Bárzola, el ceramista (o parquetista), tiene el “honor” de ser el más reciente homicida en esta cadena de suposiciones. Todavía está imputado del crimen, aunque hay una discusión sobre si el caso no ha prescrito. A él se lo acusa de ingresar a la casa, atacar, violar y asesinar a Nora Dalmasso para luego desaparecer durante 19 años.
El caso y las contradicciones del sistema judicial cordobés no son abordados en Las mil muertes de Nora Dalmasso. El documental se concentra en las repercusiones y en cómo lo vivieron los Macarrón, pero no en el homicidio. Es, de algún modo, el relato oficial de la familia. Sin embargo, también es una crítica sólida a la manera en que el periodismo cubrió el crimen.
***
Fui a Río Cuarto enviado por el diario el martes siguiente a la muerte. Pedí ir porque la División Homicidios de la ciudad iba a hacerse cargo de la investigación y como eran mis fuentes habituales, pensé que tenía asegurado conseguir buena información. Y fue así.
La primera noche supe que Nora Dalmasso tenía un único amante, y leí en una impresión los mensajes cariñosos que intercambiaban. Se llamaba Guillermo Albarracín y era uno de los amigos que había viajado con el viudo a Punta del Este. A la mañana siguiente, descubrí que la teoría del “juego sexual” había surgido de un comentario al pasar de la bioquímica cuando vio la escena del crimen. También entendí que la mayoría de las versiones sobre “la Nora descarriada” venían de supuestas íntimas del country Villa Golf, que en realidad eran muy poco amigas de Nora.
Al tercer día supe el nombre de la amante de Marcelo Macarrón. Y al cuarto —cuando creía que sabía más que nadie sobre el caso— me di cuenta, por pura casualidad, de que debía desconfiar de todo lo que mis fuentes me habían dicho.
Me di cuenta de eso una noche, cenando en el restaurante del Hotel Ópera con un grupo de policías. En medio de la comida, se acercó Daniel Lacase —amigo del viudo— y, después de decirles que acababa de hablar con sus jefes, les soltó: “Esto y el hotel ya está arreglado, eh”. Y se fue. Los altos mandos policiales y el gobierno de Córdoba aceptaban, sin reparos, que uno de los principales sospechosos financiara la estadía de quienes debían investigarlo. Por entonces gobernaba José Manuel De la Sota y su vice era Juan Schiaretti.
***
—Me sacaron a patadas del closet —dice Facundo Macarrón mientras el documental muestra la tapa de una revista que titula: “El tabú de la sexualidad de Facundo”—Mamá nunca supo que yo era gay. De a poco estaba ganando seguridad para contárselo. Mi papá se enteró por una revista local y lo primero que me dijo fue: “No te criamos para esto”. El peor momento para él no sé si fue que me imputaran por el crimen o que yo fuera gay.
La reacción del padre le hizo sentir que no sólo había perdido a su mamá, sino que al enterarse de su elección sexual la consecuencia iba a ser perder también a su papá. La familia perfecta, entendió entonces, nunca lo había sido.
La palabra del hijo de Dalmasso es la que guía el relato de la docuserie. Unos meses después del crimen, en junio de 2007, publiqué como primicia en el diario Día a Día que los análisis realizados por una científica cordobesa llamada Nidia Modesti (no por el FBI, esos llegaron bastante tiempo después) arrojaban que en la escena del hecho se había encontrado un “haplotipo de cromosoma Y” que correspondía “al linaje de la familia Macarrón”. Los especialistas explicaban que no era un ADN completo, sino parte de un ADN. A la distancia, el dato no era una gran noticia. Facundo había dormido semanas antes de la muerte en la cama donde mataron a Nora. Ella y Marcelo habían tenido sexo en esa cama el martes antes del viaje del marido a Punta del Este.
Al fiscal Javier Di Santo le alcanzó para imputar al hijo por el homicidio de su madre. El mismo fiscal había imputado, por teorías contradictorias, a otras dos personas antes de hacerlo con Facundo.
***
Aquella frase que se adjudica a Mark Twain: “no dejes que la realidad te estropee una buena historia” es perfectamente aplicable al Caso Dalmaso y a algunos periodistas que lo cubrieron. Más allá de lo que surge de algunas entrevistas, y que juzgará el espectador, en Las mil muertes de Nora Dalmasso hay momentos inolvidables que el realizador rescata con inteligencia.
Uno de ellos lo protagoniza María Julia Oliván —la nombramos porque ella se nombra a sí misma en la serie—. La periodista camina por una calle de Córdoba asegurando que va a preguntarle a Facundo “lo que todos quieren saber” y después se la ve (con una imagen tomada desde muy lejos) interpelando muy educada a Facundo, de 19 años recién cumplidos, en el ingreso a la Universidad Católica de Córdoba. El hijo de Dalmasso le contesta respetuoso y ella lo hace hablar sin decirle que lleva un micrófono escondido y que, entre los árboles, hay un camarógrafo registrando todo. Lo que sigue es la afirmación de la periodista: “Vos entendés, Facundo, que los medios no inventan las cosas”.
Los medios inventaban cosas todos los días. Amantes falsos, rumores despreciables e informes completos como aquel de la remera “Yo no estuve con Norita”. Existía una mecánica perfecta y por momentos diabólica.
En ese contexto, otra periodista, en vivo por América 2, difundió fuera del horario de protección al menor las fotos de Nora, desnuda y muerta en la cama de su hija. Mientras tanto, los dos conductores del noticiero —un hombre y una mujer— llamaban a ese espanto “investigación periodística”. Esas imágenes circulaban en el mercado negro del periodismo nacional a 10 mil pesos de la época. El relato de los hermanos, que estaban viendo la televisión juntos en la casa de su abuela cuando todo ocurrió, sigue siendo uno de los más potentes y empáticos del caso.
En la charla que Anfibia mantuvo con Jamie Crawford, el periodista inglés que realizó la serie, le preguntamos si no sintió que a la prensa le cuesta pensar el caso más allá de sus prejuicios. Contestó: “Uno forma sus opiniones y es muy difícil cambiarlas. Por eso, para mí era importante hablar con una mezcla de gente. Mi trabajo consiste en no opinar, sino en abrir la puerta para que puedan contar sus experiencias. Ojalá lo haya podido lograr”.
Crawford, que vivió un año en Río Cuarto cuando tenía 18 años y mantuvo conversaciones a lo largo de tres años con Facundo hasta conseguir su testimonio, sugiere que también las audiencias “participaron a su modo del caso a lo largo de estos 20 años” y espera que el documental “ayude a reflexionar sobre cómo consumimos, interpretamos y divulgamos estas historias”.
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La primera conferencia de prensa de Macarrón se produjo unos días después de la muerte, en un salón del Hotel Ópera de Río Cuarto.
Mucho de lo que pasó en torno al caso surgió aquel día en que el viudo se presentó con su hijo para supuestamente aclarar las cosas y terminó ensuciando todo.
Nada de eso está referido o analizado en el documental, pese a que es también otra de las muertes de Dalmasso y sin dudas uno de los primeros maltratos públicos mediáticos a la víctima. Algunos sabíamos que Macarrón tenía una relación extramatrimonial al momento del homicidio, y por eso nos sonó tan hipócrita su actitud cuando le preguntaron por las infidelidades de su mujer.
“Si se ha equivocado en los últimos tramos de su vida, la perdonamos totalmente”, dijo Macarrón, que de ese modo abrió la puerta para hablar de las supuestas infidelidades de Nora, sabiendo que todos los medios del país reproducirían su palabra. La conferencia se convirtió en una tribuna en la que el viudo hizo comentarios sobre el amante de su mujer pidiendo “que sea juzgado por la sociedad y por Dios” debido a su “falta de códigos de amistad”. También llamó la atención cómo el viudo aceptó, sin poner reparos, la idea de sexualizar el crimen llegando a sugerir que, si había muerto en un juego erótico su esposa posiblemente tenía “problemas psicológicos”.
Así como es cierto que la frialdad del viudo no alcanzaba para convertirlo en sospechoso como muchos comenzaron a especular después de eso, esa conferencia fue un aporte de la propia familia a la violencia mediática contra Nora.
Otra de las voces ausentes en el documental es la de Guillermo Albarracín, quien, según los mensajes de texto que intercambiaba con Nora, mantenía con ella una relación cercana, divertida y afectuosa. También habría sido valioso escuchar a Alicia Cid, la mujer con la que —según consta en el expediente judicial— Marcelo Macarrón sostenía una relación extramatrimonial desde mucho antes del crimen.
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Llegué al caso Dalmasso creyendo en el periodismo y salí de él descreyendo de casi todo. Es difícil explicar la dinámica. Una vez instalada la idea del “juego sexual”, que no tenía sustento y no constaba en la causa, el asesino ya no era un asesino sino un “amante”. Cuando el fiscal ordenaba la realización de un análisis de ADN a un grupo de personas, los diarios no decían: “Cotejarán los rastros genéticos hallados en el cuerpo de Dalmasso con los ADN de las 18 personas que ensuciaron la escena del crimen”. Lo que hacían los diarios para vender era publicar: “Pedirán ADN a 18 personas. Buscarán entre ellos al amante de esa noche y al posible asesino”. La diferencia era sutil pero perversa.
Un día, mi editor me preguntó: :
—¿Estás seguro de que no es un country? Los medios siguen diciendo que es un country, eh.
Mientras los colegas hablaban de un “crimen de poder”, yo sostenía que, aunque esa hipótesis era posible, no se podía descartar la más incómoda: la de los albañiles aunque hubiera un “perejil” entre ellos. Le sorprendía que los diarios hablaran de “los amantes de Nora” y yo insistiera en que había uno solo. Se molestaba porque me oponía a que se la llamara “Norita” y que publicaran fotos de las remeras que decían: “Yo no estuve con Norita”.
¿Entre un buen trabajo periodístico y el morbo, el público siempre elige lo segundo?
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Las “amigas de Villa Golf” era una frase repetida por varios colegas que seguían el caso, pero bastaba leer el expediente para darse cuenta de que esas mujeres no eran amigas de Nora Dalmasso. Por eso resulta conmovedor escuchar a Cecilia Balbo, una amiga de la adolescencia, en el documental de Netflix:
—No creo que se haya ahorcado por cómo le gustaba la vida y vivirla —dice Cecilia Balbo que, pensó cuando le dijeron que Nora se había suicidado—. Después del secundario le gustaba disfrutar, y juntas encontrábamos diversión en cualquier lado.
Esos pequeños recuerdos de Balbo, algunas fotos y videos viejos a lo largo de los tres capítulos son los únicos intentos de Las mil muertes de Nora Dalmasso de acercarse a la verdadera Nora. La docuserie le da voz a la familia, pero no se preocupa demasiado por la mujer en cuestión, que era más que “una víctima”.
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El caso Dalmasso es una tragedia judicial en los archivos de la Justicia de Córdoba. A lo largo de casi dos décadas se gastaron fortunas y se ensuciaron nombres , pero solo se hicieron dos juicios.
En el primero, la familia logró una condena contra el periodista Hernán Vaca Narvaja por el tratamiento que hizo del caso en la revista El Sur. Para Marcelo Macarrón, Vaca Narvaja es “un hijo de puta”. En la serie documental Vaca Narvaja habla mucho. Convencido de que todo lo que hizo fue correcto. Será el espectador quien tenga la última palabra.
El otro juicio fue aún más vergonzoso. Como el fiscal Daniel Miralles —quien había imputado a Macarrón por primera vez— no pudo probar su fantasiosa hipótesis de que el viudo viajó en secreto desde Uruguay para matar a su esposa y luego regresó a jugar un torneo de golf, otro fiscal, Luis Pizarro, elevó la causa a juicio bajo una nueva teoría: Macarrón no la había matado con sus propias manos, sino que había contratado a un sicario.
El disparate fue tal que tuvo que intervenir un tercer fiscal, Julio Rivero, quien pidió la absolución de Macarrón por falta total de pruebas.
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Este año se cumplen diecinueve años desde que la muerte de Nora apareció por primera vez en la página 31 del diario Día a Día. Desde entonces, escribí varios textos sobre ella. Hice un podcast sobre el caso que se llama Maten a Nora. Leí la causa completa más de una vez, incluidas las elevaciones a juicio. Me peleé con varias fuentes. Estuve presente en la exhumación del cuerpo, escuchando los chistes que los forenses hacían sobre Nora. Odié este caso. Me prometí mil veces no volver a escribir sobre él. Pero aquí estoy.
Creo que esa mujer todavía tiene mucho por decir. Actualmente hay un nuevo acusado con una nueva hipótesis sobre el crimen. Se trata de Roberto Bárzola, una de las muchas personas que trabajaba en las refacciones de la casa. Al parecer su ADN estaría presente en el cuerpo de Nora y en el cinto de la bata con el que fue ahorcada (lo mismo dijeron de Facundo y de Marcelo Macarrón). La justicia identificó a Bárzola hace poco cuando el caso, por el paso del tiempo, técnicamente había prescripto. Lo curioso es que ya en los primeros testimonios recogidos en 2006 la madre de Nora había señalado a ese hombre porque su hija, aparentemente, tuvo una discusión subida de tono con él. La justicia cordobesa que fue desprolija durante todo el caso, ahora intenta hacer malabares para que el crimen no prescriba.
Quizás este no sea solo otro nombre en la lista. A diecinueve años, seguimos en deuda con vos, Nora Dalmasso.