Instrucciones para sobrevivir a un duelo
Pedro camina con un expediente bajo el brazo y el gesto confiado. Su traje de abogado siempre estará impecable, al igual que el pelo endurecido con gomina. El edificio de Comodoro Py es un enorme bloque de cemento estilo soviético con ascensores que parecieran estar siempre a punto de frenarse. Son las diez de la mañana.
—Ahora vamos a la audiencia. Te quedas calladita eh, no lo putees al pibe ni hagas nada. Ustedes déjenme hablar a mí —advierte, y sigue caminando.
En sus manos lleva pruebas que se supone ayudarán a ganar el caso: la autopsia que demuestra cómo Alberto Domínguez Cossio, mi padre, murió luego de ser atropellado. Los papeles cuentan el momento en que su cuerpo cayó pesadamente, de acuerdo con los testimonios de quienes lo vieron: Mariela, la del laverrap de enfrente, Jorge, el verdulero y Marcos, el portero de su edificio. También lo vio Matías, el pibe que lo mató, pero lo que hizo él después nadie lo sabe.
—Buenos días, vengo a la audiencia judicial del caso Domínguez Cossio contra D. —dice Pedro y entrega una copia de la citación a un chico flaquito, alto, con una camisa gigante que desborda el pantalón gris.
De un lado, un banco. Del otro, un grupo de personas que miran en nuestra dirección. Son ellos. El abogado de Matías y sus padres. Todos miran. Matías también.
***
—Gorda, te traje unas cositas porque mamá me dijo que te quedaste sin nada —dijo papá a través del portero eléctrico—. Abrime y si querés miramos tele.
Papá subió; traía tres bolsas de supermercado con todos los nutrientes que él consideraba necesarios: fideos, salsa para fideos, carne picada para bolognesa para los fideos, polvito para flan, manteca, pan blanco, azúcar, aceite, leche entera, postrecitos. Llegó con una media sonrisa.
—Qué hacés, Matute —dijo, insistiendo en llamarme como el Oficial Matute del dibujito “Don Gato y su pandilla”.
Apoyó las bolsas y abrió la heladera. India saltó de la cama y fue a recibirlo. Ronroneaba.
***
—Ahí está el pibe, ese hijo de puta. No lo mires. ¿Por qué llorás? No lo mires. Candelaria no hace falta que llores, ya está. Es un pendejo —dice mamá y Pedro, el abogado, asiente.
El juez parece no haber llegado.
—Qué raro, siempre llega temprano él —dice el flacucho del expediente.
Pedro decide esperar en la confitería y bajamos por las escaleras porque el ascensor más cercano es para los presos. Hay dos tipos de personas en el bar: los abogados que pueden pagar un buen traje y sus clientes, con hambre de ganar, y los abogados que con suerte se compraron una camisa y sus clientes sin esperanza. A Pedro lo recomendó Tío Martín, quien, en una cena, después de alabar al Gobierno casi a los gritos, recomendó a Pedro como un abogado brillante en casos del fuero civil.
—Con Pedro van a poder —dijo. Y mamá creyó que sí.
La primera vez que vimos a Pedro él dijo que era imposible que perdiéramos el caso.
—Las pruebas están todas, aunque haya sido sobreseído en lo penal. Está la autopsia que determina cómo tu papá murió a causa de los daños en el cerebro que le dejó el accidente, está la admisión de culpa del pibe cuando le tomaron declaración en la comisaría; está la pericia mecánica que hay que hacerla y por supuesto, la psiquiátrica, que va a determinar qué grado de trauma les quedó y va a permitir establecer la cifra —enumeró con tono tranquilo, casi aburrido, apoyado en la mesa de vidrio de la sala de reuniones de su estudio. Mamá tomaba nota en un cuadernito. El contenido del expediente aún era un misterio, pero Pedro decía que todo estaba ahí.
***
El agua de la ducha acababa de cortarse. Toalla, ponerme ropa a las apuradas, tropezarme con zapatillas tiradas, guardar todo adentro de la mochila. Corrí a casa de mis viejos para terminar de arreglarme, nos separaban dos cuadras. Cuando llegué estaban ellos dos, tranquilos, cada uno con sus cosas.
—¿Querés ensalada de papa y huevo? Te la hago rápido así te arreglás que tenés que irte a laburar —había dicho papá.
Mamá estaba colgando un lavado de ropa y él trabajaba desde su computadora, un monitor culón que rugía cada vez que se prendía. Ellos vivían en un departamento de dos ambientes en la zona de Tribunales. El departamento —interno, con un ventanal que daba a un pulmón— se ceñía con la luz sobre el living. Me fui a terminar el baño interrumpido cuando escuché que papá cerraba la puerta para ir a la verdulería.
Después, todo.
—Candelaria, está Mariela, la del laverap, en el teléfono. Dice que tu papá tuvo un accidente. Bajo a buscarlo a ver qué pasó —dijo mamá gritando desde el living.
Salí rápido y me sequé como pude. Ropa, peine, zapatos.
Una bicicleta en contramano, papá cruzando la calle, la bicicleta no frena, papá en el asfalto. Matías lo atropelló, lo vio caer, se asustó y se fue. Eso es lo que contó Mariela después, aunque hubiese preferido saberlo por él.
Diez minutos después la puerta se abrió con la cara confundida de papá que me miraba, con su remera roja hecha jirones y un golpe muy fuerte en la frente, un hilo de sangre recorría sus canas y su mejilla. Lo traía Marcos, encargado del edificio, amigo de papá, cómplices de chistes malos entre puerta y ascensor. Papá tambaleaba, se sentó en el sillón mientras yo llamaba a la ambulancia. Mamá bajó a la calle a ver si estaba la persona que lo había atropellado. Mariela le dijo que era “un pibito que llegó muy agitado, blanco como el papel”, y que le pidió un vaso de agua.
Papá me pidió que le sostuviera la mano, que me quería mucho, que tenía miedo. Por alguna razón no me pareció grave el asunto y le hice algún chiste.
—Papá, ¿qué sentís? ¿Querés agua? —le dije, mirando fijo el golpe y sus ojos, que no miraban a nada en particular.
—Nada, nada, te quiero mucho, te quiero —repetía, con la voz agitada.
—Yo también te quiero, papá, tranquilo que ya llega la ambulancia —recuerdo que dije.
“Esto es un golpe. Es una boludez. Mañana va a estar laburando y mamá quejándose de que le pide cosas desde el cuarto”, pensé.
A los pocos minutos —quizás fueron muchos— llegaron dos hombres corpulentos y expeditivos que ayudaron a papá a bajar los nueve pisos hasta el trasto con luces y sonidos insoportables. La gente nos miraba. El verdulero estaba parado en la puerta de su negocio asomado.
La terapia intensiva debería llamarse limbo. Un lugar fuera de la ubicación natural de tiempo y espacio, donde las personas ingresan en las peores condiciones a una burbuja para quedarse ahí, estáticas, hasta que los semidioses blancos decidan que deben ingresar al sector seis metros bajo tierra o volver al lugar de donde vinieron.
Apenas llegó la ambulancia al hospital, llevamos la camilla con papá a los gritos. El médico que llegó se dirigió a mí, porque mamá estaba con papá, calmándolo. “Tiene un golpe fuerte en el lóbulo temporal de la cabeza”, recuerdo que dije. No sé cómo recordé las partes del cráneo, alguna clase de biología del colegio se me quedó grabada. A papá se lo llevaron, mientras él miraba a su alrededor, aterrado. Me sentí una traidora. A las siete de la tarde estábamos sentadas en un sillón negro de cuerina, frío, como todo lo que había ahí.
Cuatro horas más tarde, apareció el médico.
—Mire, señora, su marido se dio un fuerte golpe, tiene un hematoma grande en el cerebro y tenemos que operar, sino el riesgo es muy grande —le dijo.
Ella dudó, tembló y me miró como si yo tuviera respuestas.
—No sé, no sé, deberíamos hablar con el médico de mi marido, me parece —dijo, con una demora en responder que me irritó.
—No jodas y firmá eso. No me voy a quedar sin padre. No me jodas, opérenlo — dije, y empecé a llorar.
Lo que pasó entre aquellas horas y las seis de la mañana es nebuloso. Sé que me fui a mi casa. A las seis de la mañana, el llamado del hospital me tranquilizó con la noticia de que la operación había sido un éxito y papá despertaría en tres días. Nunca me gustaron las mentiras.
—Su padre está en coma inducido porque tiene que descansar y recuperarse. En algunos días ya lo iremos despertando —decía el médico en los primeros días.
En terapia intensiva, las camas y los dolientes estaban cerca entre sí. Las familias, los que esperábamos, también. Recuerdo poco a la señora que visitaba al hombre de al lado, igual de pálido que papá. También era un problema la condición de visita: cuatro personas a la vez. ¿Cuatro? Éramos seis hijas, cuatro nietos, cuatro cuñados, novios, tíos. Qué cuatro. Estábamos todos. Mi hermana Vicky había vuelto de México cuando se enteró del accidente. Connie, segunda en nacer, le acariciaba la mano. Sil, la primera, decía que tenía las cejas larguísimas y se parecía al viejo de Volver al futuro. “Dale, chanta, levantate”, decía yo. Milagros, la última, miraba la escena con cautela.
Lo malo de las despedidas es que se dicen las últimas cosas que le dirías a alguien en vez de lo que uno realmente quiere decir. Sólo se me ocurrían cosas idiotas para decirle a un hombre pálido, en un triste degradé, cuyas palpitaciones aumentaban y su respiración disminuía. No me contestaba. Tampoco podía saber si me escuchaba o hablaba en vano. La sala era de un blanco intenso, sin perfumes, sin telas exóticas ni televisores. Las enfermeras no sonreían ni respondían preguntas.
En esa época trabajaba en un call center. Mi jefa era una húngara con cara brava que sólo demostraba calidez cuando nos traía los sobrantes de masitas de las salas de reuniones. Me sonó el teléfono justo cuando entraba a trabajar.
—Candelaria, carajo, vení al hospital ya. ¿Qué haces que no estás acá? —gritaba mamá.
—¿Qué te pasa? ¿Pasó algo más?
—Tu padre se está muriendo, nena, está mal mal, vení.
Recuerdo que lloré mucho frente a mi jefa, que no sabía como contenerme y los colores se le subían a las mejillas, quizás por compasión o vergüenza. Me limpié los mocos, avisé que tenía que irme y salí al calor del microcentro, ese mundillo donde todos te chocan, sobre todo cuando estás apurado.
Esa noche, el médico nos reunió en círculo afuera de la sala.
—Bueno, miren: sólo hay dos posibilidades. El paciente tiene un daño cerebral muy severo. Si despierta, ya no será la misma persona. Lo más probable es que quede en estado vegetativo. En ese caso podríamos recomendarle lugares para que quede internado. Si no, tendrían que decidir si firmar la autorización de no resucitación en caso de ataque cardíaco —dijo.
No aguanté.
—Dijiste que se iba a despertar. Estás diciendo cualquier cosa. Acá nos mienten. ¿Qué carajo les pasa? Si dijeron que se iba a despertar —dije. Era un traidor. Mis hermanas me callaban.
La no resucitación. Ese día miré el monitor que estaba al lado de la camilla de papá. Sus pulsaciones aumentaban. Papá estaba hinchado de líquido como un pez globo. Le hubiese causado gracia el chiste. Pero ya no parecía él.
Al día siguiente, con mis hermanas tomamos coraje. Hicimos fila, cada una dijo lo que pudo. Yo no sé que dije. No pensé en despedirme. Para mí todo era un error. Una confusión estúpida, pero todas sabíamos en nuestro interior que papá no pasaría del fin de semana, le gustaba que las cosas terminen rápido, como arrancar una curita.
Esa noche dormimos cerca del hospital. Me desperté agitada de un sueño intranquilo en un lío de sábanas a las cuatro de la mañana. Papá se sacudió en su camilla con un ataque cardíaco a la misma hora.
Yo respiré, él no. Ya no lo haría nunca más.
***
—Bueno, vamos subiendo a la audiencia. Ya es hora —dijo Pedro.
Cuando volvimos al pasillo del juzgado, lo vi: más alto que yo, flaquito, anteojos redondos con montura de carey y una barba incipiente. Sus ojos verdes acuosos me miraban con gesto de preocupación. No pude evitar llorar con angustia y mamá me agarró del brazo, llevándome a un banco del costado.
—No lo mires Candelaria, ¿para qué lo mirás? —dijo.
De pronto, una voz.
—Disculpen, no quiero molestarlas. Quería presentarme y saber si estaban bien —dijo la cara que había visto segundos atrás, la que tantas veces había visto en fotos. Matías, estudiante de ciencias sociales, hincha de Boca. La persona que atropelló a papá y de quien nunca supimos nada más, me miraba a los ojos.
***
Identikit: Papá se llamaba Alberto. Medía un metro ochenta y caminaba lento, porque siempre se distraía con algo. Todas las noches, antes de entrar al edificio, miraba primero a los costados, luego la luna. Cantaba en la ducha óperas ridículas y contaba chistes malos. Tenía dos ex esposas, una esposa y seis hijas. Papá había nacido un año después de que finalizara la Segunda Guerra Mundial, en una familia de clase media acomodada. Su infancia transcurría lentamente en la dulzura de los años donde se podía jugar en las calles, andar en bicicleta hasta tarde y jugar a las bolitas en los patios del colegio.
Él correteaba por el jardín, jugaba y continuamente pensaba en qué quilombos podía meterse. Aunque siempre estaba prolijo. Con raya al costado, bermudas, camisa de manga corta, papá y sus primos se escondían detrás de unos arbustos con piedritas para lanzárselas a las señoras paquetas que sacaban a pasear a sus perritos por el barrio. Mi abuelo intentaba retarlos, pero muchas veces se reía, perdiendo todo tipo de autoridad.
Papá era, además, un experto en meter la pata. En las últimas vacaciones familiares casi logra que toda la familia pierda el colectivo a Pinamar por olvidarse del cambio de horario de verano y poner la alarma. Se confundió de esposa en dos oportunidades distintas, agarrando a señoras desconocidas del brazo en la calle y diciéndoles “vamos, querida”. Siempre nos hacía caminar cuarenta minutos abajo del sol mientras él se decidía por el montículo ideal para acomodar la sombrilla.
Un día, cuando mi hermana mayor estaba en el gimnasio, se cruzó con papá en la clase de aeróbics. La asistente del lugar avisó a la clase que la profesora no iba a llegar. Syl se estaba por ir cuando escuchó la voz de papá que decía “bueno, chicas, dale, arranquemos igual” y vio atónita cómo el tipo salía del fondo de la clase con shorts cortos fluorescentes y medias hasta la rodilla. Se puso al frente de la clase y comenzó a hacer movimientos aeróbicos mientras un par de señoras lo seguían.
Otro día, cuando ella volvía de bailar, entró llorando a casa. Papá le preguntó qué le pasaba y ella le mostró que le habían pegado un chicle en el pelo. “Tranqui, gorda, yo te lo soluciono”, dijo. Agarró una tijera y le cortó el mechón de raíz. Papá animaba mis cumpleaños infantiles, cocinaba para treinta y también para los indigentes del barrio. Era experto en adular secretarias para que lo avancen en la cola de algún edificio público. Era fanático de Sinatra y teníamos la tradición de mirar todas las películas de Star Wars el primero de enero. Inventaba recetas y rutinas de gimnasia; leía todos mis cuentos y era fanático de los dibujos animados.
***
Al mes del entierro, busqué a Matías en Facebook. Ese día, en la oficina de Pedro, cuando llevamos el expediente, me había enterado del nombre completo. Eran las dos de la mañana y estaba en mi departamento, un momento furtivo. Por la causa sólo sabíamos el nombre. También sabíamos que apenas fue el accidente, en esos minutos en los que yo llamaba a la ambulancia, él pedía un vaso de agua y corría a la estación de policía. Hizo una declaración: admitió haber visto “de repente” a un señor cruzar la calle y haber chocado contra él. Dijo que sus cabezas se habían golpeado y que el señor había caído al asfalto. Que luego lo habían ayudado a levantarlo y él, Matías, se había ido aturdido. Y eso es todo lo que hizo.
En el perfil veo que escuchamos la misma música, que tiene mi edad y que estuvimos juntos en la misma marcha por el aborto legal. En las fotos, él sonríe. Por las fotos, él podría haber sido algún conocido en una fiesta.
—Cande, es tarde. ¿Qué estás viendo? —dijo Iván, mi novio, asomándose por mi hombro.
—Es el pibe que atropelló a papá. Pedro me pasó el nombre —dije, y le mostré la pantalla.
Las ojos de Iván se achicaron un poco y me miraron después:
—Pará. ¿Matías? ¡Yo a ese pibe lo conozco! ¡Fue conmigo al colegio y cursó conmigo en la facultad! —dijo, casi en un grito, dejándome en silencio.
***
Mamá me lo contó un día que salimos solas a tomar un café. La primera de muchas salidas solas sin papá.
El día antes del accidente, ellos dos habían ido caminando hasta la pizzería que les gustaba, unas veinte cuadras de un barrio coqueto, con edificios que bordean parques.
—Yo me siento bien, gorda, la plata va y viene, las chicas están bien y crecidas. Tenemos techo, comida. Estamos bien. Creo que en mi vida hice todo lo que quería hacer. Si me voy mañana, está bien. Ya hice todo —le habría dicho papá, después de la panzada de pizza y de mucha conversación.
—Ay Alberto, no hablés pavadas, vas a vivir hasta los cien años para joder de viejo —le espetó mamá.
—En serio, María Rosa. Yo estoy bien. Ya cumplí —le contestó. Luego, volvieron con el paso lento y pesado que tenía papá, por momentos arrastrando los pies, mirando cada tanto la luna, en la calle de adoquines que bordea el Cementerio de la Recoleta. Cementerio que, semanas después, yo visitaría con un ramo de veinte pesos.
***
—Sólo quería saludarlas —dijo Matías.
—Todo esto es muy difícil, ¿sabes? Gracias por acercarte igual —le dijo mamá.
—Sí entiendo, para mí también —respondió. De reojo vi que Pedro recién se daba cuenta del acercamiento y miró con recelo al abogado de Matías.
—Tu cliente no se le puede acercar a mi clienta —le dijo a él, un joven de veintipico con el título fresco. Matías se dio vuelta cuando su abogado le pidió que se alejara y Pedro se acercó con el rostro duro.
—¿Qué dijo? ¿Están bien? Es todo acting esto, eh, eso de acercarse es acting —dijo.
La puerta de la sala de audiencias se abrió y esta vez no fue la voz del flacucho la que habló. En algún momento, entre las preguntas de Matías y las contestaciones de Pedro, había entrado el juez, un señor grandote con traje negro y portafolio. Ya no importaba si antes ambas partes estábamos separadas por algunos pasos: en aquel momento estábamos pegados en un pasillito como en un vagón de subte en hora pico. Matías delante de mamá, yo detrás.
Los padres de él no estaban y eso me llamó la atención: estaba solo con su abogado.
Pasamos a la oficina del juez. Había un escritorio de madera, una biblioteca vidriada con muchos libros de derecho, un sillón estilo Chesterfield y dos sillones enormes de cuero marrón. Traté de sentarme sola y de recomponerme un poco.
—Bueno, buenos días a todos. Vamos a ir directo al asunto. Leyendo el expediente creo que lo mejor para todos sería llegar a un acuerdo. Entiendo que es una situación muy dolorosa para ambas partes, por lo más recomendable sería terminar el juicio en una instancia temprana. Creo, por lo que hablé con los abogados de ambas partes, que todos estamos de acuerdo —dijo el juez y me miró. Yo lloraba. Desde que el juez dijo “bueno” yo había empezado a llorar. El hombre me acercó un paquete de pañuelos descartables.
—Sí, nosotros queremos negociar. Esta es una instancia de mediación, por lo tanto, venimos a eso —dijo Pedro.
Matías seguía en silencio y mirándome cada tanto, como si me fuera a romper. Yo también lo miraba.
—Cuanto antes terminemos con esto y podamos seguir adelante, mejor —dijo mamá, tomando mi mano.
Miré a mi alrededor con unas ganas enormes de que aquel diálogo terminara. El juez decidió establecer un plazo de cuarenta días para negociar. Un mes más. Fueron aproximadamente quince minutos que estuvimos allí, hasta que salimos y Pedro nos llevó a un rincón, al lado de la mesa de entradas de la oficina.
—Bueno, vamos a negociar entonces. La cifra es la que hablamos. Ellos están con ganas de negociar y cerrar el asunto. Che Candelaria, el chico quiere hablar con vos —dijo.
—Voy yo también —contestó mamá.
—No, pidió específicamente que fuera ella —atajó Pedro, y agregó—: No contestes nada. Sólo escucha lo que tiene para decir.
Fui. Él me esperaba en el pasillo.
***
El día del velorio, llegué a mi casa del hospital a las ocho de la mañana. El cuerpo de papá había sido llevado a la morgue porque ahora su muerte estaba calificada como homicidio culposo. ¿Sabría el pibe? ¿Sabría eso del homicidio culposo? Dos policías fueron al hospital cuando fuimos a ver el cuerpo de papá. Sólo recuerdo que le pregunté al médico cómo iban a hacer para despertarlo. “Nena, ya se murió”, dijo, poniendo los ojos en blanco. El cuerpo me dolía, como si el oxígeno llegara de a cuotas a los pulmones y los músculos de mi espalda estaban agarrotados. Mi casa era la imagen del abandono de varios días: sábanas sucias, el plato del gato vacío, los yogures vencidos en la heladera. ¿Qué se pone alguien para un velorio? ¿Ropa negra como en las películas?
El sol calentaba el monoambiente y mi celular vibraba. “Cande, lo siento muchísimo. Me enteré lo que pasó. Pero tu papá ya está en el cielo”, fue lo que más leí. Me puse un jean y una remera. Tiré yogures. Barrí el piso. El silencio de la casa me aturdía.
Mi novio me llamó con voz cautelosa y me preguntó si quería ir al picnic del Partido Obrero, quizás me serviría para distraerme. No pensé que eso era algo inapropiado. Entendía que algo había pasado, pero no sabía muy bien qué. Me sentía como en un estado de flotación, envuelta en un líquido amniótico que impedía entender los hechos correctamente. Recuerdo que contesté que sí. Recuerdo que me pasó a buscar en un auto con 3 conocidos suyos, que reían a carcajadas. Recuerdo también estar en el picnic y una chica me miró con lástima y dijo “todo pasa, ya se te va a pasar”. En algún momento, algo hizo ruido: las risas, la gente comiendo, el sol en mi nuca y la despreocupación ajena, la música fuerte. La gente vibraba en una sintonía ligera, mientras yo estaba en cámara lenta. Dije que me quería ir y prácticamente me fui corriendo a tomar un taxi y volver.
“Tengo un velorio hoy. Tengo un velorio. Tengo que comprar flores”, pensaba.
“Estoy en la morgue. Un beso. Mamá”, leí en el celular.
***
Fue un martes. Ocho meses antes de la citación judicial a Comodoro Py y de ver a Matías. Ese día era la segunda audiencia de mediación que habíamos programado con mi abogado y el suyo. Estábamos sentadas las dos, mamá y yo, en una mesa larga de madera con una señora que nos sonreía con amabilidad —la mediadora— mientras agitaba un lápiz entre sus dedos en señal de impaciencia.
—Espero que no nos deje plantadas como la vez pasada —dijo mamá.
—Le mandamos la citación a la oficina del padre. Le tiene que haber llegado. Porque la vez anterior la mandamos al domicilio y no pasó nada —contestó Pedro.
Diez minutos, quince. Media hora después, no llegó nadie, ni abogado ni acusado. Otra oportunidad desperdiciada.
—La tercera es la vencida. No le quedará otra que ir —dijo Pedro.
En el pasillo, mamá me miró con resignación. Matías seguía sin aparecer.
***
—Candelaria, esta es tu tía segunda, saludala —presentó mi tía, hermana de papá. Saludé a la tía segunda, cuyo nombre no recuerdo, y esquivé la marea de gente que se agolpaba en las verjas de la iglesia.
Era el día del entierro y yo llevaba un vestido verde oliva, uno que jamás podría volver a usar sin pensar en tumbas. También tenía en mi mano un discurso que iba a leer en la ceremonia. Sobre los adoquines de piedra se agolpaban setenta años de papá: amigos, colegas de trabajo, compañeros del primario y secundario, linyeras del barrio que lo conocían y adoraban porque el viejo les hacía el desayuno y se contaban chistes; primos, tíos, hijas, nietos y nietas, su ex esposa, ex novias. Quizás en la fila había desconocidos y turistas. También había amigas de mi mamá y mis amigas de la infancia. Incluso estaba Panchito, el nene con el que jugaba a Baywatch en el club. Yo era Pamela Anderson y el David Hasselhof. Ahora Panchito se llama Francisco y está, altísimo, acompañado por sus padres.
—¿Cómo se llama el que murió? —dijo el cura.
—Alberto —le contesté mientras veía a un centenar de personas de distintas edades llenar la iglesia.
***
Hola, Matías, mi nombre es Candelaria Dominguez. Soy la hija de Alberto, el señor con el que tuviste un accidente el año pasado. Pensé varias veces si escribirte o no, no sabía si te iba a incomodar. Pero tenía ganas de juntarme con vos a tomar un café, charlar, si te parece, y saber cómo estás después de lo que pasó. Si tenés ganas, te dejo mi número. Te mando un saludo, espero que estés bien.
Ese mensaje dejé un 15 de agosto a las cuatro y media de la tarde, cuando lo escribí en la oficina, en medio del barullo de mis compañeros de trabajo.
Por tres días, no tuve respuesta.
Al tercero, mientras estaba en una cena con compañeros de un taller de escritura, contestó.
Hola Candelaria, ¿cómo estás? Sinceramente prefiero no juntarme. Te pido disculpas, pero para mí también fue una situación traumática. Espero que puedas respetar y entender mi decisión. Te mando un saludo.
A Matías lo nombraban en fiestas en mi casa. Al haber ido al colegio con mi novio, siempre alguien lo nombraba en anécdotas de secundaria. También estuvo en el mismo lugar que yo, con horas de diferencia, el día que se recibió de la misma carrera que mi novio. Cuando fui a festejar el título de sociólogo con Iván al patio de la UBA, Matías ya había celebrado ahí varias horas antes. Se había cruzado con mi novio y le había deseado suerte en su examen final. Matías siempre estaba ahí.
—Te quería pedir disculpas porque en su momento vos me mandaste ese mensaje y yo te contesté medio seco, pasa que no quería juntarme, no estaba listo, para mí fue muy difícil todo esto —dijo, afuera de la sala de audiencias, soltando de un tirón, y su altura me llevaba dos cabezas. Veía a nuestros abogados mirar la escena con cautela y a mamá que estaba decidida a avanzar entre nosotros dos.
—No pasa nada, no te preocupes, quería saber si estabas bien. Quiero que estés bien, que esto no te marque, porfa, quiero que sigas con tu vida y seas feliz, ¿sabés? —le contesté, llorando mucho.
—Gracias, gracias.
—¿Te puedo abrazar?
—Sí.
***
El abogado de Matías hizo agua. El trabajo sucio lo hicieron otros. Durante esos cuarenta días, que terminaron siendo sesenta, no hicieron ninguna oferta ni aceptaron nada de lo que Pedro les propuso. Quisieron ir a juicio. Quisieron exponernos a mamá y a mí a pericias psiquiátricas. Las hicimos.
Mi pericia: estrés postraumático grave crónico. Mirá vos, jodida quedé. Según las psicólogas, “Candelaria revive el accidente, pero no muestra rencor por el acusado. Sólo un profundo dolor por la muerte de su padre, una pérdida enorme”. No importa, la pericia no importa, la pericia técnica que analizó el accidente tampoco. Los testigos que sumamos no alcanzan. Ellos quieren seguir, ir a juicio, exponernos, exprimirnos, agotarnos. No se preocupen, ganaron. Estamos agotadas, no tenemos más ganas de ir a tribunales, verle la cara a nuestro abogado engominado ni a tu abogado flacucho. Estamos agotadas, Matías, aceptamos tus míseros cuarenta mil pesos, nos rendimos.
***
Pasaron diez años.
Los últimos tres, papá, fueron una mierda. Algo pasó, un desbalance en el sistema. Dejé de existir. Yo, que destrozada por tu muerte había sido delegada sindical, me había puteado con viejos militantes en cuartos diminutos, me amigué con viejos militantes en actos gigantes, escribí crónicas, defendí compañeras y me separé después de ocho años con mucha incertidumbre. Era una sombra. Le había cedido mi poder a un villano diminuto, viejo, de esos de películas de comedia. Pero tranquilo, todo se acomodó. Pude. Salí del pozo. Con cicatrices, pero salí. Pasaron diez años. Mamá y yo nos vemos cada tanto, sus manos siguen frías. Ahora pinta, mucho más que antes. Ahora abraza, mucho más que antes, también. Trato de invocarte. Cocino, pongo nuestra canción, la que bailaste medio borracho en el casamiento de Vicky. Cada tanto miro fotos tuyas. Trato de emularte, ser quien me enseñaste a ser. Trato de dar mucho amor, de acompañar y cuidar. Trato de hacerle chistes a quien la está pasando mal. Trato de decirme que todo va a estar bien. Pasaron diez años, pa. ¿Viste todo? ¿Me viste publicar? ¿Escuchaste mis canciones? ¿Viste cuando quise que todo termine? Perdón por eso. Supe salir, ¿sabés? Salir de los monstruos y mirarlos, darte cuenta que son bastante patéticos, me hizo acordar a vos, te hubieses reído bastante.
***
—Boluda, jajaja, ¿de dónde lo conocés a Matías? —me dijo mi amiga Jose, hace un año, prendiéndose un porro en el jardín de su casa.
—Eh, ¿es amigo tuyo?
—No, conocido, ¿por? ¿Te lo culeaste? ¿Es un boludo?
—No, Jose. Hace nueve años mató a mi papá.
Me mira, se pone seria, no dice nada y me escucha. Le cuento la historia. Cierra los ojos y resopla. Digo mató, mató, mató. Ya no digo accidente. Fue un accidente, pero también lo mató. Lo dejó ahí. Conviven las dos cosas: querer que Matías esté bien, pero querer que sepa que lo dejó tirado a papá. Las ganas de trompearlo y querer que esté en paz al mismo tiempo.
—Cande, vos sabés que él estuvo mal, ¿no? Ahora me cierra.
—No, no sabía. Lo que sí sé es que está en todas partes.
—Sí, gorda, trabajan en el mismo ambiente, va a aparecer —me dijo.
Hace unos meses volví a leer y a escribir un poco. Vivo sola. Mi casa ya no es un lugar de miedo, sino un refugio. El tóxico con el que conviví los últimos años se fue. Pongo la música que quiero y miro las películas que quiero. Vienen mis amigas y les cocino. Aún hay cosas que me cuesta hacer, partes mías que voy reconquistando, como si se hubiesen caído tesoros en lugares recónditos y los voy encontrando de a poco.
Una amiga me dice de ir al epicentro de Chacacrespo, a ver a una bandita indie que la está pegando y que tocan en el Art Media. Adentro hay un bolonqui de hipsters, birras calientes y fans de la banda. Me abro paso con ella que, como es más petisa que yo, se pega detrás mío mientras despejo el camino.
Y de pronto, él.
Matías.
Matías sonriendo. Matías sonriendo y saltando, a tres metros de distancia. No me ve. Lo veo bien, lo veo con amigos, contento. Así estamos los dos.
Sobrevivimos, Matías. Que estés muy bien, no me vas a ver, no quiero amargarte la noche.
Sobrevivimos.
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