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LA IDEALIZACIÓN DE LO REAL

La idealización monetaria del dólar traduce nuestra dependencia socio-económica. Necesitamos de un gran Otro Tirano que, al igual que lo religioso, nos mate y nos «salve». ¿Carrera de galgos o de caballos? No, carrera entre el dólar y el peso… Es obvio como viene esa competición… Ya no solo le sacó un cuerpo el dólar al peso, le viene ganando por millas (para utilizar el sistema de medición anglosagón).

División física y mental que genera una tensión insoportable entre la independencia y la sumisión. Cascada de precio invertida que en vez de bajar, sube.

En consonancia, propuesta legal vetada para la voz de la mujer, quien al igual que la postura religiosa: silencia, victimiza y ridiculiza a la autonomía femenina. Teocracia solapada y gestionada por empresarios pedófilos e inescrupulosos que, no paran de jugar y sodomizar a un pueblo infantilizado y disfrazado de monaguillo.

Y entonces escuchamos a los nuevos sacerdotes, los economistas, a quienes los tratamos como si fuesen profetas, y, además, como si tuvieran la bola de cristal que nos anticipa el futuro. El discurso se ha centralizado en los números, y nosotros hemos devenido números también. Reforzado por una informatización numérica en donde las transacciones de los que más tienen se encubren con facilidad. La perspectiva evolucionista se haría una salsa con la «evolución» en la forma de robar de este país. 


Sin embargo, no podemos ser completamente pesimistas, porque en el desierto de una dependencia desoladora y hostil, todo vuelve a florecer en su más hermosa independencia.

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  • Tengo el uniforme de un represor en el ropero

     

    1.     

    –¿Tenés, pa?

    –¿Qué cosa, hijo?

    –Disfraz. ¿Tenés?

    –No. No tengo.

    –Entonces cómo vamos a jugar…

    –Imaginateló.

    2. 

    Todo lo que sobra, molesta y ocupa lugar va a parar al ropero de mi hijo.

    Sus cosas entran en una valija que lleva y trae cada semana desde la casa de su madre. Cuando llega, las acomodamos en los estantes de la izquierda. El resto del ropero lo usamos para guardar abrigos, frazadas, recuerdos y un montón de objetos inútiles de los que todavía no nos podemos despegar. Pueden estar allí varias temporadas hasta que pierden por completo su sentido y, por fin, los tiramos a la basura o los donamos.

    Mi hijo lo llama “la otra dimensión”. Dice que me vio meter cosas que nunca salieron, como su primera pileta de lona. El ropero se la comió. Dice que es como la habitación del pensamiento abstracto de la película Intensamente, un lugar a donde van a parar los residuos de la memoria antes de borrarse para siempre de la vida de alguien.

    Cada tanto la puerta se abre. A veces porque necesitamos algo. Otras, porque hacemos espacio en la casa y nos vemos obligados a mandar cosas a la otra dimensión.

    Este es un momento de hacer espacio. En unos meses nacerá Helena y el estudio, el lugar que armamos para trabajar desde que llegamos a esta casa, se va transformando de a poco en la habitación de una niña.

    Anoche entró un frente frío. A las once y media se descolgó una tormenta imponente. Sofía se recostó en el sillón y se tapó con una manta. Vicente todavía estaba despierto y quiso salir a la galería a ver cómo caía la lluvia. Abrí las puertas y las ventanas para dejar pasar el aire fresco y me dispuse a mandar cosas a la otra dimensión. En el piso, sobre la alfombra con dibujos infantiles, acomodé de un lado lo que debía entrar y de otro lo que debía salir. Carpetas, archivos, libros, diarios viejos, juguetes en desuso.

    En el fondo semivacío del ropero reconocí el bulto azul envuelto en una bolsa transparente. Un bulto que me acompaña desde hace ocho años, cuando mi hijo era un bebé. Sobrevivió a cada digestión de la otra dimensión: diez mudanzas, dos separaciones.

    Abrí el paquete. Metí la mano, saqué uno por uno los trapos y los estiré en el espacio libre del piso: el saco de pana azul, la gorra de visera dura, las insignias doradas.

    –¿Es un disfraz?

    Vicente estaba parado en la puerta con los pies mojados.

    –Es un uniforme.

    –¿De policía?

    –Sí.

    –¿Del nono?

    –No, no es de mi papá.

    –¿Salió de la dimensión?

    –Sí, salió de la dimensión.

    –¿Y lo vas a tirar?

    Sobre el piso, miré los trapos que alguna vez fueron parte de la ropa de trabajo de un represor, un hombre ya muerto que dirigió un centro clandestino y una patota de policías dedicada a secuestrar y asesinar gente durante la última dictadura militar. 

    Hay una tarjeta con su nombre pegada en la parte interior de la gorra: Raúl Pedro Telleldín. Hace mucho quise hacer un libro sobre él; me acerqué a sus hijos, entrevisté a militares y a policías condenados por crímenes contra la humanidad, escuché a sus víctimas y junté decenas de expedientes. Pero nunca pude escribir una línea y el proyecto quedó archivado, como el uniforme.

    Vicente acomodó la gorra en donde imaginó una cabeza. Es- tiró una manga del saco, dibujó una silueta. Se lo quedó mirando. Parecía la piel usada de una serpiente. El cuero de una bestia.

    –Es áspero –dijo–. Poneteló. Dale, pa, poneteló.

    3. 

    Esta mañana pasó mi viejo.

    Venía de trabajar, uniformado. El pantalón pinzado, los zapatos negros lustrados (ya no usa borcegos) y la camisa celeste que le ajusta cada vez más la panza. La pistola metida a presión en el cinto. Nunca se baja del auto sin el arma. Aunque no tenga el uniforme puesto, aunque vista short y remera, el bulto está ahí, como un órgano más de su cuerpo.

    Esta vez trajo pañales para el acopio y galletas para la merienda de Vicente. Tomó dos mates y dijo que estaba apurado. Sus visitas son así: fugaces, intempestivas, incómodas. Antes de irse, le mostré el cuarto en construcción. Entre los ajuares, estaba el uniforme. Lo saqué para mostrárselo, quería ver su reacción.

    Inspeccionó las insignias.

    –Era de un jefe –dijo–. Cuando eras chico tenías una gorra como esta para jugar ¿te acordás? Era del Tata.

    –Sí.

    –¿Y esta también fue del Tata?

    –No. Esta es mía.

    4. 

    Busco entre las cajas importantes los archivos de mi investigación. Si voy a deshacerme del uniforme, debería tirar también estos cuadernos, estas fotos, el disco en el que almaceno horas de entrevistas. En una de las libretas tengo anotada la fecha en que el uniforme llegó a mí: sábado 3 de octubre de 2015. Acababa de cumplir 32 años. Vivía en Buenos Aires. Trabajaba en una agencia de noticias. Vicente era bebé. Todavía no me había separado de su madre. Tenía un proyecto: escribir un libro. Un libro sobre un policía, un asesino, un conspirador. No esperaba terminar cuidando su ropa.

    En la libreta, al lado de la fecha, anoté: llueve en Castelar. Y llovía, posiblemente, en todo Buenos Aires. El olor a asfalto mojado entraba por las ventanas hasta esa oficina tapizada de libros, en la planta alta de la casa, en la que hablé durante dos horas con Carlos Telleldín, hijo de Raúl Pedro Telleldín. Detrás de él, un televisor de cincuenta pulgadas mostraba lo que filman nueve cámaras de seguridad: habitaciones vacías, dos perros mojándose en el patio, un policía custodiando la entrada; en la cocina, una mujer caminaba con un bebé en brazos.

    –No te vas a ir ahora… Te vas a cagar mojando –dijo en un momento y dio por terminada la entrevista.

    Eran las siete de la tarde. La estación de tren quedaba a cinco cuadras y la lluvia no paraba. Decidí esperar.

    –Hacés bien. Bajemos que me quiero sacar esta mierda.

    Aflojó el cinto de su pantalón y se perdió escaleras abajo. Lo seguí por salones que olían a madera fina, hasta que llegamos a la cocina que un rato antes había visto minúscula en uno de los cuadros del televisor.

    Carlos me dejó solo con la mujer que aupaba el bebé. Joven, morena, alta, por lo menos dos cabezas más que él. Imaginé que debía ser Roxana, su octava esposa. Un rato antes me había hablado de ella. “Tiene 20 años”, había dicho con cierto orgullo. Carlos tenía 54. El bebé debía ser Tomás, su décimo hijo.

    Unos minutos después volvió vestido con un jogging y un buzo gris. Traía una caja con recuerdos debajo del brazo. Nos presentó.

    –Él es periodista. Pero no vino por la AMIA, quiere hablar sobre mi papá.

    Roxana hizo un gesto de alivio.

    El atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) que en 1994 mató a 85 personas, es el motivo por el que el apellido Telleldín se hizo tristemente famoso. Carlos fue el hombre con más acusaciones en esa causa, que sigue impune. En 1994, cuando se dedicaba a reducir autos robados, Carlos fue detenido, acusado de vender la Trafic usada como coche bomba para volar la AMIA. Pasó más de una década preso sin ser juzgado. En la cárcel, estudió derecho. Cuando lo conocí, me dijo “puedo robar un estéreo y no voy en cana, con todos los años que me deben”. En 2020 fue absuelto por ese delito. Ya no vende autos robados. Maneja un gran estudio jurídico y en el ambiente le dicen el rey de los sacapresos. “A mí me metieron en la causa AMIA los enemigos de mi padre que estaban en la SIDE”, repite cuando puede.

    Raúl Pedro Telleldín, el papá de Carlos, fue militar, fue peronista, fue policía y dirigió una de las mayores máquinas de exterminio que haya conocido la historia de Córdoba. A mediados de 1975, un año antes del golpe cívicomilitar en Argentina, asumió el mando del Departamento de Informaciones de la Policía, el D2. Manejaba una dotación de hombres y mujeres crueles, que tenían la misión de exterminar opositores, especialmente de izquierda. Su sello fueron las bombas: mandó a explotar oficinas públicas, redacciones de diarios, comercios, casas particulares y hasta las tumbas de sus propias víctimas. En el D2, ubicado a metros de la plaza principal de Córdoba, fueron torturadas cerca de dos mil personas, muchas de las cuales están desaparecidas. Allí dentro, Telleldín era “El Uno”. Así lo llaman, todavía, quienes fueron sus subordinados. Murió en un accidente de autos en 1983. Lo velaron a cajón cerrado. Décadas después, se rumoreaba que seguía vivo, camuflado en otras identidades.

    Escuchaba su nombre en cada juicio por delitos de lesa humanidad que me tocaba cubrir como periodista. Parecía misterioso, conspirador y frío. Pero nadie sabía demasiado. Me atraía la idea de que siguiera vivo, camuflado en otra vida; aunque, por los años que habían pasado desde su muerte, era improbable.

    Sobre Raúl Pedro Telleldín quise escribir un libro. Un libro periodístico, un libro molesto, porque “si no molesta, no es periodismo”, decíamos por ahí.

    Si pienso ahora en todas las molestias que me trajo, ese día no me habría llevado el uniforme a mi casa.

    Era la segunda vez que me entrevistaba con Carlos Telleldín. Para ganarme su confianza, le había dicho que yo también era hijo y nieto de policías.

    –Nos vamos a entender –contestó.

    Estábamos en su casa, mirando una caja con recuerdos de la que sacó un retrato de Perón dedicado al “camarada y amigo Telleldín”.

    –Vení, mi amor. Escuchá así aprendés. ¿Sabías que Perón le regaló a mi papá su carnet de la CGT de los trabajadores?

    ¿Sabías que mi papá fue su custodio, mi amor?

    Roxana miró sorprendida. Yo tampoco había escuchado ese dato antes. Carlos hablaba de su padre con una admiración desbordante. Estaba, aseguraba él, en sus antípodas ideológicas. Lo consideraba un criminal. Pero no cualquier criminal: un criminal que obedecía órdenes, y de muy pocas personas: las pocas que estaban por encima de su cargo.

    –Mirá esta foto, este chiquito de acá soy yo, y ese es mi papá. Ese uniforme que tiene puesto lo tengo guardado acá en casa, ¿o no mi amor? También tengo unas armas reglamentarias suyas que me gané en un juicio sucesorio.

    Desapareció y volvió al rato. En una bolsa trajo el uniforme y un sable. Lo estiró sobre un sillón; el saco de pana azul, la chaqueta más fina, la gorra con las insignias doradas de la Policía de Córdoba. Fue la primera vez que vi el uniforme.

    –A este me lo pidió la Presidenta para llevarlo al museo de mi papá.

    –¿Cristina Kirchner?

    –Sí, ella. A través de Eduardo Valdés, el embajador del Vaticano. Él era amigo de mi viejo, se conocían del peronismo

    –¿Y para qué lo quería?

    –Qué sé yo… para llevarlo al museo de mi viejo, supongo.

    Carlos le decía “el museo de mi viejo” al Archivo Provincial de la Memoria, el espacio para la promoción de los derechos humanos y para recordar a las víctimas del terrorismo de Estado, montado en el edificio donde funcionó el D2.

    –Pero si querés te lo doy a vos. Donalo de manera anónima al museo. Tocá, lo tengo rebien cuidado.

    Lo extendió, abrió una manga sobre el respaldo del sillón.

    –Poneteló –le propuse.

    –¿Qué?

    –Sí, dale. Probateló.

    –A ver, mi amor, ayúdame.

    Se sacó el buzo, comenzó a meterse de a poco en el traje.

    Las mangas le ciñeron, el forro cedió, se rajó.

    –¡La concha de la lora, estoy más gordo que mi viejo! Me acuerdo que lo iba a ver a los desfiles y me parecía que estaba embarazado del panzón que tenía.

    Roxana tuvo que ayudarle a quitárselo.

    –La concha de la lora… Tomá –dijo–, llevateló, donalo de manera anónima.

    Esa noche volví a casa con el uniforme. Para que no estorbe, lo metí en el ropero que estaba en la habitación de Vicente. A su madre, mi pareja por entonces, le prometí que sería provisorio. 

    Cuando viajé a Córdoba, dos semanas después, llevé el uniforme al Archivo Provincial de la Memoria. Recuerdo que me recibió la directora y una investigadora que solía consultar como fuente. Recuerdo que conté cómo lo había conseguido, expliqué que estaba investigando sobre Telleldín y que, para eso, hablaba con su familia y con policías que lo habían conocido. Sentía que estaba haciendo un aporte; además del uniforme, tenía documentos y podía, creía yo, conseguir información importante. Recuerdo los gestos de las dos mujeres, las muecas de repugnancia que hacían a medida que avanzaba en mi explicación. Una me cortó en seco. “Acá recordamos a las víctimas, no es un museo de criminales”.

    Me sentí un estúpido. No supe qué decir. Cuando salí del edificio, con el uniforme en la mano, cuando pisé el empedrado del Pasaje Santa Catalina, me enfrenté a las miradas de las víctimas del D2, que me juzgaban desde las fotos en blanco y negro que hacen de memorial.

    Entre todas, distinguí la cara del subcomisario Ricardo Fermín Albareda.

    5. 

    La noche que murió, la noche del 25 de septiembre de 1979, Albareda salió a eso de las diez de la Dirección de Comunicaciones de la Policía de Córdoba y subió al Peugeot 404 blanco. Lo esperaban Susana Montoya, su esposa, y sus hijos Mónica, Fernando y Ricardo, de meses.

    Sofia Beran

    En el trayecto, dos autos lo cercaron. El “Chato” Calixto Flores y Hugo Britos, policías del D2, iban en uno. Raúl Pedro Telleldín y su lugarteniente, Américo Romano, en el otro. A punta de patadas, lo arrancaron del Peugeot y lo metieron a uno de los autos.

    Después, manejaron unos cuarenta minutos por una ruta de curvas y laderas hacia el norte de Córdoba, hasta llegar al Chalet de Hidráulica, uno de los centros clandestinos del D2, escondido en una península del lago San Roque, rodeada de agua, oculta entre una arboleda de pinos y eucaliptus.

    Albareda se había hecho policía a los 19 años, cuando salió de la escuela. Como su padre, como su abuelo, como sus hermanos. Vocación y mandato familiar, son cosas que a veces se confunden.

    Mientras ascendía, comenzó a estudiar ingeniería electrónica, en 1969. Así que para 1979, tenía una foja de servicio impecable y estudios avanzados. En una semana iba a cumplir 38 años y pronto asumiría como comisario, lo que le abría la oportunidad de quedar a cargo de la Dirección de Comunicaciones.

    Su oficina quedaba en la Casa de Gobierno. Por sus manos, durante 16 años, pasaron los télex del sistema de comunicación que llegaban desde la presidencia, también gran parte de la comunicación interna de la Policía.

    Albareda tenía también, desde 1970, una identidad secreta, clandestina. Era “Pablo”, en el aparato de contrainteligencia del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), el brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Desde su lugar, tuvo un rol clave en el trabajo de contrainteligencia del ERP, sobre todo para adelantarse a los procedimientos del D2. Por eso, desde que asumió, en 1975, Raúl Pedro Telleldín se obsesionó con el traidor que trabajaba desde las entrañas de la fuerza. Para octubre de 1976, ya no quedaba casi nada de la estructura del ERP. En enero de 1978 fueron secuestrados Ester Felipe y su marido Luis Mónaco, último contacto de Albareda con la estructura. Y hasta la noche del 25 de septiembre de 1979, estuvo solo, quizás esperando la caída.

    El fulgor plateado del lago y el monte oscuro hacia la ruta era todo lo que veía esa noche, desde la galería del Chalet de Hidráulica, el centinela Ramón Roque Calderón. Le decían Kung Fu y era guardia estable del chalet desde septiembre de 1976. Los faros de dos autos abrieron la negrura del campo y Calderón pudo ver a sus superiores avanzar hacia la casa: adelante Telleldín; detrás, un hombre alto, delgado, que daba pasos con letargo, como si estuviera herido o muy borracho. Los otros lo empujaban para que avanzara. Divisó que el hombre vestía uniforme de la Policía con insignias doradas de un superior; subcomisario o comisario.

    –¿Quién es el carteludo? –preguntó Calderón.

    –¡No pregunte! –lo cortó Telleldín.

    Con alambre, ataron a Albareda a una silla de madera. Los tobillos a las patas, los brazos detrás. Quizá escuchó las olas del lago azotándose contra algún acantilado. Quizás escuchó grillos anunciando el calor. O quizás la mente se le nubló con los primeros golpes y entonces fue el principio del fin.

    Calderón había oído gritar a cientos de torturados en los tres años que llevaba custodiando el Chalet de Hidráulica: era el llanto de los que no saben qué va a ser de su vida, como el que le escuchó clamar a Albareda esa noche, cuando comenzaron a torturarlo. Pero siempre, declaró Calderón en el juicio que se hizo en 2009, se quedó afuera. No quería ver. Esa noche no pudo.

    –Venga, Kung Fu, quiero que vea algo –lo llamó Telleldín–. Quiero que sepa qué pasa con los traidores.

    Una por una, Telleldín arrancó las insignias de los hombros de Albareda, hasta degradarlo por completo. Después pidió una botella de whisky y un botiquín. Cuando lo tuvo, sacó un bisturí, rajó el pantalón por la mitad, agarró los testículos de Albareda.

    –Si caminás, si tenés los pies en la tierra, es gracias al peso de las bolas –le dijo–. Pero ahora te las corto y te vas al cielo.

    Y con un golpe de bisturí lo capó.

    Para callar los alaridos del hombre, Telleldín metió la parte amputada en su boca y comenzó a coser los labios. Agarró la botella y tiró un chorro de whisky en la herida.

    Nadie decía nada en el semicírculo de ojos. “Era El Uno” explicó Calderón, “y El Uno te mataba”.

    Una hora más tarde, después de hacer fuego, después de comer un asado, Telleldín ordenó cargar el cuerpo de Albareda en el baúl de un auto, y se fueron.

    Foto de portada: Santiago Salguero

    La entrada Tengo el uniforme de un represor en el ropero se publicó primero en Revista Anfibia.

     

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  • Estados Unidos anunció un acuerdo comercial con Argentina que no incluye quita de aranceles al aluminio y el acero

     

    Estados Unidos anunció un acuerdo comercial con Argentina en un nuevo gesto de Donald Trump a la gestión de Javier Milei. 

    En el texto publicado por la Casa Blanca se detalla que el acuerdo implica «acceso preferencial a los mercados estadounidenses para las exportaciones de bienes, incluidos ciertos medicamentos, productos químicos, maquinaria, productos de tecnología de la información, dispositivos médicos, vehículos automotores y una amplia gama de productos agrícolas».

    «El presidente Donald J. Trump y el presidente Javier Milei reafirman la alianza estratégica entre los Estados Unidos de América y la República Argentina basada en valores democráticos compartidos y una visión común de libre empresa, iniciativa privada y mercados abiertos. En busca de una asociación económica más sólida y equilibrada, Estados Unidos y Argentina han acordado un Marco para profundizar la cooperación bilateral en materia de comercio e inversión», reza el texto.

    El anuncio afirma que «este Marco para un Acuerdo sobre Comercio e Inversión Recíprocos (Acuerdo) busca impulsar el crecimiento a largo plazo, ampliar las oportunidades y crear un entorno transparente y basado en normas para el comercio y la innovación. El resultado refleja la ambición y los valores compartidos por ambos países y se basa en las medidas que Argentina ya ha adoptado para modernizar su régimen de comercio e inversión y fomentar condiciones recíproca».

    Cancillería negocia para que Trump exceptúe productos del arancel, pero está duro con el acero y el aluminio

    En relación a los aranceles,  el acuerdo detalla que los países abrirán sus mercados recíprocos para productos clave y que Argentina otorgará acceso preferencial a los mercados estadounidenses para las exportaciones de bienes, incluidos ciertos medicamentos, productos químicos, maquinaria, productos de tecnología de la información, dispositivos médicos, vehículos automotores y una amplia gama de productos agrícolas. 

    El acuerdo detalla que los países abrirán sus mercados recíprocos para productos clave y que Argentina otorgará acceso preferencial a los mercados estadounidenses para las exportaciones de bienes, incluidos ciertos medicamentos, productos químicos, maquinaria, productos de tecnología de la información, dispositivos médicos, vehículos automotores y una amplia gama de productos agrícolas

    Estados Unidos remarca que esto es posible «en reconocimiento del ambicioso programa de reformas de Argentina y sus compromisos comerciales, y en consonancia con el cumplimiento por parte de Argentina de los requisitos pertinentes de seguridad económica y de la cadena de suministro, Estados Unidos eliminará los aranceles recíprocos sobre ciertos recursos naturales no disponibles y artículos no patentados para uso farmacéutico». 

    El Representante Comercial de los Estados Unidos, Jamieson Greer, y el Canciller Pablo Quirno.

    Además, Estados Unidos dice «podrá considerar positivamente el impacto del Acuerdo en la seguridad nacional, incluso teniéndolo en cuenta al adoptar medidas comerciales en virtud de la Sección 232 de la Ley de Expansión Comercial de 1962, enmendada (19 U.S.C. 1862)». «Asimismo, ambos países se han comprometido a mejorar las condiciones de acceso bilateral y recíproco a los mercados de carne de res», añade.

     En otro tramo plantea que Argentina abre su mercado al «ganado bovino vivo estadounidense», se comprometió a «permitir el acceso al mercado de las aves de corral estadounidenses en el plazo de un año» y acordó «no restringir el acceso al mercado de los productos que utilizan ciertas denominaciones para quesos y carnes».  

    Argentina abre su mercado al «ganado bovino vivo estadounidense», se comprometió a «permitir el acceso al mercado de las aves de corral estadounidenses en el plazo de un año» y acordó «no restringir el acceso al mercado de los productos que utilizan ciertas denominaciones para quesos y carnes

    El canciller Pablo Quirno publicó en sus redes que «es un privilegio y un honor anunciar que Argentina y los Estados Unidos han logrado hoy un Acuerdo Marco de Comercio Recíproco e Inversión. El Acuerdo crea las condiciones para aumentar las inversiones de EEUU en Argentina e incluye reducción de tarifas para industrias claves aumentando el comercio bilateral entre ambos países». 

    ¿Milei puede romper con el Mercosur sin autorización del Congreso?

    Pero independientemente de la gestualidad de Trump, el acuerdo no incluye la eliminación o rebaja de aranceles al acero y el aluminio como reclama Paolo Rocca.  En ese marco, aclaró que aún deben «finalizar el texto del acuerdo», lo que confirma que aún hay detalles que no están resueltos. 

    Este acuerdo generará tensiones en el Mercosur dado que el resto de los países del bloque no comparten esta apertura y no queda claro si el marco legal necesita del aval del resto de los países o no. En diciembre se realizará una nueva cumbre en Brasil pero Milei no tiene previsto participar.   

    Hasta el momento, ninguna cámara empresarial dijo haber sido consultada sobre los beneficios de este acuerdo. Tampoco los laboratorios nacionales, que cuestionan la prórroga de los patentamientos de las multinacionales por más tiempo que el establecido por ley.

     

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    LALCEC: DÍA MUNDIAL CONTRA EL CÁNCER

    Hoy es el Día Mundial Contra El Cáncer y sumándonos a la campaña de la Unión Internacional Contra el Cáncer, queremos recordar la importancia de la prevención y la detección temprana. Desde LALCEC trabajamos por una Argentina sin cáncer, a través de campañas de concientización y atención gratuita en todo el país. Cuida tu salud,…

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  • Macri quiere que Lospennato se quede en Diputados para que el PRO no pierda otra banca en manos de Bullrich

     

    Mauricio Macri pretende que Silvia Lospennato se atornille en su banca de diputada nacional para evitar que asuma en su relevo Lorena Petrovich, cercana a Patricia Bullrich, y el PRO pierda otra banca en manos de La Libertad Avanza.

    Los reflejos del expresidente se dan después que la ministra de Seguridad ordenara el salto de seis legisladores del partido amarillo al bloque oficialista, a pedido de Karina Milei. Tal como anticipó LPO, los libertarios estaban a la espera de la renuncia de Lospennato, que tiene mandato en el Congreso hasta el 2027.

    Por eso, la aspiración de Macri es que Lospennato, a quien promovió como cabeza de lista para la Legislatura porteña en mayo pasado, no se mude a Perú 160. Esa decisión convertiría a la diputada que agita la bandera de la honestidad y la transparencia en una candidata testimonial.

    Fuentes del PRO comentaron a LPO que «hay que ver si Lospennato se aguanta esas críticas», una incertidumbre que basan en la tendencia de la diputada a indignarse hasta el llanto con las picardías parlamentarias. «Necesitamos a Lospennato de tapón para que no se nos sigan yendo legisladores», plantearon.

    Estalló el PRO: Ritondo y Finocchiaro cruzaron a Lospennato y Vidal por no respaldar los vetos

    Lospennato fue un engranaje fundamental para el gobierno de Javier Milei durante los primeros meses de gestión. De hecho, Martín Menem se apoyó en ella para entender la técnica legislativa en medio de la discusión de la frustrada ley ómnibus, a principios de 2024. «Silvia entraba al despacho de Martín y agarraba las pasitas de uva del escritorio sin preguntar en qué cajón estaban», dijo un libertario a LPO.

    Ese compromiso parlamentario, según los compañeros de su bloque, tenía a Macri «embelesado» y, en ocasiones, la diputada fue la voz del líder del PRO en discusiones internas. Ficha Limpia fue un ejemplo claro.

    Finocchiaro y Ritondo.

    Acaso por esa defensa cerrada de las ideas de Macri, Lospennato mantuvo más de un choque con su bloque, igual que María Eugenia Vidal. Como informó LPO, la legisladora porteña electa tuvo un encontronazo con Cristian Ritondo y Alejandro Finocchiaro en la sesión en que terminó aprobándose la insistencia contra el veto de Milei al aumento universitario y la emergencia pediátrica por el Hospital Garrahan. «A mí no me vas a echar, ¿eh?», desafió Lospennato a Finocchiaro esa tarde. 

    En el PRO, admiten que Lospennato y Vidal juegan en tándem, cumpliendo directivas de Macri. De hecho, el expresidente asistió al evento de la fundación Hacemos, presidida por Vidal, el martes por la noche, en la previa de la reunión que organizó en el búnker de San Telmo para cuidar al partido de la expansión libertaria.

    Necesitamos a Lospennato de tapón para que no se nos sigan yendo legisladores.

    Ahora, Macri está decidido a obturar como sea las fugas del bloque de Cristian Ritondo, que quedaría con 17 diputados a partir del 10 de diciembre. El número exhibe un drenaje dramático: en 2023, la bancada amarilla tenía 55 bancas.

    Entre los diputados que siguen y los que ingresan, Ritondo podrá contar con José Núñez, Martín Yeza, Daiana Fernández Molero, Álvaro González, Martín Ardohain, Emmanuel Bianchetti, Sergio Capozzi, Verónica Razzini, Alejandro Bongiovanni, Fernando De Andreis, Antonela Giampieri, Florencia De Sensi, Alejandro Finocchiaro, Javier Sánchez Wrba y Alicia Fregonese, además de Lospennato. En el PRO cuentan como propio también a Francisco Morchio.

    LPO consultó a Lospennato sobre la decisión que debería tomar en breve pero, al cierre de esta nota, no había obtenido respuesta. Uno de sus compañeros de bloque, que acredita diálogo frecuente con Macri, indicó que «será una decisión personal» de la diputada, y aseguró: «Lospennato se queda en el bloque PRO».

    Petrovich había quedado en el décimo puesto de la boleta de Juntos por el Cambio en 2023, después de las PASO entre Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta. La candidata había sido funcionaria del Ministerio de Seguridad en el gobierno de Cambiemos y sería la siguiente mujer de la lista para un relevo porque Lospennato estaba en el cuarto lugar, Mónica Frade en el sexto y Patricia Vásquez en el octavo. Frade está en el bloque de la Coalición Cívica y Vásquez se fue con Bullrich a LLA.

     

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