El municipio reginense, con Carolina Cailly como representante legal, presentó una medida cautelar ante el juzgado civil N°21 donde se solicitó el cese de la demolición de la chimenea Fioravantti, el recurso fue aceptado por la jueza Paola Santarelli, pero el trabajo realizado sobre las bases de la construcción ya no puede retrotraerse. Si bien su estructura se mantiene firme, abandonarla en esas condiciones es peligroso y reparar el daño imposible.Su derribe es inevitable.
En 2006 la chimenea fue decretada monumento histórico por el Concejo Deliberante, pero hasta ahí llegó el esfuerzo comunal por defender el patrimonio. Ya que la ordenanza en sí misma no la resguarda de la decisión del propietario del terreno de derribarla. Los circuitos legales que debieran haber continuado, no lo hicieron.
A poco más de 80 años, el símbolo de la economía regional, de la primer fábrica del Alto Valle, desaparecerá. Aunque la historia no siempre son los objetos sino que pueden ser los sujetos los que pueden mantenerla viva a partir de sus recuerdos y relatos.
La chimenea de la primera fábrica del Alto Valle tiene 43,5 metros de altura, pesa más de 400 toneladas y fue construida en 1932.
Para conocer un poco más acerca de la historia de Villa Regina podés leer los libros «Me lo contó mi abuelo» y «Las historias que nos unen» de la historiadora reginense Silvia Zanini.
Un tribunal de tres jueces condenó a nueve años de prisión al ex jefe de fiscales de Rosario Patricio Serjal al que encontró culpable de cobrar sobornos de parte de un capitalista de juego clandestino para no investigarlo. Un empleado de la unidad fiscal donde se desempeñaba Serjal, Nelson Ugolini, recibió cinco años de prisión. Era quien mantenía los contactos con el empresario de juego ilegal que buscaba protección y que canalizaba los pagos hacia arriba.
Las condenas fueron unánimes y para ambos juzgados los jueces dispusieron el cumplimiento de prisión en un establecimiento carcelario. Ya había sido condenado por formar la misma red el ex fiscal adjunto Gustavo Ponce Asahad.
Una de las principales novedades de este fallo, si queda firme, es sus efectos sucesivos e inexorables. La condena incluye la figura de asociación ilícita ya que establece que Serjal, que fue desplazado de su cargo en agosto de 2020, formaba la parte superior de una estructura que incluyó a un sector de la política santafesina, que recibía dinero de este capitalista de juego, Leonardo Peiti, para sus actividades.
Quien en este mismo trámite está imputado como jefe de asociación ilícita es el senador santafesino Armando Traferri, que no llegó a esta etapa del juicio aún porque durante cuatro años mantuvo los fueros legislativos ya que la mayoría de sus pares se negaron a levantarlos. La condena a Serjal por asociación ilícita deja a Traferri en el umbral de una resolución semejante.
Los fundamentos de los jueces reconocen la legalidad de la investigación que llevaron contra Serjal y Traferri los fiscales que inicialmente tuvieron el caso y a quienes las autoridades del Ministerio Público de la Acusación (MPA) corrieron del control del trámite cuando fueron señalados, incluso por fiscales colegas, de haber cometido delitos en el curso de la investigación para perjudicar a Traferri. Esa idea los jueces Nicolás Foppiani, Hebe Marcogliese y Facundo Becerra la descartaron.
«Detrás de esta sentencia hay todo un equipo de trabajo que hizo la investigación preparatoria y que se desempeñó de manera excelente ya que el tribunal avaló cada una de las pruebas», dijo la fiscal Marisol Fabbro, quien impulsó junto a su colega José Luis Caterina la acusación en el juicio que terminó este viernes.
Esa reivindicación explícita del trabajo de Schiappa Pietra y Edery viene recubierta de significado político y jurídico. Ambos fueron apartados de la investigación con el pedido explícito de Traferri que prácticamente supeditó a esa condición la decisión de presentarse el año pasado y que lo hizo tras ser reelecto en su banca en 2023. Los nuevos fiscales con las mismas pruebas rendidas por sus antecesores, y despreciadas por el Senado para desaforarlo, lo imputaron a Traferri el año pasado y le agregaron asociación ilícita.
Armando Traferri
El tribunal convalidó toda la investigación. Lo que significa también descartar la idea de que hubo un armado de fiscales que actuaron al margen de la legalidad en una pesquisa viciada coordinada por el criminólogo Marcelo Sain cuando era ministro de Seguridad de Omar Perotti.
El problema que tiene esta hipótesis, explicó la fiscalía y retomó el tribunal, es que el origen del caso aparece en 2017, cuando los fiscales Schiappa Pietra y Matías Edery no tenían ningún contacto con el asunto, y cuando Sain no tenía cargos en la provincia de Santa Fe. La detección de esta madeja de intereses, que incluye a Traferri y otros dirigentes políticos, está en una causa penal de Melincué. La llevaba quien ahora es fiscal regional de Rosario, Matías Merlo, quien como testigo en este juicio defendió muy enfáticamente esta causa.
Sobre la llamada «pata política», que fue llamada de esa forma por el tribunal, los jueces dijeron que para comprender cabalmente el alcance de la red en la que se enmarca la acción de los acusados, era importante entender que Serjal, Ugolini y Ponce Asahad actuaban bajo el paraguas de de estamentos con personas que aunque «no se encuentra en juzgamiento aquí fueron permanentemente aludidas durante el debate». Indicaron que esta implica la participación de funcionarios legislativos y políticos, «siendo el eje central el senador Armando Traferri».
En el juicio el capitalista Peiti admitió al declarar que le había dado 200 mil dólares a Traferri para la campaña política.
«Se produjo prueba que acreditó la existencia de una asociación ilícita estable, jerarquizada y funcional, cuyo objeto principal fue usufructuar el dinero ilícito proveniente de la recaudación generada por una red de casas de juego de azar ilegal, y, concomitantemente, garantizar la impunidad de dicho negocio mediante una cobertura judicial penal». Señalaron que esa estructura también era integrada «por personas que no fueron traídas a este juicio».
La fiscal Fabbro había dicho en su alegato final: «Este no es un caso de juego clandestino. Ni siquiera de «filtraciones» o incumplimientos funcionales aislados. Este caso traído a juicio es una investigación que pone sobre la mesa algo mucho más sutil y mucho más dañino: este caso versa sobre la impunidad. Este no es un caso sobre dinero, sino sobre lo que el dinero puede comprar. En esa posibilidad material que da el dinero combinada con ciertos contactos y con ciertas posiciones de poder, pudimos comprobar que ciertos funcionarios fueron efectivamente comprados por dinero».
Otro punto culminante que complica al condenado es que la fiscal Marianela Luna detecta en 2017 que Serjal actúa de una manera muy extraña cuando ella inicia una causa contra Peiti. En 2018 Luna avisa a la regional que va a allanar locales de juego ilegal de Peiti. Cuando se concretan las requisas esos garitos estaban sorpresivamente desmantelados. Frente a semejante filtración que volvió negativos los procedimientos en la siguiente oportunidad Luna tomó un recaudo: no le avisa a Serjal y allana directamente. En este caso los 14 operativos dan positivo. Ante la afectación de los intereses de Peiti lo que hace Serjal es dictar una resolución traspasando a dos fiscales de Rosario las causas de juego clandestino en la jurisdicción. Le dijo a la fiscal Luna, según ella declaró en el juicio, que la decisión era concentrar el mismo las causas.
El fiscal que acusó a los fiscales
Una de los principales testigos de la defensa fue paradójicamente un colega de los acusadores, el fiscal Pablo Socca. Según declaró Socca, los primero fiscales del caso usaron a la testigo colaboradora sospechada de extorsión Mariana Ortigala para llegar al capitalista Peiti y a través de él a Serjal.
Los jueces lo rechazaron remarcando que sus declaraciones connotaban «un conocimiento superficial del caso» que denunciaba. Hicieron eje en la declaración de la fiscal Bárbara Ilera que investiga al fiscal Edery por un supuesto hecho de omisión de investigación. Señalaron que la funcionaria «confirmó que no hay, hasta ahora, elementos que autoricen a presumir que hubo un acuerdo entre los fiscales Edery y/o su empleada Carla Belmonte con Ortigala para perjudicar al Sr. Serjal, y las apreciaciones en tal sentido del fiscal Socca no persuadieron por resultar genéricas y especulativas».
Siguieron los jueces: «La afirmación defensiva, basada en el testimonio de Socca, en cuanto a que la investigación se habría originado a partir de la manipulación o utilización de terceros – específicamente Mariana Ortigala- para «llegar a Peiti y a través de él a Serjal», constituye una mera especulación sin correlato probatorio»
Si Patricio Serjal resultaba condenado por asociación ilícita se sabía que el trance sería determinante en la causa de Traferri porque él está acusado de ser organizador de esa misma asociación.
Aquí estuvo centrada la pulseada. Se notó mucho en el juicio en la estrategia de la defensa. Y se advierte con elocuencia en el terreno de la opinión pública. Dos medios de fuerte presencia en Rosario, con importante penetración, publicaron el mismo artículo periodístico, con distinciones mínimas de construcción pero de idéntico eje, centrado en el testimonio del fiscal Socca, que denunciaba a los fiscales Edery y Schiappa Pietra de haber direccionado la causa en contra de Serjal y Traferri. Esas publicaciones fueron a diez días de la declaración de Socca.
Todo lo que sobra, molesta y ocupa lugar va a parar al ropero de mi hijo.
Sus cosas entran en una valija que lleva y trae cada semana desde la casa de su madre. Cuando llega, las acomodamos en los estantes de la izquierda. El resto del ropero lo usamos para guardar abrigos, frazadas, recuerdos y un montón de objetos inútiles de los que todavía no nos podemos despegar. Pueden estar allí varias temporadas hasta que pierden por completo su sentido y, por fin, los tiramos a la basura o los donamos.
Mi hijo lo llama “la otra dimensión”. Dice que me vio meter cosas que nunca salieron, como su primera pileta de lona. El ropero se la comió. Dice que es como la habitación del pensamiento abstracto de la película Intensamente, un lugar a donde van a parar los residuos de la memoria antes de borrarse para siempre de la vida de alguien.
Cada tanto la puerta se abre. A veces porque necesitamos algo. Otras, porque hacemos espacio en la casa y nos vemos obligados a mandar cosas a la otra dimensión.
Este es un momento de hacer espacio. En unos meses nacerá Helena y el estudio, el lugar que armamos para trabajar desde que llegamos a esta casa, se va transformando de a poco en la habitación de una niña.
Anoche entró un frente frío. A las once y media se descolgó una tormenta imponente. Sofía se recostó en el sillón y se tapó con una manta. Vicente todavía estaba despierto y quiso salir a la galería a ver cómo caía la lluvia. Abrí las puertas y las ventanas para dejar pasar el aire fresco y me dispuse a mandar cosas a la otra dimensión. En el piso, sobre la alfombra con dibujos infantiles, acomodé de un lado lo que debía entrar y de otro lo que debía salir. Carpetas, archivos, libros, diarios viejos, juguetes en desuso.
En el fondo semivacío del ropero reconocí el bulto azul envuelto en una bolsa transparente. Un bulto que me acompaña desde hace ocho años, cuando mi hijo era un bebé. Sobrevivió a cada digestión de la otra dimensión: diez mudanzas, dos separaciones.
Abrí el paquete. Metí la mano, saqué uno por uno los trapos y los estiré en el espacio libre del piso: el saco de pana azul, la gorra de visera dura, las insignias doradas.
–¿Es un disfraz?
Vicente estaba parado en la puerta con los pies mojados.
–Es un uniforme.
–¿De policía?
–Sí.
–¿Del nono?
–No, no es de mi papá.
–¿Salió de la dimensión?
–Sí, salió de la dimensión.
–¿Y lo vas a tirar?
Sobre el piso, miré los trapos que alguna vez fueron parte de la ropa de trabajo de un represor, un hombre ya muerto que dirigió un centro clandestino y una patota de policías dedicada a secuestrar y asesinar gente durante la última dictadura militar.
Hay una tarjeta con su nombre pegada en la parte interior de la gorra: Raúl Pedro Telleldín. Hace mucho quise hacer un libro sobre él; me acerqué a sus hijos, entrevisté a militares y a policías condenados por crímenes contra la humanidad, escuché a sus víctimas y junté decenas de expedientes. Pero nunca pude escribir una línea y el proyecto quedó archivado, como el uniforme.
Foto: Santiago Salguero
Vicente acomodó la gorra en donde imaginó una cabeza. Es- tiró una manga del saco, dibujó una silueta. Se lo quedó mirando. Parecía la piel usada de una serpiente. El cuero de una bestia.
–Es áspero –dijo–. Poneteló. Dale, pa, poneteló.
3.
Esta mañana pasó mi viejo.
Venía de trabajar, uniformado. El pantalón pinzado, los zapatos negros lustrados (ya no usa borcegos) y la camisa celeste que le ajusta cada vez más la panza. La pistola metida a presión en el cinto. Nunca se baja del auto sin el arma. Aunque no tenga el uniforme puesto, aunque vista short y remera, el bulto está ahí, como un órgano más de su cuerpo.
Esta vez trajo pañales para el acopio y galletas para la merienda de Vicente. Tomó dos mates y dijo que estaba apurado. Sus visitas son así: fugaces, intempestivas, incómodas. Antes de irse, le mostré el cuarto en construcción. Entre los ajuares, estaba el uniforme. Lo saqué para mostrárselo, quería ver su reacción.
Inspeccionó las insignias.
–Era de un jefe –dijo–. Cuando eras chico tenías una gorra como esta para jugar ¿te acordás? Era del Tata.
–Sí.
–¿Y esta también fue del Tata?
–No. Esta es mía.
4.
Busco entre las cajas importantes los archivos de mi investigación. Si voy a deshacerme del uniforme, debería tirar también estos cuadernos, estas fotos, el disco en el que almaceno horas de entrevistas. En una de las libretas tengo anotada la fecha en que el uniforme llegó a mí: sábado 3 de octubre de 2015. Acababa de cumplir 32 años. Vivía en Buenos Aires. Trabajaba en una agencia de noticias. Vicente era bebé. Todavía no me había separado de su madre. Tenía un proyecto: escribir un libro. Un libro sobre un policía, un asesino, un conspirador. No esperaba terminar cuidando su ropa.
Foto: Santiago SalgueroFoto: Santiago Salguero
En la libreta, al lado de la fecha, anoté: llueve en Castelar. Y llovía, posiblemente, en todo Buenos Aires. El olor a asfalto mojado entraba por las ventanas hasta esa oficina tapizada de libros, en la planta alta de la casa, en la que hablé durante dos horas con Carlos Telleldín, hijo de Raúl Pedro Telleldín. Detrás de él, un televisor de cincuenta pulgadas mostraba lo que filman nueve cámaras de seguridad: habitaciones vacías, dos perros mojándose en el patio, un policía custodiando la entrada; en la cocina, una mujer caminaba con un bebé en brazos.
–No te vas a ir ahora… Te vas a cagar mojando –dijo en un momento y dio por terminada la entrevista.
Eran las siete de la tarde. La estación de tren quedaba a cinco cuadras y la lluvia no paraba. Decidí esperar.
–Hacés bien. Bajemos que me quiero sacar esta mierda.
Aflojó el cinto de su pantalón y se perdió escaleras abajo. Lo seguí por salones que olían a madera fina, hasta que llegamos a la cocina que un rato antes había visto minúscula en uno de los cuadros del televisor.
Carlos me dejó solo con la mujer que aupaba el bebé. Joven, morena, alta, por lo menos dos cabezas más que él. Imaginé que debía ser Roxana, su octava esposa. Un rato antes me había hablado de ella. “Tiene 20 años”, había dicho con cierto orgullo. Carlos tenía 54. El bebé debía ser Tomás, su décimo hijo.
Unos minutos después volvió vestido con un jogging y un buzo gris. Traía una caja con recuerdos debajo del brazo. Nos presentó.
–Él es periodista. Pero no vino por la AMIA, quiere hablar sobre mi papá.
Roxana hizo un gesto de alivio.
El atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) que en 1994 mató a 85 personas, es el motivo por el que el apellido Telleldín se hizo tristemente famoso. Carlos fue el hombre con más acusaciones en esa causa, que sigue impune. En 1994, cuando se dedicaba a reducir autos robados, Carlos fue detenido, acusado de vender la Trafic usada como coche bomba para volar la AMIA. Pasó más de una década preso sin ser juzgado. En la cárcel, estudió derecho. Cuando lo conocí, me dijo “puedo robar un estéreo y no voy en cana, con todos los años que me deben”. En 2020 fue absuelto por ese delito. Ya no vende autos robados. Maneja un gran estudio jurídico y en el ambiente le dicen el rey de los sacapresos. “A mí me metieron en la causa AMIA los enemigos de mi padre que estaban en la SIDE”, repite cuando puede.
Raúl Pedro Telleldín, el papá de Carlos, fue militar, fue peronista, fue policía y dirigió una de las mayores máquinas de exterminio que haya conocido la historia de Córdoba. A mediados de 1975, un año antes del golpe cívicomilitar en Argentina, asumió el mando del Departamento de Informaciones de la Policía, el D2. Manejaba una dotación de hombres y mujeres crueles, que tenían la misión de exterminar opositores, especialmente de izquierda. Su sello fueron las bombas: mandó a explotar oficinas públicas, redacciones de diarios, comercios, casas particulares y hasta las tumbas de sus propias víctimas. En el D2, ubicado a metros de la plaza principal de Córdoba, fueron torturadas cerca de dos mil personas, muchas de las cuales están desaparecidas. Allí dentro, Telleldín era “El Uno”. Así lo llaman, todavía, quienes fueron sus subordinados. Murió en un accidente de autos en 1983. Lo velaron a cajón cerrado. Décadas después, se rumoreaba que seguía vivo, camuflado en otras identidades.
Escuchaba su nombre en cada juicio por delitos de lesa humanidad que me tocaba cubrir como periodista. Parecía misterioso, conspirador y frío. Pero nadie sabía demasiado. Me atraía la idea de que siguiera vivo, camuflado en otra vida; aunque, por los años que habían pasado desde su muerte, era improbable.
Sobre Raúl Pedro Telleldín quise escribir un libro. Un libro periodístico, un libro molesto, porque “si no molesta, no es periodismo”, decíamos por ahí.
Si pienso ahora en todas las molestias que me trajo, ese día no me habría llevado el uniforme a mi casa.
Era la segunda vez que me entrevistaba con Carlos Telleldín. Para ganarme su confianza, le había dicho que yo también era hijo y nieto de policías.
–Nos vamos a entender –contestó.
Estábamos en su casa, mirando una caja con recuerdos de la que sacó un retrato de Perón dedicado al “camarada y amigo Telleldín”.
–Vení, mi amor. Escuchá así aprendés. ¿Sabías que Perón le regaló a mi papá su carnet de la CGT de los trabajadores?
¿Sabías que mi papá fue su custodio, mi amor?
Roxana miró sorprendida. Yo tampoco había escuchado ese dato antes. Carlos hablaba de su padre con una admiración desbordante. Estaba, aseguraba él, en sus antípodas ideológicas. Lo consideraba un criminal. Pero no cualquier criminal: un criminal que obedecía órdenes, y de muy pocas personas: las pocas que estaban por encima de su cargo.
–Mirá esta foto, este chiquito de acá soy yo, y ese es mi papá. Ese uniforme que tiene puesto lo tengo guardado acá en casa, ¿o no mi amor? También tengo unas armas reglamentarias suyas que me gané en un juicio sucesorio.
Desapareció y volvió al rato. En una bolsa trajo el uniforme y un sable. Lo estiró sobre un sillón; el saco de pana azul, la chaqueta más fina, la gorra con las insignias doradas de la Policía de Córdoba. Fue la primera vez que vi el uniforme.
–A este me lo pidió la Presidenta para llevarlo al museo de mi papá.
–¿Cristina Kirchner?
–Sí, ella. A través de Eduardo Valdés, el embajador del Vaticano. Él era amigo de mi viejo, se conocían del peronismo
–¿Y para qué lo quería?
–Qué sé yo… para llevarlo al museo de mi viejo, supongo.
Carlos le decía “el museo de mi viejo” al Archivo Provincial de la Memoria, el espacio para la promoción de los derechos humanos y para recordar a las víctimas del terrorismo de Estado, montado en el edificio donde funcionó el D2.
–Pero si querés te lo doy a vos. Donalo de manera anónima al museo. Tocá, lo tengo rebien cuidado.
Lo extendió, abrió una manga sobre el respaldo del sillón.
–Poneteló –le propuse.
–¿Qué?
–Sí, dale. Probateló.
–A ver, mi amor, ayúdame.
Se sacó el buzo, comenzó a meterse de a poco en el traje.
Las mangas le ciñeron, el forro cedió, se rajó.
–¡La concha de la lora, estoy más gordo que mi viejo! Me acuerdo que lo iba a ver a los desfiles y me parecía que estaba embarazado del panzón que tenía.
Roxana tuvo que ayudarle a quitárselo.
–La concha de la lora… Tomá –dijo–, llevateló, donalo de manera anónima.
Esa noche volví a casa con el uniforme. Para que no estorbe, lo metí en el ropero que estaba en la habitación de Vicente. A su madre, mi pareja por entonces, le prometí que sería provisorio.
Cuando viajé a Córdoba, dos semanas después, llevé el uniforme al Archivo Provincial de la Memoria. Recuerdo que me recibió la directora y una investigadora que solía consultar como fuente. Recuerdo que conté cómo lo había conseguido, expliqué que estaba investigando sobre Telleldín y que, para eso, hablaba con su familia y con policías que lo habían conocido. Sentía que estaba haciendo un aporte; además del uniforme, tenía documentos y podía, creía yo, conseguir información importante. Recuerdo los gestos de las dos mujeres, las muecas de repugnancia que hacían a medida que avanzaba en mi explicación. Una me cortó en seco. “Acá recordamos a las víctimas, no es un museo de criminales”.
Me sentí un estúpido. No supe qué decir. Cuando salí del edificio, con el uniforme en la mano, cuando pisé el empedrado del Pasaje Santa Catalina, me enfrenté a las miradas de las víctimas del D2, que me juzgaban desde las fotos en blanco y negro que hacen de memorial.
Entre todas, distinguí la cara del subcomisario Ricardo Fermín Albareda.
5.
La noche que murió, la noche del 25 de septiembre de 1979, Albareda salió a eso de las diez de la Dirección de Comunicaciones de la Policía de Córdoba y subió al Peugeot 404 blanco. Lo esperaban Susana Montoya, su esposa, y sus hijos Mónica, Fernando y Ricardo, de meses.
Sofia Beran
En el trayecto, dos autos lo cercaron. El “Chato” Calixto Flores y Hugo Britos, policías del D2, iban en uno. Raúl Pedro Telleldín y su lugarteniente, Américo Romano, en el otro. A punta de patadas, lo arrancaron del Peugeot y lo metieron a uno de los autos.
Después, manejaron unos cuarenta minutos por una ruta de curvas y laderas hacia el norte de Córdoba, hasta llegar al Chalet de Hidráulica, uno de los centros clandestinos del D2, escondido en una península del lago San Roque, rodeada de agua, oculta entre una arboleda de pinos y eucaliptus.
Albareda se había hecho policía a los 19 años, cuando salió de la escuela. Como su padre, como su abuelo, como sus hermanos. Vocación y mandato familiar, son cosas que a veces se confunden.
Mientras ascendía, comenzó a estudiar ingeniería electrónica, en 1969. Así que para 1979, tenía una foja de servicio impecable y estudios avanzados. En una semana iba a cumplir 38 años y pronto asumiría como comisario, lo que le abría la oportunidad de quedar a cargo de la Dirección de Comunicaciones.
Su oficina quedaba en la Casa de Gobierno. Por sus manos, durante 16 años, pasaron los télex del sistema de comunicación que llegaban desde la presidencia, también gran parte de la comunicación interna de la Policía.
Albareda tenía también, desde 1970, una identidad secreta, clandestina. Era “Pablo”, en el aparato de contrainteligencia del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), el brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Desde su lugar, tuvo un rol clave en el trabajo de contrainteligencia del ERP, sobre todo para adelantarse a los procedimientos del D2. Por eso, desde que asumió, en 1975, Raúl Pedro Telleldín se obsesionó con el traidor que trabajaba desde las entrañas de la fuerza. Para octubre de 1976, ya no quedaba casi nada de la estructura del ERP. En enero de 1978 fueron secuestrados Ester Felipe y su marido Luis Mónaco, último contacto de Albareda con la estructura. Y hasta la noche del 25 de septiembre de 1979, estuvo solo, quizás esperando la caída.
El fulgor plateado del lago y el monte oscuro hacia la ruta era todo lo que veía esa noche, desde la galería del Chalet de Hidráulica, el centinela Ramón Roque Calderón. Le decían Kung Fu y era guardia estable del chalet desde septiembre de 1976. Los faros de dos autos abrieron la negrura del campo y Calderón pudo ver a sus superiores avanzar hacia la casa: adelante Telleldín; detrás, un hombre alto, delgado, que daba pasos con letargo, como si estuviera herido o muy borracho. Los otros lo empujaban para que avanzara. Divisó que el hombre vestía uniforme de la Policía con insignias doradas de un superior; subcomisario o comisario.
–¿Quién es el carteludo? –preguntó Calderón.
–¡No pregunte! –lo cortó Telleldín.
Con alambre, ataron a Albareda a una silla de madera. Los tobillos a las patas, los brazos detrás. Quizá escuchó las olas del lago azotándose contra algún acantilado. Quizás escuchó grillos anunciando el calor. O quizás la mente se le nubló con los primeros golpes y entonces fue el principio del fin.
Calderón había oído gritar a cientos de torturados en los tres años que llevaba custodiando el Chalet de Hidráulica: era el llanto de los que no saben qué va a ser de su vida, como el que le escuchó clamar a Albareda esa noche, cuando comenzaron a torturarlo. Pero siempre, declaró Calderón en el juicio que se hizo en 2009, se quedó afuera. No quería ver. Esa noche no pudo.
–Venga, Kung Fu, quiero que vea algo –lo llamó Telleldín–. Quiero que sepa qué pasa con los traidores.
Una por una, Telleldín arrancó las insignias de los hombros de Albareda, hasta degradarlo por completo. Después pidió una botella de whisky y un botiquín. Cuando lo tuvo, sacó un bisturí, rajó el pantalón por la mitad, agarró los testículos de Albareda.
–Si caminás, si tenés los pies en la tierra, es gracias al peso de las bolas –le dijo–. Pero ahora te las corto y te vas al cielo.
Y con un golpe de bisturí lo capó.
Para callar los alaridos del hombre, Telleldín metió la parte amputada en su boca y comenzó a coser los labios. Agarró la botella y tiró un chorro de whisky en la herida.
Nadie decía nada en el semicírculo de ojos. “Era El Uno” explicó Calderón, “y El Uno te mataba”.
Una hora más tarde, después de hacer fuego, después de comer un asado, Telleldín ordenó cargar el cuerpo de Albareda en el baúl de un auto, y se fueron.
Durante el fin de semana el medio local «Periódico La Comuna» publicó una noticia bajo el título «Solicitan declarar a Villa Regina como ciudad Pro-Vida” donde se cita textualmente al pastor Gabriel Ballerini quien sostuvo que debe considerarse “la posibilidad de un proyecto presentado el año pasado para declarar a Villa Regina como ‘Ciudad pro…
La Municipalidad de Villa Regina informa que debido a las medidas sanitarias extraordinarias anunciadas por el Ministerio de Salud de Río Negro a las que adhiere la Municipalidad de Villa Regina se suspenden los siguientes eventos: -3° Fecha del Campeonato Patagónico de Motocross -3° Fecha del Rally Regional -16° Trekking al Indio Comahue -‘Mundo Boca…
En el mundo de la política argentina, hay figuras icónicas que han dejado una huella imborrable en la historia del país. Uno de esos personajes es Juan Domingo Perón, quien gobernó Argentina en tres ocasiones y dejó un legado político y social de gran relevancia. En contraste, encontramos a Javier Milei, un economista y político…
Con Andrés Rodríguez fuera de escena tras una cirugía en el Anchorena, la bonaerense Fabiola Mosquera avanza en silencio y tantea apoyos para posicionarse como su posible sucesora.
El histórico líder de UPCN, Andrés Rodríguez, atraviesa un delicado cuadro de salud luego de una cirugía cardíaca en la que le realizaron entre cuatro y cinco bypass.
Su internación, rodeada de hermetismo, sacudió a la estructura del sindicato más poderoso del sector público y dejó abierta la pregunta de quién tomará las riendas mientras dure su recuperación.
En medio del silencio oficial, Fabiola Mosquera, titular de UPCN Provincia de Buenos Aires, empezó a moverse como si el futuro ya hubiera llegado. Dirigentes de distintas seccionales la describen como una figura con ambición, que «se calza el traje de secretaria general» y multiplica sus apariciones públicas.
Mosquera no es una improvisada. Con formación política y años en la estructura provincial, tejió vínculos sólidos con intendentes, legisladores y funcionarios bonaerenses, y ha sabido ocupar un rol de peso en las negociaciones paritarias del sector público.
Acompañó a Rodríguez en los últimos actos gremiales, incluyendo la movilización de San Cayetano, donde el histórico líder advirtió sobre «el ajuste y la destrucción del salario real de los trabajadores del Estado». Desde entonces, la bonaerense comenzó a ganar visibilidad y presencia en la escena sindical.
La internación de Rodríguez también deja una incógnita política: quién representará a UPCN en la próxima reunión de la CGT. Su lugar en la mesa chica de la central obrera es clave: ocupa una de las sillas más influyentes y suele ser puente entre el sindicalismo tradicional y el poder político.
Por ahora, nadie fue designado oficialmente para ocupar ese espacio. En Azopardo reconocen que «todo está en suspenso hasta nuevo aviso», aunque algunos dirigentes admiten que Mosquera ya comenzó a tender puentes con otros gremios, preparando el terreno por si la situación de Rodríguez se prolonga.
Rodríguez conduce UPCN desde 1990. Es uno de los últimos exponentes del sindicalismo clásico: pragmático, hábil negociador y con llegada directa a todos los gobiernos, sin importar el color político. Pero esa misma permanencia lo vuelve símbolo de un modelo en declive. Dentro del gremio crecen las voces que piden renovación, y Mosquera encarna -al menos para un sector- esa posible transición.
Sin embargo, su avance genera resistencias entre los históricos, que temen perder influencia si una mujer y bonaerense asume la conducción nacional. «Nadie sabe cuánto durará la convalecencia ni si habrá elecciones internas», admiten en la sede central.
Mientras Rodríguez se recupera, el gremio navega entre la cautela y la expectativa. Nadie oficializa nada, pero todos mueven piezas. Mosquera, desde La Plata, multiplica sus gestos de conducción y busca consolidar respaldo en las delegaciones del interior.