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¿Qué es el amor de pareja?

En vísperas del día de los enamorados me pareció interesante plantearles esta interrogante y desmenuzar: ¿qué hemos aprendido hasta ahora con respecto al amor vincular de pareja?

Hemos visto a nuestros padres, si es que permanecieron juntos en algún momento consciente, vincularse como pareja. Pero la cultura nos ha seteado, incluso, en cómo debería ser o cómo deberíamos comportarnos cuando estamos vinculados románticamente con otro. Como si hubiera un único modo de hacerlo. Ahora bien, ¿Qué nos ha trasmitido la cultura?: Disney es el ejemplo mas notorio. Desde niños hemos visto películas donde se visibiliza que el amor romántico se expresa entre hombre y mujer, donde la mujer hace un papel de princesa invalida, incomprendida, en problemas, incapaz por sus propios medios de salir de la situación angustiante en la que está o en el peligro en el que pudiera encontrarse. Y el hombre hace el papel de “príncipe azul” que con su audacia, fuerza y valentía rescata a la princesa para luego enamorarse, casarse y vivir su “felices por siempre”.

Ya en éstas demostraciones de cuentos llevados al cine se dejaba ver cómo había una diferencia de poderes: Cómo el hombre todo lo podía y la mujer solo debía esperar a ser rescatada. Y no todo se trata de la fuerza física, porque si bien es cierto que al poseer mas testosterona y otra forma corporal pueden ejercer un poco mas de fuerza que la mujer( en su generalidad) ; estoy segura que a Cenicienta no le faltaba fuerza para revelarse contra su malvada madrastra, y a Rapunzel tampoco le hacia falta fuerza bruta para salirse de la torre teniendo una ventana y una enorme cabellera.

Este estilo de amor deja ver los velos patriarcales que, inconscientemente, nos indujeron. Y ya sabemos que vinimos de ese contexto histórico, en donde en un matrimonio convencional el hombre salía a trabajar y la mujer debía quedarse en la casa criando a los hijos y ocupándose de los quehaceres diarios, trabajo no remunerado, por ende, no valorizado como tal. Siendo que la mujer no tenía periodos de descanso. Los hijos y la casa demandan todo el tiempo.

Esta diferencia de poderes muestra como el amor se paternaliza. ¿Qué significa eso? Que no hay un “igual e igual” entre la pareja, si no que uno se siente con menos capacidades que el otro (como un niño), y el otro debiera hacerse cargo de rescatarlo (como un padre). Parece morboso pensar un amor romántico entre un padre/madre y un hijo/a, pero asimismo no es nada nuevo, es lo mismo que plantea Freud y Jung con el complejo de Edipo y el complejo de Electra. Luego, cuando nos vinculamos en una relación de pareja, sostenemos el amor vivencial que traíamos de nuestros padres, y esperamos ver en el otro, sin darnos cuenta, esa madre o ese padre. Esto es tanto así, que hasta terminamos reclamándole cosas que le correspondería a nuestros progenitores, no a una pareja.

Hoy día si bien se hablan de los diferentes tipos de amor que pueden existir (Heterosexual, Homosexual, Poligamos ,Monogamos,etc), todavía se sigue escuchando en nuestra cultura canciones que se cuelan por nuestro inconsciente haciendo uso de un amor parental, como es el caso de Camilo cuando dice “bebé” haciendo referencia a un amor de pareja, o el Caso de Yami Safdie en su nueva canción “de nada” habla de que “educo muy bien” a alguien que habría sido su pareja. Y ejemplos así hay muchísimos, como en las diferentes canciones de reguetón o trap donde usan el “papi” o el “mami”.

Una pareja son dos personas (o las que quieran formar parte de un vinculo romántico) sin distinción de sexo, en donde los dos tienen igual empoderamiento. Ninguno esta por encima del otro. Para eso tenemos que ver al otro como una persona capaz de autogestionarse. Es increíble pero muchas veces caemos en el hábito vicioso de autogestionarle. Y nosotros, que formamos parte del vínculo, también somos igualmente capaz de autogestionarnos, sin expectativas de que el otro haga lo que yo puedo hacer. Sin dependencia. Es lindo cuidar del otro, o que nos cuiden, siempre y cuando sea desde un lugar de adultos responsables y no de niños inválidos. Por ejemplo: sería ideal que en una pareja decidan cuidarse teniendo una “palabra clave” para cuando no están disponibles para discutir algún tema y evitar que la situación escale a mayores. Pero en el caso de que uno de los dos le diga al otro, “abrígate que hace frío” (modo imperativo) una y otra vez, ya estamos paternando/maternando. El otro es lo suficientemente adulto para saberlo y si no lo sabe lo irá aprendiendo, pero no es nuestro deber enseñarle. Para eso han estado, o no, sus padres. No es algo que como pareja nos compete. Solo como pareja podemos acompañar, Y en algunos casos dar una opinión si ésta es solicitada. Pero para nada podemos enojarnos porque el otro haga exactamente lo contrario a lo que opino. Si lo que hace mi respectiva pareja me enoja, o no sigue ciertos parámetros que yo creo necesitar, entonces debiera uno replantearse su continuidad en ese vinculo, no así, quedarse para reprochar, enojarse y ejercer violencia (sea verbal o física), porque solo con eso sigo alimentando la lucha de poderes. No el libre albedrío.

Una pareja que decide conjuntamente tener un vinculo sano, sin exceso de dependencia, no pretende el “felices por siempre”, pues no hay manera de saber qué puede pasar en un futuro, y sólo al decir esa frase nos condenamos a tener que, irremediablemente, estar de por vida en ese vínculo a pesar de todo. Y esto es tremendamente peligroso para manifestar nuestra felicidad, ya que hay muchísimas variables que la vida nos va presentando en el camino, tanto de uno como del otro: los cambios y evolución que cada uno va viviendo por su cuenta, los deseos propios que pueden irse modificando a medida que los cambios se van haciendo parte, los intereses personales también se van adaptando a diferentes tiempos, las metas y objetivos personales de cada uno en cada momento determinado, los valores que nos unen o desunen y los que voy aprendiendo y dándole lugar, etc.

Una pareja que se aman de forma responsable y realista cree en “hoy nos elegimos y acompañamos” y entiende que si algún día alguno o los dos decidieran no continuar con el vínculo es parte del proceso y el camino dentro de las diferentes cosas que la vida nos trae. Pero que siempre es en pos del bienestar de los dos.

Estaría bueno que romanticemos a la pareja como una unión de personas que se desean y anhelan lo mejores deseos, entendiendo que cada uno lleva un proceso propio a un tiempo propio, que ninguno puede entrometerse ni controlar.

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    The Studio

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    The Studio

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    Fecha de estreno y número de episodios

    The Studio

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    —Lo importante —dijo— es ensuciarse las manos en el barro de la vida.

    Sólo atravesando ese enjambre que son los afectos aparece algo distinto para contar.

    Esa idea de Sorrentino atraviesa de punta a punta Hal & Harper, la miniserie de ocho  capítulos que escribió, dirigió y protagonizó Cooper Raiff y estrenó Mubi. Se trata de una historia sencilla, una ficción armada con fragmentos de vida familiar: una casa que se vacía, una familia que se desarma, unos hermanos que se cuidan y lastiman, un padre viudo que vuelve a enamorarse, la noticia de un nacimiento. Nada parece extraordinario y sin embargo todo vibra en una sintonía de realidad que conmueve y desarma.

    Hay algo en la forma en que Cooper Raiff filma estos vínculos que resuena con lo que decía Sorrentino: la originalidad no está en el artificio, sino en la manera en que se mira lo más banal. El universo poético de Hal & Harper  nace de ese barro afectivo donde crecer es, por momentos, un salto al vacío y por otros, apenas seguir respirando.

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    Hal y Harper son dos hermanos en sus veintipico que viven una cercanía tan intensa como difícil de nombrar: Hal (Cooper Raiff), un universitario inquieto, eléctrico, por momentos desbordado; Harper (Lili Reinhart), su hermana mayor, que intenta sostener un trabajo, una relación amorosa de años y una rutina que ya no la entusiasma. También hay un padre (Mark Ruffalo): un hombre silencioso y apesadumbrado intentando rearmar una vida que se vino abajo. A diferencia de Hal y Harper, nombrados una y otra vez, de él nunca escucharemos su nombre, siempre será El padre (pero, si afinamos el ojo, al final, aparecerá en un libro escrito para niños). Ronda los 60 años, está en pareja con Kate, de 38, espera un nuevo hijo y decide vender la casa donde Hal y Harper crecieron. Sobre esa noticia se monta un clima denso que, pronto entendemos, tiene su origen en una herida previa: la muerte muy temprana de la madre.

    H&H avanza como un cuadro impresionista, como una composición hecha de destellos que se tocan y se separan, manchas que son escenas, tiempos, traumas, angustias y recuerdos. No hay jerarquías: un gesto mínimo tiene la misma fuerza que una discusión feroz, un silencio pesa tanto como una revelación. Una niña pequeña que señala el agujero en un pantalón diciendo “tienes un hueco, papá” aparece fugaz y se superpone con lo que en apariencia es el presente. La serie respira con esa lógica fragmentaria, como es realmente la vida: capas sucesivas de memoria afectiva, donde lo que pasó y lo que está pasando no se distinguen del todo, donde el tiempo existe y no existe a la vez. Los recuerdos no son nítidos, ni producen en todos las mismas huellas. Aparecen como una irrupción que captura a los personajes en un estado de desconcierto. No hay un regreso ordenado al pasado; hay escenas que emergen sin forma fija, casi como texturas emocionales, como sensaciones que permanecen en el cuerpo. Raiff entrena al espectador en ese modo de ver y explota el recurso televisivo de la entrega semanal. Lo hace en capítulos de no más de 29 minutos. Esta estructura concisa, condensada desde un borrador inicial más extenso, funcionó como una destilación del material: el proceso de edición forzó un foco más nítido en la dinámica familiar esencial, elevando la importancia de cada interacción. Así en cada episodio la emoción se concentra en esos destellos de belleza y vulnerabilidad.

    Resuena algo de As I Was Moving Ahead Occasionally I Saw Brief Glimpses of Beauty, la película-diario en la que Jonas Mekas construye un mundo a partir de fragmentos domésticos, breves luces que no buscan explicar nada, que solo hilvanan destellos de vida. Aunque aquí hay una intención narrativa muy distinta a la de Mekas, Raiff filma como si buscara lo que el lituano encontraba en sus cintas: el instante que se ilumina, que aparece y desaparece antes de que podamos nombrarlo. Esa lógica de destellos convierte a la serie en un diario emocional donde la memoria es una materia en movimiento, un flujo que avanza sin organizarse del todo.

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    El artificio más evidente es también el gesto más honesto de H&H: los actores adultos interpretan a sus personajes también cuando tienen siete y nueve años. La confusión que produce este recurso, más que desorientar, revela. Raiff y Reinhart Corren por el recreo junto a sus compañeros, escuchan que no los invitan a un cumpleaños, resuelven una tarea de primer grado sentados en pequeños pupitres o intentan despertar a un padre con depresión que se olvidó de llevarlos a la escuela: la serie no organiza el pasado ni el presente, porque los personajes tampoco pueden hacerlo. La forma se vuelve entonces un espejo emocional que, al negarse a ser cronológico, sumerge al espectador en el mismo desconcierto en el que se encuentran los protagonistas.

    Esta apuesta muestra cómo esa infancia sigue respirando dentro del presente y sigue lastimando a los adultos que hoy son Harper y Hal. La continuidad de los cuerpos también resuena en eso que escuchamos más de una vez en la serie: niños que crecieron demasiado rápido, niños que estuvieron solos ante lo insoportable. Pero también niños que hicieron una especie de pacto, que se cuidaron a capa y espada ante la muerte. Esos cuerpos cargan con la memoria física del trauma, pero también con la posibilidad de la redención. En lugar de ofrecer un pasado explicativo, la serie muestra algo más íntimo: ese pliegue donde el niño y el adulto son la misma persona, donde el tiempo no avanza ni retrocede sino que se superpone, como si cada versión de uno mismo intentara todavía entender qué le pasó. El recurso, lejos de ser una rareza estilística, revela la verdad emocional de Hal & Harper: el presente no se entiende sin un niño que busca aire, y el pasado sólo cobra sentido cuando un adulto se atreve a mirarlo.

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    Escuchamos una y otra vez decir que Hal & Harper es una serie sobre la sanación. Lo interesante es la forma en la que Raiff entiende ese healing del que habla. En esa convivencia entre lo que dolió y lo que todavía duele, en esos pliegues entre los niños de antes y los adultos de ahora, la serie sugiere que ninguna sanación es definitiva. Como los destellos de Mekas, el alivio a veces viene como espasmos. Y eso se siente en distintas escenas que no son necesariamente el desenlace: el aro de basquet, la guerra de nerfs en la mitad de la noche, o la más significativa: cuando la pequeña Harper quiere cantar. Es una nena tímida, retraída, con pocas amigas, que pasa los recreos leyendo y no le interesa el deporte. Cuando le menciona al padre su intención de tomar clases de canto, él reacciona con extrañeza, como si no supiera bien cómo manejar ese deseo que desborda la imagen que tiene de ella. Con torpeza, le dice que, para poder cantar, hay que nacer con algo. En el capítulo final, pero en un tiempo que también es pasado, Harper canta en un acto escolar I Will Survive y Hal y el padre quedan deslumbrados. Más tarde, en el auto, hay un instante luminoso, un pequeño alineamiento afectivo que no corrige nada del dolor que comparten y del que no hablan, pero sí lo suspende. Esa escena trasluce lo que H&H viene a decir sobre la superación: que ninguna sanación es de una vez y para siempre, que lo reparador aparece a veces como un destello breve, un glimpse of beauty. H&H mira esos instantes con tiempo; no los convierte en epifanías, apenas los deja brillar lo suficiente como para recordarnos que también de esos instantes se sostiene una vida: miracles and crosses, milagros y cruces, canta Alex G sobre el final.

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    Hay algo más que Hal & Harper hace con precisión casi documental: la organicidad con la que muestra cómo el teléfono media los vínculos afectivos. No como un obstáculo ni como una amenaza, sino como una extensión real de la intimidad. Los personajes llaman, escriben mensajes, borran y reescriben, se mandan audios larguísimos que llegan cuando deberían estar dormidos, leen y no responden. Esa mediación, que en otras ficciones aparece como un frío intermedio o es omitida, acá es parte del pulso emocional: un mensaje puede ser una caricia, un llamado puede lastimar. Raiff filma los teléfonos sin distancia, como si entendiera que hoy los afectos también pasan por esas pantallas que guardan voces, silencios, dudas y pequeños instantes de amor. Es una fidelidad tan literal a la forma en que vivimos que, en lugar de enfriar el drama, lo vuelve más real.

    La música aparece como un alivio inesperado, una especie de respiración que afloja la densidad emocional en la que nos sumerge cada breve episodio. La playlist resulta una larga lista de canciones de indie folk íntimo, hecha de guitarras suaves y voces frágiles. No es un recurso nostálgico ni un marcador de época: suena como un pulso interno, como si las canciones emergieran desde un rincón de la memoria que los personajes no saben que conservan. Las canciones acompañan además los saltos de diez años con naturalidad, como cuando suenan Miracles de Alex G o Garden Song de Phoebe Bridgers, por un instante todo se ilumina y algo se vuelve más liviano. Como si la música supiera cómo suspender el peso de las cosas.

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    La serie es vaga sobre los detalles de la muerte de la madre. Escuchamos decir que murió en “un accidente de auto”, que su auto “cayó por un barranco”, que fue “un accidente público”, pero también que “abandonó a su familia”. La narrativa se niega a cerrar ese evento en una causa simple o a nombrarlo de manera definitiva. Esa ambigüedad es deliberada y remite al drama interno: el dolor del padre es tan inhabilitante, su depresión tan profunda, que la muerte se siente en el aire como algo no resuelto, como una herida que lleva la carga de una culpa, independientemente de los hechos. La duda que tenemos es la que tiene Harper niña y adulta: ¿por qué se fue?. La serie no necesita confirmar un suicidio para que los personajes se sientan responsables; es ese hueco narrativo, ese evento nunca del todo comprendido ni hablado por ellos, lo que captura a Hal, Harper y al padre en un estado de desconcierto permanente. La incapacidad del espectador de entender qué pasó es un reflejo de la incapacidad de los protagonistas de cerrar el pasado y avanzar.Un padre paralizado por la pérdida, incapaz de darle a sus hijos la seguridad que necesitan; unos hermanos unidos por una lealtad que los ahoga; la pérdida material de una casa que cristaliza también la pérdida de un tiempo; la inminente llegada de un “nuevo” hermano que enfrenta a los hijos con un “nuevo” padre, un amor distinto como el que se inventa con la pareja del padre cuando la distancia generacional es mínima (no hay palabras para nombrar esto, no es madrastra, ni amiga, es otra cosa). Todo está como pegoteado: se trata de una proximidad tan grande que entorpece el afecto.

    La trama familiar se convierte en una crónica sobre la necesidad universal de separarse de la familia para poder armar lo propio, sin distanciarse del todo. Es interesante que tanto el clímax del trauma como su distensión se den a partir de la irrupción de una ajena al triángulo amoroso: Kate, la pareja del padre, reorganiza el mapa afectivo introduciendo un nuevo código, otras formas del amor y las expectativas, recordando que a veces lo que más necesitamos para salir del ensimismamiento es un otro, uno de palo y de afuera. Lo dice Harper cuando agradece a Kate por “hacerlos sentir como en casa”, pero lo sabemos desde los primeros capítulos en los que esta mujer, embarazada y con sus propios miedos, descoloca a los hermanos que tienen que revisar la forma en la que se mueven en esa casa que ya no es del todo propia. Ella es el contrapunto necesario a la historia de pérdida: una figura que se niega a heredar el peso del duelo ajeno, pero que, cuando el padre le pide perdón por huir, buscando con desesperación “recuperar su confianza”, responde con una certeza desconcertante: «nunca la perdiste, confío en ti». Ese gesto es la clave de la distensión: le devuelve al padre la fe en su capacidad de ser mejor, lo libera de su parálisis y desliga a Hal y Harper de su rol primario de cuidadores emocionales. Es esa posición afectiva, sin expectativas de rescate, la que finalmente permite que el vínculo de auxilio que los definía pueda disolverse para dar lugar a algún tipo de autonomía sin desligarse.

    Aunque en H&H lo familiar disfuncional está llevado a un límite, el reflejo en los personajes es sencillo y orgánico, porque no hay familia sin perturbación, no hay familia sin nudos, sin capas, sin ese pegoteo. La serie nos recuerda que toda familia, incluso la más funcional, es una constelación única de traumas compartidos y pactos tácitos. Es bajo esa luz que el drama de los hermanos se vuelve universal. 

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    El último episodio de H&H dura el doble que el resto y es el más ambicioso y logrado de la serie. Tiene una dedicatoria: a los padres y a los niños que tuvieron que actuar como padres (for parents and parentified). El subrayado ofrece una clave de lectura: un padre ausente también es un padre. Una hermana que cuida, también es una hermana. Y hay cuidados que todavía esperan una palabra que los bautice. Lo más precioso de H&H es la compasión para mirar lo que las personas pueden y no pueden hacer. Su mayor acierto está dado por la forma en la que muestra las fallas de sus personajes sin juzgarlos, la manera en que los muestra siendo torpes e intentando enmendar sus errores: en esos tropiezos la serie vuelve a tocar nuestra tesis inicial, esa idea de que sólo en el barro de la vida aparece lo verdadero.

    H&H no se trata sólo de sanar heridas antiguas, también está hecha de una confianza amorosa en la adversidad, un amor que perdura a pesar de las fallas propias y ajenas, sin mezclarse con los significantes de la incondicionalidad. “Seguridad, nunca; confianza, sí”. Lo escribió Pedro Salinas en una carta de amor y funciona también como un mantra de vida. Algo así le pide Hal & Harper a sus espectadores y es lo que sus personajes se piden entre sí: keep breathing. Ese parece ser el pacto: aprender a confiar.

    Fotos: Mubi

    La entrada Sabés que no aprendí a vivir se publicó primero en Revista Anfibia.

     

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    Máximo Kirchner convocó al Consejo Provincial del PJ bonaerense que se reunirá el próximo viernes en Los Polvorines. En el mensaje que recibieron los consejeros se incluyó la convocatoria a las elecciones partidarias.

    Será el primer paso en un proceso que probablemente termine en marzo del año próximo con nuevas autoridades en el partido. Máximo asumió a fines de 2021 y desde entonces su liderazgo está en discusión.

    Esa convocatoria se oficializará el viernes que viene en Malvinas Argentinas, un distrito gobernador por el cristinista Leonardo Nardini.

    LPO adelantó que cerca de Máximo y de Axel Kicillof empezaron a tantear un acuerdo posible para definir las nuevas autoridades. La idea es evitar el choque total en medio de las tensiones que sobrevuelan en la Legislatura.

    El acuerdo que tantean Kicillof y Máximo para evitar la guerra en el PJ bonarense 

    El puente de diálogo obedece a la idea de evitar la confrontación total. Se sabe que los intendentes que respaldan al gobernador están decididos a enfrentar a Máximo si no emerge una alternativa.

    Desde La Cámpora sostienen que meses atrás, Máximo hizo llamado a renovar autoridades y sin embargo, no surgieron candidatos interesados. Es una manera de justificar las demoras en la convocatoria al Consejo, pero también un mensaje a los interesados a ocupar la presidencia del partido para que salgan a manifestar sus intenciones.

    LPO había anticipado en exclusiva que Federico Otermin es uno de los nombres que más suena. Se trata de un intendente de buena relación con Cristina Kirchner, pero también con Kicillof y Sergio Massa.

    Federico Otermin y  Federico De Achaval.

    Otermin articula con sus pares Federico De Achaval (Pilar), Gaston Granados (Ezeiza) y Nicolás Mantegazza (San Vicente) en el llamado Grupo AFA. Desde allí mantuvieron algunas reuniones con Kicillof donde se propuso al intendente de Lomas de Zamora como opción para el partido. Desde ese grupo no descartan también a De Achaval como posible candidato.

    En principio, la decisión de Máximo de correrse del partido y evitar una pelea por la reelección está tomada. A cambio pide a Kicillof que retenga a los ministros de La Cámpora en el gobierno provincial. Allí están Martin Mena (Justicia), Florencia Saintout (Cultura), Nicolás Kreplak (Salud) y Horacio Giles (IOMA), además de una estructura que se calcula ronda en unos 500 cargos menores.

    Ellos son Juan Martin Mena en Justicia; Nicolás Kreplak en Salud; Florencia Saintout en el Instituto Cultural y el titular de IOMA, Horacio Giles. A ese grupo se suele sumar Daniela Vilar, titular de Ambiente y esposa de Otermin. En principio, un entendimiento de este tipo podría ser aceptado por Kicillof, agregaron las fuentes consultadas.

    En paralelo se abre además el juego para elegir autoridades del partido en los 135 distritos de la provincia. Hoy esos lugares son ocupados en la mayoría por La Cámpora en sintonía con la conducción de Máximo a nivel provincial.

     

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