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“El viento que arrasa” de Selva Almada

Hablar hoy de Selva Almada es hablar de una escritora reconocida y a la vez consagrada. Este libro es su primera novela, que cobra más valor al saber que nos encontramos ante un texto potente que se erige con excelente poética y dosis filosóficas.

Selva Almada nació en Entre Ríos, en 1973. Sus novelas fueron traducidas al francés, el italiano, el portugués y el holandés.

Un imprevisto mecánico reúne a dos familias monoparentales. El Reverendo Pearson junto a su hija Leni terminan en el taller del Gringo Brauser con la urgencia de reparar su vehículo y así poder seguir la traza de su viaje evangélico. El asistente del mecánico es Tapioca, un adolescente cuyas funciones en ese páramo se suceden acorde a las necesidades de su patrón y del azar.

La historia viaja como un vagón de montaña rusa, donde los rieles del recorrido tienen nombres asignados, la pérdida y el abandono. Estas dos sensaciones generan una fuerza indómita que termina conectando a los dos adolescentes a través de sus inseguridades, mientras sus padres dirimen ideologías con admirable repulsión.

El escenario geográfico es un punto inanimado en la provincia del Chaco, castigado por un calor agobiante y una seca infernal. Aquellos que conocen los paisajes del norte argentino, entrarán rápidamente en simbiosis gracias a las descripciones de la autora y si no los conocen, esta es una buena oportunidad de teletransportción.

El tiempo de la historia se reduce a 24 horas, mientras que el tiempo del relato se alimenta de los recuerdos cruciales de los protagonistas, estos pensamientos navegan a la deriva y confluyen cuando los intereses particulares enfilan atrás de una causa común.

El mecánico se zambulle en el motor averiado y su psiquis sólo reconoce ruidos metálicos, combinaciones y posibles procedimientos que puedan reanimar el auto del Reverendo. Este, descansa y espera a la sombra con un vaso de agua. En una especie de autoanálisis su cabeza rastrea el momento exacto donde su alma se oscureció, necesita desentrañar ese impulso adictivo que lo lleva a convertirse, cada mañana, en el muñeco ventrílocuo digitado por las manos del Señor.

Pearson y Brauer, gringos los dos, pero de hábitos cotidianos muy dispares: uno abandonó a su esposa, el otro se perdió en la búsqueda; uno humedece su espíritu con agua bendita, el otro normalmente con un porrón bien helado; uno descarga su energía interior en sermones histriónicos, el otro pule su alma escuchando un chamamé maceta rematado con un sapukái sentido.

Hacia el atardecer, Brauser concluye con éxito su tarea justo antes de la llegada de una tormenta eléctrica. Este fenómeno los obliga a refugiarse abajo del ala del rancho y como para amortiguar la intensa lluvia los porrones comienzan a desfilar y a juntarse como osamentas. El Reverendo, fuera de ritmo etílico, después de empinar unos vasos baja la guardia, la lengua se le afloja y a esta altura sus construcciones sintácticas eyectaron cualquier palabra vinculada al argot evangelista. Ante este escenario los desconocidos se reconocen y amplifican sus divergencias hasta estallar en una pelea de Hércules desvencijados. La vergüenza ajena aflora en los dos adolescentes, quienes absortos observan la patética escena y deciden bajar el telón. Son ellos también, quienes van a marcar el rumbo y el destino de los cuatro, tomando las decisiones que los adultos no pueden fraguar.

Editorial Mardulce,2017

Ficción

Páginas 168

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