En el nuevo escenario político energético mundial el consumo de energía se expande en un 30% hacia 2040, lo que equivale a sumar una nueva India y China a la demanda energética mundial actual. La población mundial crece a más de 9.000 millones en 2040, a modo de ejemplo el proceso de urbanización agrega una ciudad del tamaño de Pekín a la población urbana mundial cada cuatro meses.
La forma en que el mundo satisface sus crecientes demandas de energía se modifica en comparación con los últimos 20 años el liderazgo lo toma el crecimiento de las energías renovables.
La comunidad internacional energética demandante busca el respaldo necesario en las energías renovables, ya que estas, van a capturar dos tercios de la inversión global en plantas de energía en 2040, siendo para muchos países la fuente energética de menor costo de nueva generación.
La energía fotovoltaica es la que ayudará a que la energía solar se convierta en la mayor fuente de energía de baja capacidad de carbono para 2040. Para este año la proporción de todas las energías limpias avanzará al 40% de la generación total dentro de un contexto en el que la demanda de energía crecerá un 30%.
En el escenario que plantean las nuevas políticas energéticas mundiales, las energías renovables son respaldadas en casi todo el mundo. En parte la transformación del sector energético corresponde a la concientización a favor de las energías limpias en millones de hogares, comunidades, instituciones públicas y privadas, y empresas que invierten directamente en energía renovables.
La generación de energía a partir de fuentes convencionales tiene un enorme impacto en el entorno.
La creciente demanda de consumo energético a nivel mundial se verá sostenida a futuro desde el uso de las nuevas energías que además de tener un menor costo económico colaboran con el cuidado del planeta.
Y esto está directamente ligado al crecimiento ya comprometido de las nuevas generaciones. Los niños son protagonistas fundamentales de este cambio real de conciencia y de acción, el destino del planeta está en las manos más pequeñas.
En menos de 72 horas, la relación transatlántica cambió de naturaleza y todo parece indicar que los ucranianos han perdido la guerra. El 12 de febrero de 2025, el flamante secretario de Defensa estadounidense, Pete Hegseth, dio inicio a las negociaciones de paz en Ucrania. Ya desde un comienzo cedió ante las dos principales exigencias de Moscú: la no adhesión de Kiev a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la ratificación de las “nuevas realidades territoriales”, es decir, la anexión de cuatro regiones ucranianas a Rusia, así como también de Crimea. Al día siguiente, tras una larga conversación telefónica con Vladimir Putin, el presidente Donald Trump anunció su intención de reunirse con su par ruso en Arabia Saudita –sin los ucranianos ni los europeos– y expresó su deseo de que pronto se organicen elecciones en Ucrania. Finalmente, el 14 de febrero, en un discurso pronunciado en una conferencia en Munich, el vicepresidente estadounidense, más que abordar la cuestión ucraniana, reprochó a los dirigentes europeos el hecho de que deshonraran las aspiraciones de sus propios pueblos restringiendo la libertad de expresión en las redes sociales o anulando las elecciones en Rumania por supuestas injerencias rusas (1).
Semanas antes, Trump había lanzado una ofensiva comercial al aumentar los aranceles a las importaciones de Canadá, México y la Unión Europea, y también había expresado sus intenciones anexionistas sobre Groenlandia (2). Sin embargo, de ahora en adelante, ya no se trata tan sólo de manipular a sus “aliados” para que compren más armas o para equilibrar la balanza comercial. Al declarar que Estados Unidos no les concedería garantías de seguridad ni a Ucrania ni a las tropas europeas que pudieran desplegarse para hacer cumplir un eventual alto el fuego, Trump inevitablemente sembró dudas sobre la solidaridad estadounidense en caso de un ataque al territorio de un miembro de la OTAN. Sin su contrapartida de seguridad, el vínculo transatlántico se parecería más bien a una completa relación de dependencia.
No obstante, desde 2022, Estados Unidos ha “invertido” un promedio de 35.300 millones de dólares por año en Ucrania (3). Mucho más que los 3.000 a 5.000 millones de dólares que Washington destinó cada año a Israel antes del ataque del 7 de octubre de 2023 y el equivalente a casi la mitad de los gastos militares anuales para Afganistán entre 2001 y 2019 –un esfuerzo para financiar una ocupación militar y operaciones directas–. El nivel de apoyo a Ucrania se sitúa, por lo tanto, en algún punto intermedio entre la ayuda brindada a un aliado histórico en Medio Oriente y el compromiso de una intervención directa en el campo de batalla en su propio nombre. Pero a Trump poco le importa todo eso: la guerra en Ucrania no es la de Estados Unidos, sino la de su antiguo rival Joseph Biden…
Errores de cálculo
Evidentemente, la magnitud de la ayuda occidental llevó a Kiev a cometer un error y la alentó a rechazar la negociación. En la primavera boreal de 2022, incluso antes de que Occidente le proporcionara su apoyo militar, la resistencia ucraniana podía enorgullecerse de haber frustrado la operación de cambio de régimen fomentada por el Kremlin y de haber minimizado las pérdidas territoriales. Después de cuatro semanas de combates, los beligerantes estaban cerca de llegar a un acuerdo. En Estambul, Kiev aceptó un estatus de neutralidad –es decir, renunció a adherirse a la Alianza Atlántica– y confirmó su intención de no dotarse de armas nucleares. A cambio, buscaba conseguir la retirada voluntaria de Moscú de los territorios que había ocupado desde el 24 de febrero. Sin embargo, Kiev necesitaba garantía de seguridad por parte de los líderes occidentales, quienes se la negaron. Boris Johnson se convirtió en el portavoz de la posición occidental durante una visita a la calle Bankova, sede de la Presidencia ucraniana. El Primer Ministro británico afirmó que nunca firmaría un acuerdo con Putin. Por eso, lo que ofrecían no eran garantías, sino armas (4).
Europa deberá pagar la reconstrucción de Ucrania y, al mismo tiempo, afrontar los costos de su seguridad.
Por un tiempo fue posible creer que dicha apuesta resultaría exitosa. Tras una primera contraofensiva, en noviembre de 2022, Kiev recuperó la ciudad de Jersón, ubicada en la orilla derecha del río Dnieper. Se desató la euforia. La palabra “negociaciones” se volvió tabú. No alinearse con los objetivos ucranianos –es decir, recuperar por la fuerza las fronteras de 1991– equivalía a firmar un pacto con el diablo. Los grandes medios de comunicación occidentales respaldaron el decreto ucraniano de octubre de 2022 que prohibía las negociaciones con Putin, a quien buscaban llevar ante la justicia internacional por crímenes de guerra (5).
Sin embargo, la segunda contraofensiva ucraniana de junio de 2023 resultó en una derrota. En los medios de prensa, los estadounidenses expresaron su descontento: Kiev habría escatimado demasiado sus hombres para privilegiar ataques tácticos dispersos a lo largo del frente en lugar de enviar soldados en masa a los campos de minas rusos con la esperanza de traspasar las defensas del adversario y cortar el puente terrestre entre Rusia y Crimea (6). Bajo la presión de Washington, Kiev redujo la edad de reclutamiento de 27 a 25 años en abril de 2024, pero en diciembre se negó a bajarla a los 18 años. Así, la apuesta hecha en base a las exhortaciones occidentales fracasó trágicamente. Tanto el costo humano –cientos de miles de muertos y heridos– como los sacrificios exigidos a la sociedad fueron en vano (7).
Como lógica consecuencia, durante el mismo período, Rusia experimentó una suerte inversa. El inicio de su “operación militar especial” resultó un fiasco. Los servicios de inteligencia rusos sobrestimaron los apoyos con los que contarían tanto por parte de la población como dentro de las élites ucranianas. El Ejército se estancó en los barrios periféricos de la capital ucraniana y fracasó en su intento de tomar el control del país. El Kremlin decidió entonces concentrar su dispositivo militar en el Donbass y Crimea. Concebida inicialmente como una expedición relámpago, la guerra fue cambiando de escala y de naturaleza. La movilización forzada decretada en septiembre de 2022 provocó una ola de protestas y exilios.
Atrapada en su propia guerra, Rusia agravó su situación en materia de seguridad. Su “operación militar especial” tenía como objetivo, por un lado, prevenir que Ucrania se rearmara –antes de que Kiev recuperara por la fuerza las regiones separatistas prorrusas– y, por otro lado, poner un freno a la expansión de la OTAN hacia el Este. No obstante, unos meses después del inicio del conflicto, Rusia enardeció el patriotismo de un adversario que recibía un flujo continuo de armas y que contaba con el respaldo de una Alianza Atlántica reforzada con dos nuevos miembros: Suecia y Finlandia, que limitan con la zona ártica, estratégica para Moscú. Los dirigentes europeos reforzaron los batallones enviados al flanco oriental de la alianza, incluida Francia, que hasta entonces se oponía a una presencia permanente. La fuerza de reacción rápida de la OTAN cuadruplicó su número de efectivos; también continuó la construcción de la nueva base antimisiles estadounidense en Polonia, en donde los norteamericanos elevaron su presencia militar a 10.000 soldados. Lejos de calmarse, en Rusia las preocupaciones respecto de la seguridad se intensificaron por no haber previsto la fuerza y la unidad de la reacción occidental. Empero, al apostar por la consolidación de sus defensas detrás del Dnieper, Rusia logró estabilizar el frente. Los avances territoriales, como la toma de Bajmut en mayo de 2023, se consiguieron a costa del sacrificio de numerosas tropas, en un país ya golpeado por su crisis demográfica.
El Presidente estadounidense parece elevar a Rusia al rango de nueva aliada.
Si bien Rusia mostró debilidades militares, la resiliencia de su economía resultó sorprendente. El Banco Central había acumulado suficientes reservas para asumir una confrontación financiera con Occidente. Logró sostener eficazmente el rublo y salvar su sistema bancario a pesar del congelamiento de sus activos en Europa y Estados Unidos. En cuanto a las sanciones energéticas, terminaron volviéndose en contra de los propios impulsores europeos: el aumento de los precios del gas compensó la pérdida de los volúmenes enviados al Viejo Continente, dando tiempo a Rusia para reorientar sus exportaciones de hidrocarburos hacia Asia (8). El fracaso de la estrategia de aislamiento se volvió evidente porque, si bien Moscú se vio obligada a recurrir a “Estados parias”, como Corea del Norte o Irán, para obtener armas o soldados, la realidad es que no le faltaron socios económicos interesados en sus descuentos energéticos. Los países que forman el núcleo del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) vieron con preocupación la ofensiva punitiva financiera de Washington contra uno de sus miembros y profundizaron de forma preventiva su cooperación para reducir el uso del dólar en sus intercambios. En 2024, BRICS acogió a cinco miembros nuevos, entre los que destacan los Emiratos Árabes Unidos, un actor clave en las nuevas rutas del petróleo ruso (véase el artículo de págs. 12-14).
¿Acercamiento al hermano menor?
Al elegir negociar cara a cara con Moscú, Trump le ofrece una vía de escape al Kremlin. El Presidente estadounidense parece elevar a Rusia al rango de nueva aliada. Las concesiones, por ahora sólo verbales, resultan vertiginosas: reanudación de las negociaciones sobre el desarme, promesa de reincorporación al G7 y, a largo plazo, levantamiento de las sanciones. Aunque el Presidente estadounidense trate de morigerar estas promesas en las próximas semanas, la solidaridad transatlántica parece estar ya profundamente deteriorada.
Estas declaraciones podrían cerrar la era geopolítica que comenzó en 1949. Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos creó la Alianza Atlántica para imponer su influencia a la mitad de Europa, mientras que la otra mitad se alineaba primero con el bloque soviético y luego se unía al Pacto de Varsovia en 1955. Sin embargo, a fines de la década de 1980, el último líder soviético, Mijail Gorbachov, al frente de un país agotado por la carrera armamentista, se comprometió con una serie de concesiones unilaterales y desordenadas: aceptó la reunificación de Alemania y su adhesión a la OTAN sin obtener garantías escritas sobre la no expansión de la alianza occidental en Europa del Este. De este modo, el antiguo instrumento de seguridad sobrevivió a la Guerra Fría, y la Unión Europea, al expandirse, permaneció firmemente vinculada a Washington. Aunque en 1989 y 1990 se llegó a considerar por un momento la posibilidad de implementar un nuevo sistema de seguridad, no surgió ninguno alternativo tras la disolución de la URSS en 1991. Si bien el conflicto ruso-ucraniano tiene en parte su origen en esta oportunidad perdida, su resolución negociada está provocando una reconciliación ruso-estadounidense a espaldas de Europa.
En Munich, el vicepresidente James David Vance incluso señaló una nueva dirección estratégica de Estados Unidos: “A Putin no le interesa ser el hermano menor en una coalición con China” (9). ¿Se trata del regreso a la estrategia de triangulación que había puesto en marcha el presidente estadounidense Richard Nixon en 1971 al acercarse al “hermano menor” (en ese entonces, China) para aislar mejor al enemigo principal (la URSS)? Si este es el “plan”, Trump tendrá dificultades para romper el eje Rusia-China. Pekín, si bien se molestó por el hecho consumado de la invasión rusa y le ha reprochado a Moscú su abuso de la amenaza nuclear, no le ha retirado su apoyo. China suministra de manera discreta tecnologías necesarias para el complejo militar-industrial ruso, al mismo tiempo que profundiza su cooperación militar con Moscú. Aunque desequilibrada, esta relación se basa en una fuerte frustración compartida respecto de un orden internacional dominado por Estados Unidos desde el final de la Guerra Fría.
¿Y Europa?… Europa se encuentra en la peor situación posible: ya debilitada por la crisis energética que ella misma provocó al renunciar –a petición de Washington– al gas ruso barato y pronto golpeada también por la guerra comercial decretada por la Casa Blanca, ahora se ve obligada a gestionar en soledad las consecuencias del revés occidental en Ucrania. Mientras la confrontación con Rusia alcanza un nivel incandescente y sus arsenales se han vaciado en favor de Kiev, Europa se prepara para aumentar de forma urgente su gasto militar, lo que implica comprar armamento estadounidense. Washington le exigía un “reparto de la carga” de la financiación de la alianza. Ahora la carga es doble: pagar la reconstrucción de Ucrania (que, a esta altura, Rusia deja de buena gana en manos de la Unión Europea) y, al mismo tiempo, asumir su propia seguridad. El gasto parece simplemente inasumible para los presupuestos europeos y augura nuevas divisiones.
1. Benoît Bréville, “Liquidación electoral”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, enero de 2025. 2. Philippe Descamps, “Affoler la meute”, Le Monde diplomatique, París, febrero de 2025. 3. “Ukraine support tracker”, Kiel Institute for the World, 2024. 4. Samuel Charap y Sergueï Radchenko, “¿Podría haber terminado la guerra en Ucrania?”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, julio de 2024. Volodimir Zelensky se esfuerza en negar el papel que habría desempeñado así Johnson; véase también Shaun Walker, “Zelensky rejects claim Boris Johnson talked him out of 2022 peace deal”, The Guardian, Londres, 12 de febrero de 2025. 5. Véase, por ejemplo, “Soutenir l’Ukraine pour assurer la paix”, Le Monde diplomatique, 10 de enero de 2023. 6. Alex Horton y John Hudson, “US intelligence says Ukraine will fail to meet offensive’s key goal”, The Washington Post, 17 de agosto de 2023. 7. Hélène Richard, “Ucrania, una sociedad dividida por la guerra”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2023. 8. Hélène Richard, “Sanciones de doble filo”, Le Monde diplomatique, noviembre de 2022. 9. Bojan Pancevski y Alexander Ward, “Vance wields threat of sanctions, military action to push Putin into Ukraine deal”, The Wall Street Journal, Nueva York, 14 de febrero de 2025.
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El experimentado diputado del Partido de los Trabajadores, Arnildo Chinaglia, formó parte de la comitiva que acompañó a Lula en la cumbre de presidentes en Buenos Aires.
Chinaglia tiene una extensa trayectoria en la Cámara de Diputados de la que fue presidente y también lideró el Parlamento del Mercosur.
Es diputado desde 1995 y fue líder de la oposición en el Congreso durante el gobierno de Jair Bolsonaro. Supo presidir la Cámara de Diputados desde 1995 y fue pionero en la creación de Comisiones Parlamentarias de Investigación.
Es de los pocos que tiene acceso directo a Lula, que suele consultarlo en asuntos claves del poder legislativo y sus conocimientos en política latinoamericana.
En diálogo con LPO, uno de los diputados más cercanos a Lula habló la actualidad del Mercosur, el rol de Lula y la detención de Cristina Kirchner.
-¿Cuál es su opinión del Mercosur?
-Los datos del Mercosur son muy positivos para todos los Estados miembros, especialmente en el ámbito económico. El comercio intrabloque ha crecido significativamente a lo largo de los años, lo que demuestra la vitalidad del proceso de integración.
Además, el Mercosur representa un proceso continuo de construcción de una organización que sirva democráticamente a los intereses de cada uno de sus miembros. El bloque cuenta con importantes mecanismos para reducir las desigualdades, tanto entre regiones dentro de los países como entre los propios países.
En este sentido, el FOCEM es uno de los principales instrumentos para promover el desarrollo y la integración regional. Otro punto esencial es que el Mercosur se rige por la Cláusula Democrática de Ushuaia, por los principios de la democracia y su defensa, incluso ante las naturales divergencias políticas.
A veces, imaginamos que la democracia está plenamente consolidada, como ocurrió en Brasil en los últimos años. Sin embargo, hemos enfrentado episodios graves, como el intento de golpe de Estado liderado por Bolsonaro, que han demostrado la importancia de mantener la vigilancia democrática.
-Hay muchos que sostiene que el bloque está paralizado. ¿Coincide?
-No veo al Mercosur como un bloque paralizado. Veo un bloque que enfrenta dificultades, ya sea por desafíos económicos, diferencias políticas o la propia aplicación de la Cláusula de Ushuaia. Pero estos momentos se están afrontando con responsabilidad. Creo que, hoy en día, el bloque está más unido que antes.
-¿Por qué?
La percepción de la importancia del bloque también ha evolucionado. Si antes había sectores en todos los países que cuestionaban su relevancia, hoy esta postura parece ser bastante minoritaria.
Imaginamos que la democracia está plenamente consolidada, como ocurrió en Brasil en los últimos años. Sin embargo, hemos enfrentado episodios graves, como el intento de golpe de Estado liderado por Bolsonaro, que han demostrado la importancia de mantener la vigilancia democrática
La prueba más convincente de que funciona es el Acuerdo Mercosur-Unión Europea, que ahora está entrando en fase de aprobación. Existe una posición común dentro del bloque en defensa de este acuerdo. Además, también se firmó el acuerdo con EFTA, lo que refuerza la idea de que el Mercosur ya opera como un bloque cada vez más integrado, cohesionado y funcional.
-¿Qué rol cree que tiene Lula en la dinámica del bloque?
-Es evidente que Brasil, debido a su fortaleza económica y al tamaño de su población, tiende a desempeñar un papel más importante en el comercio internacional.
Naturalmente, esto siempre ocurre con el debido respeto a los demás países del bloque. En términos de volumen e intensidad del intercambio comercial, es comprensible que un país con mayores dimensiones tenga una mayor inserción.
Sin embargo, el rol de Lula no es individualizado ni unilateral. La construcción política del Mercosur es colectiva, basada en el consenso y las iniciativas conjuntas. En este proceso, Lula tiene una característica destacada, que, si bien no es exclusiva, sí es bastante única en él: es un líder conciliador. Busca la mediación y el diálogo, pero al mismo tiempo, cuando tiene convicción de un punto determinado, adopta posiciones firmes.
Este fue el caso, por ejemplo, en el contexto del Acuerdo Mercosur-Unión Europea. Tras su elección, en respuesta a la presentación de la carta complementaria de la Unión Europea -que unilateralmente pretendía asumir el papel de supervisor en temas como la crisis climática y el desarrollo sostenible, además de proponer condiciones específicas para las compras gubernamentales-, Lula reaccionó con prontitud.
Declaró claramente que, de ser así, no firmaría el acuerdo. Este episodio es ilustrativo: demuestra que, además del peso estructural de Brasil, la posición de su jefe de Estado puede influir en decisiones importantes. Pero es importante destacar que Lula no actúa de forma aislada. Todos los presidentes tienen un papel y una voz activos en el Mercosur, y el proceso de integración es, por definición, multilateral.
El rol de Lula no es individualizado ni unilateral. La construcción política del Mercosur es colectiva, basada en el consenso y las iniciativas conjuntas. En este proceso, Lula tiene una característica destacada, que, si bien no es exclusiva, sí es bastante única en él: es un líder conciliador.
La propia reunión de estos días lo demuestra: los cancilleres de los Estados miembros y Estados asociados reafirmaron su compromiso con la profundización y el fortalecimiento del bloque. En resumen, Lula es un actor relevante y experimentado, en su tercer mandato, con una trayectoria internacional consolidada. Pero sus acciones se integran a la lógica colectiva que se construye sobre la articulación entre todos los jefes de Estado.
-¿Qué opina de la prisión de Cristina Kirchner?
-El encarcelamiento de la expresidenta Cristina Kirchner polariza profundamente a la sociedad argentina, y esta división también se refleja en el Parlamento del Mercosur. En la Asamblea Parlamentaria Euro-Latinoamericana (Eurolat), por ejemplo, vimos una reacción inmediata del sector progresista en defensa de la expresidenta. Aunque desconozco todos los detalles del caso, es innegable que, a pesar de los matices políticos de cada país, existe una identidad compartida entre los sectores progresistas de Brasil y Argentina, y también de otras partes del mundo.
En este contexto, entiendo que la visita del presidente Lula debe interpretarse como un gesto de solidaridad política y personal. Lula vivió una experiencia extremadamente difícil: fue condenado y encarcelado sin ninguna prueba concreta en su contra.
De hecho, a lo largo del proceso, periodistas y figuras públicas calificadas de la prensa -muchos de ellos críticos del PT y del propio Lula- comenzaron, en cierto momento, a reconocer públicamente las contradicciones e injusticias cometidas, denunciando el carácter político de dicha persecución.
La visita del presidente Lula debe interpretarse como un gesto de solidaridad política y personal. Lula vivió una experiencia extremadamente difícil: fue condenado y encarcelado sin ninguna prueba concreta en su contra.
Tanto es así que el juez que dirigió el caso, Sérgio Moro, fue posteriormente declarado parcial por el Supremo Tribunal Federal. Y no hay mayor mancha para un juez que ser considerado, por el máximo tribunal del país, parcial, tras dirigir un caso marcado por ilegalidades y motivaciones políticas.
Por lo tanto, además de ser un gesto de solidaridad, la visita de Lula sin duda abrirá espacio para otras conversaciones, que surgirán de forma natural, como es habitual en la política. Cabe recordar que, al momento de su arresto, Lula recibió la visita del entonces presidente Alberto Fernández.
-¿Ve similitudes entre Cristina y Lula en este aspecto?
-No se trata de comparar situaciones, ya que cada caso tiene sus propias especificidades, pero sí existe una coherencia entre los gestos. En ambos casos, está en juego la defensa de la democracia y la justicia, y, desde esta perspectiva, se requiere la máxima cautela.
Quien debe juzgar, por supuesto, es la propia sociedad argentina, con todas las pasiones, convicciones y disputas que una situación como esta suscita. Pero creo que es esencial que todos los poderes del Estado estén sujetos a la vigilancia activa de la sociedad civil. El control social es parte esencial de la democracia, y el Poder Judicial no puede ser la excepción.
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