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Orazi realiza gestiones en Viedma

El Intendente Marcelo Orazi permanecerá en Viedma durante este miércoles y jueves para llevar adelante gestiones ante autoridades provinciales. Durante su ausencia estará a cargo del Ejecutivo Municipal el Secretario de Coordinación Ariel Oliveros.

Orazi está acompañado por el Secretario de Gobierno Guillermo Carricavur. Al frente de Gobierno estará la Secretaría de Desarrollo Social Luisa Ibarra.

Las gestiones en la capital provincial están relacionadas principalmente al seguimiento de distintos trámites iniciados ante Obras Públicas y el Departamento Provincial de Aguas (DPA).  

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  • Sale Consenso, entra Núcleo duro

     

    El segundo mandato de Trump llegó con promesas cumplidas. Espectacular. Todo lo que se espera de un gobierno: que haga lo que dice. Cerró su primer semestre logrando gran parte de los compromisos asumidos en campaña. Sin embargo, fuera de su apoyo republicano, relativamente pocos estadounidenses están satisfechos con su desempeño. Su aprobación cayó al 37 por ciento, el punto más bajo de su mandato, según una encuesta de la empresa Gallup recabada del 7 al 21 de julio de 2025. Ese valor acarrea algunas nostalgias: está muy cerca del 34 por ciento que tenía al final de su primer mandato.

    Cayó entre los opositores, los independientes y —aun en los temas donde más valoración pudiera tener— la aprobación es ligeramente menor a la desaprobación. Por ejemplo, obtiene las notas más altas en los temas de manejo de la situación con Irán (42%), Asuntos Exteriores (41%) y en su trabajo en materia de inmigración (38%), . Por su parte, las calificaciones de los votantes identificados cómo republicanos se mantuvieron generalmente estables, siempre cerca del 90 por ciento.

    Hay, en el fondo, un “gobierno espejo”, que sintéticamente podría entenderse como un gobierno que devuelve —como un reflejo— políticas solo para los suyos.

    Hay, en el fondo, un “gobierno espejo” —o “gobierno como espejo”— que, sintéticamente podría entenderse como un gobierno que devuelve —como un reflejo— políticas solo para los suyos. Una categoría con efectos políticos muy profundos que permiten desafiar muchas cosas: la noción de lo que se entiende por consenso, la idea de la representación de un gobierno, la definición de lo que es un buen gobierno y sus políticas, el peso de la ideología, la forma de construcción de agendas y el estilo de comunicación de un gobernante.

    1. ¡Chau, consenso!

    Hace 20 años, en el libro La construcción del consenso: gestión de la comunicación gubernamental, con Damián Fernández Pedemonte y Luciano Elizalde nos propusimos pensar el consenso en términos positivos. Es decir, muy a la par de la idea de aprobación y de mayorías, como la búsqueda de acuerdos políticamente operantes, partiendo de la idea de que si bien habrá grupos en los márgenes del consenso, las políticas públicas de un gobierno deberían ser aceptadas socialmente por la mayor cantidad de personas. Es la idea de quien fuera profesor de Ciencia Política de la University of North Carolina at Chapel Hill, Lewis Lipsitz, que equipara las ideas de consenso y mayorías.

    “Gran proporción de los miembros” es también parte de la definición —o exigencia— del consenso que expresaba en sus escritos el influyente sociólogo de la University of Chicago, Edward Shils. Él también lo definía como la ausencia de disensos inestabilizadores. Una contrafuerza frente a las potencialidades de división de intereses y creencias divergentes. Esta postura implica que todo consenso genera disenso, pero, a pesar de las tensiones, también puede haber adaptabilidad y resistencia en el sistema político. A saber, modos de resolución de crisis, bloqueos o aquello que impida funcionar a un gobierno, disminuyendo las probabilidades del uso de la violencia para resolver los desacuerdos, impulsando actitudes favorables a la aceptación de medios pacíficos.

    En los “gobiernos espejo” se reemplaza la idea de consenso por una especie de contrato electoral anticipatorio de los modos del ejercicio del poder. Los candidatos dicen: “Te advierto quién soy y qué voy a hacer. Votame por esto, independientemente de cómo lo haga, con o sin consenso”.

    En los “gobiernos espejo” se reemplaza la idea de consenso por una especie de contrato electoral anticipatorio de los modos del ejercicio del poder.

    Una especie de legitimidad que funciona como algo adquirido y definitivo —desde un momento— que supera la necesidad de consenso. Una legitimidad de origen como justificación de la manera en que el poder es ejercido. Para qué me invitan si ya saben cómo me pongo. Una legitimidad coloquial que justifica un modo futuro. Así, esa legitimidad no exige ir por donde las reglas democráticas o la institucionalidad exigen. 

    En el programa Meet the Press de la NBC, Kristen Welker le preguntó a Trump si los ciudadanos y los no ciudadanos merecen el derecho del debido proceso. El presidente respondió inicialmente: “No lo sé. No soy abogado. No lo sé”. Ante la repregunta sobre si tiene que respetar la Constitución como mandatario, respondió igual: “No lo sé. No lo sé”. La función de conservación, inherente a la necesidad de consenso, es preservar el status quo del sistema sostenido desde la institucionalidad estatal. Aquí, en este modo espejo, pasa a ser sólo una función de conservación del poder personal.

    2. ¡Hola, nueva representación!

    ¿Qué es ser representativo? Hay una idea aritmética de la representación. Para muchos ser representativo es ser querido, bien valorado, por la mayoría. Para otros, además, se agrega la idea del tiempo. Ser representativo es ser querido y bien valorado el mayor tiempo posible. Una idea bien interesante porque le quita peso a la popularidad circunstancial a la que distancian de la representación.

    Aquí hablo de ser un gobernante representativo, lo que cabalmente significa ejercer el poder público en nombre de los ciudadanos reflejando fielmente las características de la mayoría, pero también atendiendo a minorías. Ser un gobierno representativo se aproxima a la concepción de “utilidad colectiva”, aquella que el consultor español Josep Chías refería como inherente al objetivo de interés general que justifica la existencia de un gobierno. Entonces sí, esa concepción aritmética doble (ser querido por muchos la mayor cantidad del tiempo posible) de la representación es razonable.

    No es que no les interesen las mayorías, sino que priorizan ser leales a su núcleo duro. Eso, hoy, es ser representativo. Se deja de pensar en las mayorías y se focaliza más en los ciudadanos cercanos ideológicamente.

    Pero, llamativamente, en estos gobiernos la concepción de la representación difiere. Los gobiernos espejo rompen por completo el criterio aritmético de representación. Porque gobiernan para devolver, como un reflejo, políticas públicas a sus votantes, a su núcleo más radical y más fiel. No es que no les interesen las mayorías, sino que priorizan ser leales a su núcleo duro. Eso, hoy, es ser representativo. Se deja de pensar en las mayorías y se focaliza más en los ciudadanos cercanos ideológicamente. Incluso, a todo ciudadano que esté en contra (aunque el disenso sea mayor que el consenso, algo que le sucede generalmente a estos gobiernos), no sólo no se lo comprende ni se lo respeta, sino que se lo agrede. Son capaces de herir cotidianamente a las minorías. Son intransigentes en sus modos, pero mucho más con sus críticos. Y cuando la desaprobación del gobierno supera a la aprobación, esas minorías acumuladas pasan a ser mayorías. Pero tampoco en esa instancia cesa la capacidad de herir, de regocijarse en la crueldad, en palabras del crítico cultural Henry Giroux. Solo que ahora son más los afectados, muchos más, y actúan con indulgencia cero frente a esos gobiernos. No aceptan nada, no justifican nada. Y generan un muro infranqueable.

    Y esa intransigencia se diferencia de otros gobiernos —quizás de todos— que generan conflictos “controlados”. Ese tipo de conflicto es entendido como generador de divisiones o fracturas sociales calculadas, conflictos deliberados y forjadores de identidad que, aunque generan una sensación de inestabilidad, discusión y posturas antagonistas fuertes e intensas, no necesariamente alientan un trasvase de votos. Son conflictos calculados electoralmente y forjadores de identidad que suelen establecer un status quo donde hay poco movimiento electoral de un lado a otro. Los gobiernos espejo, en algún punto, pierden el equilibrio, lo controlado se descontrola y ese muro infranqueable se corre gradualmente en su contra, algunas veces imperceptible, pero termina por acotar su margen de acción y afectar cada vez más su apoyo.

    3. La ideología como camuflaje

    Según una encuesta de la Universidad de San Andrés, el nivel de satisfacción con la marcha general de las cosas en la Argentina es del 37 por ciento. Además, solo el 29 por ciento de los encuestados está satisfecho con el desempeño del Poder Ejecutivo. Pero el dato, el gran dato, es que la insatisfacción con las distintas áreas de gestión es mayor que la satisfacción e, independientemente de esto, se le agrega una caída en la satisfacción con el desempeño en todas las áreas. Salud (19%), ciencia (20%) y obras públicas (21%) tienen la peor evaluación. No hay ningún área con diferencial positivo de aprobación, aunque los entrevistados estén más satisfechos con las políticas de económicas (37%), de defensa (34%) y de seguridad (33%). Al igual que con el Gobierno de Trump, registran una desaprobación mayor que la aprobación en todo su desempeño gubernamental y siguen cayendo mes a mes.

    A todo ciudadano que esté en contra no sólo no se lo comprende ni se lo respeta, sino que se lo agrede. Son intransigentes en sus modos, pero mucho más con sus críticos.

    Finalizando agosto, tras el escándalo nacional de los audios con las supuestas coimas en el área de discapacidad que involucra a la poderosa hermana del presidente y secretaria general de la Presidencia, Karina Milei, pareciera romperse el piso del 40% de aprobación del gobierno con valores, como los de empresa Trespuntozero, que ya hablan de una aprobación del 39,9% en una encuesta nacional realizada a pocos días de cerrar el mes .

    Josep Chías hablaba de una utilidad finalista en la función gubernamental ligada a la satisfacción de las políticas públicas. Y en estos dos casos no hay satisfacción. ¿Con qué se suple? ¿Cómo se afianza un gobierno en este tipo de escenarios? Con ideología y con sus fieles. Sus ciudadanos fieles. “No importa qué tan buenos seamos gestionando, o cuán buenos seamos políticamente. No vamos a llegar a ningún lado sin la batalla cultural”, destacó Milei, en diciembre de 2024, en un encuentro de la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC), una red global de gobiernos de ultraderecha.

    No tengo nada contra las ideologías inherentes al discurso político, que lejos están de extinguirse. Pero cuidado con el proceso de hiperideologización, porque genera hastío social y, sobre todo, la exclusión de quienes se cansan de semejante intencionalidad ideológica sin resultados concretos en términos de políticas públicas. Esta solidificación hiperideológica, casi siempre, se sustenta en un valor que —casualmente— anda cerca del tercio de la población y que está dispuesta —como espejo— a defender todo. A bancar todo. ¿La responsabilidad de rendir cuentas de un gobierno en esta circunstancia? Andá a buscarla, campeón, si la encontrás.

    Y en los casos no hay satisfacción, ¿con qué se suple? ¿Cómo se afianza un gobierno en este tipo de escenarios? Con ideología y con sus fieles.

    Electoralmente, vale la pena destacar que el aglutinamiento ideológico aporta efectividad, dado que el resultado electoral explica que muchos ciudadanos voten a estos gobiernos aunque tengan mala imagen. Con Trump pasó en el primer intento de reelección, al igual que con el intento de reelección de Jair Bolsonaro en Brasil. Ambos obtuvieron más votos que quienes tenían mejor imagen positiva que ellos. Con este argumento, bien vale a futuro analizar el peso del voto asociado al desempeño gubernamental, también llamado voto retrospectivo.

    4. Contrastar, exagerar, inundar, herir

    Dentro del estilo está el contraste total. Un contraste contraidentitario. Muchas identidades ideológicas se definen, no por lo que uno es o representa, sino por lo que no es o no quiere ser. Sus líderes irrumpen como cauces del descontento, que es, en gran parte, lo que sucede con los gobiernos ultraradicales en la actualidad. Lejos de gestionar expectativas ciudadanas en el largo plazo, las aceleran, las exageran sin filtro, sin límites, construyendo hipérboles de todo lo que se comunica. “Ayúdenme ustedes, que son el progreso humano encarnado, a hacer de la Argentina la nueva Roma del siglo XXI”, pronunciaba el presidente argentino, en mayo de 2024, en un discurso en el Foro del Instituto Milken en Estados Unidos.

    Son siempre promesa, siempre espectacularidad. De acuerdo con Steve Bannon, el ideólogo de Trump, cuando aparecen los escándalos o las críticas de tanto jugar al límite, hay una idea que se manifiesta: inundar el piso. Esto es: saturar la agenda, mezclar los temas, confundir. Dejar a todo el mundo pasmado por lo no esperable o predecible, aun por lo absurdo. Transitan el terreno de “lo increíble”, lo que sus seguidores validan como autenticidad. Esto es mitad materia prima y mitad contexto para inundar el piso con fake news. Inundar lo verdadero con lo ficcional. Y aparece, además, algo que exacerba y quita la capacidad racional de distinguir: el discurso de la incivilidad, que comienza con la descortesía y el insulto, y termina en la humillación, la estigmatización del otro o, peor aún, la negación identitaria del distinto.

    Cuidado con el proceso de hiperideologización, porque genera hastío social y, sobre todo, la exclusión de quienes se cansan de semejante intencionalidad ideológica sin resultados concretos en términos de políticas públicas.

    Estos dos elementos tienen una característica en común muy interesante: tanto la búsqueda de inundar el piso como la incivilidad discursiva necesitan todos los días de la mayor cantidad de temas posible. Porque se amortizan, se rutinizan y pierden atención pública. Y cada día pareciera que no dejamos de sorprendernos de cuán grave puede ser para todos, menos para aquellos que se reflejan en el espejo.

    La entrada Sale Consenso, entra Núcleo duro se publicó primero en Revista Anfibia.

     

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  • ¿Cómo enfrentar el “contragolpe cultural”?

     

    Así como las afirmaciones terraplanistas no modifican el hecho de que la Tierra sea redonda, así como los movimientos antivacunas no cambian la naturaleza contagiosa del Covid, el conservadurismo cultural, expresado hoy por fuerzas como las que lideran Javier Milei y Donald Trump, no modifica esta realidad: las sociedades humanas son constitutivamente diversas, heterogéneas y desiguales; en todas las comunidades humanas, pero aun más en aquellas donde existen el dinero y el Estado, hay multiplicidades y hay disparidades.

    Qué hacer con esta diversidad es un debate que viene concentrando la mayor parte de la historia ideológica, filosófica y política, y que por supuesto no está saldado. Dentro de estas controversias, uno de los capítulos centrales es el concepto de libertad, que ha sido utilizado por la extrema derecha como una de sus banderas. Para los conservadores, hoy llamados libertarios, la libertad se basa en la idea de que somos todos iguales: un rico y un pobre son consecuencia del modo distinto en que cada uno usó sus posibilidades. En esta mirada, la desigualdad fáctica es una consecuencia de una igualdad ontológica. Para las corrientes conservadoras, la libertad agiganta desigualdades. El rol del Estado, además de garantizar seguridad y justicia, debe ser restringir la diversidad: el Estado, que no debería cobrar impuestos, sí debe decretar que hay dos géneros, que la familia debe estar constituida de cierta manera y que las mujeres no pueden disponer de sus cuerpos.

    Desde una mirada democrática y progresista que asume que las sociedades son por naturaleza diversas, en cambio, la igualdad es algo a construir. Pero esa perspectiva hoy está a la defensiva. A través de una serie de subterfugios de ingenieros del caos, la posición histórica que conjuga liberalismo cultural, pluralismo político y justicia social ha sido estigmatizada como “woke” o “progresista”. La expresión “woke” surgió en Estados Unidos, un territorio de alta intensidad en la batalla cultural, en referencia a “despertar” (awake) ante la discriminación (“despierto” en el sentido de “concientizado”); pero hoy se usa de modo despectivo, que es la connotación que le dio Milei en su discurso en Davos. Como si las personas que descienden de esclavos o de pueblos originarios, como si las mujeres, que hasta hace setenta años no podían votar, hoy, justamente porque se reconocieron algunas de esas desigualdades, contaran con privilegios.

    La derecha conservadora está presente en distintas corrientes políticas, del mismo modo que la corriente que defiende las diversidades está presente –aunque no de modo uniforme– en partidos distintos. En Argentina, el peronismo, el radicalismo, el socialismo y la izquierda cuentan entre sus integrantes con personas que defienden este punto de vista. Se trata de una corriente que busca principalmente dos metas: que las personas y los grupos sean cada vez más libres, y que esa libertad se sostenga en formas igualitarias que la hagan real y no puramente declarativa o formal. Es una corriente de opinión que pone en escena grandes tradiciones culturales de la modernidad, heredadas de la Revolución Francesa y la Estadounidense, y que no tiene una única posición en materia de desarrollo económico, justicia distributiva o lucha por la igualdad. Ese “progresismo” no está en contra de ninguna religión, pero sí lucha por una separación completa de cualquier religión y del Estado. Ninguna ley puede sustentarse en creencias religiosas. Pero sí debe haber leyes que, por motivos universalistas, exijan el respeto de todas las religiones. Esta perspectiva, sometida hoy a una fuerte ofensiva, merece una reflexión autocrítica.

    Acerca de la autocrítica

    La hegemonía cultural de la extrema derecha impacta en el campo progresista. ¿Los movimientos por la libertad de las diversidades se “pasaron de rosca”? La ofensiva cultural de Milei y las derechas extremas, la derrota electoral del peronismo y los niveles de inflación y pobreza que dejó el gobierno de Alberto Fernández han planteado ese debate. ¿Hay una incidencia de la lucha por las diversidades en el oscurantismo que estamos viviendo hoy? ¿No habremos ido demasiado lejos? ¿Se puede seguir sosteniendo la defensa del colectivo LGTBQi+ en el contexto actual?

    Los procesos sociales y políticos siempre son imperfectos. Conocer esas imperfecciones, practicar la autorreflexión, es clave para mejorarlos. Por otro lado, se trata de movimientos profundos y de larga duración. En Argentina, por ejemplo, el movimiento masivo de mujeres de los últimos años comenzó en 2015 con el “Ni Una Menos”, una gigantesca movilización contra la violencia de género. ¿Frenar el reclamo contra los asesinatos de mujeres hubiera sido “menos radicalizado”? Y hoy, ¿qué está más vigente? ¿El reclamo de que no mueran más mujeres por el hecho de ser mujeres o la propuesta oficial de retirar del Código Penal el agravante por femicidio?

    La autocrítica no equivale a autoflagelación; debe ser una reflexión sobre prácticas y políticas que nos implican. Entre las múltiples causas que produjeron esta nueva etapa histórica global de las derechas extremas están, en efecto, los profundos déficits de la izquierda, la centroizquierda y los partidos tradicionales. Pero no coincido con quienes, subidos a la marea reaccionaria, afirman que la culpa es del progresismo, de un supuesto “wokismo” o de una “excesiva” ampliación de derechos civiles. Ese argumento puede terminar en diputados que voten con Milei regresiones culturales o puede llevar a un catolicismo de gobierno en contra de la libertad de las personas y los grupos. Empieza cuestionando el DNI no binario y termina aboliendo el divorcio.

    Pero entonces, ¿cuáles son esos errores de la izquierda? Si hubiera que elegir uno, diría lo siguiente: mientras las vocaciones igualitarias y de justicia social se tornaban cada vez más difíciles de lograr, en gran parte por no tener una alternativa concreta al capitalismo neoliberal, la izquierda avanzó con leyes y políticas tendientes a garantizar derechos civiles. Dependiendo de los países, se avanzó en materia de identidad de género, aborto, discriminación positiva, educación sexual, matrimonio igualitario, derechos de los pueblos originarios y los migrantes. Cuantas más dificultades aparecían en materia económica y social, cuanto más complicado se hacía sostener el horizonte de movilidad social, más se acentuaron estos derechos como compensación.

    La autocrítica no equivale a autoflagelación: debe ser una reflexión sobre prácticas y políticas que nos implican.

    Ese fue el gran problema. Las libertades civiles no pueden compensar el fracaso económico o social. Si son las únicas banderas que se agitan cuando se desfinancia el Estado de Bienestar, se retiran regulaciones públicas o se producen escaladas inflacionarias, como en el caso argentino, se corre el riesgo de que las fuerzas democráticas queden reducidas y debilitadas. Los límites para corregir o superar el neoliberalismo los terminan pagando los avances en materia de diversidad o pluralismo.

    Mi primera tesis es que, frente a quienes creen que la ampliación de libertades favoreció a la derecha extrema, creo que su causa es el fracaso económico.

    En segundo lugar, la cuestión de los particularismos. Mientras Martin Luther King buscó cambios que mejoraran la desigualdad estructural de la sociedad norteamericana, muchas políticas de la identidad del siglo XXI se concentraron en derechos particulares. Y es difícil pedirles algo más que simpatía pasiva o inactividad a quienes no están directamente involucrados en la conquista de un derecho. Esto no implica que movimientos como “Ni Una Menos”, “Black Lives Matter” o la “Marcha anti-fascista” de febrero de 2025 no hayan sido señales contundentes en la dirección correcta, sino simplemente llamar la atención sobre cuál puede ser el alcance de esas convocatorias.

    Algo similar ocurre con el “lenguaje inclusivo”. Se trata de un cambio cultural crucial, que busca ampliar libertades e incluir diversidades. Pero debe expandirse a partir de la posibilidad, no como imposición. Los mayores fracasos del cambio cultural ocurrieron cuando se pretendió imponer a través de prescripciones. El liberalismo cultural busca ampliar, no restringir, las posibilidades de las personas.

    El caso de las cuotas

    Muchas veces, en lugar de luchar por cambiar una legislación, una política o un presupuesto, las reivindicaciones progresistas se enfocaron en personas concretas: los varones blancos, incluyendo casos de punitivismo extra-judicial, como escraches a adolescentes, altamente polémicos. En aquellos casos, hubo voces feministas potentes que alertaron que el feminismo no surgió para cambiar al dueño del poder del patriarcado, sino para modificar un tipo de poder y de dominación. El punitivismo y la cultura de la cancelación fueron algunos de los errores más graves. Pero no es verdad que sean inherentes a los reclamos por la diversidad y la libertad: fueron casos minoritarios en causas justas.

    Detrás de este tipo de cuestiones aparece un problema que vale la pena debatir a futuro: la tensión entre lo particular y lo universal. Si cada uno de los grupos discriminados reclamara sólo para sí mismo, si todo se tradujera en una simple cuota por grupo, a largo plazo se terminarían socavando algunos de los consensos culturales necesarios para mantener las políticas de acción afirmativa. Un ejemplo es el de las universidades. En la mayoría de los países del mundo existe un sistema de examen de ingreso a la universidad y cupos por carrera. Al observar las universidades se hacía evidente que la abrumadora mayoría de los alumnos eran varones blancos. Eso llevó a reclamar políticas de cuotas raciales, étnicas y nacionales, como las que se terminaron concretando en Estados Unidos y Brasil. Este sistema garantizaba una mayor presencia de diversidades, restando lugares a los blancos. Pero, ¿qué quedaba, por ejemplo, para los blancos pobres? ¿Quién se preocupó de su situación? En muchos casos fueron los grandes olvidados, lo que contribuyó a que volcaran su respaldo a fuerzas políticas conservadoras que dicen defenderlos. ¿Qué hubiera ocurrido si se hubiera incluido una cuota general para los estudiantes de colegios públicos de bajos recursos en el ingreso a la universidad? Mientras en un terreno puramente cultural la especificidad por grupo es adecuada, en cuotas vinculadas a desigualdades puede no producir las consecuencias buscadas.

    En un mundo dominado por la incertidumbre económica, en el que se achican los recursos públicos, muchos países optaron por un modelo de cuotas para asegurar la presencia de los grupos discriminados no sólo en el acceso a la universidad sino también al empleo público –y en ocasiones al empleo privado–. Esto implica que los logros de la ampliación hacia los sectores discriminados se hicieron sobre la base de una reducción relevante de la participación de los sectores anteriormente privilegiados. Y esta estrategia, correcta desde un punto de vista filosófico, se topa con un problema político. Las personas de carne y hueso que se ven afectadas, que no logran ingresar a la universidad o no consiguen empleo, se van pasando en masa al ejército del “contragolpe cultural”, esperando el surgimiento de un Trump, un Milei o cualquier otro líder que proponga revertir la situación.

    Se trata de un error recurrente del progresismo: no percibir el dolor de las víctimas de sus políticas, y no elaborar una respuesta. Mi punto es sencillo: si se presuponen las restricciones económicas, como de hecho las aceptaron la mayoría de las fuerzas de centroizquierda en Europa y América, que los perdedores de la discriminación positiva pasen al otro lado es inexorable. Pero si se cuestiona un modelo que reduce los impuestos a la riqueza y desfinancia al Estado, y se usa ese dinero para ampliar el acceso a la universidad y el empleo, logrando mejorar la diversidad sin afectar drásticamente los espacios previos, la base política de la derecha extrema quedará reducida. Es cierto que esto no es posible para los varones privilegiados, que inexorablemente se verán afectados: será necesario pensar una política cultural específica para ellos.

    La defensa de la libertad

    Estamos ante un feroz ajuste a las libertades y es urgente emprender una fuerte defensa de políticas por la libertad basada en igualdades. La libertad, convertida en el eslogan hueco de la extrema derecha, no puede ser resignada por las fuerzas democráticas y progresistas. El principio básico de la lucha por la libertad es maravilloso: que las personas y los grupos puedan autorrealizarse en todas las dimensiones de la vida. Esto incluye su identidad de género, étnica, nacional, local, religiosa, así como su libertad de expresión, en la familia, en el trabajo…

    Esas libertades tienen un requisito: un piso de igualdad, porque quien sufre desnutrición no puede ser libre, quien no puede acceder a la escuela no puede ser libre. Una comunidad libre es aquella que garantiza un piso de igualdad para todos sus miembros.

    Los libertarios conservadores de la extrema derecha afirman que ser iguales es que cada uno se las arregle como pueda. Es una propaganda basada en la negación de la historia tal como sucedió. Los esclavos existieron hasta el siglo XIX bajo el imperio de la ley, y los afrodescendientes continúan siendo discriminados en prácticamente todos los países de América y Europa hasta hoy. La conquista colonial existió. El patriarcado y la desigualdad de géneros existieron… y todavía existen. En muchos países las mujeres votan recién desde hace algunas décadas. Y en la mayoría de los países europeos y americanos jamás hubo una presidenta o una primera ministra mujer. El capitalismo, por su parte, tiene mecanismos poderosos para reproducir la desigualdad de clases entre generaciones: a través de la herencia y también de la “herencia de clase”. La mayoría de los hijos de personas pobres son pobres. La movilidad social ascendente está en crisis en la mayoría de los países, y los mecanismos sociales que la hacían posible se están debilitando a un ritmo vertiginoso. Los libertarios conservadores quieren liquidar esos mecanismos, del mismo modo que se proponen atacar las leyes que tienden a asegurar libertades vinculadas a la diversidad y la disidencia. Esto implicará también contrarrestar su ofensiva individualista poniendo en valor la solidaridad, lo común y lo público. Enfrentar políticamente aquel proyecto exige autorreflexión y determinación.

     

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