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SAVU Malbec Rose 2022

En esta ocasión Fabian Mitidieri nos trae la semblanza de este rosado dulce natural de la familia Millaman que cuenta con su bodega y viñedos ubicados en cercanías a la capital rionegrina.

La Bodega y viñedos de la familia Millaman se encuentran ubicados en San Javier a unos 30 km de Viedma y elaboran vinos artesanales principalmente de Malbec y Syrah.

Este rosado dulce natural se elabora con uva malbec y el viñedo fue cosechado el 9 de Abril del  2022. La elaboración del vino arranca con una maceración previa de 8 hs y luego fermenta durante 11 días a temperaturas inferiores a 20 °C sin los orujos. El prensado fue muy suave para no extraer colores y con cuidado de no romper semillas. El vino se clarifica y estabiliza de forma natural para finalmente proceder con su fraccionamiento realizado en el mes de Octubre de 2022.

Los vinos de la bodega son típicos de la zona, se consiguen a precios accesibles y son de los pocos vinos embotellados en origen en Viedma. Pueden encontrarlos en vinotecas de Viedma o en la feria comunal de la ciudad en el puesto de la Bodega Viñas de Lucia.

  • Bodega: Viñas de Lucía
  • Zona: San Javier – Río Negro
  • Color: rosado frambuesa brillante.
  • Aroma: frutado de fruta roja dulce y toques florales; su alcohol muy bien integrado. Volumen medio de aroma.
  • Sabor: suave y meloso, con ataque dulce y media acidez. Correcto equilibrio en la boca de tendencia centro – adelante resaltada por su dulzor. Su graduación alcohólica es de 9,6° y tiene persistencia media.
  • Conclusión: Suave rosado patagónico desde San Javier (Río Negro) que presenta aromas de fruta roja dulce con toques florales. En la boca se comporta meloso, con un correcto equilibrio y persistencia media.
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    Los decapitados de Vráble: la masacre que reveló el violento final de los primeros agricultores de Europa

     

    En los bordes de un pequeño poblado de Eslovaquia, un hallazgo estremeció la visión idílica que la arqueología conservaba sobre los primeros agricultores europeos. Más de 85 esqueletos sin cabeza, enterrados en masa hace 7000 años, obligan a reescribir la historia: la cultura que expandió la agricultura en Europa no sólo desapareció misteriosamente, sino que lo hizo en medio de un estallido de violencia ritualizada.

    Por Alcides Blanco para Noticias La Insuperable

    Una ciudad neolítica y una fosa interminable

    A las afueras de Vráble, un pueblo eslovaco ubicado a cien kilómetros de Bratislava, la arqueología esperaba tierras tranquilas. Pero en 2017, mientras excavaban un simple campo de trigo, los equipos de la Universidad de Kiel encontraron algo que cambió todo: cuatro esqueletos sin cabeza, enterrados en una zanja al borde de un antiguo asentamiento neolítico.

    Desde entonces regresan cada año. Y cada año la escena se vuelve más inquietante.

    Arqueólogas como Katharina Fuchs describen que “donde nos parábamos, había huesos”. En el verano de 2022 apareció el núcleo más impresionante: 34 cuerpos apilados dos o tres niveles arriba en un espacio del tamaño de una cochera. Ninguno tenía cabeza, salvo un niño. Y la historia no terminó allí: hoy la fosa ya mide 45 metros de largo y sigue creciendo.

    Este enorme entierro pertenece a la cultura de la Cerámica Lineal (LBK), la primera sociedad agrícola de Europa central, descendiente directa de quienes habían domesticado plantas y animales en Anatolia alrededor del 9000 a.C. Desde el 5500 a.C. colonizaron un corredor fértil que iba desde Hungría hasta el oeste de Francia.

    Pero hacia el 5000 a.C., algo se quebró. Y los restos de Vráble son parte de la evidencia de un final tan violento como inesperado.

    Señales de violencia aparecen en toda Europa alrededor del 5000 a. C. En el siniestro yacimiento de Herxheim, en el oeste de Alemania, investigadores hallaron miles de fragmentos de huesos humanos quebrados.
    GDKE Rhineland-Palatinate/Fabian Haack

    El mito roto de una prehistoria pacífica

    Durante décadas se creyó que los LBK vivían en una sociedad simple, igualitaria, sin ejércitos, sin jerarquías y sin conflictos importantes. Una especie de “Eden agrícola” organizado alrededor de pequeñas granjas familiares y cerámicas decoradas con líneas incisas.

    Ese relato empezó a derrumbarse en los años 80 con el hallazgo del Talheim Death Pit, una fosa en Alemania donde 34 personas —la mayoría niños— aparecieron con el cráneo fracturado. Más tarde aparecieron otras masacres, cada una distinta, cada una más desconcertante.

    En Kilianstädten, 26 personas, entre ellas 10 niños menores de seis años, tenían no sólo fracturas en el cráneo: sus tibias habían sido aplastadas intencionalmente.

    En otro sitio alemán, ocho de nueve asesinados eran hombres jóvenes, ejecutados de rodillas, con un golpe por detrás, como en una matanza premeditada.

    En Asparn-Schletz (Austria), unos 200 cuerpos aparecieron desordenados en una zanja. Pero la genética mostró que casi ninguno era pariente de otro. No era un pueblo exterminado: era otra cosa, algo ritual, organizado, perturbador.

    Y luego viene Herxheim, el caso más extremo: más de 500 cráneos decapitados, desmembrados y acompañados con cerámicas finas y restos de banquetes. Un ritual de larga duración, deliberado, sin rastro de furia: un proceso cuidado que incluía matar, descarnar, quebrar y depositar huesos humanos como parte de ceremonias complejas.

    La violencia LBK, lejos de responder a conflictos ocasionales, aparece concentrada casi exclusivamente en el tramo final de esta cultura. Un estallido que parece más ideológico que bélico.


    Vráble: un auge, una ruptura y un final brutal

    La excavación de Vráble permite ver esta transformación casi en cámara lenta.

    Hace 7500 años fue una de las ciudades más grandes de la LBK: tres barrios simultáneos, cada uno con 15 a 20 largas casas comunales, especializadas en criar distintos animales. Allí cultivaban trigo primitivo (emmer y einkorn) y celebraban un crecimiento demográfico extraordinario.

    Arqueólogos trabajan con cuidado entre huesos desordenados en Vráble, una fosa común en el centro de Eslovaquia. Expuestos por primera vez en 7000 años, los huesos deben mantenerse húmedos para evitar que se desintegren.
    A. Curry / Science

    Pero hacia el 5100 a.C., algo empezó a quebrarse. Uno de los barrios fue amurallado con un doble foso, en un trabajo monumental, casi imposible con herramientas de piedra. Las puertas del recinto estaban orientadas de espaldas a los otros barrios. Un gesto político, hostil, de separación interna.

    Y al borde de esas zanjas aparecieron los cuerpos sin cabeza.

    Los estudios osteológicos revelan que:

    • las decapitaciones fueron intencionales, realizadas con cuchillos de sílex o de obsidiana;
    • los cuerpos fueron depositados rápidamente, sin exposición previa al ambiente;
    • las víctimas incluyen adultos de ambos sexos y adolescentes, pero pocos niños pequeños;
    • entre los huesos hay piedras de río traídas adrede, cuentas fabricadas con dientes humanos perforados y fragmentos cerámicos.

    Vráble fue abandonada poco después de estas masacres, y jamás volvió a ocuparse.


    ¿Qué llevó a la caída de los primeros agricultores europeos?

    La pregunta sigue abierta. Las hipótesis se multiplican:

    ➤ ¿Crisis demográfica?
    La expansión LBK fue tan rápida que pudo haber tensado los vínculos sociales y las formas tradicionales de convivencia.

    ➤ ¿Choque cultural interno?
    Sitios como Herxheim sugieren un giro ritual drástico, probablemente para reforzar cohesión en un mundo que comenzaba a desestabilizarse.

    ➤ ¿Un colapso social por falta de espacio?
    Al alcanzar los límites de los suelos fértiles de loess, la cultura perdió su motor expansivo y comenzó a mirarse hacia adentro… hasta romperse.

    ➤ ¿No hubo hambre ni cambios climáticos extremos?
    La evidencia ósea no muestra señales de desnutrición. La explicación no parece biológica ni ambiental: parece cultural.

    El resultado fue un final abrupto: una cultura que dominó 700.000 km² quedó reducida a ruinas, fosas y cerámicas quebradas.

    Como señalan arqueólogas citadas por Science, el LBK obliga a recordar algo incómodo: la violencia no es un invento reciente; acompaña a la humanidad desde sus orígenes.

     

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  • ¿Por qué funciona el discurso anticomunista?

     

    En la campaña electoral de 2023, los gritos vehementes de Javier Milei denunciando el “zurdaje comunista” generaron incredulidad y hasta risas. ¿A quién le hablaba?, ¿a quién convocaba con ese discurso antiguo? pensamos muchos. Un asombro similar produjeron las declaraciones de Donald Trump, que en 2019 denunció el “Green New Deal” (la propuesta de un nuevo acuerdo ecologista) como “un Caballo de Troya para el socialismo en Estados Unidos”. Más lejano aun pudo parecer el lema “Comunismo o libertad” usado en la campaña electoral de 2021 por Isabel Díaz Ayuso, la actual Presidenta de la Comunidad de Madrid. Y desde luego, está el caso de Jair Bolsonaro, uno de los pioneros en reavivar la tradición anticomunista. Hasta hace poco tiempo, en su dispersión y heterogeneidad estas menciones podían parecer trasnochadas o anacrónicas, dada la desaparición del horizonte del comunismo soviético. Sin embargo, esos candidatos han llegado al poder. Entonces: ¿trasnochados ellos o ingenuos nosotros?

    Estos líderes forman parte de una lista más larga de quienes, con mayor o menor vehemencia, reclaman contra la conspiración comunista, socialista o colectivista que aqueja al mundo. De la ecología a las políticas de género, de los impuestos al cuidado humanitario de inmigrantes, o la educación sexual, hoy muchas de las causas y valores de la renovación de la cultura democrática de las últimas décadas han sido tachados de comunistas, como un avance totalitario y opresor. En el caso de los sectores ultraliberales, la educación y la salud públicas –y todas las políticas redistributivas o progresivas– son consideradas nuevas formas de comunismo. Así, la gran familia de las nuevas derechas parece estar viviendo otra vez la Guerra Fría, más cerca del delirio paranoide que de algún enfrentamiento real con opciones anticapitalistas.

    ¿Anacrónico?

    El primer dato a considerar es que el anticomunismo de estos líderes no es una novedad; tiene una larga historia de persecución política y pensamiento conspirativo que atraviesa todo el siglo XX de Occidente y que se remonta incluso a décadas anteriores a la Guerra Fría, al menos hasta la Revolución Rusa de 1917. Lo mismo sucede con la historia de estas derechas: la novedad que representan tiene profundas raíces en la historia del conservadurismo y el nacionalismo de cada país y a escala global (1). Por tanto, el anticomunismo es tan antiguo como la historia de las derechas que hoy tratamos de entender. Pero esto no significa que el fenómeno actual sea la mera continuidad de ese pasado o que pueda pensarse como la simple reverberación del fascismo de entreguerras. Hay en las derechas radicales una novedad indiscutible en la manera en que disputan sus intereses bajo el juego político de la democracia liberal, al mismo tiempo que la socavan por dentro, tal como han señalado agudos observadores (2). ¿Cuál es la novedad de su anticomunismo? ¿Por qué y para qué movilizar imaginarios en apariencia old fashioned, especialmente para las jóvenes generaciones a las que se dirigen?

    Se suele decir que el anticomunismo es un discurso anacrónico, en un mundo donde, desde la caída del Muro de Berlín (1989) y la disolución de la Unión Soviética (1991) el comunismo no existe más como opción política. Por esa razón, el componente antimarxista de las nuevas derechas suele ser relegado como un dato más de una retórica florida. Esta perspectiva tiende a descartar el problema, considerando como una mera estrategia discursiva al elemento ideológico que organizó buena parte del conflicto político del siglo XX. La dificultad reside en entender “comunismo” en términos geopolíticos literales, como si solo se refiriese al mundo soviético, a los partidos comunistas en Occidente o a la defensa de un modelo anticapitalista. Y tal vez ese no sea el ángulo más productivo para pensar el problema. La pregunta es, más bien, otra: ¿qué están diciendo cuando dicen “comunismo”, y qué potencial político tiene hoy volver a movilizar este término?

    Feminismo, género, diversidades sexuales, raciales o religiosas, educación sexual, cambio climático, migraciones, islamismo, redistribución del ingreso, protección de las minorías y de los sectores sociales más vulnerables… La lista de ideas, proyectos o sujetos tachados de “marxismo cultural” o “socialismo” –según las declinaciones de cada profeta– muestran, de una punta a la otra del mapa global, que “comunismo” designa hoy los valores del llamado mundo “progresista” de las últimas décadas (“woke”, en su versión despectiva). En otros términos, el anticomunismo es una declinación a la antigua del actual antiprogresismo, con la diferencia de que hoy la disputa se produce dentro del capitalismo y con variaciones muy relativas. Sin embargo, en esas variaciones relativas, que parecen marginales dentro del capitalismo, se juega la vida de millones de personas. Al apelar a la potencia simbólica del término “marxista” o “comunista”, los líderes de derecha buscan recuperar la fuerza mayor de ese combate en el Occidente liberal (de todas maneras, la evocación no es igual en todos, y de hecho algunos líderes, como Marine Le Pen o Giorgia Meloni, no recurren tanto a la batería discursiva anticomunista). En cualquier caso, todos defienden el mismo sentido antiprogresista que los vehementes antimarxistas Santiago Abascal o Javier Milei.

     

    Antiprogresismo

    El segundo dato clave –ya muy conocido– es que el antiprogresismo es hoy el centro de la batalla cultural de las nuevas derechas globales, que en cada país adquiere sus propios contornos –antiperonista y ultraliberal en Argentina, islamobófico y antimigratorio en Europa o Estados Unidos–. Esa guerra cultural de la “internacional reaccionaria” parte del supuesto de que la izquierda, a pesar de su fracaso en la construcción del socialismo, se impuso en el terreno cultural. La verdadera lucha debería apuntar, para las fuerzas conservadoras, a la hegemonía del progresismo que destruye la sociedad occidental con su pensamiento “políticamente correcto” (3). Por eso mismo, se presentan como la rebelión contra un sistema que suponen conquistado y dominado por el progresismo y la izquierda. Por muy anacrónico que parezca, el anticomunismo es coherente y está en el corazón del proyecto ideológico de las nuevas derechas.

    El anticomunismo propone respuestas fáciles en un mundo atravesado por miedos, incertidumbres y sentimientos de disolución social.

    Una mención aparte merece el combate contra el feminismo y la “ideología de género”, combate que va más allá de sus élites dirigentes. ¿Por qué el feminismo y la diversidad sexual están en el centro de la disputa y de la denuncia anticomunista sobre el “marxismo cultural”? En la actual configuración de las democracias liberales, pocas cosas –o casi ninguna– representan una amenaza real al orden social. Sin embargo, el feminismo, en su impugnación antipatriarcal (que incluye el cuestionamiento del orden heterosexual como norma), conserva un poder subversivo y antisistema que no tiene ningún otro factor del progresismo actual (independientemente de las corrientes dentro del feminismo). Así, estas derechas, que se proclaman antisistema, luchan en realidad por la preservación de un orden social blanco, masculino y colonial que sienten socavado. Tal como lo hacía el anticomunismo del pasado, que veía el orden occidental en peligro e imaginaba conspiraciones paranoicas de la Casa Blanca a la Casa Rosada, de los hippies a las guerrillas, de las minifaldas al peronismo. Es aquí, en la lucha por la preservación del sistema, donde la impugnación de “marxista” o “comunista” aplicada al feminismo encuentra todas sus resonancias pasadas.

    Si bien la batalla cultural antiprogresista unifica a las nuevas derechas radicales, sus diferencias no son menores, especialmente en cuestiones como la economía y el nacionalismo. Estas variaciones indican, también, que el florecimiento de fuerzas radicales de derecha debe ser explicado en función de procesos y tradiciones locales –y no meramente como una “ola global”–. Es aquí donde el anticomunismo de Milei adquiere su rasgo distintivo: no se trata de la impugnación de las agendas culturales del progresismo biempensante, sino de la destrucción de todo resabio de políticas orientadas a las grandes mayorías sociales entendidas como formas de estatismo y colectivismo. Se trata de la gestión desnuda en favor de los intereses del tecno-capitalismo concentrado internacional. Con ello, el neoliberalismo argentino –en la versión iracunda de Milei– retoma una larga tradición de nuestras derechas. Basta con evocar la última dictadura para constatar que las derechas fueron tan anticomunistas como neoliberales y autoritarias, y que su principal oponente fueron las políticas estatistas, keynesianas y redistributivas, en general asociadas al peronismo y al kirchnerismo. Desde luego, esto parece dejar a Milei lejos del proteccionismo de Trump, pero muy cerca de la defensa compartida del tecno-capitalismo. En todo caso, el anticomunismo neoliberal de Milei se alinea cómodamente con el de Bolsonaro o José Kast.

    Dentro de estas variaciones nacionales, algunos argumentos de orden geopolítico explican los tópicos anticomunistas de manera más concreta, sin los efectos anacrónicos que parecen tener en boca de líderes como Milei. El caso más claro es Trump y su batalla por la supervivencia del poder imperial estadounidense frente a China. Ello le permite, sin excesivos retorcimientos históricos, identificar su enemigo en el “comunismo oriental”. De la misma manera, su electorado de origen latino vota entusiasta la condena a la “troika de la tiranía”, tal como la llamó su Consejero de Seguridad Nacional en 2018, John Bolton, a los gobiernos de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Por la misma razón estratégica pero en sentido inverso, en Hungría Viktor Orban dejó de lado su discurso anticomunista –que asociaba la Rusia de hoy con la Unión Soviética– para pasar a una cercanía más pragmática con Vladimir Putin.

    Significante vacío

    Volvamos a nuestras preguntas de partida: ¿por qué y para qué movilizar el imaginario anticomunista? Si, una vez más, dejamos de pensar el comunismo en términos literales, surge un último elemento clave: el potencial político-simbólico del discurso anticomunista en su larga historia. Con mayor o menor pregnancia según los países, “comunista” ha funcionado también como un potente significante vacío negativo, capaz de ser llenado con los más diversos contenidos y sujetos, como un otro absoluto, peligroso y amenazante. Tanto es así que Alice Weidel, la dirigente de la extrema derecha de Alternativa para Alemania (AfD), puede permitirse decir que Adolf Hitler era un “comunista”.

    La noción de significante vacío es particularmente útil para entender el peso del anticomunismo en Argentina, donde –salvo algunos momentos– no ha habido fuerzas de izquierda importantes, a diferencia de países como Brasil o Chile, donde el comunismo evoca miedos históricos bien reales. En Argentina “comunista” es, entonces, un sentido a ser llenado, que sirve para polarizar y designar un otro peligroso que pone en riesgo “nuestro” orden social y moral, nuestra comunidad. Es, por ello, un enemigo absoluto que debe ser eliminado (4). En la historia argentina, la denuncia del “peligro rojo” ha servido para generar miedos sociales y justificar la persecución de trabajadores, partidos de izquierda, peronistas y antiperonistas, mujeres, jóvenes, gays o artistas “transgresores”, cuyas prácticas, ideas o deseos parecían hacer tambalear el orden occidental y cristiano. Movilizado con fines instrumentales o con auténtica convicción ideológica, “comunista” o “marxista” ha funcionado en boca de las derechas como designación automática de un culpable de todos los males. Así, el anticomunismo finalmente propone certezas y respuestas fáciles en un mundo atravesado por miedos, incertidumbres y sentimientos de disolución social y amenaza sobre la comunidad de pertenencia. Esta potencia simbólica es la que sigue funcionando en el apelativo “comunista” aplicado en el presente. Por eso mismo, la pandemia de Covid –epítome máximo de la disolución final por venir– fue también un momento de renacimiento del anticomunismo.

    Es entonces este gran poder performativo de la acusación de “comunista”, tan sedimentado históricamente en el mundo occidental, lo que permite que las nuevas derechas –herederas al fin y al cabo de largas tradiciones conservadoras– sigan utilizando el término para arremeter en su batalla cultural. Sin duda, la movilización antiprogresista ha logrado dar una nueva vida al “miedo rojo” para las generaciones desencantadas de nuestro tiempo.

    1. Para el caso argentino, véase: Sergio Morresi y Martín Vicente, “Rayos en un cielo encapotado: la nueva derecha como una constante irregular en Argentina”, en Pablo Semán (coord.), Está entre nosotros, Buenos Aires, Siglo XXI, 2023.
    2. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, Barcelona, Ariel, 2018; Steven Forti, Democracias en extinción, Barcelona, Akal, 2024.
    3. Pablo Stefanoni, “Las mil mesetas de la reacción: mutaciones de las extremas derechas y guerras culturales del siglo XXI”, en J. A. Sanahuja y Pablo Stefanoni (eds.), Extremas derechas y democracia: perspectivas iberoamericanas, Madrid, Fundación Carolina, 2023.
    4. Ernesto Bohoslavsky y Marina Franco, Fantasmas rojos. El anticomunismo en la Argentina del siglo XX, UNSAM, 2024.

     

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