POR UNANIMIDAD SE INCORPORÓ «LA EDUCACIÓN A DISTANCIA» EN LA LEY DE EDUCACIÓN

La senadora por San Juan, Cristina López Valverde(FdT) informó sobre el proyecto conocido como «educación a distancia». Destacó que la educación a distancia se dará «en tiempos de excepcionalidad» y «garantizando que se trate de una educación de calidad». Al hablar sobre la importancia de la educación presencial aseguró que «la brecha digital y tecnológica no está garantizando la igualdad de oportunidades». Luego de describir los diferentes puntos contemplados en la iniciativa en tratamiento, señaló que «la educación cara a cara es irremplazable».

El proyecto modifica el artículo 109 de la ley 26206 de Educación Nacional y contempla que en casos excepcionales «previa declaración fundada del Ministerio de Educación en acuerdo con el Consejo Federal de Educación, o con la jurisdicción que corresponda, cuando la escolaridad presencial -total o parcial- sea inviable, y únicamente en casos de epidemias, pandemias o catástrofes o razones de fuerza mayor que impidan la concurrencia a los establecimientos educativos», estará permitida la educación para menores de 18 años.

La iniciativa proveniente de la Cámara de Diputados, contempla también que «en tal excepcionalidad deberán adoptarse disposiciones para la reorganización: pedagógica –de acuerdo a los Núcleos de Aprendizaje Prioritarios — e institucional, del régimen académico  de la capacitación docente».

En las diferentes intervenciones que siguieron a la realizada por la senadora Valverde, la oposición expuso indistintamente sobre los tres temas de la sesión: Educación a Distancia; Ley de Alquileres y Suspensi¿ de las Sociedades conocidas como SAS.

En los discursos de cierre, el senador por Salta, Juan Carlos Romero (Justicialista 8 de Octubre) adelantó que no iba a votar los proyectos cuya temática no fuera exclusivamente los referidos a la pandemia sanitaria. Dijo que no los votaría, no por estar en desacuerdo de algunas de las iniciativas que integran el temario, como por ejemplo la Ley de Alquileres, sino porque no «se respeta los acuerdos suscriptos por todos los bloques» de limitar la agenda a los temas vinculados al Covid-19.

El senador por Formosa, Luis Naidenoff (Juntos por el Cambio), recordó que en la última sesión su bancada no habilitó los dos tercios reglamentarios porque los temas en cuestión no estaban en la agenda de la pandemia. Señaló que en esta ocasión ocurría lo mismo. Criticó el proyecto que suspende por 180 días la creación de Sociedades por Acción Simplificada (SAS) porque «afecta a 30 mil empresas que generan 47 mil puestos de trabajo».

El cierre del oficialismo estuvo a cargo de la senadora por Santa Fe, María de los Ángeles Sacnun (FdT). La legisladora refutó los dichos de la oposición, diciendo que «luego del desorden dejado por el anterior gobierno es lógico que se construya un nuevo orden que repare los despidos a mansalva, la pérdida de 250 mil puestos de trabajo y el desastre de los créditos UVA». Defendió la iniciativa que suspende las sociedades de acción simplificada, asegurando que más allá de que «muchos emprendedores y pequeñas y medianas empresas actuaron de buena fe, pero con ese nuevo formato crearon un nuevo formato jurídico para cometer delitos». 

Sacnun aseguró que los temas en debate «tienen que ver con el Covid-19 porque tienen que ver con la necesidad de contar con un Estado inteligente, con un Estado que recaude para resolver los problemas». 

Luego de la votación de la reforma a Ley de Educación, la oposición se retiró de la sesión. El jefe de la bancada oficialista, senador por Formosa José Mayans (FdT) propuso votar en general y en particular la Ley de Alquileres. La miembro informante de este proyecto fue la senadora por Corrientes, Ana Claudia Almirón (FdT).  Destacó que en la actualidad «sigue habiendo abusos contractuales contra la parte más débil de esa relación que son los inquilinos». Dijo que la nueva norma «protege claramente a los inquilinos». Reseñó los puntos principales de la iniciativa y destacó que «el 17 por ciento de los argentinos accede a su vivienda por el régimen de alquiler y que el valor de éste compromete el 41 por ciento de los ingresos familiares».

El senador por Neuquén, Oscar Parrilli (FdT), fue el miembro informante del proyecto que suspende por 180 días la constitución y creación de las sociedades conocidas como SAS. Señaló que «no hay un registro de emprendedores». También adelantó que las Sociedades de Acción Simplificadas van a continuar existiendo. Destacó que «desde la Inspección General de Justicia se inició el control de estas sociedades»  y que existen casos «como uno que investigaba un fiscal de Santa Fe, en el que en una causa por lavado de dinero, aparecen cerca de 40 SAS». 

En el cierre de la sesión, el senador por Formosa, José Mayans titular del bloque del Frente de Todos, destacó el trabajo del Senado, manifestó su preocupación por el crecimiento del coronavirus en la Argentina y el impacto que esta pandemia está generando en la economía mundial. «Todo indica que la emergencia va a continuar. Esto obliga que tengamos que tratar un montón de temas que son urgentes. No se puede ser tan mezquino», concluyó. 

RESUMEN DE LAS INICIATIVAS APROBADAS EN LA SESIÓN:

EDUCACIÓN A DISTANCIA

El proyecto sobre educación a distancia, aprobado la semana pasada por la Cámara de Diputados, amplía el artículo 109 de la Ley de Educación para permitir el aprendizaje a distancia para menores de 18 años -ya que solo se habilitaba a los adultos y escuelas rurales- cuando existan razones excepcionales en las que no se pueda realizar el ciclo lectivo en forma presencial.

ALQUILERES

El proyecto de alquileres que también obtuvo dictamen ayer y fue incluido en el temario extiende la duración del plazo de locación de dos a tres años y establece un mecanismo de actualización anual de los montos en base a una combinación entre el índice de inflación y el de salarios (RIPTE).

SUSPENSIÓN DE SAS. 

Se trata de una iniciativa que ya cuenta con dictamen de la Comisión de Legislación General del Senado y fue presentada por el senador por Neuquén Oscar Parrilli (Frente de Todos).

El expediente propone suspender por 180 días la constitución e inscripción de Sociedades por Acciones Simplificadas (SAS) regulado en el Título III de la Ley 27.349 de Apoyo al Capital Emprendedor y otras cuestiones conexas; sancionada en 2017.

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    ROCA–RUNCIMAN: El pacto que entregó la economía nacional al Imperio Británico

     

    En 1933, mientras el mundo se sacudía por la crisis y Argentina intentaba sostener su economía agroexportadora, el gobierno conservador de la llamada Década Infame firmó el Pacto Roca–Runciman: un acuerdo que dejó al país arrodillado frente a los intereses británicos y consolidó una dependencia económica que duraría décadas. Fue presentado como una “solución”, pero terminó siendo un símbolo de subordinación colonial en plena era de pactos secretos, fraudes patrióticos y negocios turbios entre políticos criollos y los frigoríficos británicos.

    Por Alcides Blanco para Noticias La Insuperable

    Un país en crisis y un acuerdo a medida del imperio

    Tras el derrumbe del comercio mundial por la crisis de 1929, el Reino Unido decidió publicar sus “preferencias imperiales”: un sistema para privilegiar a sus colonias en el intercambio comercial. Argentina no era colonia, pero dependía de vender carne a Londres.
    El gobierno de Agustín P. Justo envió entonces a su vicepresidente, Julio A. Roca (h), a negociar con los británicos. Del otro lado estaba Walter Runciman, presidente del Board of Trade británico.

    El resultado fue un contrato bilateral desequilibrado que entregaba ventajas a los frigoríficos británicos, garantizaba su control absoluto del comercio cárnico y sometía al Estado argentino a condiciones humillantes.


    La famosa frase que marcó a fuego la entrega

    En medio de esas negociaciones, Roca declaró que «la Argentina es, en lo comercial, una parte integrante del Imperio Británico».
    La frase —registrada por la prensa de la época y señalada por Cornejo Linares en su análisis histórico— se convirtió en la marca indeleble del pacto como símbolo de sumisión(1).


    ¿Qué decía realmente el Pacto Roca–Runciman?

    Detrás de los formalismos diplomáticos, el acuerdo establecía medidas que hoy serían inadmisibles para cualquier país que aspire a la soberanía económica:

    1. Cuotas de carne y favoritismo explícito

    Argentina solo podía exportar a Gran Bretaña un 85% del cupo preexistente, mientras que el resto quedaba bajo control directo de los frigoríficos británicos(2).

    2. La CADE y los ferrocarriles: beneficios sin control nacional

    El pacto aseguraba la continuidad de los privilegios de los ferrocarriles británicos y permitía ajustes tarifarios que perjudicaban al comercio interior.

    3. Exenciones impositivas y garantías extraordinarias

    Los capitales británicos obtenían beneficios fiscales y operativos, mientras el Estado argentino asumía obligaciones sin recibir contrapartidas equivalentes.

    4. Un control total sobre la cadena cárnica

    Los frigoríficos británicos quedaron con el 90% del negocio de la exportación de carne.
    El resto del mercado siguió en manos de un pequeño grupo local asociado al poder conservador.


    La reacción nacional: del escándalo a la resistencia

    El pacto generó un repudio inmediato.
    El senador Lisandro de la Torre encabezó la denuncia parlamentaria más famosa de la época, demostrando cómo el acuerdo favorecía a los frigoríficos extranjeros a costa del interés nacional(3).
    Su investigación derivó en el escándalo de las carnes y en el asesinato del senador Enzo Bordabehere en pleno recinto, un episodio que retrata hasta qué punto el poder económico estaba dispuesto a defender sus privilegios.


    La sombra larga del pacto

    Aunque algunos defensores lo justificaron como una medida “pragmática” en tiempos de crisis, el Pacto Roca–Runciman selló un modelo de dependencia y consolidó la hegemonía británica sobre la economía argentina durante buena parte del siglo XX.

    Esa estructura recién comenzó a resquebrajarse con las políticas de industrialización por sustitución de importaciones y la consolidación de un Estado planificador a partir del peronismo, que rompió la lógica colonial que el pacto había cristalizado.


    Un espejo histórico para el presente

    Recordar el Pacto Roca–Runciman no es un ejercicio académico: es revisar el adn de los modelos de entrega, los alineamientos automáticos y las subordinaciones externas que, cada cierto tiempo, vuelven a aparecer disfrazadas de modernización o “necesidad económica”.

    Referencias

    1) Cornejo Linares, R. Historia de las Relaciones Exteriores Argentinas, análisis del período 1930–1933.

      2) Rouquié, Alain. Poder Militar y Sociedad Política en la Argentina; capítulo sobre acuerdos comerciales en la Década Infame.

      3) Cámara de Senadores, Debates Parlamentarios de 1933–1935: Intervención de Lisandro de la Torre en la Comisión Investigadora de Carnes.

       

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    3. Argentina (re)sentida

       

      Durante un tiempo en que viví en un refugio de montaña, cada mañana despertaba cuando aún era de noche en el invierno austral y, parado frente a la ventana de mi cabaña de madera, solo veía niebla.

      Sabía que a un lado y al otro de esa nube echada en el paisaje había un bosque milenario. Sabía que bajo esa estepa de agua condensada solían pastar once vacas y que en el fondo del paisaje oculto se erguía la cordillera, como un límite y como una promesa. Pero la incertidumbre sobre lo que sería alumbrado por el rayo del sol igual persistía. El misterio de cada mañana me impulsaba a sentarme ante la máquina y escribir. La luz del sol, si el sol se dignaba, lograba con cierta rapidez hacer desaparecer la neblina. Y a medida que la deshacía, se podía confirmar la existencia de un mundo allí atrás. El mismo mundo, aparentemente. Lo más interesante era ver qué atisbaba uno de ese mundo perdido tras la cortina de incertidumbre antes de que la niebla se desvaneciera por completo. Buscar con paciencia la forma, el sentido de la luz en el horizonte —la existencia imaginada del bosque, los animales, las montañas lejanas— me hacía sentir la certeza de que estaba allí.

      Durante un tiempo usé este recuerdo, convertido en una metáfora básica pero muy concreta, para conversar sobre el futuro con los estudiantes, en la universidad. Vuelve ahora al escribir sobre por qué este libro, por qué estos textos, qué intentamos atisbar en un tiempo que se siente como la niebla que precipitó la noche: el ascenso al gobierno de un proyecto de ultraderecha, hace apenas dos años, en diciembre de 2023.

      Argentina (re)sentida no solo indaga en el horizonte de las afectividades y las subjetividades políticas en esta era de liderazgos ultra y explotación deliberada de las emociones, sino que también ensaya un gesto de relectura. Vuelve sobre lo vivido —el malestar, la rabia, la ilusión, la tristeza— no para clausurarlo, sino para re-sentirlo. Para permitir que ese sentir, cruzado por otros lenguajes y otros prismas de análisis, hable en un nuevo registro. Intenta atisbar un mundo que sabemos allí afuera, al que tenemos que mirar con paciencia persistente para lograr despejar, aunque sea un poco, la bruma de la época.

      No es lo mismo hablar de afectos que de emociones. Esa distinción, que puede parecer técnica o filosófica, tiene consecuencias políticas concretas. Los afectos, como propone entenderlos Brian Massumi, son intensidades que atraviesan el cuerpo antes de que puedan ser codificadas por el lenguaje. Son fuerzas preindividuales, precognitivas, que no están aún atrapadas en la gramática del yo.

      No es lo mismo hablar de afectos que de emociones. Esa distinción, que puede parecer técnica o filosófica, tiene consecuencias políticas concretas.

      Corresponden a eso intuitivo, prepersonal, que podrían ser los instintos básicos biológicos, una especie de carga genética que nos lleva a reaccionar de tal o cual modo ante ciertas situaciones, personas, detalles. Las emociones, en cambio, son ya interpretaciones, formas sedimentadas del sentir, organizadas por el lenguaje, los rituales, las normas.

      Son, como diría Sara Ahmed, tecnologías sociales que distribuyen lo sensible: quién puede enojarse, quién puede tener miedo, quién aborrece a qué, qué cuerpos generan empatía y cuáles rechazo.

      En esa operación se construyen regímenes emocionales: configuraciones históricas de lo que es esperable sentir, de cómo debe circular el afecto en una sociedad. Ahmed señala que las emociones no son privadas ni interiores: se pegan a los cuerpos, se contagian, organizan el mundo. Una política de la emoción no actúa solo sobre las conciencias, sino sobre las reacciones, los reflejos, las memorias corporales. Es por eso que lo que François Dubet llama pasiones tristes —resentimiento, hartazgo, desconfianza— no son simples síntomas del malestar social, sino estructuras emocionales que el sistema necesita para funcionar. Emociones que nos sujetan, que nos atan a lo que detestamos, que nos vuelven cómplices de lo que nos daña.

      Laurent Berlant retoma esta idea desde otra perspectiva y propone el concepto de “optimismo cruel”: vínculos afectivos con objetos o promesas que ya no funcionan, pero a los que seguimos aferrados porque nos ofrecen un sentido de continuidad. La familia, el trabajo, la nación, el futuro.

      Incluso la esperanza. En ese marco, el afecto no es solo lo que sentimos, sino también lo que nos mantiene ligados a formas de vida agotadas.

      Vivimos entre la exaltación del yo y su agotamiento. En un tiempo que aplaude la singularidad mientras impone métricas, que vende autonomía mientras nos obliga a volver algorítmica la emoción. Las subjetividades que habitan este presente no están simplemente agotadas: están atrapadas en una coreografía de rendimientos, precariedades maquilladas de libertad y pasiones que deben parecer gestionadas, jamás desbordadas. Nadie se muestra frágil. Nadie está fuera de control, excepto que lo esté registrando para su transmisión en vivo. Nadie fracasa a menos que pueda convertir el fracaso en contenido exitoso. Las emociones se ordenan como una paleta de productividad: entusiasmo, resiliencia —otra palabra que llegó a su límite de sentido—, mindfulness. Hasta la tristeza se vuelve storytelling si es rentable.

      Las subjetividades que habitan este presente no están simplemente agotadas: están atrapadas en una coreografía de rendimientos, precariedades maquilladas de libertad y pasiones que deben parecer gestionadas, jamás desbordadas. Nadie se muestra frágil.

      No hace falta volver al monasterio para entender cómo se domestican los afectos. El capitalismo contemporáneo ha desplazado la culpa religiosa hacia la autoexplotación emocional. Ya no hay cielo que alcanzar, pero sí versiones de uno mismo que deben mejorar constantemente. En “¡Vos podés!: economía de la insatisfacción permanente”, Paula Sibilia describe este deslizamiento como una mutación del ideal puritano: del sacrificio silencioso al espectáculo del bienestar. Una moralidad hipócrita ha sido reemplazada por una sinceridad obligatoria. Decir “estoy cansado” no es un acto de vulnerabilidad, sino una consigna que debe traducirse en acción, en reinvención, en un compromiso de mejora constante.

      Pero este régimen emocional no opera solo sobre los cuerpos individuales. Como señala Moira érez en “Afectos punitivos”, hay una gramática afectiva que organiza la legitimidad de lo que se puede sentir. Una política del mérito que autoriza ciertos sentimientos a unos y los niega a otros.

      En esa distribución desigual, el afecto se vuelve también dispositivo de poder. Los que transgreden no deben ser comprendidos. La empatía está vigilada. El castigo, legitimado. El que las hace las paga, y los que las pagan no tienen derecho a odiar (solo a ser odiados). La emocionalidad, administrada por un régimen moral que se disfraza de sentido común.

      Mariana Luzzi y María Soledad Sánchez observan con precisión en “¿Todos quieren ser millonarios?” cómo ciertas palabras clave del presente —autonomía, libertad, flexibilidad— se han convertido en máscaras elegantes de una precariedad estructural. Es una sensibilidad que transforma la falta en virtud: se celebra la independencia mientras se sufre la soledad, se elogia la autogestión mientras se fracasa sin red, se naturaliza la incertidumbre mientras se improvisa la existencia con aplicaciones de reparto, billeteras virtuales y cuentas en redes sociales. La plataformización del trabajo encarna esa sensibilidad: “ser tu propio jefe” como forma de evitar nombrar al nuevo patrón algorítmico. El abandono por repulsión de un fordismo ya imposible. Libertad para elegir horarios, sí, pero también para no tener descanso, para trabajar sin contrato, sin seguro, sin cesar. En este contexto, el lenguaje financiero se vuelve lenguaje emocional. Las apps enseñan a invertir mientras prometen calma. El algoritmo sugiere: diversificá tu CV, tu universo, tus pasiones, tus vínculos, tus deseos. El horizonte de sentido ya no es la comunidad, sino la subsistencia personalizada.

      En el texto que cierra esta compilación, Micaela Cuesta completa la disección de la subjetividad de estos tiempos con un bisturí afilado por Max Weber: este nuevo espíritu del capitalismo digital recicla el moralismo protestante, ya no con la figura de Dios, sino con la de la autodeterminación. Si no prosperás, es porque no elegiste bien. Si sufrís, es porque no supiste gestionar tu tiempo. El autor de “(No) hay alternativa”, Luis Ignacio García, nombra este clima como “agobio cínico”. Una saturación afectiva que paraliza, una sobrecarga de estímulos contradictorios que no permite elaborar ni transformar. 

      El cinismo, entonces, no es solo defensa: es sistema. Como ha mostrado Alejandro Grimson en Paisajes emocionales de las ultraderechas masivas, la sensibilidad política contemporánea no puede entenderse sin los desplazamientos del sentir colectivo. Antes que los discursos, son las emociones las que anticipan los giros del poder, moldeando la gramática íntima de lo político. Lo que García describe es más que una coyuntura política: es un clima afectivo que se ha vuelto paisaje. Un encierro en la hiperestimulación que convierte el futuro en amenaza, el presente en aceleración y el afecto en residuo de mercado. Una civilización que corre sin moverse y que exige sonreír mientras arde. Un neoliberalismo zombi, sin proyecto y sin alma, que sigue administrando el tiempo, los cuerpos y el lenguaje como si la falta de horizonte fuera su programa. Mark Fisher —tan revisitado en estos tiempos— lo habría leído como el triunfo de lo que llamó “impotencia reflexiva”: ya no imaginamos otra cosa. 

      Es un clima afectivo que se ha vuelto paisaje. Un encierro en la hiperestimulación que convierte el futuro en amenaza, el presente en aceleración y el afecto en residuo de mercado. Una civilización que corre sin moverse y que exige sonreír mientras arde.

      Bifo Berardi añadiría que tampoco la deseamos, que hay un “colapso del deseo”. Berlant diría que seguimos aferrados a lo que nos daña porque nos enseñaron a no esperar nada mejor. En ese territorio, la furia existe, pero se dispersa. La rebeldía se desarma en estallidos que no se organizan. La resignación no inmoviliza del todo: habilita una sobrevida irónica, agotada, que se representa a sí misma como si fuera resistencia. Lo siniestro —como advierte García— es que esta “solución de compromiso” entre esperanza rota, odio útil y deseo colapsado es exactamente el combustible que la ultraderecha supo convertir en poder electoral. 

      Lo más inquietante no es el daño, sino el afecto que lo sostiene. Y en ese espejo roto asoma la pregunta que García deja encendida: ¿cómo se sale del círculo de rebeldía y resignación en el que nos han paralizado las nuevas derechas? Tal vez no sea cuestión de inventar una nueva épica, sino de volver a una pregunta que olvidamos: ¿qué queremos desear ahora?

      Javier Milei no gobierna con verdades: gobierna con ficciones. Lo que sus seguidores abrazan no es solo un programa: es un régimen afectivo. Sebastián Carassai lo señala con precisión en “La lengua libertaria, eco de una nueva sensibilidad política”: el mileísmo es el punto de encuentro entre dos sentimientos opuestos —nada puede cambiar, nada puede seguir igual— y esa tensión genera una “solución de compromiso enloquecedora”. La ultraderecha ha logrado apropiarse de ese desgarramiento afectivo, construyendo una promesa emocional allí donde otros solo ofrecían datos, razones, estadísticas o tecnocracia; o lo que es peor: una narrativa, como si la sola existencia de relato garantizara la transformación antes que consolidarla y volverla conservadora. Milei no gobierna desde la razón ilustrada, sino desde una sensibilidad contradictoria que, aunque a veces resulte inaceptable según las coordenadas de “nuestro mundo”, es necesario comprender en su fuerza esencial: la de una ilusión que adquiere una materialidad política imposible de ridiculizar sin consecuencias. Aquí, una de las trampas: si el progresismo desprecia la ilusión de los otros, si se regodea en desenmascarar el hechizo ajeno sin atender al propio desencanto, pierde. No alcanza con refutar. No basta con denunciar el error o el engaño.

      Hay que imaginar una nueva ilusión colectiva. Pero también eso se ha vuelto problemático. ¿Puede la imaginación transformarse en un imperativo político? ¿Podemos exigirnos imaginar cuando el presente nos agota, nos seca, nos vuelve irónicos, cínicos, expertos en sobrevivir sin esperanza? ¿Puede ser la imaginación un deber? ¿No traiciona el imperativo la propia lógica de su posible existencia quitándole todo misterio al acto de crear?

      Hernán Borisonik lo sugiere con lucidez en “Contra la desimaginación: hacia una erótica del futuro”: la política contemporánea no fracasa por falta de argumentos, sino por falta de erotismo del porvenir. Observa que el porvenir no ha sido abolido, sino modulado por las lógicas del algoritmo. Ya no se trata de una promesa común, ni de un relato compartido.

      Lo que aparece es una proliferación de microfuturos: breves, predecibles, adaptados al comportamiento de cada quien. No hay proyecto, hay predicción. Ya no se trata de desear lo imposible, sino de optimizar la expectativa. Como advertía Fisher: la cancelación del futuro no llega con su desaparición, sino con su normalización. El drama ya no es la ausencia de un horizonte, sino su estandarización: un menú de caminos repetidos, todos disponibles, todos iguales. Lo más trágico no es que no podamos cambiar el mundo: es que dejamos de necesitar cambiarlo. La política se torna administración de estímulos. Y la tristeza se convierte en un tono de fondo: ni duelo ni revuelta, apenas un murmullo que acompaña el rendimiento.

      Entonces, ya no se trata solo de tener razón. Se trata de conmover, de producir un temblor, de invitar a una escena sensible del futuro. Se trata, quizás, de producir eso que es difícil de definir pero existe: el tremor interno e involuntario en un lugar escondido del cuerpo. El progresismo que no erotiza el mañana está condenado a quedarse en la queja.

      Ya no se trata solo de tener razón. Se trata de conmover, de producir un temblor, de invitar a una escena sensible del futuro.

      Crear regímenes de ilusión alternativos no implica mentir, sino producir afectos nuevos para habitar lo que vendrá. Y eso exige arte, lenguaje, cuerpos, sensibilidad. Una gramática nueva de lo verosímil como invención política. Esto no implica posicionarse en la cómoda y refractaria vereda de los que desprecian el progresismo per se, seguros de que el tono de época los aplaude porque la vara de la crítica esta baja; como todo, en nuestra flaca conversación política se lo denigra en pos de un supuesto neoprogresimo. Este, otra vez iluminado, vendría a ser uno con el dedo en alto, cual dicroica dirigida en un cuarto blanco. Aquí, además de ofrecer un diagnóstico, una lectura de este tiempo, buscamos otras formas de iluminar el porvenir.

      Antes de que el presente se volviera domesticación del futuro, hubo un momento de oscuridad en el que aprender a ver fue también aprender a esperar.

      Rossana Reguillo lo recuerda y propone aprender a “atravesar la noche a la luz de una luciérnaga”. Insistir con la propia presencia cuando la niebla es espesa, persistir como cuerpo visible cuando el sistema produce distracción, cinismo o desvío. Esa imagen —aunque algunos puedan leerla como optimismo desembozado— guarda aún hoy una potencia: iluminar no como acto espectacular, sino como forma de interrumpir la normalidad opaca. Una conversación que enciende. Una mirada que corta el flujo. Un gesto menor que rompe la administración de los afectos. Quizás haya algo en esa insistencia corporal, en ese estar aunque no se vea, que explique también la vibración secreta de este libro.

      Porque si el afecto puede ser captura, también puede ser fuga. Las filosofías del proceso —como la de Deleuze— nos ofrecen esa vía del pensamiento. El afecto, antes que estado, es variación. Movimiento. Umbral. Acontecimiento. Lo que ocurre entre los cuerpos antes de que sepamos qué es. Esa visión nos libera de la trampa del yo como centro y del lenguaje como cárcel. Nos permite pensar el afecto como potencia, como lo que todavía no ha sido fijado por el orden. De pronto, si profundizamos hacia lo filosófico se produce una grieta interesante en la trampa a la que estamos sometidos, una fuga que este libro intenta mirar.

      Una afectividad crítica, como la que proponemos aquí debe ser capaz de abrir grietas, de ensayar otros modos de estar afectados. 

      Argentina (re)sentida trabaja como una suerte de pedagogía sensible: no pretende enseñar desde la certeza, sino desde el temblor compartido. Una invitación a re-sentir sin repetir. A volver a mirar con otros ojos, a desobedecer la gramática emocional heredada sin negar lo vivido. Se trata, en ese sentido, de ensayar otros modos de estar afectados. No para abolir la tristeza o el dolor, sino para alojarlos sin repetir la captura. Para habitar lo que vibra antes de volverse mandato. Ese intersticio, ese antes microcelular, existe.

      Una forma que proponemos aquí de mirar el futuro dialoga con la propuesta de Rossi Braidotti: abandonar esa concepción del sujeto individualizado y restaurar una ética de la interdependencia: cuerpos en relación, afectos compartidos, precariedades reconocidas. No se trata de volver al trabajo protegido ni de romantizar el caos, sino de construir formas de vida que no se definan por la marca personal sí por el lazo que resiste a ser monetizado.

      Los objetivos de vida —tener una casa, irse de vacaciones, no morir de hambre— no han desaparecido. Pero los caminos que se prometen para alcanzarlos se han vuelto tan delirantes como crueles. Lo que este libro propone es desmontar la trampa: analizar el presente con sus contradicciones, con sus zonas grises, con el deseo todavía latente de vivir sin que el algoritmo dicte el ritmo ni la moral nos imponga la culpa. De los diagnósticos implacables a lo posible más allá del fracaso, sería su point.

      Esa fragilidad deseante, esa mínima experiencia de plenitud no administrada, puede ser el inicio de otra temporalidad. No una épica, sino una grieta. No un sistema, sino un instante.

      Sobre el final, Micaela Cuesta propone, en este clima de extenuación administrada, “La felicidad  pesar de todo”. Una figura que proviene más de la filosofía que de la sociología, su metier, pero una figura radical: la felicidad como interrupción. No un objetivo a alcanzar. No un estado permanente, mucho menos una promesa de mercado. Una felicidad que aparece como desvío, como ráfaga, como síntoma de que algo —por breve que sea— se salió del guion. Esa felicidad sin indicador ni moral de rendimiento vibra como el reverso de la lógica del sacrificio que organiza nuestras vidas. No se produce, no se gestiona: ocurre. Y cuando ocurre, interrumpe lo fatal del adormecimiento generalizado.

      El neoliberalismo sacrificial organiza las emociones de un modo que justifica la desigualdad o impone un cinismo resignado. También administra el tiempo. Borra el futuro como horizonte compartido y lo reemplaza por ciclos de ansiedad, de rendimiento, de urgencia sin relato. Pero mientras haya experiencias de felicidad —aunque no duren, aunque no rindan, aunque no se vendan— habrá pulsión utópica. No se trata de prometer un mañana, sino de sentir que aún podría haber uno.

      Esa sospecha, esa fragilidad deseante, esa mínima experiencia de plenitud no administrada, puede ser el inicio de otra temporalidad. No una épica, sino una grieta. No un sistema, sino un instante. Y a veces, con eso alcanza.

      Tal vez esa sea la forma más honesta de persistir: no negar la bruma. No hacer de ella una metáfora del vacío, sino del umbral. Porque en esa niebla que se posa sobre lo visible —como una promesa sin garantías, como una presencia aún sin forma— late todavía el futuro. Un futuro que no se alumbra con certezas ni programas, sino con sensibilidad compartida, con imaginación persistente, con afectos que no se resignan a ser gestionados.

      La niebla no niega la existencia de un mundo. Solo la posterga. Exige tiempo. Exige compañía. Exige una mirada capaz de sostener la espera sin cinismo, sin anestesia. Este libro no despeja el horizonte, pero señala que debe haber alguno. Lo apunta con palabras, con preguntas. Lo ilumina a la manera de las luciérnagas: por instantes, con delicadeza, sin espectáculo. Y en esa intermitencia quizá se aloje la promesa de lo que aún no sabemos decir, pero ya empezamos a sentir juntos. Eso hace Argentina (re)sentida: no despeja la niebla, pero la habita. La re-significa. La atraviesa con ideas que vibran en medio de la opacidad. No para disiparla del todo, sino para encontrar ahí —en su espesura— una forma posible de futuro junto a otros. 

      La entrada Argentina (re)sentida se publicó primero en Revista Anfibia.

       

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