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Recomiendan extremar los cuidados contra la hipertensión arterial por el coronavirus

En el Día Mundial de la prevención de la Hipertensión Arterial (HTA), especialistas aconsejaron fortalecer la prevención, los controles y la continuidad de los tratamientos, al advertir que además de ser el principal factor de riesgo cardiovascular, aumenta la posibilidad de contraer formas severas de coronavirus.

“La hipertensión arterial es una enfermedad silenciosa, sin síntomas. Más allá de causas hereditarias, los hábitos de vida favorecen su manifestación. La falta de ejercicio físico, la obesidad abdominal; el exceso del usos de la sal y el sodio en conservas y procesados; el stress cotidiano; el tabaquismo; los trastornos del sueño y en las mujeres la menopausia, son múltiples factores que lo favorecen”, explicó el doctor Miguel Sangiovanni, con máster en Hipertensión Arterial y Mecánica Vascular de DIM Centros de Salud,

Por su lado, Carlos Reguera, médico cardiólogo y Jefe de Medicina Preventiva y Cardiología de INEBA, declaró que “se lo considerada el principal factor de riesgo cardiovascular. Trabajar en su prevención es uno de los aspectos más relevantes que podemos hacer desde el sistema sanitario. Incluso en estos momentos de pandemia es sumamente importante mantener los controles”.

La hipertensión arterial es una enfermedad crónica que afecta a más del 25-30% de la población a nivel mundial; entre las personas afectadas, un número importante no están tratadas y de aquellas que reciben tratamiento más de la mitad no tienen las cifras de tensión controladas.

Uno de los problemas que tiene la hipertensión es que es “silenciosa”, se puede cursar sin síntomas durante mucho tiempo.

La hipertensión arterial es una enfermedad crónica que afecta a más del 25-30% de la población a nivel mundial; entre las personas afectadas, un número importante no están tratadas y de aquellas que reciben tratamiento más de la mitad no tienen
las cifras de tensión controladas.

“En nuestro país el 38,8% de los hipertensos desconocen su enfermedad, el 55,5% están bajo tratamiento y solo el 24,2% se encuentran bien controlados. La presión puede variar”, indicó Reguera.

Desde otro punto de vista, la Sociedad Argentina de Nefrología (SAN) recordó que la hipertensión arterial es la segunda causa de enfermedad renal crónica a nivel global. Nueve de cada diez personas con Enfermedad Renal Crónica (ERC) en etapas de 3 a 5 sufren de hipertensión, indicó la SAN al subrayar la necesidad de extremar las medidas de cuidado del sistema circulatorio.

El coordinador de los grupos de trabajo de la SAN y secretario del grupo de trabajo de Hipertensión Arterial y Daño Vascular, Carlos Blanco, dijo a Télam que “la hipertensión arterial es una enfermedad crónica que representa un serio problema de salud pública en los países desarrollados y es considerada uno de los principales factores de riesgo para las enfermedades cardiovasculares, como el infarto de miocardio, los accidentes vasculares cerebrales o la insuficiencia cardiaca, así como también es la segunda causa de enfermedad renal crónica a nivel global”.

Y continuó: “La prevalencia de la hipertensión arterial es similar a la de gran parte de los países, afectando a más del 25-30% de la población; en cuanto a la enfermedad renal, a nivel global y también en nuestro país, se considera que un 10% de la población tiene algún tipo de patologías con compromiso renal”, mencionó.

Respecto de la incidencia de la pandemia de coronavirus en el abordaje de estas enfermedades, Blanco resaltó que “fue significativo, dado que los hipertensos y los enfermos renales, en particular los enfermos renales crónicos que reciben tratamiento de diálisis en cualquiera de sus dos variantes o los que están trasplantados, son pacientes de riesgo de tener grados moderados y/o severos de enfermedad por Covid 19″.

Los especialistas coinciden en cuanto a las medidas de prevención que se deben tomar para evitar la hipertensión arterial.

Virginia Busnelli, médica especialista en nutrición y directora del Centro de Endocrinología y Nutrición (CRENYF), indicó que “el excesivo consumo de sodio en la actualidad es el principal factor a trabajar cuando hablamos de prevención de esta enfermedad”, por lo que recomendó “disminuir el agregado de sal de mesa en las preparaciones y platos de comida y el consumo de alimentos procesados y ultraprocesados”.

Entre otros hábitos saludables, consideró los controles médicos regulares, la incorporación de más frutas, verduras, cereales integrales y legumbres a la dieta cotidiana, así como también la realización de actividad física de forma periódica y no fumar.

Sangiovanni hizo hincapié en evitar el sedentarismo “caminar a paso vivo 30 minutos cinco veces a la semana como mínimo”, manejar la ansiedad mediante la práctica de la meditación o simplemente escuchar música para bajar el ritmo cotidiano.

“Esta es una enfermedad presente en cualquier edad, más aún con tantos niños obesos y sedentarios con uso precoz de cigarrillos que prevalece en la actualidad”, concluyó.

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  • La leyenda del algarrobo caminante

     

    En las vísperas del atardecer, el paisaje se tiñe de rosa. La luz viene del sol pero parece emanar desde la tierra. Los marrones del suelo se vuelven naranja, los cerros en violeta profundo. Árboles y cactus adquieren un verde oscuro y suave. Es el cambio de guardia entre los bichos del día y los de la noche, un breve traspaso en que  las lechuzas vuelan con los pájaros y el zumbido de las abejas se mezcla con el canto de las ranas. En este momento intersticial un zorro baja del monte. Serpentea por un río ya seco. Busca agua. El camino tiene apenas rasgos de humedad. Sobrevuelan dos cóndores que aparecieron hace rato. Sedientos también, quizás. El zorro llega al borde de un cráter enorme. Parece la entrada al infierno. Son infinitos escalones de tierra, perfectamente esculpidos: baja dando saltitos. El viento ruge fuerte. Un lago turquesa resplandece en la luz crepuscular. Huele acre, peligroso. Un cartel oxidado anuncia “MINA PILCIAO 16”.

    Sin otro remedio, el zorro bebe del lago. Sorbos voraces. Quema pero no tanto como la sed. Luego, busca reparo bajo el único árbol que queda: un algarrobo solitario, grueso pero enjuto. Entre las ramas se cuelga un viejo letrero, que reza: “Sin agua no hay membrillo”. Al zorro le duele la panza. Escucha como los dedos petrificados del algarrobo repiquetean contra el cartel, como el eco de una copla. Entonces una fuerte ráfaga despierta la voz del árbol, que por años descansó, esperando alguien que lo escuche. El algarrobo se aclara la garganta y empieza a contarle al zorro una leyenda. La leyenda del algarrobo que caminaba.

    Las raíces 

    ¿Cómo crece un árbol que camina? Con pequeños pasos…” 

    Pequeños pasos son los que llevaron a dos hombres al polvoriento camino una mañana hace muchos años. El sol del verano pegaba fuerte y el calor sofocaba. Eligieron un lugar al lado de un algarrobo chiquito, que apenas daba unas huellas de sombra. Sudando, los dos desplegaron una pancarta, de un extremo de la calle al otro. Se enraizaron ahí para prevenir el paso de las máquinas. Así pretendían frenar la megaminería. 

    Megaminería. Un eufemismo que dice poco y encubre mucho: una montaña que se vuelve cráter, sus entrañas destripadas y lavadas con agua y cianuro; las achuras amontonadas en pilas de roca estéril; las partes más exquisitas llevadas para las mesas de los países “desarrollados”; y el agua dulce – ya cianurada – atrapada en un “dique de colas”, una laguna contenida por una frágil membrana.

    En contra de este Goliat, dos hombres con una tela finita. Pero debajo de su pequeño brote, había algo más: echaron raíces que en el subsuelo se extendieron en busca de sustento. Así se plantaron dos, pero llegaron dos más. Y dos más. Y luego cuatro más y cuatro más. Y ocho… y así multiplicándose hasta que era más que un brote. Un retoño. Y de tanto llegar, se enraizaron también. Se quedaron la noche. Después otra. Se festejó allá la Noche Buena de 2009. Después Año Nuevo. Y siguieron. Establecieron turnos y el algarrobo nunca se quedó solo. Y así empezó a crecer su hermano. Era el más inquieto del par. Uno se quedó en su lugar, vigilando el camino que llegaba al cerro. El otro iba y venía con los vientos.

    Este árbol que caminaba se convirtió en una asamblea. No fue la primera ni la única. Pero era la que más caminaba. Y cuando no estaba caminando, sus ramas se juntaban. Sentados en el suelo, abanicándose con lo que había para luchar contra el calor. Todos emparejados con el horizonte durante las deliberaciones interminables: los “de apellido” y los “sin”, los del “centro” juntos con los de la “orilla”, los de plata ensuciándose con la misma tierra y sudor que los demás. Los cerros, a lo lejos, eran lo único que los sobrepasaba.

    Entonces, cuando la policía intentó levantar el acampe el 15 de febrero de 2010, sus raíces ya estaban firmes. Al atacar a unas ramitas, se sintieron los tirones hasta en el centro de Andalgalá. Todos salieron a defender su pueblo y su tierra. 

    “Es una lección que difícilmente pueden aprender las mineras,” el algarrobo le explicó al zorro. “Toda su operación se basa en pirámides: de un CEO extranjero a un puñado de capataces hasta unos cien peones; o bien, del punto de la escombrera hasta su piso ancho. Es la única forma que ven. Pero la asamblea no era una pirámide, era un algarrobo. Era un conjunto de vecinos, ninguno más imprescindible que otro. No había una cabeza para arrancar, ni un solo algarrobo que se pudiera talar. Porque la asamblea también era una articulación de una lucha que la excedía. No hacía falta haber estado meses en el árbol, pasando la palabra en la asamblea. Muchos más salieron a la calle ese día, aunque fuera sólo para dar agua a sus vecinos o curar sus heridas. Andalgalá tenía el espíritu del algarrobal.” 

    Aquel tejido de madera hecho con raíces y sangre pudo revertir la autorización de la Mina Agua Rica (alias “MARA”). Si Agua Rica se hubiera llegado a abrir arriba en las montañas, es muy probable que el agua contaminada hubiera escapado de su laguna para correr abajo por el Río Andalgalá. Y al envenenar el pueblo, la plaza hubiera quedado vacía y el oro que dormía debajo de sus baldosas desprotegido. Así la codicia también seguía el río, una pluma de contaminación que pretendía entrelazar el Agua Rica con otro complot. El proyecto de la Mina Pilciao 16, textualmente, contemplaba la indemnización de los vecinos de Andalgalá: desarraigarlos y replantarlos en otro lado, para que el camino al oro quedaría libre de raíces.

    “¿Escuchas?” , pregunta el arbol. “¿El eco de los golpes, el redoble de los pasos?”

    El zorro, luchando contra los dolores agudos en su panza, inclina la cabeza.

    “Así empieza la leyenda del árbol que caminaba. Aquí mismo en lo que antes era la plaza de Andalgalá…” 

    El zorro echa un ojo al cartel de la Mina Pilciao 16 y se acomoda de nuevo para escuchar cómo sigue.

    El tronco

    “Al caminar, los brotes se endurecieron, pero no dejaron de andar. La asamblea era su tronco y cada caminante una ramita. Como las mías, se estiraban para el cielo. Pero también se quedaban conectados a su base…”

    Había una de las ramas, una bien alta y curtida. Cuando llegaban los extraños a Andalgalá, se los mandaban derecho para su casa, unas cuadras de donde nació la asamblea. Siempre los saludaba de la misma forma, fuera periodista, investigador, viajero, hippie o asambleísta: “Bienvenidos a Chaquiago. Ya estás en el centro del universo y yo soy Dios.” Y tomaban un vino casero de su creación bajo la sombra de otro algarrobo, el del patio del Cielo. 

    Le gustaba recitar a Atalhualpa Yupanqui: “Para el que mira sin ver, la tierra es tierra nomás.” Fue instruido como sociólogo, y en sus 75 años, tenía acumuladas dos detenciones y un sinfín de causas, culpa de su lucha. Subía los senderos inclinados de los montes sin esfuerzo, mientras contaba, bromeaba y aún cantaba. Siempre llevaban a los recién llegados a caminar: “Tenés que caminar por la tierra… Tenés que dejarte pinchar por nuestras plantas. Sólo así se entiende nuestra lucha.” 

    Irse por los montes no es la única manera en que caminaba El Algarrobo. También daban dos vueltas a la plaza una vez por semana. Al atardecer, cada sábado, las ramitas se acercaban. De a poco se trenzaban y empezaban a caminar. A su ritmo, bailando con tambores. Las ramitas del Algarrobo caminaban para ver; también para ser vistas. Al caminar, uno se despertaba y también podía despertar a los demás. 

    Otra ramita, una periodista de Andalgalá, se despertó así, caminando. Cuando llegó la Mina Bajo la Alumbrera a fines de los 90, nadie sabía cuestionarla. Era la primera mina a cielo abierto en el país. Lo que antes era llamado “montaña” se empezó a nombrar como reserva de cobre, oro y molibdeno. Este giro retórico sin embargo, no advertía que estos minerales no se encontraban físicamente aislados, sino entrelazados, mezclados con la tierra y las rocas. Para resolver ese problema se ingenió la tecnología de open pit: dinamitar la montaña y separar sus componentes con una sopa tóxica. 

    Las ramitas veían como cada día un avión salía lleno de lingotes de oro, sobrevolando Andalgalá. Mientras tanto, las regalías prometidas no aparecían. No hubo derrame de la riqueza; lo único que empezó a derramarse fue el contenido del mineroducto, que escupía “barro”: una mezcla de minerales, agua y cianuro. El río, que daba vida al pueblo más cercano, empezó a quitarla: primero llegaron los dolores estomacales, diarrea y vómitos; después la muerte de sus animales; luego el cáncer; hasta que sólo se quedaron los fantasmas. Entonces empezaron a salir los ambientalistas locos. Así los llamaban. Protestaban en contra de la mina que ya estaba – La Alumbrera – y las que podían llegar a instalarse en el futuro: Agua Rica, Pilciao 16, entre muchas más. 

    “La ramita en cuestión no participaba al principio. Era una estudiante de secundaria en ese momento – cuenta el árbol – pero un día, el algarrobo caminante circulaba y ella lo vio.”

    Sonaban los tambores, pero no del alegre vaivén de una caminata, sino un tan tan bien mecánico y seco. Desde un costado, ella miraba pasar el desfile patrio. De repente, una oleada de movimiento espontáneo le llamó la atención. Los ambientalistas locos corrían entre los que marchaban, saltando y gritando. En vez de rechazo, ella sentía un tirón. Las ramitas le extendían sus manos y ella se las agarró. Ni siquiera fue una decisión consciente. Se metió y caminó con los loquitos por primera vez. 

    Después nunca dejó de caminar. Aunque se fue lejos de su tronco para estudiar, ella seguía participando. No podía cerrar los ojos una vez abiertos. Al caminar, la ramita había visto no sólo el presente, también un hilo fibroso que entrelazaba sus memorias. Una raíz que se estiraba hacia el agua. El río era muy importante para ella. No era solo el agua que servía para tomar o regar. Tenía un valor mucho más profundo. En su infancia jugaba ahí y se refrescaba en los días calurosos del verano. Después, con los años, se convirtió en su lugar para meditar. Al dejar los dedos de los pies congelarse en el agua y estudiar cómo la luz jugaba en la corriente, podía pensar y sentir de otra forma. Entonces solo faltaba atar sus recuerdos con la necesidad de defender los cerros, donde nacen los ríos. 

    La asamblea caminaba para estrechar ese vínculo entre memoria vital y lucha por el territorio. Hicieron charlas, panfletos, recitales, teatro en la calle, murales y más. Poco después de la primera represión nació la radio comunitaria. Para romper el cerco mediático, los vecinos empezaban a tirar semillas, a través de las transmisiones aéreas. Hacían varios programas semanales desde el predio de la asamblea, custodiado por el mismísimo árbol-hermano que ya daba más sombra que en su infancia.

    También sembraron semillas caminando. Los que antes eran brotes ya llegaron a ser ramas, que se preocupaban por los próximos brotes. Uno de ellos arreaba a un grupo de sus estudiantes al lado del río. Guiaba pero también dejaba que tocaran y jugaran. Pasaban el día caminando los cerros con expertos en historia, plantas, y aves. Así, los chicos nutrían sus propias raíces. 

    “Porque no puedes proteger lo que no conoces – explicó el algarrobo al zorro – si el caminar te hace despertar, el despertar después te hace seguir caminando. Escuché desapercibido cuando la ramita alta y curtida les contó a sus invitados la diferencia entre caminar y esperar:

    _No uso la palabra esperanza. La odio. Es de la religión eso de esperar, esperar un milagro. Esperar para que uno haga algo por vos, el gobernador, los políticos, Dios. Nunca me pasó un milagro, ¿a vos? Te morís esperando un milagro… no, no, esperar no. Hay que caminar…” 

    Muchos eran los que elegían caminar. Aunque el número de asistentes en la plaza fluctuaba según la gravedad del momento, los defensores de los cerros caminaban por todos lados. Estaban en las escuelas, en la cancha, en las juntadas de amigos y en la iglesia. Siempre estaban para dar una mano el uno al otro, si era apoyar a uno que perdió el trabajo o si había que encontrar una mascota perdida. Para muchos, la cosa más linda de la lucha eran las ramitas que habían conocido caminando juntos. 

    Ahora algo llama la atención al hocico del zorro. Algo en una corriente del viento, un cambio tan leve que no puede discernir qué promete. Se queda atento, tanto a la brisa como al cuento.

    Las hojas

    “Las historias no siempre son de alegría, unión y éxito- dice el árbol –  lo que da dimensión a los cerros, mientras uno camina entre ellos, también son las sombras. Y la asamblea, que caminó tantos años, también pasaba a veces por la oscuridad. Incluso, a veces son las mismas hojas que tapan la luz para las demás.”

    Las corporaciones sí sabían cómo esperar. Si encontraban trabas en un proyecto, hacían crecer su capital en otro lado del mundo, esperando que los caminantes se cansaran. Siempre volvían después para intentar otra vez. Y así fue en Andalgalá: a pesar de que la autorización de Agua Rica se había quitado en 2010 y que el Concejo Deliberante había prohibido la megaminería en la cuenca del río en 2016, encontraba un punto débil institucional y lo presionaba. En el medio de la noche el 28 de diciembre de 2020, la Corte Suprema de Catamarca declaró inconstitucional la prohibición y a las pocas horas de la madrugada empezaron a subir las máquinas al cerro. A diferencia del acampe de 2009, en el que pudieron prevenir y evitar la subida, esta vez el algarrobo caminante llegó tarde. Aunque la respuesta fue multitudinaria, las máquinas ya habían ocupado el territorio y todo se volvió más difícil. Así la pueblada que vino después expresó la desesperación y enojo. En la caminata número 584, incendiaron la sede de la empresa minera.

    “Las llamas son bien complicadas, – murmura el algarrobo – tendría que encontrar un árbol mucho más sabio que yo para que le diga que puede ser un bien. Capaz que le diría que hacen revivir al bosque… Destruir para renacer. Pero nadie se quiere quemar, nadie…”

    Quizás fueron infiltrados. O jóvenes enojados. O un acto de Dios. Quedaron muchas versiones. Lo cierto es que el poder sabía manejar el incendio. A pesar de tener cientos de policías cerca, dejaron que las llamas consumieran casi todo. Y después se tomó licencia para reprimir. Empezaron los allanamientos y las detenciones de asambleístas, sin pruebas. Lo que más lastimaba, además de los golpes, era tener que esperar. Esperar en la casa para la posible llegada de las pisadas de la policía. Esperar la notificación del celular de otro compañero detenido. Esperar en la celda para una liberación qué tal vez no venía. Y después de 14 días así, seguir esperando la resolución de las causas interminables. 

    “Escuché tantas historias relatadas bajo mis ramas – le cuenta el algarrobo al zorro – de triunfos, alegrías, nuevos lazos y aprendizajes; pero también de mentiras, celos, contiendas, y de violencia. Una de esas casi me quebró.”.

    Estaban bañadas en el sol de la tarde, cuando de repente pasó una sombra. Y brotaban palabras, viscosas como el bitumen, que después salían a chorro, imposibles de contener. La ramita contó sobre algo que le pasó mientras militaba. Alguien allí había abusado sexualmente de ella. Una herida de hacía años, tantos que era otra la asamblea, otros tiempos también. Pero la cicatriz todavía dolía. Filtraban las palabras que en su momento no se pudieron decir. Nunca hizo una denuncia, según ella le pidieron que no la hiciera.

    Desde su perspectiva, priorizaron la reputación de la asamblea por sobre una discusión por violencia de género. ¿Pero cómo se podía defender la tierra y aceptar el abuso? Entonces la unión no era la misma cosa que la coherencia y la coherencia podía ser sacrificada para la unión. Y si no se puede debatir esa contradicción abiertamente, las violencias pueden quedarse adentro también.

    “Las historias importan – dice el árbol – no por una verdad absoluta, sino por cómo se cuenta y a quienes… Lloramos todos ese día, lágrimas de savia.”

    Las semillas

    Un árbol que camina a veces tiene que buscar distancia – dice el árbol al zorro –  al alejarse, me han contado, todo se achica menos las montañas…”

    Todo bicho tiene plaga. Al fin y al cabo, la vida es una marcha de seres que alegremente se comen uno al otro. Pero caminar no es marchar. Se puede reducir la velocidad. Pensar. Hablar. Y las asambleas se han demostrado capaces de asumir el diálogo: trabajando sobre las diferencias, encontrando la fuerza en el conflicto. Porque si no, el costo es altísimo. Tu plaza puede convertirse en mina. 

    Entonces, cuando el enemigo externo es tan grande hay que cuidar cada ramita, especialmente las más vulnerables. Cada raíz ayuda a que la lucha quede anclada a la tierra. Las corporaciones no son buenas estudiantes de lo vital; aun cuando cavan profundo encuentran un límite. Se puede talar un algarrobo, se puede separar un árbol caminante de sus piernas. Pero no hay forma de sacar sus semillas. Acurrucadas en la tierra, saben exactamente la hora en que deben salir.

    El algarrobo nota que el zorrito está perdiendo su batalla. El agua le ha hecho daño. Lo tapa con sus ramitas para que no tenga que mirar más al Pilciao 16, por lo menos. Le dice: 

    “Había una investigadora que buscó reparo así como vos en mi cobijo. Pasó mucho tiempo acá pensando. Y un día me hizo una confidencia. Me contó: ‘solo pasé 6 semanas aquí en Andalgalá, pero fue también una vida. Compartí caminatas, comida, vino y fuego con personas que amo mucho. Formaba rutinas, caminatas y trotes en los cerros, lugares preferidos para comprar. Probé el mejor dulce de membrillo del mundo. Sentí el amor, por la tierra, por las personas y también el desamor, enojo y tristeza. Me encontraba yendo a la orilla del río mil veces para buscar consuelo y claridad. Ahí sentada, mirando a sus remolinos, pensé en la facilidad irrisoria que tenemos para echar raíces. Y la increíble dificultad después de arrancarlas. Me sentía un injerto yanqui en Andalgalá, como los membrillos en los troncos de pera…’ La investigadora hizo una pausa y después concluyó: ‘Y aunque uno va lejos, las raíces tiran…’” 

    Cómo muere una leyenda

    El final del zorrito es también el cierre de esta leyenda, la del algarrobo caminante. Como cualquier mito tiene una relación medio retorcida con la verdad. La Mina Pilciao 16 todavía no llegó a instalarse, ni la de Agua Rica (alias MARA). Pero Bajo de la Alumbrera , todo el desastre que produjo y las luchas que resistieron. Ese algarrobal es real. Todas sus ramas y personas, cientos de personas que defienden la tierra, siguen bien plantadas en Andalgalá hasta el día de hoy. Pero si llega a instalarse la mina, la leyenda anticipa la siguiente conclusión:

    Mientras el algarrobo termina la historia, los últimos respiros traquetean el pecho del zorrito. La pequeña luz que lleva adentro chisporrotea. Cierra los ojos y hace saber su última voluntad, que no es tanto un deseo, sino una eventualidad inevitable que sólo pide que apure a cumplirse: que todos los ríos vuelvan a su cauce

    No es que la llama del zorro se apague, no. La chispa sale de su cuerpo y entra a la tierra. Ahí no se queda quieto. Al contrario, se empieza a quemar abajo y crecer. Toca a los vestigios de los árboles cortados, cuyas ramas fueron talladas mucho tiempo atrás, pero cuyas raíces quedaron inamovibles en el suelo. Reciben el mensaje y también lo transmiten: ha llegado la hora. 

    Se prende fuego uno por uno, inmolaciones en concierto que tiene el efecto paradójico de largar las gotas de agua que han tenido resguardado por años. El agua empieza a calarse, a filtrarse para arriba, tiñendo el polvo marrón con una mancha lodosa. Y cuando el incendio llega al corazón de las montañas (las que siguen de pie), el agua acurrucada en grandes reservas en sus fisuras y grietas empieza a hervir. Como una olla tapada, los cerros no aguantan la creciente presión del agua que quiere salir a toda costa. Irrumpe con fuerza, con los gritos contenidos de miles de seres. Tumba por la cara de la montaña como un llanto, llevando puestas las instalaciones de las minas y borrando sus caminos.

    Al llegar a lo que antes era Andalgalá, no entra por donde fue desviado hace todo esos años para esquivar el centro, no. Va a su cauce de antes, con la alegría salvaje de un ser liberado. Así, llena el open pit, que antes era el Pilciao 16, que antes era (y, con suerte, todavía es cuando leas esto) la plaza de Andalgalá. Las cascadas de agua, el viento, los remolinos de tierra, todos se unen en una caminata primordial.

    La entrada La leyenda del algarrobo caminante se publicó primero en Revista Anfibia.

     

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