El municipio reginense, con Carolina Cailly como representante legal, presentó una medida cautelar ante el juzgado civil N°21 donde se solicitó el cese de la demolición de la chimenea Fioravantti, el recurso fue aceptado por la jueza Paola Santarelli, pero el trabajo realizado sobre las bases de la construcción ya no puede retrotraerse. Si bien su estructura se mantiene firme, abandonarla en esas condiciones es peligroso y reparar el daño imposible.Su derribe es inevitable.
En 2006 la chimenea fue decretada monumento histórico por el Concejo Deliberante, pero hasta ahí llegó el esfuerzo comunal por defender el patrimonio. Ya que la ordenanza en sí misma no la resguarda de la decisión del propietario del terreno de derribarla. Los circuitos legales que debieran haber continuado, no lo hicieron.
A poco más de 80 años, el símbolo de la economía regional, de la primer fábrica del Alto Valle, desaparecerá. Aunque la historia no siempre son los objetos sino que pueden ser los sujetos los que pueden mantenerla viva a partir de sus recuerdos y relatos.
La chimenea de la primera fábrica del Alto Valle tiene 43,5 metros de altura, pesa más de 400 toneladas y fue construida en 1932.
Para conocer un poco más acerca de la historia de Villa Regina podés leer los libros «Me lo contó mi abuelo» y «Las historias que nos unen» de la historiadora reginense Silvia Zanini.
Todo lo que sobra, molesta y ocupa lugar va a parar al ropero de mi hijo.
Sus cosas entran en una valija que lleva y trae cada semana desde la casa de su madre. Cuando llega, las acomodamos en los estantes de la izquierda. El resto del ropero lo usamos para guardar abrigos, frazadas, recuerdos y un montón de objetos inútiles de los que todavía no nos podemos despegar. Pueden estar allí varias temporadas hasta que pierden por completo su sentido y, por fin, los tiramos a la basura o los donamos.
Mi hijo lo llama “la otra dimensión”. Dice que me vio meter cosas que nunca salieron, como su primera pileta de lona. El ropero se la comió. Dice que es como la habitación del pensamiento abstracto de la película Intensamente, un lugar a donde van a parar los residuos de la memoria antes de borrarse para siempre de la vida de alguien.
Cada tanto la puerta se abre. A veces porque necesitamos algo. Otras, porque hacemos espacio en la casa y nos vemos obligados a mandar cosas a la otra dimensión.
Este es un momento de hacer espacio. En unos meses nacerá Helena y el estudio, el lugar que armamos para trabajar desde que llegamos a esta casa, se va transformando de a poco en la habitación de una niña.
Anoche entró un frente frío. A las once y media se descolgó una tormenta imponente. Sofía se recostó en el sillón y se tapó con una manta. Vicente todavía estaba despierto y quiso salir a la galería a ver cómo caía la lluvia. Abrí las puertas y las ventanas para dejar pasar el aire fresco y me dispuse a mandar cosas a la otra dimensión. En el piso, sobre la alfombra con dibujos infantiles, acomodé de un lado lo que debía entrar y de otro lo que debía salir. Carpetas, archivos, libros, diarios viejos, juguetes en desuso.
En el fondo semivacío del ropero reconocí el bulto azul envuelto en una bolsa transparente. Un bulto que me acompaña desde hace ocho años, cuando mi hijo era un bebé. Sobrevivió a cada digestión de la otra dimensión: diez mudanzas, dos separaciones.
Abrí el paquete. Metí la mano, saqué uno por uno los trapos y los estiré en el espacio libre del piso: el saco de pana azul, la gorra de visera dura, las insignias doradas.
–¿Es un disfraz?
Vicente estaba parado en la puerta con los pies mojados.
–Es un uniforme.
–¿De policía?
–Sí.
–¿Del nono?
–No, no es de mi papá.
–¿Salió de la dimensión?
–Sí, salió de la dimensión.
–¿Y lo vas a tirar?
Sobre el piso, miré los trapos que alguna vez fueron parte de la ropa de trabajo de un represor, un hombre ya muerto que dirigió un centro clandestino y una patota de policías dedicada a secuestrar y asesinar gente durante la última dictadura militar.
Hay una tarjeta con su nombre pegada en la parte interior de la gorra: Raúl Pedro Telleldín. Hace mucho quise hacer un libro sobre él; me acerqué a sus hijos, entrevisté a militares y a policías condenados por crímenes contra la humanidad, escuché a sus víctimas y junté decenas de expedientes. Pero nunca pude escribir una línea y el proyecto quedó archivado, como el uniforme.
Foto: Santiago Salguero
Vicente acomodó la gorra en donde imaginó una cabeza. Es- tiró una manga del saco, dibujó una silueta. Se lo quedó mirando. Parecía la piel usada de una serpiente. El cuero de una bestia.
–Es áspero –dijo–. Poneteló. Dale, pa, poneteló.
3.
Esta mañana pasó mi viejo.
Venía de trabajar, uniformado. El pantalón pinzado, los zapatos negros lustrados (ya no usa borcegos) y la camisa celeste que le ajusta cada vez más la panza. La pistola metida a presión en el cinto. Nunca se baja del auto sin el arma. Aunque no tenga el uniforme puesto, aunque vista short y remera, el bulto está ahí, como un órgano más de su cuerpo.
Esta vez trajo pañales para el acopio y galletas para la merienda de Vicente. Tomó dos mates y dijo que estaba apurado. Sus visitas son así: fugaces, intempestivas, incómodas. Antes de irse, le mostré el cuarto en construcción. Entre los ajuares, estaba el uniforme. Lo saqué para mostrárselo, quería ver su reacción.
Inspeccionó las insignias.
–Era de un jefe –dijo–. Cuando eras chico tenías una gorra como esta para jugar ¿te acordás? Era del Tata.
–Sí.
–¿Y esta también fue del Tata?
–No. Esta es mía.
4.
Busco entre las cajas importantes los archivos de mi investigación. Si voy a deshacerme del uniforme, debería tirar también estos cuadernos, estas fotos, el disco en el que almaceno horas de entrevistas. En una de las libretas tengo anotada la fecha en que el uniforme llegó a mí: sábado 3 de octubre de 2015. Acababa de cumplir 32 años. Vivía en Buenos Aires. Trabajaba en una agencia de noticias. Vicente era bebé. Todavía no me había separado de su madre. Tenía un proyecto: escribir un libro. Un libro sobre un policía, un asesino, un conspirador. No esperaba terminar cuidando su ropa.
Foto: Santiago SalgueroFoto: Santiago Salguero
En la libreta, al lado de la fecha, anoté: llueve en Castelar. Y llovía, posiblemente, en todo Buenos Aires. El olor a asfalto mojado entraba por las ventanas hasta esa oficina tapizada de libros, en la planta alta de la casa, en la que hablé durante dos horas con Carlos Telleldín, hijo de Raúl Pedro Telleldín. Detrás de él, un televisor de cincuenta pulgadas mostraba lo que filman nueve cámaras de seguridad: habitaciones vacías, dos perros mojándose en el patio, un policía custodiando la entrada; en la cocina, una mujer caminaba con un bebé en brazos.
–No te vas a ir ahora… Te vas a cagar mojando –dijo en un momento y dio por terminada la entrevista.
Eran las siete de la tarde. La estación de tren quedaba a cinco cuadras y la lluvia no paraba. Decidí esperar.
–Hacés bien. Bajemos que me quiero sacar esta mierda.
Aflojó el cinto de su pantalón y se perdió escaleras abajo. Lo seguí por salones que olían a madera fina, hasta que llegamos a la cocina que un rato antes había visto minúscula en uno de los cuadros del televisor.
Carlos me dejó solo con la mujer que aupaba el bebé. Joven, morena, alta, por lo menos dos cabezas más que él. Imaginé que debía ser Roxana, su octava esposa. Un rato antes me había hablado de ella. “Tiene 20 años”, había dicho con cierto orgullo. Carlos tenía 54. El bebé debía ser Tomás, su décimo hijo.
Unos minutos después volvió vestido con un jogging y un buzo gris. Traía una caja con recuerdos debajo del brazo. Nos presentó.
–Él es periodista. Pero no vino por la AMIA, quiere hablar sobre mi papá.
Roxana hizo un gesto de alivio.
El atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) que en 1994 mató a 85 personas, es el motivo por el que el apellido Telleldín se hizo tristemente famoso. Carlos fue el hombre con más acusaciones en esa causa, que sigue impune. En 1994, cuando se dedicaba a reducir autos robados, Carlos fue detenido, acusado de vender la Trafic usada como coche bomba para volar la AMIA. Pasó más de una década preso sin ser juzgado. En la cárcel, estudió derecho. Cuando lo conocí, me dijo “puedo robar un estéreo y no voy en cana, con todos los años que me deben”. En 2020 fue absuelto por ese delito. Ya no vende autos robados. Maneja un gran estudio jurídico y en el ambiente le dicen el rey de los sacapresos. “A mí me metieron en la causa AMIA los enemigos de mi padre que estaban en la SIDE”, repite cuando puede.
Raúl Pedro Telleldín, el papá de Carlos, fue militar, fue peronista, fue policía y dirigió una de las mayores máquinas de exterminio que haya conocido la historia de Córdoba. A mediados de 1975, un año antes del golpe cívicomilitar en Argentina, asumió el mando del Departamento de Informaciones de la Policía, el D2. Manejaba una dotación de hombres y mujeres crueles, que tenían la misión de exterminar opositores, especialmente de izquierda. Su sello fueron las bombas: mandó a explotar oficinas públicas, redacciones de diarios, comercios, casas particulares y hasta las tumbas de sus propias víctimas. En el D2, ubicado a metros de la plaza principal de Córdoba, fueron torturadas cerca de dos mil personas, muchas de las cuales están desaparecidas. Allí dentro, Telleldín era “El Uno”. Así lo llaman, todavía, quienes fueron sus subordinados. Murió en un accidente de autos en 1983. Lo velaron a cajón cerrado. Décadas después, se rumoreaba que seguía vivo, camuflado en otras identidades.
Escuchaba su nombre en cada juicio por delitos de lesa humanidad que me tocaba cubrir como periodista. Parecía misterioso, conspirador y frío. Pero nadie sabía demasiado. Me atraía la idea de que siguiera vivo, camuflado en otra vida; aunque, por los años que habían pasado desde su muerte, era improbable.
Sobre Raúl Pedro Telleldín quise escribir un libro. Un libro periodístico, un libro molesto, porque “si no molesta, no es periodismo”, decíamos por ahí.
Si pienso ahora en todas las molestias que me trajo, ese día no me habría llevado el uniforme a mi casa.
Era la segunda vez que me entrevistaba con Carlos Telleldín. Para ganarme su confianza, le había dicho que yo también era hijo y nieto de policías.
–Nos vamos a entender –contestó.
Estábamos en su casa, mirando una caja con recuerdos de la que sacó un retrato de Perón dedicado al “camarada y amigo Telleldín”.
–Vení, mi amor. Escuchá así aprendés. ¿Sabías que Perón le regaló a mi papá su carnet de la CGT de los trabajadores?
¿Sabías que mi papá fue su custodio, mi amor?
Roxana miró sorprendida. Yo tampoco había escuchado ese dato antes. Carlos hablaba de su padre con una admiración desbordante. Estaba, aseguraba él, en sus antípodas ideológicas. Lo consideraba un criminal. Pero no cualquier criminal: un criminal que obedecía órdenes, y de muy pocas personas: las pocas que estaban por encima de su cargo.
–Mirá esta foto, este chiquito de acá soy yo, y ese es mi papá. Ese uniforme que tiene puesto lo tengo guardado acá en casa, ¿o no mi amor? También tengo unas armas reglamentarias suyas que me gané en un juicio sucesorio.
Desapareció y volvió al rato. En una bolsa trajo el uniforme y un sable. Lo estiró sobre un sillón; el saco de pana azul, la chaqueta más fina, la gorra con las insignias doradas de la Policía de Córdoba. Fue la primera vez que vi el uniforme.
–A este me lo pidió la Presidenta para llevarlo al museo de mi papá.
–¿Cristina Kirchner?
–Sí, ella. A través de Eduardo Valdés, el embajador del Vaticano. Él era amigo de mi viejo, se conocían del peronismo
–¿Y para qué lo quería?
–Qué sé yo… para llevarlo al museo de mi viejo, supongo.
Carlos le decía “el museo de mi viejo” al Archivo Provincial de la Memoria, el espacio para la promoción de los derechos humanos y para recordar a las víctimas del terrorismo de Estado, montado en el edificio donde funcionó el D2.
–Pero si querés te lo doy a vos. Donalo de manera anónima al museo. Tocá, lo tengo rebien cuidado.
Lo extendió, abrió una manga sobre el respaldo del sillón.
–Poneteló –le propuse.
–¿Qué?
–Sí, dale. Probateló.
–A ver, mi amor, ayúdame.
Se sacó el buzo, comenzó a meterse de a poco en el traje.
Las mangas le ciñeron, el forro cedió, se rajó.
–¡La concha de la lora, estoy más gordo que mi viejo! Me acuerdo que lo iba a ver a los desfiles y me parecía que estaba embarazado del panzón que tenía.
Roxana tuvo que ayudarle a quitárselo.
–La concha de la lora… Tomá –dijo–, llevateló, donalo de manera anónima.
Esa noche volví a casa con el uniforme. Para que no estorbe, lo metí en el ropero que estaba en la habitación de Vicente. A su madre, mi pareja por entonces, le prometí que sería provisorio.
Cuando viajé a Córdoba, dos semanas después, llevé el uniforme al Archivo Provincial de la Memoria. Recuerdo que me recibió la directora y una investigadora que solía consultar como fuente. Recuerdo que conté cómo lo había conseguido, expliqué que estaba investigando sobre Telleldín y que, para eso, hablaba con su familia y con policías que lo habían conocido. Sentía que estaba haciendo un aporte; además del uniforme, tenía documentos y podía, creía yo, conseguir información importante. Recuerdo los gestos de las dos mujeres, las muecas de repugnancia que hacían a medida que avanzaba en mi explicación. Una me cortó en seco. “Acá recordamos a las víctimas, no es un museo de criminales”.
Me sentí un estúpido. No supe qué decir. Cuando salí del edificio, con el uniforme en la mano, cuando pisé el empedrado del Pasaje Santa Catalina, me enfrenté a las miradas de las víctimas del D2, que me juzgaban desde las fotos en blanco y negro que hacen de memorial.
Entre todas, distinguí la cara del subcomisario Ricardo Fermín Albareda.
5.
La noche que murió, la noche del 25 de septiembre de 1979, Albareda salió a eso de las diez de la Dirección de Comunicaciones de la Policía de Córdoba y subió al Peugeot 404 blanco. Lo esperaban Susana Montoya, su esposa, y sus hijos Mónica, Fernando y Ricardo, de meses.
Sofia Beran
En el trayecto, dos autos lo cercaron. El “Chato” Calixto Flores y Hugo Britos, policías del D2, iban en uno. Raúl Pedro Telleldín y su lugarteniente, Américo Romano, en el otro. A punta de patadas, lo arrancaron del Peugeot y lo metieron a uno de los autos.
Después, manejaron unos cuarenta minutos por una ruta de curvas y laderas hacia el norte de Córdoba, hasta llegar al Chalet de Hidráulica, uno de los centros clandestinos del D2, escondido en una península del lago San Roque, rodeada de agua, oculta entre una arboleda de pinos y eucaliptus.
Albareda se había hecho policía a los 19 años, cuando salió de la escuela. Como su padre, como su abuelo, como sus hermanos. Vocación y mandato familiar, son cosas que a veces se confunden.
Mientras ascendía, comenzó a estudiar ingeniería electrónica, en 1969. Así que para 1979, tenía una foja de servicio impecable y estudios avanzados. En una semana iba a cumplir 38 años y pronto asumiría como comisario, lo que le abría la oportunidad de quedar a cargo de la Dirección de Comunicaciones.
Su oficina quedaba en la Casa de Gobierno. Por sus manos, durante 16 años, pasaron los télex del sistema de comunicación que llegaban desde la presidencia, también gran parte de la comunicación interna de la Policía.
Albareda tenía también, desde 1970, una identidad secreta, clandestina. Era “Pablo”, en el aparato de contrainteligencia del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), el brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Desde su lugar, tuvo un rol clave en el trabajo de contrainteligencia del ERP, sobre todo para adelantarse a los procedimientos del D2. Por eso, desde que asumió, en 1975, Raúl Pedro Telleldín se obsesionó con el traidor que trabajaba desde las entrañas de la fuerza. Para octubre de 1976, ya no quedaba casi nada de la estructura del ERP. En enero de 1978 fueron secuestrados Ester Felipe y su marido Luis Mónaco, último contacto de Albareda con la estructura. Y hasta la noche del 25 de septiembre de 1979, estuvo solo, quizás esperando la caída.
El fulgor plateado del lago y el monte oscuro hacia la ruta era todo lo que veía esa noche, desde la galería del Chalet de Hidráulica, el centinela Ramón Roque Calderón. Le decían Kung Fu y era guardia estable del chalet desde septiembre de 1976. Los faros de dos autos abrieron la negrura del campo y Calderón pudo ver a sus superiores avanzar hacia la casa: adelante Telleldín; detrás, un hombre alto, delgado, que daba pasos con letargo, como si estuviera herido o muy borracho. Los otros lo empujaban para que avanzara. Divisó que el hombre vestía uniforme de la Policía con insignias doradas de un superior; subcomisario o comisario.
–¿Quién es el carteludo? –preguntó Calderón.
–¡No pregunte! –lo cortó Telleldín.
Con alambre, ataron a Albareda a una silla de madera. Los tobillos a las patas, los brazos detrás. Quizá escuchó las olas del lago azotándose contra algún acantilado. Quizás escuchó grillos anunciando el calor. O quizás la mente se le nubló con los primeros golpes y entonces fue el principio del fin.
Calderón había oído gritar a cientos de torturados en los tres años que llevaba custodiando el Chalet de Hidráulica: era el llanto de los que no saben qué va a ser de su vida, como el que le escuchó clamar a Albareda esa noche, cuando comenzaron a torturarlo. Pero siempre, declaró Calderón en el juicio que se hizo en 2009, se quedó afuera. No quería ver. Esa noche no pudo.
–Venga, Kung Fu, quiero que vea algo –lo llamó Telleldín–. Quiero que sepa qué pasa con los traidores.
Una por una, Telleldín arrancó las insignias de los hombros de Albareda, hasta degradarlo por completo. Después pidió una botella de whisky y un botiquín. Cuando lo tuvo, sacó un bisturí, rajó el pantalón por la mitad, agarró los testículos de Albareda.
–Si caminás, si tenés los pies en la tierra, es gracias al peso de las bolas –le dijo–. Pero ahora te las corto y te vas al cielo.
Y con un golpe de bisturí lo capó.
Para callar los alaridos del hombre, Telleldín metió la parte amputada en su boca y comenzó a coser los labios. Agarró la botella y tiró un chorro de whisky en la herida.
Nadie decía nada en el semicírculo de ojos. “Era El Uno” explicó Calderón, “y El Uno te mataba”.
Una hora más tarde, después de hacer fuego, después de comer un asado, Telleldín ordenó cargar el cuerpo de Albareda en el baúl de un auto, y se fueron.
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Desde Madrid, el histórico entrenador y pensador bahiense analiza el presente argentino con crudeza: denuncia la manipulación emocional que sostiene a Milei, la baja participación electoral y la pérdida de identidad del fútbol y de la política nacional. “Nos quitaron la reflexión y nos dejaron solo la emoción”, advierte.
Por Roque Pérez para Noticias La Insuperable
“La mayor victoria del capitalismo es despolitizar a la gente”
A sus 79 años, Ángel Cappa conserva la misma claridad con la que alguna vez desplegó una bandera frente a las cámaras de televisión suizas que decía “Videla asesino”, durante un amistoso de la Selección argentina en plena dictadura. Hoy, desde su casa en Madrid, observa el país que dejó hace décadas con una mezcla de dolor e indignación.
“El fenómeno Milei no se explica por adhesión, sino por vaciamiento político y manipulación emocional”, sostiene. Y agrega: “Hace tiempo que creo que la mayor victoria del capitalismo es despolitizar a la mayoría de la gente y criminalizar el pensamiento. A la gente la dejan solo con la emoción, que es fácilmente manipulable. Entonces lo que existe es una manipulación total”.
Cappa repasa los números con precisión quirúrgica: “Había 36 millones de personas habilitadas para votar, 12 millones no fueron a votar, y La Libertad Avanza apenas obtuvo el 25,96% del electorado habilitado”. Para él, eso demuestra que no hubo una ola libertaria sino un desencanto profundo, una ciudadanía sin horizonte político, víctima de la desinformación y del cansancio.
“Bahía Blanca es el espejo de la paradoja argentina”
Su ciudad natal se convirtió, según Cappa, en el ejemplo más claro del sinsentido actual. “Bahía Blanca es un ejemplo de lo que estoy diciendo. El Gobierno los castigó después del temporal, los abandonó, y aun así votaron a Milei. Es una burla. Milei se burló y se sigue burlando de todos los habitantes de Bahía Blanca, y los votan igual.”
En esa descripción hay más que una crítica electoral: hay un diagnóstico social. Para Cappa, la antipolítica y el antiperonismo son las nuevas religiones del odio, donde el votante termina actuando en contra de sus propios intereses. “En la sociedad está creciendo el sentimiento antiperonista, y como Milei hizo campaña contra el peronismo y contra Cristina, la gente lo vota aunque los castigue de esa manera. No lo puedo creer.”
La “policía del pensamiento” y el vaciamiento de la política
El exentrenador identifica un fenómeno cultural más amplio: la construcción de una “policía del pensamiento” que penaliza la reflexión crítica. “El capitalismo no solo domina la economía: domina también el lenguaje, el humor, las redes, la forma de sentir. Hoy se ridiculiza al que piensa distinto, se lo tilda de loco o de planero, se lo cancela. Eso es parte del mismo mecanismo de control”, analiza.
Para Cappa, la baja participación electoral es el síntoma más claro de una sociedad despolitizada y anestesiada, que renunció a intervenir en lo colectivo. “La gente ya no se siente parte de nada, y eso es lo que el poder busca: individuos aislados, sin pertenencia ni pensamiento político desarrollado.”
“El peronismo perdió su identidad”
Aunque se define como un hombre de izquierda, Cappa no se priva de criticar al peronismo. “El peronismo dejó de existir con la vuelta de Perón, cuando se volcó decididamente a la burocracia sindical y a los grandes capitales”, sostiene.
El kirchnerismo, dice, no logró disputar el sentido del capitalismo: “No puso en cuestión el sistema. Todo eso lleva a la confusión, y Milei, con su histrionismo y sus estupideces contra la casta, se aprovecha de una sociedad sin pensamiento político”.
“Desde Europa, Milei es visto como un personaje ridículo”
Consultado sobre la imagen internacional del mandatario, Cappa no vacila: “Desde España se ve a Milei como un personaje ridículo. Acá atacó al Partido Socialista Obrero Español, que de socialista no tiene nada, pero aún así el riesgo país acá es 56 y en Argentina 659. Y él dice que en España la gente se muere de hambre. Es absurdo.”
Con ironía, remata: “Milei es un plagiador de los divulgadores de los divulgadores de los liberales originales. No tiene una idea propia. Es un personaje nefasto. Castiga a los jubilados, a las personas con discapacidad, al Garrahan, a las universidades… y lo siguen votando”.
“El fútbol también perdió su identidad”
La charla deriva inevitablemente hacia el fútbol, y Cappa traslada allí el mismo diagnóstico social. “Argentina no tiene criterio propio para hacer campeonatos. Siempre están cambiando: un año son cortos, otro largos, con promedios o sin ellos. No hay identidad porque todo está supeditado a vender jugadores”, reflexiona.
El fútbol argentino, denuncia, se transformó en una vidriera de exportación: “Se adecuan a los campeonatos europeos y pierden identidad propia. El capitalismo nos roba todos los bienes comunes. El fútbol es un bien común de la sociedad.”
Y sentencia: “Los clubes son el último refugio colectivo que nos queda. Hay que defenderlos como se defiende la salud o la educación pública”.
Un hilo de esperanza
Pese a su mirada crítica, Cappa no se declara derrotado. “La izquierda ha hecho una buena elección, ha crecido mucho. Y también la gente, que empieza a manifestarse y a responder.”
Entre la nostalgia de la Bahía Blanca obrera y la lucidez del exiliado que nunca dejó de pensar, Ángel Cappa sigue jugando su partido: el de la reflexión en tiempos de ruido y la memoria frente al olvido.
Toda la Agenda Cultural del fin de semana en un solo contenido. JUEVES BIGOTE ARGENTINO de TATO CAYÓN este jueves en el Galpón de las Artes a las 21hs… VIERNES FOREVER FEST en Roma OVNIBUS en Monkey a las 00hs… SÁBADO EN LA RONDA hay lectura, música y pintura a partir de las 21hs… MAURO…
Se llevó adelante una nueva propuesta de la dirección de Turismo de Villa Regina. Con una convocante participación, el AstroTURISMO conquistó lo más alto de nuestra perla del valle. Luego de hacer el recorrido por el sendero a la capilla, el grupo participó de una charla sobre astros. En una noche de luna llena, después…
Ayer por la tarde lxs trabajadores de La Reginense tuvieron una reunión con el intendente de la ciudad Marcelo Orazi, quien los recibió en el municipio. En esta oportunidad los obreros de la sidrera estuvieron representados por Juan Caniupán, Alicia Monsalve y Sergio Gallardo. En un encuentro productivo el mandatario se comprometió con respecto al…