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CONTINUO APRENDIZAJE

Antes del arranque del partido disputado el sábado pasado la pregunta flotaba en el aire ¿Cuál es el piso actual del Rugby Nacional?. Y la respuesta será la actuación del seleccionado nacional «Los Pumas» en esta versión corta de la Rugby Championship 2019. En su Octava edición, de cara al Mundial de Rugby Japón 2019, será a una sola ronda entre todos y tan sólo en tres semanas de duración.

El encuentro entre Argentina y New zealand se resolvió en el llamado «Palo a Palo» por la firmeza en los tackles y los sistemas de defensa de ambos equipos, quizás el arma más efectiva para lograr la victoria de los Hombre de negro. Hasta ahora los All Black’s se llevan el 1er puesto en la velocidad de la urgencia en el re-posicionamiento. Y esto hace la diferencia.

No hay que dejar engañarse por el espejo. También hay que tener en cuenta que el equipo Neozelandés no tuvo el equipo «A» en la cancha.

Hoy las oportunidades son muy pocas y hay que saber tomarlas en el momento preciso, casi sin margen de errores (y algo de suerte). Así de preciso se juega al Rugby hoy, en un altísimo nivel de preparación, tanto física como intelectual. Y los referentes en lo más alto de la cultura de Rugby, con un alto nivel de desarrollo de juego es todas sus variantes, es el seleccionado Neozelandés «Los All Blacks«. Este seleccionado trabaja históricamente sobre su base de juego que consiste en «La obtención de pelotas de calidad, construir el sistema de juego con inercia en la cancha y un sistema de defensa activo y envolvente».

El valor de la palabra «Cultura» también define al Rugby Nacional. Porque tenemos una identidad muy fuerte y valorada con su sistema de Clubes Amateur y sus torneos regionales. Al que se le está adosando un sistema de «Academia» (este sistema es Neozelandés) con detección y formación de jugadores a edades tempranas para desarrollar habilidades.

El juego de Los Pumas es respetado a nivel internacional desde los inicios de la década del 60‘ con equipos armados de manera muy rudimentaria y poco entrenamiento de conjunto. Casi un estado caótico en cuanto al sistema de convocatoria (porque no la había) fue el inicio de la difusión del Rugby como deporte popular e inclusivo, lugar que ocupa hoy en la cartera deportiva argentina.

JAGUARES XV

El combinado nacional «Jaguares XV» juegan la First Division de la Currie Cup por primera vez, que es el campeonato nacional de Rugby en Sudáfrica, organizado la Unión Sudafricana de Rugby (SARU) y en su tercer fecha el combinado argentino derrotó a Border Bulldogs por abultada distancia de 78 a 12 y es líder al tope de la tabla.

Gráfica de ESPN

ANTE AUSTRALIA

Todo es expectativa. Regresan al sistema de juego Facundo Isa con una muy buena producción en el Rugby Galo y Santiago Cordero, que resultó ser el jugador Argentino seleccionado en el equipo ideal de la temporada de la Premiership (Liga inglesa). En la formación del equipo nacional regresa Joaquín Tuculet al cajón de la cancha y en esta oportunidad Julián Montoya arranca desde el inicio como Hooker titular (En un sistema sin titulares)

El Partido en la madrugada del sábado será otro escalón más recorrido en Rugby Argentino en este gran y maduro desafió colectivo de haber modificado estructuras de formación sin perder la identidad profunda de las provincias del país.

Los Pumas: Joaquín Tuculet, Santiago Cordero, Matías Moroni, Jerónimo de la Fuente y Ramiro Moyano; Nicolás Sánchez y Tomás Cubelli; Facundo Isa, Tomás Lezana y Pablo Matera; Tomás Lavanini y Guido Petti; Juan Figallo, Julián Montoya y Nahuel Tetaz Chaparro.

Suplentes: Santiago Socino, Mayco Vivas, Ramiro Herrera, Matías Alemanno, Juan Manuel Leguizamón, Felipe Ezcurra, Joaquín Díaz Bonilla y Matías Orlando

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    Rescatan objetos de un Galeón hundido en el siglo XVIII

     

    En un hecho sin precedentes para la arqueología latinoamericana, el Estado colombiano presentó en Cartagena de Indias los primeros objetos recuperados del legendario galeón San José, hundido en 1708 y considerado uno de los mayores tesoros sumergidos del planeta. Las piezas —un cañón, una taza de porcelana, fragmentos cerámicos y tres macuquinas de oro y bronce— abren una nueva etapa científica para comprender la vida, el comercio y la tecnología de la época.

    Por Alcides Blanco para Noticias La Insuperable

    El San José empieza a hablar

    A más de tres siglos de su hundimiento en el Caribe, y a 612 metros de profundidad, el emblemático galeón español San José comienza finalmente a revelar su historia. El gobierno colombiano mostró las primeras cinco piezas rescatadas del Área Arqueológica Protegida del naufragio, un tesoro que en 2015 reavivó disputas internacionales por un botín valuado en miles de millones de dólares.

    La directora del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), Alhena Caicedo, explicó que esta recolección inicial busca “comprender mejor los comportamientos que los materiales podrían tener una vez se expusieran al oxígeno”, un paso clave para garantizar su conservación.


    Un proyecto científico sin precedentes

    La operación forma parte de la segunda fase de la investigación Hacia el corazón del galeón San José, un proyecto interdisciplinario entre el Ministerio de Culturas, el Ministerio de Defensa, la Armada, DIMAR y el ICANH. Según recordó Noticias La Insuperable en trabajos previos sobre patrimonio sumergido, este tipo de investigaciones suele enfrentar enormes desafíos tecnológicos y diplomáticos, un frente que Colombia decidió encarar con una inédita articulación estatal.

    La primera fase del proyecto se centró en un estudio no intrusivo del fondo marino para mapear la distribución de los restos y verificar que el sitio no hubiera sido alterado por manos humanas. Esa exploración permitió confirmar que, pese a su fama global, el San José permanecía en un estado excepcional de conservación.


    El delicado proceso de rescate y estabilización

    Para elegir qué objetos recuperar, el equipo aplicó estrictos protocolos científicos y aprovechó la robótica submarina de la Armada. Se priorizaron materiales inorgánicos —metales y porcelana— que permitirán responder preguntas clave sobre tecnología, procedencia y cronología.

    Las piezas fueron transportadas en buques de la Armada y derivadas al laboratorio de Patrimonio Cultural Sumergido del Centro de Investigaciones Oceanográficas e Hidrográficas del Caribe. Allí comienza el largo proceso de estabilización, que consiste en adaptar lentamente los objetos al tránsito del ambiente marino al terrestre para evitar su deterioro.


    Qué revelará este tesoro sobre el siglo XVIII

    El análisis de las macuquinas, la porcelana, el cañón y los sedimentos asociados permitirá profundizar en aspectos centrales de la época colonial:

    • tecnologías metalúrgicas y cerámicas,
    • rutas del comercio transoceánico,
    • origen y cronología de los materiales,
    • formación del sitio del naufragio,
    • e incluso nuevas hipótesis sobre las causas del hundimiento.

    Cada uno de estos objetos funciona como una auténtica cápsula del tiempo: las monedas pueden revelar circuitos económicos de la Corona; la porcelana, vínculos con el comercio asiático; y el cañón, técnicas militares de la época.


    Memoria marítima y soberanía cultural

    La ministra de las Culturas, Yannai Kadamani Fonrodona, celebró el avance como “una muestra del fortalecimiento de las capacidades técnicas, profesionales y tecnológicas del Estado colombiano para proteger y difundir su Patrimonio Cultural Sumergido”. Caicedo añadió que este hito permitirá que la ciudadanía se acerque a la historia del San José a través de testimonios materiales que sobrevivieron más de trescientos años bajo el mar.

    El rescate, además, consolida la primera gran investigación conjunta entre el sector cultural y el sector defensa en Colombia. Un trabajo que no solo busca estudiar uno de los tesoros más emblemáticos del continente, sino devolverle al país una parte esencial de su memoria histórica.

    Con estos primeros objetos en superficie, el galeón San José empieza a hablar. Y cada pieza promete nuevas revelaciones.

     

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  • Tengo el uniforme de un represor en el ropero

     

    1.     

    –¿Tenés, pa?

    –¿Qué cosa, hijo?

    –Disfraz. ¿Tenés?

    –No. No tengo.

    –Entonces cómo vamos a jugar…

    –Imaginateló.

    2. 

    Todo lo que sobra, molesta y ocupa lugar va a parar al ropero de mi hijo.

    Sus cosas entran en una valija que lleva y trae cada semana desde la casa de su madre. Cuando llega, las acomodamos en los estantes de la izquierda. El resto del ropero lo usamos para guardar abrigos, frazadas, recuerdos y un montón de objetos inútiles de los que todavía no nos podemos despegar. Pueden estar allí varias temporadas hasta que pierden por completo su sentido y, por fin, los tiramos a la basura o los donamos.

    Mi hijo lo llama “la otra dimensión”. Dice que me vio meter cosas que nunca salieron, como su primera pileta de lona. El ropero se la comió. Dice que es como la habitación del pensamiento abstracto de la película Intensamente, un lugar a donde van a parar los residuos de la memoria antes de borrarse para siempre de la vida de alguien.

    Cada tanto la puerta se abre. A veces porque necesitamos algo. Otras, porque hacemos espacio en la casa y nos vemos obligados a mandar cosas a la otra dimensión.

    Este es un momento de hacer espacio. En unos meses nacerá Helena y el estudio, el lugar que armamos para trabajar desde que llegamos a esta casa, se va transformando de a poco en la habitación de una niña.

    Anoche entró un frente frío. A las once y media se descolgó una tormenta imponente. Sofía se recostó en el sillón y se tapó con una manta. Vicente todavía estaba despierto y quiso salir a la galería a ver cómo caía la lluvia. Abrí las puertas y las ventanas para dejar pasar el aire fresco y me dispuse a mandar cosas a la otra dimensión. En el piso, sobre la alfombra con dibujos infantiles, acomodé de un lado lo que debía entrar y de otro lo que debía salir. Carpetas, archivos, libros, diarios viejos, juguetes en desuso.

    En el fondo semivacío del ropero reconocí el bulto azul envuelto en una bolsa transparente. Un bulto que me acompaña desde hace ocho años, cuando mi hijo era un bebé. Sobrevivió a cada digestión de la otra dimensión: diez mudanzas, dos separaciones.

    Abrí el paquete. Metí la mano, saqué uno por uno los trapos y los estiré en el espacio libre del piso: el saco de pana azul, la gorra de visera dura, las insignias doradas.

    –¿Es un disfraz?

    Vicente estaba parado en la puerta con los pies mojados.

    –Es un uniforme.

    –¿De policía?

    –Sí.

    –¿Del nono?

    –No, no es de mi papá.

    –¿Salió de la dimensión?

    –Sí, salió de la dimensión.

    –¿Y lo vas a tirar?

    Sobre el piso, miré los trapos que alguna vez fueron parte de la ropa de trabajo de un represor, un hombre ya muerto que dirigió un centro clandestino y una patota de policías dedicada a secuestrar y asesinar gente durante la última dictadura militar. 

    Hay una tarjeta con su nombre pegada en la parte interior de la gorra: Raúl Pedro Telleldín. Hace mucho quise hacer un libro sobre él; me acerqué a sus hijos, entrevisté a militares y a policías condenados por crímenes contra la humanidad, escuché a sus víctimas y junté decenas de expedientes. Pero nunca pude escribir una línea y el proyecto quedó archivado, como el uniforme.

    Vicente acomodó la gorra en donde imaginó una cabeza. Es- tiró una manga del saco, dibujó una silueta. Se lo quedó mirando. Parecía la piel usada de una serpiente. El cuero de una bestia.

    –Es áspero –dijo–. Poneteló. Dale, pa, poneteló.

    3. 

    Esta mañana pasó mi viejo.

    Venía de trabajar, uniformado. El pantalón pinzado, los zapatos negros lustrados (ya no usa borcegos) y la camisa celeste que le ajusta cada vez más la panza. La pistola metida a presión en el cinto. Nunca se baja del auto sin el arma. Aunque no tenga el uniforme puesto, aunque vista short y remera, el bulto está ahí, como un órgano más de su cuerpo.

    Esta vez trajo pañales para el acopio y galletas para la merienda de Vicente. Tomó dos mates y dijo que estaba apurado. Sus visitas son así: fugaces, intempestivas, incómodas. Antes de irse, le mostré el cuarto en construcción. Entre los ajuares, estaba el uniforme. Lo saqué para mostrárselo, quería ver su reacción.

    Inspeccionó las insignias.

    –Era de un jefe –dijo–. Cuando eras chico tenías una gorra como esta para jugar ¿te acordás? Era del Tata.

    –Sí.

    –¿Y esta también fue del Tata?

    –No. Esta es mía.

    4. 

    Busco entre las cajas importantes los archivos de mi investigación. Si voy a deshacerme del uniforme, debería tirar también estos cuadernos, estas fotos, el disco en el que almaceno horas de entrevistas. En una de las libretas tengo anotada la fecha en que el uniforme llegó a mí: sábado 3 de octubre de 2015. Acababa de cumplir 32 años. Vivía en Buenos Aires. Trabajaba en una agencia de noticias. Vicente era bebé. Todavía no me había separado de su madre. Tenía un proyecto: escribir un libro. Un libro sobre un policía, un asesino, un conspirador. No esperaba terminar cuidando su ropa.

    En la libreta, al lado de la fecha, anoté: llueve en Castelar. Y llovía, posiblemente, en todo Buenos Aires. El olor a asfalto mojado entraba por las ventanas hasta esa oficina tapizada de libros, en la planta alta de la casa, en la que hablé durante dos horas con Carlos Telleldín, hijo de Raúl Pedro Telleldín. Detrás de él, un televisor de cincuenta pulgadas mostraba lo que filman nueve cámaras de seguridad: habitaciones vacías, dos perros mojándose en el patio, un policía custodiando la entrada; en la cocina, una mujer caminaba con un bebé en brazos.

    –No te vas a ir ahora… Te vas a cagar mojando –dijo en un momento y dio por terminada la entrevista.

    Eran las siete de la tarde. La estación de tren quedaba a cinco cuadras y la lluvia no paraba. Decidí esperar.

    –Hacés bien. Bajemos que me quiero sacar esta mierda.

    Aflojó el cinto de su pantalón y se perdió escaleras abajo. Lo seguí por salones que olían a madera fina, hasta que llegamos a la cocina que un rato antes había visto minúscula en uno de los cuadros del televisor.

    Carlos me dejó solo con la mujer que aupaba el bebé. Joven, morena, alta, por lo menos dos cabezas más que él. Imaginé que debía ser Roxana, su octava esposa. Un rato antes me había hablado de ella. “Tiene 20 años”, había dicho con cierto orgullo. Carlos tenía 54. El bebé debía ser Tomás, su décimo hijo.

    Unos minutos después volvió vestido con un jogging y un buzo gris. Traía una caja con recuerdos debajo del brazo. Nos presentó.

    –Él es periodista. Pero no vino por la AMIA, quiere hablar sobre mi papá.

    Roxana hizo un gesto de alivio.

    El atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) que en 1994 mató a 85 personas, es el motivo por el que el apellido Telleldín se hizo tristemente famoso. Carlos fue el hombre con más acusaciones en esa causa, que sigue impune. En 1994, cuando se dedicaba a reducir autos robados, Carlos fue detenido, acusado de vender la Trafic usada como coche bomba para volar la AMIA. Pasó más de una década preso sin ser juzgado. En la cárcel, estudió derecho. Cuando lo conocí, me dijo “puedo robar un estéreo y no voy en cana, con todos los años que me deben”. En 2020 fue absuelto por ese delito. Ya no vende autos robados. Maneja un gran estudio jurídico y en el ambiente le dicen el rey de los sacapresos. “A mí me metieron en la causa AMIA los enemigos de mi padre que estaban en la SIDE”, repite cuando puede.

    Raúl Pedro Telleldín, el papá de Carlos, fue militar, fue peronista, fue policía y dirigió una de las mayores máquinas de exterminio que haya conocido la historia de Córdoba. A mediados de 1975, un año antes del golpe cívicomilitar en Argentina, asumió el mando del Departamento de Informaciones de la Policía, el D2. Manejaba una dotación de hombres y mujeres crueles, que tenían la misión de exterminar opositores, especialmente de izquierda. Su sello fueron las bombas: mandó a explotar oficinas públicas, redacciones de diarios, comercios, casas particulares y hasta las tumbas de sus propias víctimas. En el D2, ubicado a metros de la plaza principal de Córdoba, fueron torturadas cerca de dos mil personas, muchas de las cuales están desaparecidas. Allí dentro, Telleldín era “El Uno”. Así lo llaman, todavía, quienes fueron sus subordinados. Murió en un accidente de autos en 1983. Lo velaron a cajón cerrado. Décadas después, se rumoreaba que seguía vivo, camuflado en otras identidades.

    Escuchaba su nombre en cada juicio por delitos de lesa humanidad que me tocaba cubrir como periodista. Parecía misterioso, conspirador y frío. Pero nadie sabía demasiado. Me atraía la idea de que siguiera vivo, camuflado en otra vida; aunque, por los años que habían pasado desde su muerte, era improbable.

    Sobre Raúl Pedro Telleldín quise escribir un libro. Un libro periodístico, un libro molesto, porque “si no molesta, no es periodismo”, decíamos por ahí.

    Si pienso ahora en todas las molestias que me trajo, ese día no me habría llevado el uniforme a mi casa.

    Era la segunda vez que me entrevistaba con Carlos Telleldín. Para ganarme su confianza, le había dicho que yo también era hijo y nieto de policías.

    –Nos vamos a entender –contestó.

    Estábamos en su casa, mirando una caja con recuerdos de la que sacó un retrato de Perón dedicado al “camarada y amigo Telleldín”.

    –Vení, mi amor. Escuchá así aprendés. ¿Sabías que Perón le regaló a mi papá su carnet de la CGT de los trabajadores?

    ¿Sabías que mi papá fue su custodio, mi amor?

    Roxana miró sorprendida. Yo tampoco había escuchado ese dato antes. Carlos hablaba de su padre con una admiración desbordante. Estaba, aseguraba él, en sus antípodas ideológicas. Lo consideraba un criminal. Pero no cualquier criminal: un criminal que obedecía órdenes, y de muy pocas personas: las pocas que estaban por encima de su cargo.

    –Mirá esta foto, este chiquito de acá soy yo, y ese es mi papá. Ese uniforme que tiene puesto lo tengo guardado acá en casa, ¿o no mi amor? También tengo unas armas reglamentarias suyas que me gané en un juicio sucesorio.

    Desapareció y volvió al rato. En una bolsa trajo el uniforme y un sable. Lo estiró sobre un sillón; el saco de pana azul, la chaqueta más fina, la gorra con las insignias doradas de la Policía de Córdoba. Fue la primera vez que vi el uniforme.

    –A este me lo pidió la Presidenta para llevarlo al museo de mi papá.

    –¿Cristina Kirchner?

    –Sí, ella. A través de Eduardo Valdés, el embajador del Vaticano. Él era amigo de mi viejo, se conocían del peronismo

    –¿Y para qué lo quería?

    –Qué sé yo… para llevarlo al museo de mi viejo, supongo.

    Carlos le decía “el museo de mi viejo” al Archivo Provincial de la Memoria, el espacio para la promoción de los derechos humanos y para recordar a las víctimas del terrorismo de Estado, montado en el edificio donde funcionó el D2.

    –Pero si querés te lo doy a vos. Donalo de manera anónima al museo. Tocá, lo tengo rebien cuidado.

    Lo extendió, abrió una manga sobre el respaldo del sillón.

    –Poneteló –le propuse.

    –¿Qué?

    –Sí, dale. Probateló.

    –A ver, mi amor, ayúdame.

    Se sacó el buzo, comenzó a meterse de a poco en el traje.

    Las mangas le ciñeron, el forro cedió, se rajó.

    –¡La concha de la lora, estoy más gordo que mi viejo! Me acuerdo que lo iba a ver a los desfiles y me parecía que estaba embarazado del panzón que tenía.

    Roxana tuvo que ayudarle a quitárselo.

    –La concha de la lora… Tomá –dijo–, llevateló, donalo de manera anónima.

    Esa noche volví a casa con el uniforme. Para que no estorbe, lo metí en el ropero que estaba en la habitación de Vicente. A su madre, mi pareja por entonces, le prometí que sería provisorio. 

    Cuando viajé a Córdoba, dos semanas después, llevé el uniforme al Archivo Provincial de la Memoria. Recuerdo que me recibió la directora y una investigadora que solía consultar como fuente. Recuerdo que conté cómo lo había conseguido, expliqué que estaba investigando sobre Telleldín y que, para eso, hablaba con su familia y con policías que lo habían conocido. Sentía que estaba haciendo un aporte; además del uniforme, tenía documentos y podía, creía yo, conseguir información importante. Recuerdo los gestos de las dos mujeres, las muecas de repugnancia que hacían a medida que avanzaba en mi explicación. Una me cortó en seco. “Acá recordamos a las víctimas, no es un museo de criminales”.

    Me sentí un estúpido. No supe qué decir. Cuando salí del edificio, con el uniforme en la mano, cuando pisé el empedrado del Pasaje Santa Catalina, me enfrenté a las miradas de las víctimas del D2, que me juzgaban desde las fotos en blanco y negro que hacen de memorial.

    Entre todas, distinguí la cara del subcomisario Ricardo Fermín Albareda.

    5. 

    La noche que murió, la noche del 25 de septiembre de 1979, Albareda salió a eso de las diez de la Dirección de Comunicaciones de la Policía de Córdoba y subió al Peugeot 404 blanco. Lo esperaban Susana Montoya, su esposa, y sus hijos Mónica, Fernando y Ricardo, de meses.

    Sofia Beran

    En el trayecto, dos autos lo cercaron. El “Chato” Calixto Flores y Hugo Britos, policías del D2, iban en uno. Raúl Pedro Telleldín y su lugarteniente, Américo Romano, en el otro. A punta de patadas, lo arrancaron del Peugeot y lo metieron a uno de los autos.

    Después, manejaron unos cuarenta minutos por una ruta de curvas y laderas hacia el norte de Córdoba, hasta llegar al Chalet de Hidráulica, uno de los centros clandestinos del D2, escondido en una península del lago San Roque, rodeada de agua, oculta entre una arboleda de pinos y eucaliptus.

    Albareda se había hecho policía a los 19 años, cuando salió de la escuela. Como su padre, como su abuelo, como sus hermanos. Vocación y mandato familiar, son cosas que a veces se confunden.

    Mientras ascendía, comenzó a estudiar ingeniería electrónica, en 1969. Así que para 1979, tenía una foja de servicio impecable y estudios avanzados. En una semana iba a cumplir 38 años y pronto asumiría como comisario, lo que le abría la oportunidad de quedar a cargo de la Dirección de Comunicaciones.

    Su oficina quedaba en la Casa de Gobierno. Por sus manos, durante 16 años, pasaron los télex del sistema de comunicación que llegaban desde la presidencia, también gran parte de la comunicación interna de la Policía.

    Albareda tenía también, desde 1970, una identidad secreta, clandestina. Era “Pablo”, en el aparato de contrainteligencia del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), el brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Desde su lugar, tuvo un rol clave en el trabajo de contrainteligencia del ERP, sobre todo para adelantarse a los procedimientos del D2. Por eso, desde que asumió, en 1975, Raúl Pedro Telleldín se obsesionó con el traidor que trabajaba desde las entrañas de la fuerza. Para octubre de 1976, ya no quedaba casi nada de la estructura del ERP. En enero de 1978 fueron secuestrados Ester Felipe y su marido Luis Mónaco, último contacto de Albareda con la estructura. Y hasta la noche del 25 de septiembre de 1979, estuvo solo, quizás esperando la caída.

    El fulgor plateado del lago y el monte oscuro hacia la ruta era todo lo que veía esa noche, desde la galería del Chalet de Hidráulica, el centinela Ramón Roque Calderón. Le decían Kung Fu y era guardia estable del chalet desde septiembre de 1976. Los faros de dos autos abrieron la negrura del campo y Calderón pudo ver a sus superiores avanzar hacia la casa: adelante Telleldín; detrás, un hombre alto, delgado, que daba pasos con letargo, como si estuviera herido o muy borracho. Los otros lo empujaban para que avanzara. Divisó que el hombre vestía uniforme de la Policía con insignias doradas de un superior; subcomisario o comisario.

    –¿Quién es el carteludo? –preguntó Calderón.

    –¡No pregunte! –lo cortó Telleldín.

    Con alambre, ataron a Albareda a una silla de madera. Los tobillos a las patas, los brazos detrás. Quizá escuchó las olas del lago azotándose contra algún acantilado. Quizás escuchó grillos anunciando el calor. O quizás la mente se le nubló con los primeros golpes y entonces fue el principio del fin.

    Calderón había oído gritar a cientos de torturados en los tres años que llevaba custodiando el Chalet de Hidráulica: era el llanto de los que no saben qué va a ser de su vida, como el que le escuchó clamar a Albareda esa noche, cuando comenzaron a torturarlo. Pero siempre, declaró Calderón en el juicio que se hizo en 2009, se quedó afuera. No quería ver. Esa noche no pudo.

    –Venga, Kung Fu, quiero que vea algo –lo llamó Telleldín–. Quiero que sepa qué pasa con los traidores.

    Una por una, Telleldín arrancó las insignias de los hombros de Albareda, hasta degradarlo por completo. Después pidió una botella de whisky y un botiquín. Cuando lo tuvo, sacó un bisturí, rajó el pantalón por la mitad, agarró los testículos de Albareda.

    –Si caminás, si tenés los pies en la tierra, es gracias al peso de las bolas –le dijo–. Pero ahora te las corto y te vas al cielo.

    Y con un golpe de bisturí lo capó.

    Para callar los alaridos del hombre, Telleldín metió la parte amputada en su boca y comenzó a coser los labios. Agarró la botella y tiró un chorro de whisky en la herida.

    Nadie decía nada en el semicírculo de ojos. “Era El Uno” explicó Calderón, “y El Uno te mataba”.

    Una hora más tarde, después de hacer fuego, después de comer un asado, Telleldín ordenó cargar el cuerpo de Albareda en el baúl de un auto, y se fueron.

    Foto de portada: Santiago Salguero

    La entrada Tengo el uniforme de un represor en el ropero se publicó primero en Revista Anfibia.

     

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  • Vivona participó del cierre de las Jornadas Latinoamericanas «Jueces por la Paz»

     

    El vicepresidente primero del Senado Bonaerense Luis Vivona estuvo presente en el cierre de las Jornadas Latinoamericanas de Integración Judicial «Jueces por la Paz», realizadas en las instalaciones del Club Atlético River Plate.

    Allí acompañó a jueces de Argentina, Brasil, Chile, Perú, Colombia, Bolivia, Uruguay y Paraguay, quienes participaron de actividades deportivas pensadas para fortalecer lazos, promover el diálogo y consolidar una justicia más cercana.

    Durante los encuentros se dio a conocer la tabla de posiciones general, donde Argentina obtuvo el primer puesto, seguida por Brasil, Chile, Paraguay y Colombia.

    Vivona destacó el valor simbólico del deporte dentro de espacios institucionales que buscan unir y darle continuidad a proyectos regionales de integración: «Como en la primera edición del año pasado, quise volver a acompañar estas jornadas porque creo profundamente en cada iniciativa que utiliza el deporte como herramienta de encuentro y de paz», dijo el senador.

    «El deporte nos une y nos permite construir vínculos que fortalecen a nuestras instituciones y a nuestra comunidad judicial», agregó.

    Además, Vivona reconoció el trabajo del Dr. Claudio Fede, juez de Cámara y presidente de la Asociación de Magistrados y Funcionarios del Departamento Judicial de San Martín, quien impulsa este espacio por segundo año consecutivo: «Celebro el compromiso de quienes organizan y participan, porque estas instancias generan identidad, cooperación y crecimiento colectivo», afirmó.

    A su vez, Claudio Fede, destacó el valor del encuentro: «Nadie se salva solo en la vida, por eso trabajamos en conjunto. Todo esto es generar un sentido de identidad para que nadie nos pare y sigamos creciendo y acompañando el deporte».

    El encuentro también contó con declaraciones de referentes judiciales de distintos países.

    Delio Vera Navarro, presidente de la Asociación de Jueces de Paraguay, sostuvo: «Felicito a todo el equipo por la organización y por el compromiso institucional que tomamos todos los países».

    En tanto, Oswaldo Ordóñez Alcántara, juez Superior de Perú, remarcó: «El objetivo de todo esto es conseguir la paz, la justicia por la paz».

    El senador Vivona reafirmó su compromiso con estos espacios: «Vamos a seguir apoyando todo lo que promueva integración, paz y cooperación entre países hermanos. Cuando trabajamos juntos, nadie nos detiene». 

     

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  • Se hizo entrega de la bicicleta mountain bike

    El Secretario de Gobierno de la Municipalidad de Villa Regina Guillermo Carricavur hizo entrega de la bicicleta mountain bike del sorteo realizado el viernes anterior entre los contribuyentes que abonaron la boleta por tasas retributivas del mes de octubre y también aquellos que había efectuado el pago anual. El hijo de la ganadora, Gregoria Pinto,…

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