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Río NEGRO ES LA 2da PROVINCIA EN CONTAR CON PRODUCCIÓN ESTATAL DE MISOPROSTOL

Misoprostol de fabricación provincial. Profarse farmacéutica estatal de Río Negro ya puede satisfacer la demanda local siendo la segunda en todo el país.

Río Negro se convirtió en la segunda provincia del país en contar con producción estatal de misoprostol, el medicamento utilizado para la interrupción voluntaria del embarazo (IVE), a través de la Productora Farmacéutica Rionegrina (Profarse), que se prepara para distribuir, en una primera etapa, a nivel provincial; en tanto el pionero Laboratorio Industrial Farmacéutico (LIF) de Santa Fe ya está en condiciones de abastecer al sistema nacional de salud.

Profarse Sociedad del Estado distribuirá su producción en los seis hospitales cabeceras y en centros de salud de la provincia, en el marco de la Ley Nacional 27.610 de IVE sancionada por el Congreso el 30 de diciembre pasado.

El misoprostol es considerado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como el fármaco más recomendado a la hora de practicar la IVE.

Para la titular del laboratorio rionegrino, Marne Livigni, esta producción se traduce «en la garantía en la equidad de los derechos en toda la población de la provincia», por lo que consideró «un gran orgullo poder fabricarlo», algo que hacen desde hace dos años.

«Todo el desarrollo se hizo con recursos y capacidades del laboratorio, no se tercerizó nada; por eso es un orgullo para todos, porque se hizo con gente de acá», precisó.

Livigni sostuvo que «hacer este producto tiene que ver con el acceso a los derechos, a poder elegir, a que las personas gestantes puedan ser tratadas en un hospital público de la mejor manera, sin discriminación, tanto en la interrupción del embarazo como después; son temas que están contemplados en la ley nacional».

En ese sentido, afirmó que el laboratorio público rionegrino «producirá comprimidos vaginales de 200 microgramos» y que el lote inicial será de entre 30.000 y 50.000 comprimidos, que estimó «estarán listos para después de la segunda mitad del año, entre septiembre y octubre».

La demanda interna solicitada por la coordinación de salud reproductiva de la provincia es de 2.500 tratamientos por 12 comprimidos y «la proyección en 2021 es esa cantidad y solo para Río Negro», puntualizó.

Con la producción en el laboratorio local se facilitará la llegada a los hospitales y así Río Negro «consigue un ahorro de un 40%», aseguró la titular del laboratorio estatal.

La capacidad productiva de Profarse es mucho mayor, «pero hay que entender que es un producto muy específico, los lotes en general son chicos porque la demanda es de personas gestantes y no es una cartera muy grande para hacer lotes amplios», añadió la directiva.

En el caso de Santa Fe, LIF ya cuenta con el aval de la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (Anmat), que en febrero último autorizó la producción y comercialización del misoprostol porque está «en condiciones de proveer al resto del país un producto confiable y accesible», según comunicó el Ministerio de Salud provincial.

El organismo detalló que «desde julio del año pasado se desarrollaron 300.000 pastillas y próximamente se sumará un cuarto lote con otras 100.000 unidades».

En febrero, cuando se confirmó la autorización de Anmat, la subsecretaria de Medicamentos del Ministerio de Salud, Sonia Tarragona, había remarcado en declaraciones a Télam que «esta medida es otro paso para cristalizar en un proyecto concreto la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo aprobada en el Congreso y la soberanía en la producción que se va a realizar en un laboratorio público para un medicamento que ahora va a poder tener tránsito federal y cualquier jurisdicción va a poder comprar».

La funcionaria apuntó entonces que «hasta ahora no había en la Argentina un medicamento de este tipo elaborado en un laboratorio público que contara con habilitación de Anmat».

Sobre la provisión oficial del medicamento a nivel nacional, desde la Dirección Nacional de Salud Sexual y Reproductiva de Nación informaron a Télam que iniciaron la compra de 70.000 tratamientos de misoprostol a través del Fondo de Población de Naciones Unidas.

Fuente: Telam

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  • Vengo a hablar de política

     

    Publicado el 26 de junio de 2019

    Foto de portada: Jangel Mota

    -¿De qué tienen que hablar las travestis?

    Claudia Rodríguez deja caer la frase con cierta ambivalencia. Sostiene un cuaderno en la mano sin mirarlo. Uñas anaranjadas, voz honda, coqueta, así se presenta ante un público integrado por alumnxs de literatura latinoamericana, estudios de género y sexualidad, profesorxs universitarios y activistas LGBT que se acercaron a escucharla. Hoy no está en Santiago de Chile, donde vive, sino Estados Unidos, en una universidad pública de Nueva York.  

    Soy el profesor anfitrión aquí en Stony Brook University, esta universidad pública de Nueva York. Lxs alumnxs presentes han cursado mis materias sobre lo trans y lo queer/cuir en América Latina, han leído la obra de Claudia, hemos hablado de ella. Pero no es lo mismo hablar de ella que escucharle hablar por sí misma. Y ese es el punto: un acto de presencia. Esa presencia es política, aquí, ahora. Es político nombrarse travesti en este contexto -en la era de Trump y en tierra de Trump-. Estoy ansioso, anticipo preguntas, burocracia repentina, el problema del idioma, del cuerpo. Tengo miedo de que nos vean fumando un cigarrillo (está prohibido fumar en el campus). Tengo miedo de que no digan nada, de la indiferencia. Pero exhalo. Ya está.

    – Soy poeta travesti chilena. Y monstrua resentida- continúa la invitada. 

    Rodríguez es la figura emergente de la escena cultural trans y travesti de su país. Su trabajo activista se enfoca en la prevención del VIH en comunidades periféricas. Y su trabajo performático, en la hipocresía patriarcal, la violencia de género, la supuesta multiculturalidad del Estado chileno. En Santiago, a Claudia se la puede ver parada en una esquina, bajo la sombra del Cerro Santa Lucía chusmeando con una amiga, riéndose de clientes viejos o recordando la historia del activismo travesti local. También se la puede cruzar en una marcha feminista vestida de monja, de Pamela Anderson o de la Estatua de la Libertad con una pancarta: “Para las travestis reales el Estado no puede existir”. Es autora de fanzines y libros de poesía como Cuerpos para odiar y Dramas pobres. Algunos de sus textos fueron llevados al teatro, como la autobiográfica Vienen por mí que la actriz y escritora Camila Sosa Villada estrenó en Córdoba, Argentina. Es una de las voces del libro Travesti, una teoría lo suficientemente buena (Ed.Muchas Nueces), entrevistada por Marlene Wayar.

    En su obra, el cuerpo travesti se monstrua (así, como verbo) a través de reconfiguraciones plásticas y peligrosas. El peligro es ese cuerpo, peligro latente pero omnipresente. “Ser travesti es ser una muñeca para los hombres que odian a las mujeres”, escribe Claudia. Estos aforismos abundan tanto en su poesía como en sus reflexiones cotidianas. Es su forma de contextualizar la memoria que bifurca y desdobla en cuerpos inertes, degollados. Cuerpos de mujeres travestis que, como ella dice, “murieron sin haber escrito ni una carta de amor”.

    Claudia Rodriguez_02

    La artista chilena fue invitada por el Instituto de Humanidades de Stony Brook University a participar del simposio Unnatural: Gender, Ideology, and the New Latin America (Antinatural: género, ideología y la nueva América Latina). 

    Stony Brook forma parte del sistema de universidades públicas del estado de Nueva York. Queda a dos horas en tren desde Manhattan, en un suburbio de familias tipo: blancas, burguesas.  Es conocida por sus programas en ciencias exactas, por su hospital y por la escuela de medicina. Las humanidades aquí quedan relegadas a un segundo plano de importancia -y de financiamiento-. Stony Brook es una universidad popular, con aranceles accesibles; por eso muchos de sus estudiantes son hijos de inmigrantes latinoamericanos y asiáticos. 

    ***

    El encuentro busca generar un diálogo sobre el impacto de la vuelta de la derecha en América Latina en la política y en el arte. Y cómo esta vuelta que no es nueva se viraliza y se siente tanto en los espacios públicos como en las relaciones interpersonales, en la intimidad.

    También exponen Denilson Lopes, especialista en literatura y cine de la Universidad Federal de Río de Janeiro, y Gabriela Arguedas, filósofa feminista experta en bioética de la Universidad de Costa Rica. Todxs hablan de la coyuntura vista desde las ciencias sociales y las humanidades, y también desde la investigación académica y las experiencias personales. 

    Lopes, el académico carioca, se refiere al deseo de los encuentros cotidianos (inter e intra-generacionales) como un modo tenue pero poderoso de construir redes de afecto. Pone de ejemplo el cortometraje Bailão (de 2009, dirigido por Marcelo Caetano) para explicar cómo, en la sutileza de lo mundano, de los espacios entre la casa y el trabajo, residen otras posibilidades de una sociabilidad si no utópica, fugazmente luminosa, centelleante, en devenir. Pienso en la pista de baile de un bar gay cualquiera, un martes. Pienso en una conversación. Una pausa. Una mirada.

    Por Skype y desde Costa Rica, Arguedas (cuyo vuelo de American Airlines se retrasó por una falla mecánica) le apunta a la denominada ideología de género. Se remonta al siglo XVIII, traza la historia filosófica, se enfoca en el neointegrismo católico y en el fundamentalismo pentecostal. Explica: estas dos formas de pensamiento no sólo rechazan los esfuerzos recientes en materia de derechos LGBT, sino que también repudian la soberanía individual, legado de la tradición intelectual de la Ilustración. Quedé impresionado no sólo por la destreza interdisciplinaria de Arguedas, sino por el trabajo político que nos queda por delante. ¿Cómo apelar a los derechos de un colectivo disidente cuando, precisamente, es el individuo quien recibe derechos dentro del sistema legal en la modernidad? ¿Cómo no caer en la quimera de la protección estatal? 

    Entonces, Claudia. Con las uñas anaranjadas, con su cuaderno como escudo, ¿de qué tiene que hablar? Su intervención comienza con una paradoja que es, a la vez, una reflexión sobre las expectativas culturales, académicas e institucionales y un intento por sintetizar un deseo. Hay en ese “tener que” una postura política ante la obligatoriedad discursiva, ante la aparición de una travesti en público, ante la mirada pegajosa que solicita. Nos provoca a indagar el cuerpo, el deseo y la política a través de una teorización transfeminista que se basa en un recuento de su propia trayectoria activista y poética. Tras una pausa, dice: 

    – Aprendí del feminismo que hay que poner el cuerpo. 

    Claudia Rodriguez_03

    Esa apuesta por un feminismo experimental -cuestiones que guían la obra de Rodríguez- nos interpela como público: ¿cuánto cuerpo hemos puesto y cuánto estamos dispuestos a dar? ¿Qué puede el cuerpo, este cuerpo mío?

    La pregunta me transporta a 2015, cuando la vi por primera vez en Chile. Claudia actuaba en Cuerpos para odiar: emergía de la penumbra, se mostraba etérea pero contundente, vestida de blanco, cabello rubio quemado. Interpelaba al público: 

    — ¿Quieren show? 

    No era una pregunta retórica. ¿Qué quieren del cuerpo travesti? ¿Qué quieren que les diga?

    La inquietud de una alumna me devuelve a Stony Brook. Le pide recomendaciones para seguir pensando la intersección entre la literatura escrita por mujeres y la violencia epistémica. “No te podría decir. No soy mujer, soy travesti”, responde la chilena. Y arroja un ejemplo de su política feminista: hablar desde ese cuerpo encarnado, ese lugar específico. Dejar de pensar en universalizaciones para figurar desde su ontología (si me permiten la verborragia, Claudia propone una ontopoética travesti).  

    La jornada termina. Los alumnos se dispersan (y me confesarán después que fue el evento más comentado del año académico). Nos quedamos Claudia y yo para la cena celebratoria (de rigor). “¿Querés ostras?”, le digo, y me imagino en aquella escena inicial de Una excursión a los indios Ranqueles, cuando Mansilla se jacta de su colonialismo gustatorio, de sus ostras y de su tortilla de huevos de avestruz. Viene el camarero —un inmigrante salvadoreño—, y toma nuestro pedido: 

    – Quiero la carne —dice Claudia—. Pero cruda. 

    ***

    Como somos amigas (la Claudia me mujerea mucho), después del evento nos escapamos del pueblito de Stony Brook. Ella se queda a pasar unos días en mi departamento en Brooklyn. No tenemos mucho planeado, pero en algún momento ella pide: 

    – Quiero ir adonde la Marilyn sacó su fotografía. 

    No me lo tiene que explicar. Conozco la imagen de Marilyn Monroe en The Seven Year Itch. La referencia no es gratuita. En su poemario del 2016, Dramas pobres, Rodríguez escribió: “A veces me parezco a la Marilyn. Cuando tomo el cigarro y miro fijamente al pasado; me vuelvo a levantar, a sentirme travesti y minotaura”. Y en Cuerpos para odiar, Rodríguez protagonizó a La Marilyn. Es que Monroe es una suerte de sombra para ella, una figura trágica, modelo imperfecto de una femineidad mediatizada, decadente, monstruosa. 

    Aquella foto histórica se tomó en la esquina de la calle 52 y Lexington Avenue. Vamos. Pero no hay nada material para reconocer aquella escena, ni una placa ni flores ni olor a Chanel Nº 5. Hay que ir como si fuera un ritual solo para iniciadas, como si la búsqueda de ese espacio, cual soplo de viento fortuito, tuviese que ser también fugaz, tentativa. 

    De vuelta a mi casa, Claudia sube al Facebook la foto que le saqué. El álbum se titula: “Una travesti pobre en Nueva York”.

    El sábado vamos al Central Park. Es el primer día soleado de la primavera de Nueva York. El pasto todavía está mojado, frío, pero igual nos sentamos a ver los cuerpos que, en su transitar líquido, poliforme, reflejan el ansia del encuentro. 

    Más tarde vamos a sacarnos otra foto, esta vez con la Estatua de la Libertad, aquella mujer tan sola. Tan travesti. Caminamos hacia la última punta de Manhattan, donde el mar Atlántico chapea contra un muelle que en el siglo XIX servía como batería militar y antes como mercado de esclavos. Entonces divisamos una masa humana que, frente a la bolsa de valores, se aferra al Toro (de bronce) de Wall Street, el Charging Bull. Nos dejamos llevar por el bullicio. Hay familias de turistas que se sacan una foto, mejor dicho, que se turnan para sacarse la misma foto. Varias manos encima de los cuernos lustrosos, sonrisitas. Claudia señala con la mirada: “Quiero con el poto”. Obvio. Con el poto del Toro de Wall Street. Se para al lado y, providencialmente, una pareja de argentinos me pregunta: 

    – ¿Querés que les saque la foto con las bolas?

    – No. Con el poto. 

    Nos miran. Claro, para ellos el poto no significa nada; o quizás entienden, por el contexto, que poto es culo, ano, orto, pero igual nos miran desconcertados con el desdén del falogocentrismo y el gesto irónico de la travesti.  

    “Podría ser la portada de mi siguiente libro”, sugiere Claudia. Nos reímos. Y sí, ¿por qué no? Necesitamos una potopolítica, propongo. Potopolítica: liberación del ano, política marica-travesti-torta de los (malos) usos del cuerpo, expresión del deseo antinatural, legado del pecado nefando. 

    Claudia Rodríguez_04 byn

    En realidad, Rodríguez lleva rato pensando en la lógica anal, en el precioso ano del hombre, como señala uno de sus poemas: 

    Una loca dijo: 

    Ser travesti es ser degenerada como los hombres, 

    estar dispuesta a todo pero en secreto, para que no 

    duden del hombre, para que no se diga del hombre

    que le gusta por el poto. La lengua en su poto y los

    dedos de una travesti. 

    ***

    Si tuviera que nombrar qué nos une a Claudia y a mí diría: el deseo. La forma del deseo, de pensar el deseo, de buscar en sus contornos un territorio propio-compartido a partir del cual nos sentimos cómplices en nuestros respectivos proyectos (de vida, artísticos, políticos, cotidianos). Tenemos, por así decirlo, un trasfondo común a pesar de las muchas cosas que nos diferencian. Y de ese trasfondo surge la necesidad no solo de pensar el cuerpo (individual, colectivo) en estos tiempos de fascismo, sino de poner en práctica la consigna que aprendimos (las dos) de Perlongher: “Lo que queremos es que nos deseen”. 

    No me sorprende, entonces, cuando Claudia me pregunta: “¿Dónde está el deseo?”. 

    Salimos del MoMA y vamos a tomar el subte hacia Brooklyn. Seis de la tarde, Midtown. Zona de negocios, de bancos, de trámites pero no del deseo, o por lo menos, del tipo de deseo que queremos ver. “Quizás -me dice- el deseo tiene horario.” Pero en la ciudad que nunca duerme los horarios son flexibles. El deseo también. “Mira que todos andan del mismo color azul marino. ¿Cuál es el color del deseo?” Tal vez tiene en mente una naturaleza muerta de Cézanne, las imperfecciones que se dejan ver en la forma, en el toque, imperfecciones que enmascaran los píxeles de la reproducción digital. Es la búsqueda lo que se deja ver en persona, la búsqueda de la expresión, que es otra manera de decir: el deseo.

    Durante el simposio, Lopes había sugerido que el arte puede ser un lugar de encuentros. No lo entendí, y quizás todavía sigo sin entenderlo. Igual, pienso, el arte no escenifica encuentros. El arte es el encuentro. Como el encuentro también es arte.  

    Por ejemplo: estábamos sentadas en un salón del MoMA. Hablábamos de la muestra fotográfica de Lee Friedlander “Letters from the People” (Cartas del pueblo). Claudia pregunta: “¿Por qué no hay nada en español?”. Miro. “Hay todo un mundo ausente aquí”, dice. Otro pueblo, quizá. Las fotos son de números y letras, graffitis, signos sacados de contexto, combinados para crear otro contexto —un ensamble-. Tiene razón, pienso, pero el fotógrafo busca algo también. Quizás no sabe leer los códigos subterráneos. De repente escucho: “Can you move?”. Nos miramos. Me doy vuelta. “Can you move?”, de nuevo. Es una chica de veintitantos años, rubia, europea. Se interrumpe nuestro encuentro con otro inesperado. “Quiere que nos quitemos de la banca”, le digo a Claudia. Nos pide dejarle el asiento para poder sacarse una foto. Nos corremos un poco. Saca una selfie, nosotras de periferia.

    En alguna foto de Instagram estarán nuestras miradas de reojo reflejadas en los retratos de Friedlander, miradas que sirven de trasfondo para el registro fotográfico de una turista europea en el MoMA. Se me ocurre: cuando nos desplazamos se generan otras posibilidades de encuentros, otras constelaciones afectivas y corporales, a pesar de la relación de poder evidente. Luego Claudia me dice: “No hay que buscar hablar desde el centro. La periferia debe nombrar la periferia”. Sonrío. Sí, desde ahí, desde la periferia se pone el cuerpo. 

    Me sacude la claridad de su pensamiento. Es que había pensado al proponer el simposio, confieso, que serían mis alumnxs y no yo el sujeto de la irrupción de Claudia en el escenario cotidiano. Yo, como sujeto indígena, nunca me he imaginado céntrico en este país genocida. Pero me doy cuenta que mi propio transitar centro-periférico, mi deseo marica, mi piel, mi ciudadanía sexual, dependen precisamente de discursos encarnados, entrelazados, de tensión epistémica. Mejor dicho: me doy cuenta porque ahora lo siento en mi propio cuerpo, junto a Claudia, travesti monstruosa, cuando nos dejamos llevar por el arte del encuentro. No puedo dejar de imaginar, así, que nuestros cuerpos, en un eco luminoso, marcan no sólo coordenadas de pertenencia o de exclusión sino también, y sobretodo, zonas de deseo siempre en movimiento. 

    Fotos: perfil de Facebook Claudia Rodríguez

    La entrada Vengo a hablar de política se publicó primero en Revista Anfibia.

     

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