La aprobación del Presidente sigue cayendo en medio de la crisis económica y los escándalos de corrupción. Según el CEOP, más de la mitad de los argentinos califica su gestión como «muy mala» y apenas un cuarto espera que la economía se recupere en los próximos meses.
Por la Redacción de Noticias La Insuperable
Imagen positiva en mínimos históricos
Una nueva encuesta del Centro de Estudios de Opinión Pública (CEOP) confirma la caída sostenida de la imagen de Javier Milei. Según el estudio, la imagen positiva del Presidente perforó por primera vez la barrera del 40%, ubicándose en 39,2%. Apenas el 14,1% de los consultados calificó su gestión como «muy buena», un descenso de 7 puntos respecto al mes anterior.
La desaprobación, en tanto, alcanza el 59,5%, sumando quienes consideran la gestión «mala» o «regular negativa», mientras que 53,8% de los argentinos la califica directamente como «muy mala». Estos resultados se suman a los de la encuesta Latam Pulse de septiembre, que ya mostraba un crecimiento sostenido del rechazo hacia el gobierno.
Expectativas económicas en caída libre
El sondeo también refleja un derrumbe en las expectativas económicas. Mientras que en julio 47% de los encuestados creía que la economía del país se iba a recuperar en los próximos meses, en septiembre ese número se desplomó a apenas 27,5%, una caída de casi 20 puntos en solo dos meses.
“La economía ocupa hoy el centro de la escena. Nada menos que el 56% de los encuestados dicen que hay que cambiar el rumbo económico. Y eso lo dicen quienes están en las franjas de menores ingresos, justamente los que votaron a Milei en el balotaje”, explicó Roberto Bacman, director del CEOP, en diálogo con Página 12.
Crisis y escándalos que golpean al gobierno
El desplome de la imagen de Milei se da en medio de una economía en recesión, inflación creciente y escándalos de corrupción que salpican a su administración. La combinación de expectativas económicas negativas y la percepción de un manejo cuestionable de los recursos públicos genera un clima de creciente desaprobación social y política.
Analistas sostienen que la popularidad de Milei está cada vez más concentrada en sectores de altos ingresos, mientras que el núcleo de votantes que lo llevó al balotaje observa con preocupación la gestión económica y el rumbo del país.
Desafío político en puerta
Frente a este escenario, el gobierno enfrenta un desafío crítico: revertir la caída de su imagen y recuperar la confianza de la ciudadanía. La tendencia, por ahora, sigue en caída libre y refleja un creciente descontento social que podría marcar la agenda política de los próximos meses.
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Voy a compartir una advertencia*. Una alarma sobre los peligros de permitir que el poder estatal, esta vez utilizando herramientas tecnológicas y discursos de odio junto a estereotipos de género, se manifieste contemporáneamente como dispositivo de disciplinamiento, censura y violencia institucional.
Me voy a valer de una imagen que remite a un grabado europeo del siglo XVII. Allí se puede observar a una mujer sometida por un casco de hierro que lleva una tenaza del mismo material, con el que se le presionaba la lengua para humillarla públicamente y silenciar a las “lenguas afiladas”. Conocido como “Brida” o “Regañona”, se le colocaba a las personas que eran consideradas una molestia pública por sus opiniones (en general, emparentado con mujeres a las que se denominaba con el mismo nombre que el artefacto: regañonas). Este montaje de castigo humillante guardaba la clara intención de silenciarlas a través del escarnio público.
La imagen nos permite comprender el fenómeno que abordamos en los días que corren, porque aunque las tecnologías han cambiado, la historia del castigo de las disidencias muestra un continuum que nos lleva al motivo concreto que hoy nos vincula: el trato punitivo a aquellas personas que critican o disienten con el poder, que se torna especialmente humillante cuando se trata de la disidencia de una mujer, en razón de la sempiterna ligazón en el poder punitivo y el poder patriarcal.
El hecho concreto sufrido por nuestra colega Julia Mengolini, públicamente atacada por diversas cuentas en redes sociales, profundizada por la viralización de videos generados con inteligencia artificial, noticias falsas, las cuales fueron compartidas y/o avaladas a través de comentarios por distintos funcionarios estatales; la campaña de descrédito que sufre, el feroz ataque de que es blanco, no es en nada casual, ni aislado.
Se trata de un acto de violencia punitiva, y también política, dirigido contra una mujer crítica, con la clara intención de silenciarla, de modo de dar un mensaje a otras y otros que se sienten disidentes: “Mirá lo que te puede pasar si hablás”, «Ojo, tené miedo», “No te metas”.
A propósito de los usos del poder punitivo
Desde siempre se utilizó el poder punitivo para homogeneizar, eliminar por distintos medios las voces disidentes; claro está, desde que su origen fue la propia persecución de –principalmente- brujas y herejes.
A veces opera con mecanismos formales -persecución penal oficial, es decir, criminalización conspicua y estricta-, en tanto otras con mecanismos informales -difamación, desacreditación, aplicación de violencias directas que, tal como enseñan Zaffaroni, Alagia y Slokar, lo que también constituye trato punitivo.
La violencia que se canaliza punitivamente no es sólo individual sino también colectiva: cualquiera que ingrese a ese grupo (el disidente) podrá sufrirlas. Y siempre es importante recordar que la violencia a la que se recurre para alcanzar dicho objetivo es una violencia ilícita, que suele valerse de mecanismos informales o incluso agencias del sistema penal formal, pero mediante prácticas ilegales.
¿Por qué el Estado recurre a la violencia ilícita para sancionarla? Porque cuando no alcanza el poder punitivo legal (que también se utiliza, como sabemos en el transcurso de los últimos días), la violencia ilícita, que infunde un terror mayor sobre el sujeto en concreto y sobre el resto del grupo de disidentes, siempre resulta más efectiva. En estos casos produce un proceso de represivización – que opera a través de un sistema penal informal o subterráneo – porque le da ventajas al poder, que lo hace a través del ejercicio de una pedagogía del miedo.
Por eso, al agredir a Julia, se procura disciplinar a muchas, y también muchos. La violencia que viene del Estado busca una función ejemplificadora: castigar para que otras/os observen y callen. No se trata de otra cosa que de un dispositivo de control social. Y por eso es parte del poder punitivo. Pero es ilícito porque utiliza medios no legales, hasta humillantes, crueles y odiantes para constituir ese castigo.
Sobre el poder patriarcal
Pero el caso en análisis reúne un componente más en este cúmulo de violencias punitivas: El poder punitivo se une a su complementario: el poder patriarcal. ¿Cómo lo hace? Jerarquizando vidas o inferiorizándolas: en las vidas y cuerpos a quienes busca domesticar/dominar.
La tácticas utilizadas para inferiorizar en el caso testigo son agresiones denigrantes, pero que se constituyen además atacando los roles que el propio patriarcado y la sociedad han impuesto a las mujeres: la sexualización, el cuestionamiento de las maternidades, la lisa y llana difamación ¿Por qué? Porque si primero la inferioriza, luego se puede construir un ser a quien ver como otredad, a quien se puede odiar.
Estas técnicas sirven al poder punitivo y al poder patriarcal para castigar o disciplinar a cualquier grupo al que se señale como enemigo. Si es por motivos raciales, culturales o políticos, siempre lo hace del mismo modo: primero denigrándolos, luego maximizando el ataque y finalmente habilitando la violencia explícita. Los ejemplos son múltiples y nos vienen rápidamente a la vista.
Esa violencia resulta, precisamente, por la modalidad disciplinante y atemorizante, una forma de mordaza (brida) encubierta. El mensaje que está detrás parece prístino: no se prohíbe cuestionar, pero se castiga a quien cuestiona. Y eso alcanza para generar miedo, luego silencio y censura. La pedagogía del miedo opera disciplinarmente obturando, entre otras cosas, el básico presupuesto democrático de comunicar e informar.
El odio algoritmizado
La novedad de este tiempo es que ahora esa violencia no necesita de regañonas ni bridas. Basta con una red social, una cuenta (mejor, oficial) y un software de inteligencia artificial.
Cuando el Estado -o sus funcionarios- replican, masifican, se valen de la IA para fabricar o reproducir falsedades, y lo hace desde un lugar privilegiado de poder. No es una broma, no es un error, no es un exceso: se trata de una planificada estrategia de hostigamiento algorítmico. Y cuando ese hostigamiento se dirige a mujeres, o disidentes en términos políticos, estamos hablando de violencia tecnológica institucional.
Aunque obvio, hoy presenciamos lo que Byung-Chul Han llama un régimen de «infocracia»: una forma de gobierno basada en el exceso de información, en el que los datos sustituyen a la verdad -la posverdad- y donde la comunicación pública ya no promueve el pensamiento crítico, sino la polarización emocional. Las redes sociales y sus algoritmos no favorecen el debate democrático, sino la viralización del escándalo y la erosión del juicio colectivo. En la infocracia, la información se fragmenta, se acelera, se simplifica y termina por sustituir el razonamiento por reacción.
Así, el disciplinamiento promovido desde el poder se vuelve casi inevitable: es el algoritmo el que hace circular el odio, lo alimenta, y lo convierte en poder punitivo informal. Este régimen de información promueve una nueva tecnología para el control social, ya no solo sobre los cuerpos sino sobre la psique a través de una aparente libertad: compartir en redes sociales.
Suele decirse que el dataismo de la infocracia no necesita ideología. Aunque debemos advertir que eso no significa que no sea utilizada por ideologías con sesgos autoritarios para señalar con sus mensajes: los relatos pueden ser sustituidos por los recuentos algorítimicos, pero la creación de la falsedad o el odio es realizado por alguien hasta su viralización reproductora.
En ese universo la lengua del odio encuentra el terreno perfecto para multiplicarse. No porque sea verdadera, sino porque es rentable, porque genera likes, viralidad. Y cuando ese discurso proviene o es reproducido por el Estado, se vuelve doblemente peligroso. Primero porque es performativo por esencia, y porque además no encuentra resistencias cognitivas en una sociedad saturada de información, aunque vaciada de verdad.
Y los discursos de odio tienen una función precisa en la maquinaria del castigo: preparan el terreno para la violencia real, a veces hasta letal.
Como señalamos previamente, primero se deshumaniza, se niega que esa persona tenga valor, derechos, voz. Se transforma en “enemiga”, en “anómala”, en “mentirosa”. Después, ya no cuesta tanto investigarla, amenazarla, callarla, agredirla, o incluso eliminarla.
El Estado necesita justificar para castigar. Por eso los perpetradores utilizan las técnicas de neutralización de valores, al trivializar el daño, culpar a la víctima y apelar a lealtades superiores.
Responder a las violencias, responsabilizar a las violencias
Frente al escenario gruesamente simplificado, cabe preguntar acerca del rol del Derecho (con mayúscula), y qué consecuencias conllevan estas prácticas violentas.
Necesitamos una respuesta urgente. Jurídica en tanto el derecho debe ser constitutivo de paz y verdad. Por ello debemos preguntarnos por la respuesta: el responder, en términos de responsabilidad.
En primer término, podemos decir que existirá frente a toda violencia institucional -formal o ilícita- una responsabilidad que debe ventilarse en el plano político partidario.
En segundo lugar, sin dudas, de acuerdo al marco normativo supranacional internacional, en especial los instrumentos de DD HH y los compromisos asumidos en el orden universal y regional, estas prácticas y acciones concretas constituyen un ilícito del orden internacional.
Finalmente, basta repasar – al menos- el art. 3 segundo párrafo de la Ley Antidiscriminatoria N.º 23.592, para verificar que nuestro sistema penal criminaliza especialmente “a quienes por cualquier medio alentaren o incitaren a la persecución o el odio contra una persona o grupo de personas a causa de su raza, religión, nacionalidad o ideas políticas”.
Los estándares legales y jurisprudenciales permiten considerar que la acción estatal que se examina —desde el momento en que reproduce desde cuentas oficiales, con contenido falso y elementos estigmatizantes de género y políticos— no sólo repugna a un entendimiento democrático básico, sino que puede encuadrarse típicamente como incitación al odio político, prohibido por la legislación vigente.
El rol del Estado
No puede haber neutralidad institucional frente al odio.
El Estado debe abstenerse de discriminar, pero también prevenir y sancionar las conductas que así lo realicen, incluyendo las violencias en redes sociales.
El Estado no puede ser un emisor de odio ni convertirse en un agresor que utiliza herramientas tecnológicas para disciplinar. Porque cuando lo hace, no sólo ataca a una persona o un grupo de personas, sino que erosiona el soporte democrático. Peor: convierte la expresión libertad en un acto peligroso.
Hoy, más que nunca, debemos defender el derecho a hablar, disentir y ocupar el espacio público sin miedo a ser destruidas. No hay democracia posible si el precio de la mera disidencia es la humillación pública.
No puede haber retorno a la regañona.
*Este texto es la adaptación de la participación de la autora en la conferencia “Inteligencia Artificial y violencia estatal: el caso testigo de Julia Mengolini” en la Facultad de Derecho de la UBA, el 15 de julio de 2025.