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«CHACRA 51» FRACKING EN ALTO VALLE

Maristella Svampa es socióloga, investigadora del CONICET y escritora. Nacida en el Alto Valle de Río Negro, en la ciudad de Allen. Desde hace muchos años trabaja en cuestiones ligadas a movimientos sociales y problemáticas socio ambientales, no solo acá en Argentina, sino también en perspectivas comparativas con otros países de América Latina.

Visitó la ciudades de General Roca y Neuquén presentando su nuevo libro «Chacra 51», en el que nos narra su experiencia cuando en la chacra de su familia en la localidad de Allen, se instaló una torre de perforación de petróleo a escasos metros de la ciudad.

En su sinopsis nos cuenta:

Cuando don Alfredo vio que una torre asomaba por entre los álamos, se preguntó con sorpresa: «¿Qué hace eso tan cerca del pueblo?». Nadie se había animado a decirle que los administradores de esas tierras –parte de su familia- habían firmado un contrato con una empresa norteamericana para instalar, entre los perales y manzanos de la chacra que había sido de su padre, una plataforma de explotación de hidrocarburos.

Eso sucedió en 2011, y a partir de entonces las plantaciones de frutales empezaron a ser desmontadas, y los pozos de extracción de petróleo y de gas proliferaron en Allen, en el corazón del Alto Valle de Río Negro. De manera desordenada pero vertiginosa, esa localidad se convirtió, junto con Vaca Muerta, en cabecera de playa del fracking en la Argentina.

Don Alfredo es el padre de Maristella Svampa, que nació en esas tierras y que de pronto, vio cómo su familia, la comunidad donde se crió y sus actividades de reconocida militante socioambiental en el país y el exterior se entrelazaban en un doloroso y acuciante primer plano.

Chacra 51 es la narración íntima de esa experiencia, pero también, y sobre todo, es un llamado urgente a enfrentar el avance de una actividad que, detrás del proclamado «progreso», impone daños irreversibles en un planeta castigado y en la vida que sostiene».

Ante nuestra pregunta sobre como vé el futuro en el mediano plazo en cuanto al avance de los pozos de petroleo que se están construyendo sobre monte de producción frutícola nos respondió con cierta esperanza y un claro llamado a la acción responsable sobre la grave contaminación del planeta:

«Nunca se sabe… .Yo siempre digo que hay batallas que se ganan y otras que se pierden. Pero hay que librar la batalla. Si el pueblo no lucha difícilmente pueda darse una batalla. Y en estas sociedades no hay batalla«.

En otras ciudades como Villa Regina (Río Negro) hay una lucha y de hecho hay una normativa, una ordenanza municipal que prohíbe el fracking.

«En este sentido sabemos que son luchas asimétricas, pero también somos conscientes de que ya hay “Mayor Conciencia”, ya sea de determinados impactos ambientales, territoriales, económicos y estructurales también del fracking.

Todo ha dado una apuesta a abrir el debate público y a sobre todo poder pensar en las graves consecuencias que nos trae el cambio climático«

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  • ¿Por qué funciona el discurso anticomunista?

     

    En la campaña electoral de 2023, los gritos vehementes de Javier Milei denunciando el “zurdaje comunista” generaron incredulidad y hasta risas. ¿A quién le hablaba?, ¿a quién convocaba con ese discurso antiguo? pensamos muchos. Un asombro similar produjeron las declaraciones de Donald Trump, que en 2019 denunció el “Green New Deal” (la propuesta de un nuevo acuerdo ecologista) como “un Caballo de Troya para el socialismo en Estados Unidos”. Más lejano aun pudo parecer el lema “Comunismo o libertad” usado en la campaña electoral de 2021 por Isabel Díaz Ayuso, la actual Presidenta de la Comunidad de Madrid. Y desde luego, está el caso de Jair Bolsonaro, uno de los pioneros en reavivar la tradición anticomunista. Hasta hace poco tiempo, en su dispersión y heterogeneidad estas menciones podían parecer trasnochadas o anacrónicas, dada la desaparición del horizonte del comunismo soviético. Sin embargo, esos candidatos han llegado al poder. Entonces: ¿trasnochados ellos o ingenuos nosotros?

    Estos líderes forman parte de una lista más larga de quienes, con mayor o menor vehemencia, reclaman contra la conspiración comunista, socialista o colectivista que aqueja al mundo. De la ecología a las políticas de género, de los impuestos al cuidado humanitario de inmigrantes, o la educación sexual, hoy muchas de las causas y valores de la renovación de la cultura democrática de las últimas décadas han sido tachados de comunistas, como un avance totalitario y opresor. En el caso de los sectores ultraliberales, la educación y la salud públicas –y todas las políticas redistributivas o progresivas– son consideradas nuevas formas de comunismo. Así, la gran familia de las nuevas derechas parece estar viviendo otra vez la Guerra Fría, más cerca del delirio paranoide que de algún enfrentamiento real con opciones anticapitalistas.

    ¿Anacrónico?

    El primer dato a considerar es que el anticomunismo de estos líderes no es una novedad; tiene una larga historia de persecución política y pensamiento conspirativo que atraviesa todo el siglo XX de Occidente y que se remonta incluso a décadas anteriores a la Guerra Fría, al menos hasta la Revolución Rusa de 1917. Lo mismo sucede con la historia de estas derechas: la novedad que representan tiene profundas raíces en la historia del conservadurismo y el nacionalismo de cada país y a escala global (1). Por tanto, el anticomunismo es tan antiguo como la historia de las derechas que hoy tratamos de entender. Pero esto no significa que el fenómeno actual sea la mera continuidad de ese pasado o que pueda pensarse como la simple reverberación del fascismo de entreguerras. Hay en las derechas radicales una novedad indiscutible en la manera en que disputan sus intereses bajo el juego político de la democracia liberal, al mismo tiempo que la socavan por dentro, tal como han señalado agudos observadores (2). ¿Cuál es la novedad de su anticomunismo? ¿Por qué y para qué movilizar imaginarios en apariencia old fashioned, especialmente para las jóvenes generaciones a las que se dirigen?

    Se suele decir que el anticomunismo es un discurso anacrónico, en un mundo donde, desde la caída del Muro de Berlín (1989) y la disolución de la Unión Soviética (1991) el comunismo no existe más como opción política. Por esa razón, el componente antimarxista de las nuevas derechas suele ser relegado como un dato más de una retórica florida. Esta perspectiva tiende a descartar el problema, considerando como una mera estrategia discursiva al elemento ideológico que organizó buena parte del conflicto político del siglo XX. La dificultad reside en entender “comunismo” en términos geopolíticos literales, como si solo se refiriese al mundo soviético, a los partidos comunistas en Occidente o a la defensa de un modelo anticapitalista. Y tal vez ese no sea el ángulo más productivo para pensar el problema. La pregunta es, más bien, otra: ¿qué están diciendo cuando dicen “comunismo”, y qué potencial político tiene hoy volver a movilizar este término?

    Feminismo, género, diversidades sexuales, raciales o religiosas, educación sexual, cambio climático, migraciones, islamismo, redistribución del ingreso, protección de las minorías y de los sectores sociales más vulnerables… La lista de ideas, proyectos o sujetos tachados de “marxismo cultural” o “socialismo” –según las declinaciones de cada profeta– muestran, de una punta a la otra del mapa global, que “comunismo” designa hoy los valores del llamado mundo “progresista” de las últimas décadas (“woke”, en su versión despectiva). En otros términos, el anticomunismo es una declinación a la antigua del actual antiprogresismo, con la diferencia de que hoy la disputa se produce dentro del capitalismo y con variaciones muy relativas. Sin embargo, en esas variaciones relativas, que parecen marginales dentro del capitalismo, se juega la vida de millones de personas. Al apelar a la potencia simbólica del término “marxista” o “comunista”, los líderes de derecha buscan recuperar la fuerza mayor de ese combate en el Occidente liberal (de todas maneras, la evocación no es igual en todos, y de hecho algunos líderes, como Marine Le Pen o Giorgia Meloni, no recurren tanto a la batería discursiva anticomunista). En cualquier caso, todos defienden el mismo sentido antiprogresista que los vehementes antimarxistas Santiago Abascal o Javier Milei.

     

    Antiprogresismo

    El segundo dato clave –ya muy conocido– es que el antiprogresismo es hoy el centro de la batalla cultural de las nuevas derechas globales, que en cada país adquiere sus propios contornos –antiperonista y ultraliberal en Argentina, islamobófico y antimigratorio en Europa o Estados Unidos–. Esa guerra cultural de la “internacional reaccionaria” parte del supuesto de que la izquierda, a pesar de su fracaso en la construcción del socialismo, se impuso en el terreno cultural. La verdadera lucha debería apuntar, para las fuerzas conservadoras, a la hegemonía del progresismo que destruye la sociedad occidental con su pensamiento “políticamente correcto” (3). Por eso mismo, se presentan como la rebelión contra un sistema que suponen conquistado y dominado por el progresismo y la izquierda. Por muy anacrónico que parezca, el anticomunismo es coherente y está en el corazón del proyecto ideológico de las nuevas derechas.

    El anticomunismo propone respuestas fáciles en un mundo atravesado por miedos, incertidumbres y sentimientos de disolución social.

    Una mención aparte merece el combate contra el feminismo y la “ideología de género”, combate que va más allá de sus élites dirigentes. ¿Por qué el feminismo y la diversidad sexual están en el centro de la disputa y de la denuncia anticomunista sobre el “marxismo cultural”? En la actual configuración de las democracias liberales, pocas cosas –o casi ninguna– representan una amenaza real al orden social. Sin embargo, el feminismo, en su impugnación antipatriarcal (que incluye el cuestionamiento del orden heterosexual como norma), conserva un poder subversivo y antisistema que no tiene ningún otro factor del progresismo actual (independientemente de las corrientes dentro del feminismo). Así, estas derechas, que se proclaman antisistema, luchan en realidad por la preservación de un orden social blanco, masculino y colonial que sienten socavado. Tal como lo hacía el anticomunismo del pasado, que veía el orden occidental en peligro e imaginaba conspiraciones paranoicas de la Casa Blanca a la Casa Rosada, de los hippies a las guerrillas, de las minifaldas al peronismo. Es aquí, en la lucha por la preservación del sistema, donde la impugnación de “marxista” o “comunista” aplicada al feminismo encuentra todas sus resonancias pasadas.

    Si bien la batalla cultural antiprogresista unifica a las nuevas derechas radicales, sus diferencias no son menores, especialmente en cuestiones como la economía y el nacionalismo. Estas variaciones indican, también, que el florecimiento de fuerzas radicales de derecha debe ser explicado en función de procesos y tradiciones locales –y no meramente como una “ola global”–. Es aquí donde el anticomunismo de Milei adquiere su rasgo distintivo: no se trata de la impugnación de las agendas culturales del progresismo biempensante, sino de la destrucción de todo resabio de políticas orientadas a las grandes mayorías sociales entendidas como formas de estatismo y colectivismo. Se trata de la gestión desnuda en favor de los intereses del tecno-capitalismo concentrado internacional. Con ello, el neoliberalismo argentino –en la versión iracunda de Milei– retoma una larga tradición de nuestras derechas. Basta con evocar la última dictadura para constatar que las derechas fueron tan anticomunistas como neoliberales y autoritarias, y que su principal oponente fueron las políticas estatistas, keynesianas y redistributivas, en general asociadas al peronismo y al kirchnerismo. Desde luego, esto parece dejar a Milei lejos del proteccionismo de Trump, pero muy cerca de la defensa compartida del tecno-capitalismo. En todo caso, el anticomunismo neoliberal de Milei se alinea cómodamente con el de Bolsonaro o José Kast.

    Dentro de estas variaciones nacionales, algunos argumentos de orden geopolítico explican los tópicos anticomunistas de manera más concreta, sin los efectos anacrónicos que parecen tener en boca de líderes como Milei. El caso más claro es Trump y su batalla por la supervivencia del poder imperial estadounidense frente a China. Ello le permite, sin excesivos retorcimientos históricos, identificar su enemigo en el “comunismo oriental”. De la misma manera, su electorado de origen latino vota entusiasta la condena a la “troika de la tiranía”, tal como la llamó su Consejero de Seguridad Nacional en 2018, John Bolton, a los gobiernos de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Por la misma razón estratégica pero en sentido inverso, en Hungría Viktor Orban dejó de lado su discurso anticomunista –que asociaba la Rusia de hoy con la Unión Soviética– para pasar a una cercanía más pragmática con Vladimir Putin.

    Significante vacío

    Volvamos a nuestras preguntas de partida: ¿por qué y para qué movilizar el imaginario anticomunista? Si, una vez más, dejamos de pensar el comunismo en términos literales, surge un último elemento clave: el potencial político-simbólico del discurso anticomunista en su larga historia. Con mayor o menor pregnancia según los países, “comunista” ha funcionado también como un potente significante vacío negativo, capaz de ser llenado con los más diversos contenidos y sujetos, como un otro absoluto, peligroso y amenazante. Tanto es así que Alice Weidel, la dirigente de la extrema derecha de Alternativa para Alemania (AfD), puede permitirse decir que Adolf Hitler era un “comunista”.

    La noción de significante vacío es particularmente útil para entender el peso del anticomunismo en Argentina, donde –salvo algunos momentos– no ha habido fuerzas de izquierda importantes, a diferencia de países como Brasil o Chile, donde el comunismo evoca miedos históricos bien reales. En Argentina “comunista” es, entonces, un sentido a ser llenado, que sirve para polarizar y designar un otro peligroso que pone en riesgo “nuestro” orden social y moral, nuestra comunidad. Es, por ello, un enemigo absoluto que debe ser eliminado (4). En la historia argentina, la denuncia del “peligro rojo” ha servido para generar miedos sociales y justificar la persecución de trabajadores, partidos de izquierda, peronistas y antiperonistas, mujeres, jóvenes, gays o artistas “transgresores”, cuyas prácticas, ideas o deseos parecían hacer tambalear el orden occidental y cristiano. Movilizado con fines instrumentales o con auténtica convicción ideológica, “comunista” o “marxista” ha funcionado en boca de las derechas como designación automática de un culpable de todos los males. Así, el anticomunismo finalmente propone certezas y respuestas fáciles en un mundo atravesado por miedos, incertidumbres y sentimientos de disolución social y amenaza sobre la comunidad de pertenencia. Esta potencia simbólica es la que sigue funcionando en el apelativo “comunista” aplicado en el presente. Por eso mismo, la pandemia de Covid –epítome máximo de la disolución final por venir– fue también un momento de renacimiento del anticomunismo.

    Es entonces este gran poder performativo de la acusación de “comunista”, tan sedimentado históricamente en el mundo occidental, lo que permite que las nuevas derechas –herederas al fin y al cabo de largas tradiciones conservadoras– sigan utilizando el término para arremeter en su batalla cultural. Sin duda, la movilización antiprogresista ha logrado dar una nueva vida al “miedo rojo” para las generaciones desencantadas de nuestro tiempo.

    1. Para el caso argentino, véase: Sergio Morresi y Martín Vicente, “Rayos en un cielo encapotado: la nueva derecha como una constante irregular en Argentina”, en Pablo Semán (coord.), Está entre nosotros, Buenos Aires, Siglo XXI, 2023.
    2. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, Barcelona, Ariel, 2018; Steven Forti, Democracias en extinción, Barcelona, Akal, 2024.
    3. Pablo Stefanoni, “Las mil mesetas de la reacción: mutaciones de las extremas derechas y guerras culturales del siglo XXI”, en J. A. Sanahuja y Pablo Stefanoni (eds.), Extremas derechas y democracia: perspectivas iberoamericanas, Madrid, Fundación Carolina, 2023.
    4. Ernesto Bohoslavsky y Marina Franco, Fantasmas rojos. El anticomunismo en la Argentina del siglo XX, UNSAM, 2024.

     

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    EXCLUSIVO La Mano de Washington en la Salud Argentina: cómo se construyó el camino que pavimentó el negocio farmacéutico para Estados Unidos

     

    Una secuencia de terror.

    Por Tomás Palazzo para Noticias La Insuperable

    En menos de un año, el gobierno de Milei desmanteló controles históricos, aceptó subordinación regulatoria a la FDA, reabrió el festival de patentes extranjeras y avanzó con un acuerdo comercial que, por primera vez, relega a la ANMAT a un rol secundario. El caso del fentanilo contaminado —la peor tragedia sanitaria de la historia reciente— expone que lo presentado como “desburocratización” no es otra cosa que un plan diseñado en Washington para abrir el mercado argentino a laboratorios extranjeros, aun a costa de la salud pública.

    Un rompecabezas que encaja demasiado bien

    Cuando Milei anunció el acuerdo con Estados Unidos, el punto que pasó casi inadvertido fue el más determinante: Argentina aceptará certificados de la FDA para medicamentos y dispositivos médicos, y dejará de exigir revisiones completas de la ANMAT para esos productos. Dicho de otro modo: la autoridad sanitaria local deja de ser autoridad.

    Pero esa pieza solo encaja cuando se observa el cuadro completo: el vaciamiento material de la ANMAT, la desregulación de controles, la flexibilización del régimen de importaciones, la reactivación del modelo de los años 90 y el alineamiento del régimen de patentes con los pedidos del Informe Especial 301 del gobierno estadounidense.

    Nada de eso fue improvisado.


    La primera estocada: eliminar las inspecciones in situ (derogación de la Resolución 2123/2005)

    En los últimos 20 años, la resolución 2123/2005 dictada durante la presidencia de Néstor Kirchner, exigía que inspectores de ANMAT verificaran físicamente las Buenas Prácticas de Fabricación (BPF) en las plantas que producían medicamentos destinados a Argentina. Esa norma surgió tras varios escándalos de adulteración y era considerada un pilar de la trazabilidad sanitaria.

    El gobierno de Milei la desactivó sin reemplazo equivalente.

    Federico Sturzenegger, desde el Ministerio de Desregulación y Transformación del Estado, impulsó la normativa que elimina la obligación de inspecciones presenciales, permitiendo confiar exclusivamente en certificados emitidos por agencias extranjeras, entre ellas la FDA.

    El argumento oficial fue lineal: “menos burocracia, más acceso”.
    El trasfondo, bastante menos inocente: alinear la regulación local con lo solicitado por Estados Unidos en el marco del acuerdo comercial, incluso antes de firmarlo.


    ANMAT debilitada: menos personal, menos presupuesto y más presión política

    En paralelo a estos cambios, la ANMAT no solo perdió herramientas: perdió capacidad operativa real.

    • Congelamiento de vacantes.
    • No renovación de contratos técnicos.
    • Reducción de misiones de inspección.
    • Recortes presupuestarios registrados en las planillas del Presupuesto 2024 y el proyectado 2025.
    • Presión para acelerar liberaciones sanitarias.

    En ese contexto, la eliminación de inspecciones externas equivale a bajar la guardia en medio de una tormenta.

    Y la tormenta llegó.


    El caso del fentanilo: la evidencia de por qué existen los controles

    La causa judicial por el fentanilo contaminado de HLB Pharma Group y Laboratorios Ramallo dejó al descubierto un entramado escalofriante: adulteración de controles, planillas falsificadas, reactivos vencidos escondidos bajo la lluvia, trabajadores sin formación empujados a mentir y documentación “dibujada” para simular condiciones inexistentes.

    Las testimoniales ante el juez Ernesto Kreplak son devastadoras:

    • Me hacían mentir básicamente”, relató la técnica Bárbara Pennisi.
    • Envases con partículas o pelos igual se mandaban al rotulado”, declaró Lucía Abeijón.
    • Los frascos manchados iban igual”.
    • Cambiaron pisos y pintaron todo para la ANMAT, pero nunca vinieron”.

    Las conclusiones del Instituto Malbrán confirmaron lo que ya era evidente: los lotes 31202 y 31244 presentaban riesgos significativos, deficiencias graves e inconsistencia en la fabricación.

    El resultado: mas de 120 muertes confirmadas y un ministro de salud que se niega a dar la cara.

    En ese contexto, reducir la capacidad fiscalizadora del único organismo que puede prevenir estas catástrofes solo puede definirse como temerario.

    O como parte de una estrategia.


    La pieza que faltaba: el nuevo acuerdo con Estados Unidos

    En el día de ayer, la Casa Blanca anunció los lineamientos del marco bilateral. Allí se explicitó lo que desde hacía meses se insinuaba:

    Argentina aceptará “los certificados de la FDA y las autorizaciones previas de comercialización para dispositivos médicos y productos farmacéuticos”.

    Es decir:
    si la FDA lo aprueba, entra automáticamente al mercado argentino.

    Además, el acuerdo agrega un segundo componente estratégico:

    • Acceso preferencial a productos estadounidenses, entre ellos “ciertos medicamentos, dispositivos médicos y productos químicos”.
    • Reforma del sistema de patentes, adecuándolo a estándares internacionales señalados en el Informe Especial 301, documento en el que Estados Unidos ya había criticado a la Argentina por otorgar demasiadas patentes locales y permitir competencia de genéricos.

    Nada es casual: Estados Unidos tiene uno de los lobbies farmacéuticos más poderosos del planeta, y este acuerdo es su puerta de entrada directa.


    Patentes: el capítulo oculto que definirá el precio de los medicamentos

    El acuerdo bilateral obliga a Argentina a:

    • “Revisar criterios restrictivos de patentabilidad”.
    • “Reducir atrasos en el otorgamiento de patentes”.
    • “Alinear la propiedad intelectual a estándares globales más elevados”.

    En lenguaje llano:
    menos genéricos nacionales, más patentes extranjeras, precios más altos.

    Las cámaras locales ya anticiparon el riesgo. CILFA advirtió que solo podrá evaluar el impacto cuando conozca el texto final, pero la advertencia es obvia: si la Argentina copia el estándar estadounidense, el costo de los tratamientos crónicos y de alta complejidad se disparará.

    CAEME —que agrupa a los laboratorios extranjeros— celebró el pacto sin matices.


    Un mercado abierto en bandeja: cómo encaja todo en el plan estadounidense

    Tomados por separado, los hechos parecen decisiones aisladas. Observados en secuencia, conforman un patrón claro:

    1. Vaciamiento de la ANMAT.
    2. Eliminación de inspecciones presenciales.
    3. Aceptación automática de certificados de la FDA.
    4. Facilitación de importaciones sin controles equivalentes.
    5. Cambios en el régimen de patentes en favor de laboratorios extranjeros.
    6. Acuerdo comercial redactado en términos estadounidenses.

    El caso del fentanilo, lejos de ser una anomalía, se convierte en un ejemplo:
    si el Estado renuncia a controlar, lo que aparece no es libertad; es riesgo, adulteración y muerte.


    Todo esto, ¿a quién beneficia?

    No a los pacientes.
    No a la industria nacional.
    No a las provincias ni al sistema sanitario.

    Beneficia a:

    • Laboratorios extranjeros, que ya no necesitarán adaptarse al marco argentino.
    • Multinacionales bajo regulación FDA, con ingreso directo al mercado de 47 millones de habitantes.
    • Empresas protegidas por un nuevo régimen de patentes, capaz de bloquear genéricos durante años.
    • Fondos de inversión norteamericanos, que presionan por “proteger propiedad intelectual” en todos los tratados internacionales.

    Argentina, mientras tanto, pierde capacidad de fijar reglas en su propio territorio.


    Conclusión: un país que renuncia a su soberanía sanitaria

    La tragedia del fentanilo demostró qué ocurre cuando los controles se relajan. En vez de reforzar al organismo, el gobierno avanzó hacia su desmantelamiento en nombre de la “innovación” y la “desregulación”.

    Hoy, con la subordinación explícita a la FDA, la Argentina cede no ya la fiscalización, sino el criterio sanitario mismo: lo que Estados Unidos considere seguro, deberá considerarse seguro aquí, sin verificación propia.

    Es el triunfo perfecto del lobby farmacéutico norteamericano.

    Y el riesgo perfecto para millones de argentinos. Cuando esto se implemente no habrá brindis por «salud» que alcance a fin de año.

     

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