El Intendente Marcelo Orazi recibió esta mañana al Secretario de Estado de Cultura de la provincia de Río Negro Ariel Ávalos con quien analizó y coordinó los temas que serán parte de la agenda cultural para este año.
Al término del encuentro, Ávalos manifestó que “la preocupación del Intendente es la que tenemos todos, la misma de la Gobernadora, queremos fortalecer el sistema cultural de la provincia y queremos poner en foco esos temas”.
“Nuestra intención es que las industrias creativas y culturales de la ciudad tengan un lugar de relevancia así que empezamos a trazar las primeras posibilidades de agenda conjunta entre la Provincia y el Municipio para poder estar realizando anuncios concretos en los próximos meses”, sostuvo.
Agregó que “son ejes que nos preocupan mucho, el tema de infraestructura, la llegada con herramientas eficaces y rápidas signifiquen trabajo para los reginenses, para los artistas y en ese punto van a estar los ejes fundamentales del trabajo de este año”.
Por su parte Orazi destacó la presencia del funcionario provincial de la ciudad y valoró la tarea que ya se viene realizando junto a la Directora de Cultura de la Municipalidad, Silvia Alvarado.
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A simple vista, «La muerte de Marat» parece apenas la escena congelada de un asesinato. Pero cuanto más se la observa, más se abre un pasadizo inquietante: dobleces, símbolos y silencios que Jacques-Louis David sembró como un rompecabezas para detectives del arte. Y en cada pista, una verdad más profunda sobre la Revolución Francesa… y sobre él mismo.
Por Alcides Blanco para Noticias La Insuperable
El lienzo que respira suspenso
Hay obras que miramos. Y hay obras que nos devuelven la mirada. En esa segunda categoría vive «La muerte de Marat» (1793), el cuadro más perturbador y célebre de Jacques-Louis David. Una pintura que —como recordaría Baudelarie al ver su helado dramatismo— parece contener un alma suspendida.
El revolucionario Jean-Paul Marat, acuchillado en su bañera por Charlotte Corday, yace quieto, casi sereno. Un cuerpo enmarcado por un vacío monumental, donde parece no haber nada… pero donde ocurre todo.
Porque detrás de esa calma engañosa, David escondió un sistema completo de duplicaciones: dos plumas, dos cartas, dos mujeres fantasma, dos firmas, dos fechas. Un mundo doble, como si cada objeto llevara su sombra acusadora.
Las dos manos: entre la vida y la muerte
La primera pista está donde menos lo esperamos: las manos.
La derecha, la de escribir, cuelga inerte como la del Cristo de Caravaggio o la figura devastada de la Piedad de Miguel Ángel. La izquierda, rígida por la muerte, aprieta una carta teñida de sangre.
Una sostiene una vida que se escapa. La otra se aferra al engaño que lo mató.
Entre ambas, David instala un péndulo: Marat no está vivo ni muerto… está en tránsito.
Las dos plumas: ¿el arma verdadera?
David no coloca una pluma. Coloca dos. Una en la mano de Marat, aún húmeda de tinta. Otra, en la caja que funciona como escritorio improvisado.
La segunda apunta directamente al pecho herido del periodista. David deja flotando otra pregunta: ¿Lo mató Corday o lo mataron sus palabras? En plena Revolución, la pluma podía cortar más hondo que un cuchillo.
Las dos cartas: dos voces, dos fantasmas
Las cartas abren el núcleo dramático del cuadro.
En la que sostiene Marat, David reproduce la manipulación de Corday: “Basta con que yo sea muy infeliz para tener derecho a tu amabilidad.”
Bajo esa misiva traicionera, la nota que el propio Marat escribía antes de morir: una promesa de ayuda a una mujer pobre, primera aparición del papel moneda revolucionario en la pintura occidental.
Dos cartas, dos mujeres: Corday, la asesina. La viuda desamparada que Marat buscaba socorrer.
Dos fuerzas femeninas en disputa, como en las antiguas alegorías del vicio y la virtud. Pero ahora, con la República como tablero.
Dos firmas: el artista también se vuelve sospechoso
Todo cuadro termina con una firma, pero David deja dos.
Una es la de Corday, reconstruida por él mismo al copiar su carta. La otra es la suya, tallada como si fuera piedra: “A Marat, David.”
No firma el cuadro. Firma la escena del crimen.
Como Caravaggio, que escribió su nombre en la sangre de San Juan Bautista, David se inserta en el asesinato —no para confesarlo, sino para declararse heredero político de Marat.
Dos fechas: el tiempo desgarrado
Debajo de la firma aparece la última duplicación: Qué año es, ¿1793 o “el Año Dos” de la Revolución?
David superpone ambos tiempos y borra parcialmente el calendario cristiano. El tiempo viejo se disuelve. El tiempo revolucionario empuja desde abajo.
Como Botticelli en su «Natividad mística», David inscribe la hora de una revelación… pero aquí no hay ángeles ni apocalipsis: hay República.
El gran truco: convertir un asesinato en mito
La suma de duplicidades no confunde: construye.
David transforma el baño humilde en un altar laico. El cuerpo enfermo, en un mártir. El crimen, en una liturgia revolucionaria.
Y al mismo tiempo, se inmortaliza junto a él. Porque si Marat es el Cristo de la Revolución, David es su evangelista.
El frío que queda en el aire
Por eso “La muerte de Marat” sigue perturbando, más de dos siglos después. Porque no muestra solo a un hombre asesinado. Nos muestra cómo se fabrica un mito, cómo se manipula una escena, cómo un artista puede transformar un instante sangriento en un símbolo eterno.
Baudelaire lo dijo con algo de espanto: “En el aire frío de esta habitación… un alma se cierne.”
Y sigue ahí. Esperando que volvamos a mirar.
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