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Villa Regina será sede de la Fiesta de la Sidra

Con la idea de revalorizar una bebida de central importancia en la historia de Villa Regina se está gestando la Primera Fiesta de la Sidra de la región.

A partir del reimpulso de la Cooperativa La Reginense en la elaboración de sidras y el trabajo que llevan adelante emprendedores y la Universidad Nacional de Río Negro en la elaboración artesanal de esta bebida, la Municipalidad comenzó a trabajar para dar forma a esta celebración que se llevará adelante cuando la situación por pandemia lo permita. Con este objetivo, el Intendente Marcelo Orazi ha establecido contactos con los principales referentes de la industria sidrera para garantizar su presencia y acompañamiento.

La iniciativa busca poner en valor la producción de manzanas y sidras como así también su comercialización en un contexto de promoción turística reginense y valletana.

De esta manera se busca que Villa Regina sea cabecera de una futura Ruta de la Sidra que incorpore también el surgimiento y crecimiento de emprendedores prestadores de actividades de Turismo Rural.

Para ello, distintas áreas municipales están trabajando en el formato que tendrá la celebración, pensando en principio en la realización de una serie de eventos, como concursos fotográficos, intervenciones artísticas, un mural alusivo, entre otros, además de una cena lanzamiento prevista para el mes de septiembre. La fecha estimada de realización de la Fiesta es la segunda semana de diciembre.  

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  • ¿Por qué funciona el discurso anticomunista?

     

    En la campaña electoral de 2023, los gritos vehementes de Javier Milei denunciando el “zurdaje comunista” generaron incredulidad y hasta risas. ¿A quién le hablaba?, ¿a quién convocaba con ese discurso antiguo? pensamos muchos. Un asombro similar produjeron las declaraciones de Donald Trump, que en 2019 denunció el “Green New Deal” (la propuesta de un nuevo acuerdo ecologista) como “un Caballo de Troya para el socialismo en Estados Unidos”. Más lejano aun pudo parecer el lema “Comunismo o libertad” usado en la campaña electoral de 2021 por Isabel Díaz Ayuso, la actual Presidenta de la Comunidad de Madrid. Y desde luego, está el caso de Jair Bolsonaro, uno de los pioneros en reavivar la tradición anticomunista. Hasta hace poco tiempo, en su dispersión y heterogeneidad estas menciones podían parecer trasnochadas o anacrónicas, dada la desaparición del horizonte del comunismo soviético. Sin embargo, esos candidatos han llegado al poder. Entonces: ¿trasnochados ellos o ingenuos nosotros?

    Estos líderes forman parte de una lista más larga de quienes, con mayor o menor vehemencia, reclaman contra la conspiración comunista, socialista o colectivista que aqueja al mundo. De la ecología a las políticas de género, de los impuestos al cuidado humanitario de inmigrantes, o la educación sexual, hoy muchas de las causas y valores de la renovación de la cultura democrática de las últimas décadas han sido tachados de comunistas, como un avance totalitario y opresor. En el caso de los sectores ultraliberales, la educación y la salud públicas –y todas las políticas redistributivas o progresivas– son consideradas nuevas formas de comunismo. Así, la gran familia de las nuevas derechas parece estar viviendo otra vez la Guerra Fría, más cerca del delirio paranoide que de algún enfrentamiento real con opciones anticapitalistas.

    ¿Anacrónico?

    El primer dato a considerar es que el anticomunismo de estos líderes no es una novedad; tiene una larga historia de persecución política y pensamiento conspirativo que atraviesa todo el siglo XX de Occidente y que se remonta incluso a décadas anteriores a la Guerra Fría, al menos hasta la Revolución Rusa de 1917. Lo mismo sucede con la historia de estas derechas: la novedad que representan tiene profundas raíces en la historia del conservadurismo y el nacionalismo de cada país y a escala global (1). Por tanto, el anticomunismo es tan antiguo como la historia de las derechas que hoy tratamos de entender. Pero esto no significa que el fenómeno actual sea la mera continuidad de ese pasado o que pueda pensarse como la simple reverberación del fascismo de entreguerras. Hay en las derechas radicales una novedad indiscutible en la manera en que disputan sus intereses bajo el juego político de la democracia liberal, al mismo tiempo que la socavan por dentro, tal como han señalado agudos observadores (2). ¿Cuál es la novedad de su anticomunismo? ¿Por qué y para qué movilizar imaginarios en apariencia old fashioned, especialmente para las jóvenes generaciones a las que se dirigen?

    Se suele decir que el anticomunismo es un discurso anacrónico, en un mundo donde, desde la caída del Muro de Berlín (1989) y la disolución de la Unión Soviética (1991) el comunismo no existe más como opción política. Por esa razón, el componente antimarxista de las nuevas derechas suele ser relegado como un dato más de una retórica florida. Esta perspectiva tiende a descartar el problema, considerando como una mera estrategia discursiva al elemento ideológico que organizó buena parte del conflicto político del siglo XX. La dificultad reside en entender “comunismo” en términos geopolíticos literales, como si solo se refiriese al mundo soviético, a los partidos comunistas en Occidente o a la defensa de un modelo anticapitalista. Y tal vez ese no sea el ángulo más productivo para pensar el problema. La pregunta es, más bien, otra: ¿qué están diciendo cuando dicen “comunismo”, y qué potencial político tiene hoy volver a movilizar este término?

    Feminismo, género, diversidades sexuales, raciales o religiosas, educación sexual, cambio climático, migraciones, islamismo, redistribución del ingreso, protección de las minorías y de los sectores sociales más vulnerables… La lista de ideas, proyectos o sujetos tachados de “marxismo cultural” o “socialismo” –según las declinaciones de cada profeta– muestran, de una punta a la otra del mapa global, que “comunismo” designa hoy los valores del llamado mundo “progresista” de las últimas décadas (“woke”, en su versión despectiva). En otros términos, el anticomunismo es una declinación a la antigua del actual antiprogresismo, con la diferencia de que hoy la disputa se produce dentro del capitalismo y con variaciones muy relativas. Sin embargo, en esas variaciones relativas, que parecen marginales dentro del capitalismo, se juega la vida de millones de personas. Al apelar a la potencia simbólica del término “marxista” o “comunista”, los líderes de derecha buscan recuperar la fuerza mayor de ese combate en el Occidente liberal (de todas maneras, la evocación no es igual en todos, y de hecho algunos líderes, como Marine Le Pen o Giorgia Meloni, no recurren tanto a la batería discursiva anticomunista). En cualquier caso, todos defienden el mismo sentido antiprogresista que los vehementes antimarxistas Santiago Abascal o Javier Milei.

     

    Antiprogresismo

    El segundo dato clave –ya muy conocido– es que el antiprogresismo es hoy el centro de la batalla cultural de las nuevas derechas globales, que en cada país adquiere sus propios contornos –antiperonista y ultraliberal en Argentina, islamobófico y antimigratorio en Europa o Estados Unidos–. Esa guerra cultural de la “internacional reaccionaria” parte del supuesto de que la izquierda, a pesar de su fracaso en la construcción del socialismo, se impuso en el terreno cultural. La verdadera lucha debería apuntar, para las fuerzas conservadoras, a la hegemonía del progresismo que destruye la sociedad occidental con su pensamiento “políticamente correcto” (3). Por eso mismo, se presentan como la rebelión contra un sistema que suponen conquistado y dominado por el progresismo y la izquierda. Por muy anacrónico que parezca, el anticomunismo es coherente y está en el corazón del proyecto ideológico de las nuevas derechas.

    El anticomunismo propone respuestas fáciles en un mundo atravesado por miedos, incertidumbres y sentimientos de disolución social.

    Una mención aparte merece el combate contra el feminismo y la “ideología de género”, combate que va más allá de sus élites dirigentes. ¿Por qué el feminismo y la diversidad sexual están en el centro de la disputa y de la denuncia anticomunista sobre el “marxismo cultural”? En la actual configuración de las democracias liberales, pocas cosas –o casi ninguna– representan una amenaza real al orden social. Sin embargo, el feminismo, en su impugnación antipatriarcal (que incluye el cuestionamiento del orden heterosexual como norma), conserva un poder subversivo y antisistema que no tiene ningún otro factor del progresismo actual (independientemente de las corrientes dentro del feminismo). Así, estas derechas, que se proclaman antisistema, luchan en realidad por la preservación de un orden social blanco, masculino y colonial que sienten socavado. Tal como lo hacía el anticomunismo del pasado, que veía el orden occidental en peligro e imaginaba conspiraciones paranoicas de la Casa Blanca a la Casa Rosada, de los hippies a las guerrillas, de las minifaldas al peronismo. Es aquí, en la lucha por la preservación del sistema, donde la impugnación de “marxista” o “comunista” aplicada al feminismo encuentra todas sus resonancias pasadas.

    Si bien la batalla cultural antiprogresista unifica a las nuevas derechas radicales, sus diferencias no son menores, especialmente en cuestiones como la economía y el nacionalismo. Estas variaciones indican, también, que el florecimiento de fuerzas radicales de derecha debe ser explicado en función de procesos y tradiciones locales –y no meramente como una “ola global”–. Es aquí donde el anticomunismo de Milei adquiere su rasgo distintivo: no se trata de la impugnación de las agendas culturales del progresismo biempensante, sino de la destrucción de todo resabio de políticas orientadas a las grandes mayorías sociales entendidas como formas de estatismo y colectivismo. Se trata de la gestión desnuda en favor de los intereses del tecno-capitalismo concentrado internacional. Con ello, el neoliberalismo argentino –en la versión iracunda de Milei– retoma una larga tradición de nuestras derechas. Basta con evocar la última dictadura para constatar que las derechas fueron tan anticomunistas como neoliberales y autoritarias, y que su principal oponente fueron las políticas estatistas, keynesianas y redistributivas, en general asociadas al peronismo y al kirchnerismo. Desde luego, esto parece dejar a Milei lejos del proteccionismo de Trump, pero muy cerca de la defensa compartida del tecno-capitalismo. En todo caso, el anticomunismo neoliberal de Milei se alinea cómodamente con el de Bolsonaro o José Kast.

    Dentro de estas variaciones nacionales, algunos argumentos de orden geopolítico explican los tópicos anticomunistas de manera más concreta, sin los efectos anacrónicos que parecen tener en boca de líderes como Milei. El caso más claro es Trump y su batalla por la supervivencia del poder imperial estadounidense frente a China. Ello le permite, sin excesivos retorcimientos históricos, identificar su enemigo en el “comunismo oriental”. De la misma manera, su electorado de origen latino vota entusiasta la condena a la “troika de la tiranía”, tal como la llamó su Consejero de Seguridad Nacional en 2018, John Bolton, a los gobiernos de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Por la misma razón estratégica pero en sentido inverso, en Hungría Viktor Orban dejó de lado su discurso anticomunista –que asociaba la Rusia de hoy con la Unión Soviética– para pasar a una cercanía más pragmática con Vladimir Putin.

    Significante vacío

    Volvamos a nuestras preguntas de partida: ¿por qué y para qué movilizar el imaginario anticomunista? Si, una vez más, dejamos de pensar el comunismo en términos literales, surge un último elemento clave: el potencial político-simbólico del discurso anticomunista en su larga historia. Con mayor o menor pregnancia según los países, “comunista” ha funcionado también como un potente significante vacío negativo, capaz de ser llenado con los más diversos contenidos y sujetos, como un otro absoluto, peligroso y amenazante. Tanto es así que Alice Weidel, la dirigente de la extrema derecha de Alternativa para Alemania (AfD), puede permitirse decir que Adolf Hitler era un “comunista”.

    La noción de significante vacío es particularmente útil para entender el peso del anticomunismo en Argentina, donde –salvo algunos momentos– no ha habido fuerzas de izquierda importantes, a diferencia de países como Brasil o Chile, donde el comunismo evoca miedos históricos bien reales. En Argentina “comunista” es, entonces, un sentido a ser llenado, que sirve para polarizar y designar un otro peligroso que pone en riesgo “nuestro” orden social y moral, nuestra comunidad. Es, por ello, un enemigo absoluto que debe ser eliminado (4). En la historia argentina, la denuncia del “peligro rojo” ha servido para generar miedos sociales y justificar la persecución de trabajadores, partidos de izquierda, peronistas y antiperonistas, mujeres, jóvenes, gays o artistas “transgresores”, cuyas prácticas, ideas o deseos parecían hacer tambalear el orden occidental y cristiano. Movilizado con fines instrumentales o con auténtica convicción ideológica, “comunista” o “marxista” ha funcionado en boca de las derechas como designación automática de un culpable de todos los males. Así, el anticomunismo finalmente propone certezas y respuestas fáciles en un mundo atravesado por miedos, incertidumbres y sentimientos de disolución social y amenaza sobre la comunidad de pertenencia. Esta potencia simbólica es la que sigue funcionando en el apelativo “comunista” aplicado en el presente. Por eso mismo, la pandemia de Covid –epítome máximo de la disolución final por venir– fue también un momento de renacimiento del anticomunismo.

    Es entonces este gran poder performativo de la acusación de “comunista”, tan sedimentado históricamente en el mundo occidental, lo que permite que las nuevas derechas –herederas al fin y al cabo de largas tradiciones conservadoras– sigan utilizando el término para arremeter en su batalla cultural. Sin duda, la movilización antiprogresista ha logrado dar una nueva vida al “miedo rojo” para las generaciones desencantadas de nuestro tiempo.

    1. Para el caso argentino, véase: Sergio Morresi y Martín Vicente, “Rayos en un cielo encapotado: la nueva derecha como una constante irregular en Argentina”, en Pablo Semán (coord.), Está entre nosotros, Buenos Aires, Siglo XXI, 2023.
    2. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, Barcelona, Ariel, 2018; Steven Forti, Democracias en extinción, Barcelona, Akal, 2024.
    3. Pablo Stefanoni, “Las mil mesetas de la reacción: mutaciones de las extremas derechas y guerras culturales del siglo XXI”, en J. A. Sanahuja y Pablo Stefanoni (eds.), Extremas derechas y democracia: perspectivas iberoamericanas, Madrid, Fundación Carolina, 2023.
    4. Ernesto Bohoslavsky y Marina Franco, Fantasmas rojos. El anticomunismo en la Argentina del siglo XX, UNSAM, 2024.

     

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    La Piedra de Rosetta: el manual secreto que devolvió la voz al antiguo Egipto

     

    Cuando un soldado francés escarbó la tierra cerca del delta del Nilo a fines del siglo XVIII, no imaginó que estaba levantando una de las llaves maestras de la historia humana. Aquel bloque de granodiorita negra —agrietado, incompleto, cubierto de inscripciones— cambiaría para siempre la manera en que entendemos a las civilizaciones antiguas. Hoy la conocemos como la Piedra de Rosetta, un artefacto capaz de unir tres alfabetos, dos mundos lingüísticos y más de mil años de silencio.

    Por Alcides Blanco para NLI

    El hallazgo accidental que inició una revolución intelectual

    Durante la campaña napoleónica en Egipto, en 1799, un grupo de ingenieros trabajaba en la fortificación de Rashid (Rosetta). Mientras removían muros y sedimentos antiguos, apareció la piedra: 112 centímetros de un mensaje duplicado tres veces, como si los sacerdotes del Egipto ptolemaico hubieran previsto que algún día las futuras generaciones necesitarían un puente lingüístico.

    El hallazgo se reportó de inmediato. Los franceses intuyeron su importancia, pero el destino tenía otros planes: tras la rendición en Alejandría en 1801, el Reino Unido tomó posesión del objeto. Fue trasladado a Londres y, desde 1802, se convirtió en pieza central del British Museum, donde permanece hasta hoy.


    Un mismo mensaje, tres escrituras

    Lo que hacía extraordinaria a la piedra no era sólo su antigüedad, sino su triple inscripción:

    • Jeroglífico: la escritura sagrada de los templos, reservada para la elite y los rituales.
    • Demótico: el lenguaje administrativo y cotidiano de Egipto.
    • Griego: la lengua oficial de la administración ptolemaica.

    Los tres textos repetían el mismo decreto promulgado en 196 a. C. en honor al rey Ptolomeo V. No era un mensaje religioso ni una epopeya: era un documento político-administrativo. Pero funcionaba como una piedra de toque lingüística, un “Rosetta Stone” cuya importancia sería gigantesca: ofrecía un texto paralelo, algo así como un diccionario involuntario entre tres sistemas de escritura.


    El rompecabezas que tardó décadas en resolverse

    El griego, ya conocido por los eruditos europeos, sirvió como punto de partida. Pero los jeroglíficos —místicos, visuales, aparentemente simbólicos— permanecían indecifrables desde la Antigüedad tardía. Habían caído en silencio durante más de mil años.

    El proceso de decodificación fue un duelo académico que cruzó fronteras:

    Thomas Young, el inglés metódico

    • Notó que ciertos grupos de signos jeroglíficos correspondían a nombres reales (cartuchos).
    • Avanzó en entender que los jeroglíficos no eran sólo símbolos, sino que también podían representar sonidos.

    Jean-François Champollion, el francés apasionado

    • Dominaba múltiples lenguas antiguas, incluidos el copto —el descendiente directo del egipcio antiguo—.
    • En 1822 descifró formalmente el sistema jeroglífico, demostrando que era mixto: fonético, ideográfico y logográfico.
    • Su célebre frase “Je tiens l’affaire!” (“¡Lo tengo!”) marcó el inicio de la egiptología moderna.

    Lo que la Piedra de Rosetta liberó

    El valor simbólico de la piedra no está solo en su material o antigüedad. Su verdadera importancia radica en que permitió escuchar por primera vez, en milenios, la voz de los faraones. Gracias a ella:

    • Se pudieron leer inscripciones en templos como Karnak, Luxor y Abydos, cuyo significado era desconocido.
    • Se revelaron mitologías, rituales, nombres dinásticos, fechas, sistemas administrativos y detalles de la vida cotidiana del antiguo Egipto.
    • Nació formalmente la egiptología científica, consolidando a Egipto como uno de los campos más estudiados y fascinantes de la arqueología mundial.

    La piedra no enseñó solamente un idioma: reabrió un universo cultural completo.


    Una pieza clave del patrimonio cultural del mundo

    Actualmente, la Piedra de Rosetta es uno de los objetos más visitados del British Museum, pero también uno de los más controvertidos. Durante años, el gobierno de Egipto ha solicitado su devolución, argumentando que se trata de un patrimonio arrebatado en el contexto de una ocupación militar.

    Estos debates, cada vez más intensos, reavivan un tema fundamental: ¿a quién pertenece la historia?
    ¿A la humanidad entera? ¿A las naciones que la custodian? ¿O a los pueblos que heredaron directamente esos legados?

    Más allá de la controversia, la piedra sigue cumpliendo una función esencial: nos recuerda que las civilizaciones conversan entre sí incluso a través de los siglos, y que las lenguas —aun las que parecen imposibles de reconstruir— pueden revivir cuando la curiosidad humana encuentra las herramientas adecuadas.


    Un artefacto que trasciende su propio tiempo

    A más de dos siglos de su descubrimiento, la Piedra de Rosetta continúa simbolizando algo mucho mayor que una inscripción trilingüe. Representa:

    • la tenacidad del conocimiento,
    • la interconexión de los pueblos,
    • la capacidad humana de comprender el pasado,
    • y el poder de un simple fragmento de roca para transformar por completo una disciplina científica.

    En un mundo donde la información fluye sin pausa, este bloque de piedra nos recuerda que hubo épocas en las que abrir una ventana al pasado tomaba décadas… o milenios. Y que, a veces, la llave aparece donde menos se espera.

     

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