PELUSA, A SECAS
Estoy a fines de los noventa, en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, parado en una esquina donde asoma una armería imponente que parece tener cien años. En la entrada, un cañón alemán de la primera guerra y una armadura medieval hacen de oficial de migraciones. Dicen que la curiosidad es insubordinación en estado puro. Entro.
La armería está detendida en él tiempo, con luces bajas, sillones lobbystas desgastados, ceniceros gigantes, mostradores de vidrio repletos de armas y cargadores y municiones y miras y accesorios. Las paredes empapeladas de armeros donde se apoyan fusiles y fusiles y más fusiles. El piso: alfombras de pieles de tigres, leones y ciervos. Camino sobre una parte del África o sobre los animales que hay en el zoológico de Buenos Aires.
Al fondo, en uno de los mostradores, cuatro hombres charlan. Amigos, que rondan los cincuenta o los sesenta, algunos con puros y otros con un vaso de whisky.
Me acerco, insubordinación pura.
Uno, gordo, ojeroso, con cadenas de oro pesadas, rolex gigante, alardea sobre su último viaje por Africa.
—458 Winchester Magnum. Un solo disparo. Pum. Atrás de la oreja. Al piso.
—Turco —dice desde atrás del mostrador alguien con la apariencia de ser él dueño de la armería—, viste que te vendí un buen fusil. Ideal para elefantes.
El Turco sonríe, aspira una bocanada de humo, se frota la panza, tose, toma otro trago de whisky.
—Después nos avisaron que había otro, con la cría. ¡Con la cría! Nos dijeron que debería pesar unos ocho mil kilos.
—¿Qué usaste con él otro? —dice uno de los amigos.
El Turco toma aire, lo miro, entre el exceso de peso y los puros, dudo camine cinco cuadras sin sobreagitarse. Estoy a unos metros, simulando ver en una vitrina unos revólveres viejos. Para ellos no existo. No entran clientes. Parace un viejo club privado.
—Probé un 416 Rigsby. Ese no me gustó tanto. Me lastimó el hombro con él primer disparo. Una semana me duró él moretón. Me curó una nativa, le di cien 100 méticals y la tuve en el hotel una semana. No se imagninan. Por menos de tres dólares la tuve ¡una semana en la habitación!
Los amigo lo miran. Admiran a su heroe.
—Pero eso no importa —sigue—, les cuento de los elefantes: estaban un poco más lejos. Madre e hijo. Disparé aprezurado, la bala no fue certera, no entró al cerebro, se desplomó muy despacio, de frente, quedó como rezando, luego se tiró, como durmiendo una siesta.
Pausa, pita el puro, disfruta del humo, el humo del poder sobre su víctima.
—Tuve que caminar. Bah, realmente me acercaron con el Land Rover, y lo rematé con mi querido .44 Magnum. Dos tiros. Pum. Pum. El segundo no era necesario, pero se sintió bien. Nunca lo deje salir de su siesta.
—¿Chilló?
—Una trompeta era, me miraba y chillaba y me hacía acordar a una trompeta. Pero a esa trompeta la dejé sin aire. El hijito daba vueltas, y yo le tenía ganas. —Con el pulgar simula un disparo—. Pero los nativos lo espantaron. No querían meterse en quilombos con la policia de Zimbabue. Pero, amigos, tranquilos, que ya va a crecer y siempre hay otra oportunidad.
Me alejo, no quiero escuchar más.
Risas —¿Mucha sangre?, pregunta uno—, alcohol, puros, obesidad, anillos de oro, más risas, ojeras, poder, bigotes y dientes amarillos, oscuridad. Salgo de la armería.
Veinte años después voy a visitar él zoologico de la ciudad de Buenos Aires: un lugar de abandono, jaulas sucias, rejas oxidadas y encierro. Tigres ojerosos, leones echados, hipopótamos viviendo siestas eternas. Un zoológico vacío de visitantes. Podría haber caminado sobre ellos de la misma manera que caminé sobre esas pieles veinte años atrás.
Al fondo, casi al final del Zoo, con sus poderosos 6500 kilos está Pelusa, a secas: una elefante enferma, triste, tirada y emocionalmente muerta. Me quedo viéndola durante una hora, tomando algunas fotos, y el único indicio de vida que le veo es su lenta respiración y la mirada apagada. Y me acuerdo del Turco cuando dijo: “Nunca salió de esa siesta”.
Me voy a casa, me voy a trabajar, me voy a buscar a mis hijos al cole y después me voy al cine. Pero Pelusa sigue igual de triste, tirada, emocionalmente muerta y en una eterna siesta que durará casi tres años más, hasta que sea trasladada a un santuario en Brasil.
Tres años de siesta eterna. Quizás hubiera sido más humana la presencia del Turco y su .44.
Anualmente se cazan en forma ilegal unos 10.000 elefantes, para obtener el marfil. No existen estadísticas sobre la cacería legal de elefantes ni de bisontes ni de ciervos ni de osos ni de alces ni de leones. Tampoco existen estadísticas para saber cuántos animales en el mundo aún están en cautiverio, como Pelusa.
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Pelusa, tirada, esperando —¿esperando la muerte?— en el Zoo de Buenos Aires. Estuvo así desde el 2016 hasta el 2019, esperando ser trasladada a un lugar más digno en Brasil. Aún vive.
Foto y Texto de Juan Moccagatta