En el mundo de la política argentina, hay figuras icónicas que han dejado una huella imborrable en la historia del país. Uno de esos personajes es Juan Domingo Perón, quien gobernó Argentina en tres ocasiones y dejó un legado político y social de gran relevancia. En contraste, encontramos a Javier Milei, un economista y político liberal que ha ganado notoriedad en los últimos años. Si bien ambos representan ideologías políticas opuestas, en este artículo exploraremos las razones por las cuales Perón nunca aceptaría un gobierno de Javier Milei.
Perón y su legado
Juan Domingo Perón es considerado uno de los líderes políticos más influyentes de Argentina. Durante su gobierno, implementó políticas económicas y sociales que buscaban mejorar las condiciones de vida de los trabajadores y promovían la justicia social. El peronismo se caracteriza por su enfoque en la justicia social, la protección de los derechos laborales y la intervención del Estado en la economía para garantizar el bienestar de la sociedad.
Las diferencias ideológicas
Una de las principales razones por las cuales Perón nunca aceptaría un gobierno de Javier Milei radica en las marcadas diferencias ideológicas entre ambos. Milei se identifica como un defensor del liberalismo económico y aboga por la reducción del Estado, la eliminación de regulaciones y la promoción de la libre competencia. Estas ideas contrastan directamente con los pilares fundamentales del peronismo, que busca la intervención del Estado para proteger los derechos laborales y garantizar la justicia social.
El rol del Estado
Otra razón por la cual Perón no aceptaría un gobierno de Milei está relacionada con la visión del rol del Estado en la economía. El peronismo defiende la intervención estatal como una herramienta para regular la economía, proteger a los trabajadores y garantizar la equidad social. Por otro lado, Milei aboga por una reducción drástica del Estado y una mayor liberalización económica. Estas diferencias fundamentales en la visión del Estado y su papel en la sociedad hacen que sea altamente improbable que Perón apoyara un gobierno liderado por Milei.
Protección de los derechos laborales
El peronismo tiene una larga tradición de defensa de los derechos laborales y la protección de los trabajadores. Durante su gobierno, Perón implementó medidas destinadas a mejorar las condiciones de trabajo, establecer derechos laborales y garantizar salarios justos. Por el contrario, Milei defiende una visión económica que prioriza la libertad individual y la libre competencia, sin un enfoque explícito en la protección de los derechos laborales. Esta diferencia de enfoque en la cuestión laboral es otra razón por la cual Perón nunca aceptaría un gobierno liderado por Milei.
Conclusión
Las diferencias ideológicas y políticas entre Juan Domingo Perón y Javier Milei son evidentes y significativas. Mientras que Perón representa el peronismo, una corriente política que busca la justicia social y la intervención estatal en la economía, Milei defiende el liberalismo económico y la reducción del Estado. Estas diferencias fundamentales hacen que sea altamente improbable que Perón aceptaría un gobierno liderado por Milei. El legado de Perón y sus principios políticos siguen siendo relevantes en la política argentina, y su visión de un Estado presente en la protección de los derechos laborales y la justicia social no se alinea con las ideas de Milei.
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A lo largo de los últimos dos siglos, cuatro órdenes globales han colapsado.
Por; Lic Alejandro Marcó del Pont
El colapso del orden liberal y el ascenso de una nueva geoeconomía están en conflicto (El Tábano Economista)
Si nada cambia, la década de 2020 corre el riesgo de ser recordada como el decenio del caos del siglo XXI, o con algún término similar al que los historiadores han utilizado para referirse a la turbulenta década de 1930. Este período podría estar definido no solo por los más de siete millones de muertes causadas por la COVID-19, el aumento de la pobreza y la desigualdad a nivel global, sino también por una Ucrania desmembrada, una Gaza devastada por todo tipo de atrocidades con la anuencia —o indiferencia— internacional, y por un continente africano aquejado por crisis silenciadas, donde la inseguridad alimentaria se convierte en emblema. Cada uno de estos escenarios constituye un testimonio del violento desplazamiento desde un orden mundial basado en normas hacia otro sustentado en el poder.
A lo largo de los últimos dos siglos, cuatro órdenes globales han colapsado. Los dos primeros fueron: el sistema de equilibrio de poder tras la derrota de Napoleón a inicios del siglo XIX, y el posterior al desastroso Tratado de Versalles de 1918, concebido tras la devastación de la Primera Guerra Mundial, que paradójicamente sentó las bases para la Segunda. Luego emergió la arquitectura posterior a 1945, liderada por Estados Unidos y las Naciones Unidas. Tras la disolución de la Unión Soviética en 1990, el presidente George H. W. Bush proclamó un “nuevo orden mundial”, marcando la era unipolar que hoy como cuarto orden parece desmoronarse ante nuestros ojos.
Aunque Estados Unidos conserva una posición dominante en los asuntos internacionales —gracias a su histórica influencia política, militar, económica y cultural—, resulta paradójico que el mundo esté siendo condicionado por una economía que representa solo el 4% de la población global, pero que consume desproporcionadamente manufacturas del mundo, con un déficit comercial de 1,2 billones de dólares repartido entre 110 de los 195 países existentes.
Los recientes acontecimientos demuestran que el cuarto orden global ya no puede ser restaurado. Lo que el asesor de la Casa Blanca, Stephen Miller, describió como la «gran relocalización» de empleos y riqueza estadounidenses corre el riesgo de convertirse, en realidad, en la gran deslocalización del poder estadounidense. Este fenómeno no es meramente económico; tiene una raíz estructural más profunda, la demografía. Largamente subestimada, esta variable es fundamental para entender los retos del mundo desarrollado. El desplazamiento masivo de personas del Sur Global al Norte Global está transformando no solo las economías, sino también las estructuras sociales. A su vez, este flujo migratorio representa una fuente crucial de mano de obra para poblaciones envejecidas y en declive.
En este contexto de transición hacia la multipolaridad, surge una tendencia significativa, no todos los países están dispuestos a participar en disputas geopolíticas globales. Las guerras en Ucrania y Palestina han revelado un número limitado de actores dispuestos a asumir riesgos reales en el escenario internacional. El triángulo formado por Washington, Moscú y Pekín ya no es estático. India, por su tamaño y ambición; Europa Occidental, por su proximidad a múltiples crisis; y otros actores como Turquía, Brasil, Arabia Saudita, Irán, Israel y los aliados de Estados Unidos en Asia Oriental, reclaman un papel más activo en la reconfiguración del tablero global.
Uno de los desafíos inmediatos es mitigar los shocks de oferta generados porel muro arancelario de Trump. La prioridad mundial parece ser mantener fluido el comercio global. Sin embargo, si China aspira a desempeñar el rol de defensora del libre comercio, deberá impulsar su consumo interno, ya que resultará insostenible para el mundo ser inundados con productos a precios bajos si no puede exportar a Estados Unidos. Para Pekín, podría ser tentador observar cómo los antiguos aliados de Washington se ven paralizados ante la guerra comercial de Trump, y destacar a China como un oasis de estabilidad, previsibilidad y modernidad.
Lo que comenzó como un ataque generalizado de Estados Unidos contra el sistema comercial internacional —aparentemente sin riesgo para su mercado de bonos— terminó por enfurecer a sus aliados europeos y asiáticos y asfixiar a muchas economías en desarrollo. Hoy, ese ataque se ha convertido en una ofensiva más focalizada contra China.
Los asesores de Trump intentaron presentar este giro como parte de un plan maestro: aislar a China desde el inicio y negociar nuevos acuerdos comerciales más favorables para Estados Unidos. En teoría, estas negociaciones ofrecerían la posibilidad de presionar a terceros países para que dejen de ser plataformas de exportación chinas. Sin embargo, la pregunta persiste: ¿qué inversor apostaría grandes sumas en una fábrica estadounidense en un contexto de comercio mundial en declive y competitividad menguante?
El muro arancelario entre las dos mayores economías del mundo es insostenible. Estados Unidos depende de China para el 73% de sus teléfonos inteligentes, el 78% de sus ordenadores portátiles y el 87% de sus consolas de videojuegos.
Mientras tanto, el relato chino se construye solo: China es el socio confiable, no Estados Unidos. En las últimas semanas, tanto España como Francia han intensificado su acercamiento a Pekín. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, se reunió con el primer ministro chino, Li Qiang, por primera vez desde su reelección en diciembre. Ambos defendieron el libre comercio y acordaron organizar una cumbre UE-China en julio. Aunque no está confirmado si Xi Jinping asistirá, el mensaje es claro: el libre comercio es para los vencedores, y Estados Unidos hoy no lo es.
Un reciente estudio del grupo Rhodium confirma una correlación clara entre el aumento de las importaciones chinas en Europa y la caída de la producción industrial europea. La combinación del exceso de capacidad industrial de China, la baja de precios y el aumento de costos energéticos en Europa —junto a los nuevos aranceles estadounidenses anunciados el 2 de abril— está provocando un desvío de exportaciones chinas y del Sudeste Asiático hacia Europa.
En conjunto, las industrias afectadas por el aumento de importaciones chinas y la caída de la producción local representan el 25% del empleo manufacturero en Europa. En un contexto global de demanda débil, desintegración de acuerdos comerciales y nuevas barreras arancelarias contra Japón, Laos, Vietnam, Indonesia, Taiwán, Tailandia, Corea del Sur y Camboya, el panorama se torna aún más complejo.
Ante esta situación, los tres gigantes del Este Asiático —Corea del Sur, China y Japón— han acordado reanudar las negociaciones sobre un acuerdo de libre comercio trilateral, suspendido desde 2019. Además, Xi Jinping visitará este mes Vietnam, Malasia y Camboya, países también afectados por los aranceles de Trump. El mensaje de Pekín es claro: China no solo está en el centro geográfico de Asia, sino que se postula como el nuevo eje de confianza comercial.
Frente a nuestros ojos, cada uno de los pilares del viejo orden internacional está siendo cuestionado, no solo el libre comercio se encuentra bajo presión ante el avance de los productos chinos, también lo están el Estado de derecho, los derechos humanos, la democracia, la autodeterminación de los pueblos y la cooperación multilateral. Incluso las responsabilidades humanitarias y ambientales que una vez consideramos universales están hoy en entredicho.
Como bien señala Ian Bremmer, presidente de Eurasia Group, el historiador Arnold Toynbee afirmaba que las civilizaciones mueren por suicidio, no por asesinato. Quizás la «liberación» impulsada por Trump del sistema que Estados Unidos ayudó a construir sea justamente ese tipo de autodestrucción anunciada sobre la que Toynbee advirtió.