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El tecno-feudalismo está tomando el control

Así es como termina el capitalismo: no con un estallido revolucionario, sino con un murmullo evolucionario. De la misma manera que desplazó al feudalismo de manera gradual, subrepticia, hasta que un día el grueso de las relaciones humanas estaban basadas en el mercado y el feudalismo fue eliminado, el capitalismo hoy está siendo derrocado por un nuevo modo económico: el tecno-feudalismo.

Éste es un gran postulado que surge inmediatamente después de muchos pronósticos prematuros de la muerte del capitalismo, especialmente desde la izquierda. Pero esta vez puede ser verdad.

Las claves han sido visibles desde hace un tiempo. Los precios de los bonos y de las acciones, que deberían estar moviéndose en direcciones marcadamente opuestas, han venido disparándose al unísono, con caídas ocasionales, pero siempre en paralelo. De la misma manera, el costo del capital (el retorno exigido para tener un título) debería estar cayendo con la volatilidad; por el contrario, ha venido aumentando en tanto los retornos futuros se vuelven más inciertos.

Quizá la señal más clara de que algo serio está en curso apareció el 12 de agosto del año pasado. Aquel día, supimos que, en los primeros siete meses de 2020, el ingreso nacional del Reino Unido había caído más del 20%, muy por encima inclusive de las predicciones más funestas. Unos minutos más tarde, la Bolsa de Londres saltó más del 2%. Nada comparable había ocurrido antes. Las finanzas se habían desacoplado completamente de la economía real.

Ahora bien, ¿estos acontecimientos sin precedentes en realidad significan que ya no vivimos bajo el capitalismo? Después de todo, el capitalismo ha sufrido transformaciones fundamentales antes. ¿No deberíamos simplemente prepararnos para su última encarnación? No, no lo creo. Lo que estamos experimentando no es simplemente otra metamorfosis del capitalismo. Se trata de algo más profundo y preocupante.

Es cierto, el capitalismo ha sufrido cambios extremos por lo menos en dos ocasiones desde fines del siglo XIX. Su primera transformación importante, de su aspecto competitivo al oligopolio, ocurrió con la segunda revolución industrial, cuando el electromagnetismo introdujo las grandes corporaciones conectadas en red y los megabancos necesarios para financiarlas. Ford, Edison y Krupp reemplazaron al panadero, al cervecero y al carnicero de Adam Smith como los principales impulsores de la historia. El consiguiente ciclo bullicioso de mega-deudas y mega-retornos finalmente condujo a la crisis de 1929, al Nuevo Trato y, después de la Segunda Guerra Mundial, al sistema Bretton Woods –que, con todas sus restricciones a las finanzas, ofreció un período raro de estabilidad.

El fin de Bretton Woods en 1971 dio lugar a la segunda transformación del capitalismo. Como el creciente déficit comercial de Estados Unidos se convirtió en el proveedor mundial de demanda agregada –succionando las exportaciones netas de Alemania, Japón y, más tarde, China-, Estados Unidos impulsó la fase de globalización más energética del capitalismo, con un flujo constante de ganancias alemanas, japonesas y, más tarde, chinas que regresaban a Wall Street para financiarlo todo.

Sin embargo, para desempeñar su rol, las autoridades de Wall Street exigieron la emancipación de todas las restricciones del Nuevo Trato y de Bretton Woods. Con desregulación, el capitalismo oligopólico se transformó en capitalismo financiarizado. De la misma manera que Ford, Edison y Krupp habían sustituido al panadero, al cervecero y al carnicero de Smith, los nuevos protagonistas del capitalismo eran Goldman Sachs, JP Morgan y Lehman Brothers.

Si bien estas transformaciones radicales tuvieron repercusiones trascendentes (la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, la Gran Recesión y el Largo Estancamiento post-2009), no alteraron la característica principal del capitalismo: un sistema impulsado por ganancias y rentas privadas obtenidas a través de algún mercado.

Es verdad, la transición del capitalismo smithiano al capitalismo oligopólico impulsó las ganancias desmesuradamente y permitió que los conglomerados utilizaran su gigantesco poder de mercado (es decir, su flamante libertad de la competencia) para obtener grandes rentas de los consumidores. Efectivamente, Wall Street obtuvo rentas de la sociedad mediante formas basadas en el mercado de robo a plena luz del día. De todos modos, tanto el capitalismo oligopólico como financiarizado fueron impulsados por ganancias privadas potenciadas por rentas obtenidas a través de algún mercado –uno acaparado, digamos, por General Electric o Coca-Cola, o encarnado por Goldman Sachs.

Luego, después de 2008, todo cambió. Desde que los bancos centrales del G7 se unieron en abril de 2009 para utilizar su capacidad de imprimir dinero para reflotar las finanzas globales, apareció una discontinuidad profunda. Hoy, la economía global está alimentada por la generación constante de dinero de los bancos centrales, no por ganancias privadas. Mientras tanto, la obtención de valor ha virado cada vez más de los mercados a las plataformas digitales, como Facebook y Amazon, que ya no operan como empresas oligopólicas, sino como feudos o fundos privados.

Que los balances de los bancos centrales, no las ganancias, alimenten el sistema económico explica lo que sucedió el 12 de agosto de 2020. Después de oír las malas noticias, los financistas pensaron: “¡Maravilloso! El Banco de Inglaterra, en estado de pánico, imprimirá aún más libras y las encauzará hacia nosotros. ¡Hora de comprar acciones!” En todo Occidente, los bancos centrales imprimen el dinero que los financistas les prestan a las corporaciones, que luego lo utilizan para recomprar sus acciones (cuyos precios se han desacoplado de las ganancias). Mientras tanto, las plataformas digitales han reemplazado a los mercados como el lugar de la obtención de riqueza privada. Por primera vez en la historia, casi todos producen gratuitamente el stock de capital de las grandes corporaciones. Eso es lo que significa subir contenido a Facebook o desplazarse con una conexión a Google Maps.

Por supuesto, no es que los sectores capitalistas tradicionales hayan desaparecido. A comienzos del siglo XIX, muchas relaciones feudales se mantuvieron intactas, pero las relaciones capitalistas habían empezado a dominar. Hoy, las relaciones capitalistas se mantienen intactas, pero las relaciones tecno-feudales han comenzado a superarlas.

Si estoy en lo cierto, cada programa de estímulo será demasiado grande y demasiado pequeño a la vez. Ninguna tasa de interés alguna vez será consistente con el pleno empleo sin precipitar quiebras corporativas secuenciales. Y la política basada en la clase en la que los partidos que favorecen el capital compiten contra partidos más cercanos a los trabajadores se terminó. 

Pero si bien el capitalismo puede terminar con un murmullo, el estallido puede venir inmediatamente después. Si los que están en el extremo receptor de la explotación tecno-feudal y de la desigualdad abrumadora encuentran una voz colectiva, probablemente sea muy estridente.

Yanis Varoufakis para project-syndicate.org

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    Paladares que se unen a Orwell y Calvino para rescatar una sabiduría escondida entre comidas y bebidas repugnantes y viejas palabras.

    Por Silvina Belén para Noticias la Insuperable ·

    Palabras envejecidas, frases con rima, citas citables –a lo Reader’s Digest-, viejas novelas y películas –en sentido figurado o no-, acuden a la memoria cuando algo en la atmósfera cotidiana nos dice que la piedra con la que solemos tropezar una y otra vez vuelve a tomarnos desprevenidos.

    Cuando las segundas marcas son un lujo, las terceras y las “de cuarta” una costumbre o, mejor dicho: una triste necesidad, y los pasivos símbolo de miseria (“miseria espantosa”, se estilaba decir allá lejos y hace tiempo), recordamos palabras como “carestía”, que dominaba en la ardua construcción “carestía de la vida”. Incluso antaño solamente la usaban los jubilados. Para muchos la palabreja es recuerdo que aflora desde la infancia.

    Dice la RAE que su segunda acepción significa “Precio alto de las cosas de uso común”. Y nosotros decimos que eso decían los jubilados. Y que con otro tipo de construcciones hoy dicen y decimos lo mismo. Cambios de forma, pero nada más. El gatopardo acecha. Giuseppe Tomasi[i] también vuelve: «Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi».

    En el imperio aleatorio del juego infanto-juvenil, aparecía “el que toca, toca, / la suerte es loca” frente a cualquier protesta contra el azar. Al maldecir que la esperpéntica de la especulación financiera rija nuestro destino, podríamos pensar en consonancia: “el que toca, toca, / la urna es loca”. Esta vez, entre la evocación lúdica y Valle Inclán. O ante la fuerza del sino[ii], como Álvaro.

    Al ver, ñata contra el vidrio, cómo se agotan los pasajes al exterior comprados con los verdes comprados baratitos –como Tito- con la platita de la bicicleta –hoy carry trade– o la dulce de cualquier especulación, llega inexorable la película que nunca se olvida, el “deme dos” y, por qué no, el “gracias a Dios y a Matínez Dios”.

    Y nosotros siempre en manos de Máximo Carelli, sin siquiera poder ir al cafetín a llorar el enésimo desengaño. Sin Lita de Lázari hallando el precio milagroso, sin colas para pagar en las que hacer catarsis, sin joyas de la abuela ni fondos de olla.

    Pero, en fin, como todo vuelve recargado, hablar de totalitarismo financiero no es baladí cuando en un país imperan solamente la finanza, la especulación y la represión a quienes no pueden aprovecharlas y las sufren como carestía o miseria, sufrientes que son abrumadora mayoría. ¿Por qué no pensar en Orwell y una vuelta de tuerca a 1984? Dejemos esto en suspenso para retomarlo luego.

    Volvamos a las marcas “de cuarta”, a lo mal que saben esos alimentos y bebidas que la carestía impone. Recordemos al Ítalo Calvino de Bajo el sol jaguar (1986) a través de su “Sabor saber”. Conocemos, entendemos, también mediante el sabor. Degustemos las palabras que preceden a la traducción de Jorge Hernández Campos[iii] de “Sabor saber”:

    Los sabores de sólidos y líquidos impuestos por la carestía, entonces, podrían despertar nuestra aletargada sabiduría, licuada con la tan literal como psicológica carestía pandémica y la pos-pandémica inflación. Inflación que, como bien señaló otro Álvaro, esta vez García Linera, “transmuta convicciones revolucionarias en adhesiones reaccionarias.”.

    Pandemia y temprana pos-pandemia nos recuerdan una serie de notas que escribimos sobre una bebida espirituosa, que entre tantas asociaciones en danza ahora también advertimos relacionada a Orwell. Hablaban de la ginebra, sobre todo de la que los peninsulares llaman botánica, es decir: del gin. En definitiva, destilados, literatura e historia, bares de copas, calidades y sabores.

    La calidad de las ginebras les dio mucho material a los historiadores y a los novelistas. Del rústico Old Tom del siglo XVIII en adelante, los sabores del gin estuvieron en la palestra. George Orwell también aprovechó para describir un gin aceitoso, inmundo, que ostentaba una pomposa marca.

    Aprovechemos la ocasión para releer un fragmento de 1984 en el que la Ginebra de la Victoria sale victoriosa.

    “El Nogal estaba casi vacío. Un rayo de sol atravesaba una ventana y caía sobre las polvorientas mesas, amarillándolas. Era la solitaria hora de las tres de la tarde. Desde la tele-pantalla llegaba una música ligera. Winston, sentado en su habitual rincón, miraba su vaso vacío. De vez en cuando dirigía la vista hacia el rostro que lo miraba fijamente desde la pared de enfrente. ‘EL GRAN HERMANO TE VIGILA’, decía el cartel. Sin que él lo llamara, vino un camarero a llenarle el vaso con Ginebra de la Victoria; también echó unas cuantas gotas de una botellita que tenía un tubo que atravesaba el tapón. Era endulzante aromatizado con clavo de olor, especialidad de la casa. […] Se tomó la ginebra de un trago. Como siempre, le hizo estremecerse e, incluso, sentir algunas arcadas. El líquido era horrible. El endulzante con clavo, de suyo repugnante, no podía disimular el aceitoso sabor de la ginebra.”

    Sabemos que la sabiduría de Winston, más que licuada o aletargada, estaba muerta: había quedado pulverizada en la mazmorra del Gran Hermano. El “Sabor saber” a él ya no le servía para nada. Sea como fuere, el guiño de Orwell permanece, es para lectores, no para personajes. Es para los que consumimos las marcas de cuarta en carestía extendida por la autocrática finanza, por ejemplo.

    Para nuestro caso, para el argentino, la ginebra tiene connotaciones previas al imperio de la finanza, del loco endeudamiento para encumbrarla y la consiguiente carestía. “Una copita cada día” puede sugerirse cuando no se sospecha que el “precio alto de las cosas de uso común” se hará cíclica costumbre y la modesta calidad de lo que hicimos propio será prohibitiva.

    Hasta se pueden inventar palabras cuando en el horizonte del sabor no asoman Ginebras de la Victoria. En 1970, el publicista Hugo Casares inventó “esmowing”, palabrita que brilló en la campaña publicitaria de Bols en aquellos años: “¿Quiere tener smowing? ¡Tome ginebra Bols!”.[iv]

    El “esmowing”, que seis o siete años después de su nacimiento dejó de brillar hasta apagarse, tuvo, casi como fuego fatuo, una que otra intermitencia que el gatopardismo oscureció con premura. La consigna del cambio para que nada, en verdad, cambie, se ensayó con éxito de maneras en apariencia diversas, seductoras, pero siempre contundentes.

    Haber creído que podía tenerse “esmowing” –traducido por González Fraga como vacaciones, teléfonos, buenos alimentos y bebidas, plata en el bolsillo…- pasó a ser culpa que el escarmiento del mercado de capitales especulativos le haría purgar a menesterosos insolentes y clasemedieros megalómanos.

    El sino propiciado por el gatopardismo debería llevar al culposo a repetir las palabras de don Álvaro: “¡Infierno, abre tu boca y trágame!”. La inmolación voluntaria inducida tuvo en un principio sus reales mazmorras para los Winston vernáculos pero, con el correr de las décadas, se fue sofisticando. Sin embargo, la imposición de la Ginebra de la Victoria permanece.

    No hay Bols, ni retornos de Llave, que puedan destronar la idea del merecimiento de eterna Ginebra de la Victoria: un sentido común impostado durante medio siglo –ornamentado año a año, acusador para más inri- resiste el trabajo exclusivamente neuronal. La metáfora orwelliana reclama la asistencia del gusto, del olfato, la integración cuerpo-mente por la que abogaba Ítalo Calvino.

    La convivencia ausente, la pátina de híper-modernidad que la finanza automática y la digitalización generalizada, todo en el marco de una existencia tecno-dirigida, le imprimen en el devenir cotidiano apariencia de naturalidad a la hegemonía absoluta de la especulación financiera que, sin grandes esfuerzos mentales, se adivina antesala de quién sabe cuántas iniquidades venideras.

    En tal contexto, revalorizar los sentidos que aún resisten con realismo al bit se hace cuesta arriba: el día a día abruma, gusto y olfato luchan para no insensibilizarse. El sexto lo entregamos a la IA. Queremos a toda costa creer que vivimos en un mundo sin pasado ni milagros imposibles, que otras experiencias o las miradas pretéritas son de otro mundo u otra humanidad, extintos.

    La imagen de la sociedad sometida, el individuo controlado y el pensamiento único indiscutible hecho ley se ha tergiversado a tal punto en lo discursivo, en el éter de algoritmo e imposición de miradas,  que aislar los rasgos esenciales de un régimen autocrático más allá del tiempo, la inmediatez y el color local se torna cuasi quimérico.

    Reconocer similitudes entre ciclos, establecer analogías, comprender metáforas atemporales e identificar hegemonías minoritarias requiere tanto de la abstracción como del anclaje real que se nutre de la experiencia compartida, del intercambio y la dinámica intergeneracional.

    Salvo autócratas o privilegiados, nadie tendría necesidad de recurrir a la frase “esta vez es distinto”, tan repetida en los últimos tiempos, si nuestro propio 1984 no se hubiera disparado ya. Esta pesadilla orwelliana que, al menos, anticipan los sentidos, da la sensación de estar a la espera de lo que esta vez será distinto solamente por ser mucho peor: la crisis brutal, la debacle inefable que pulverice últimas rebeldías e hilos de esperanza.


    [i] Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1958): El gatopardo. «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie».

    [ii] Don Álvaro o la fuerza del sino, obra de teatro del Duque de Rivas [Ángel de Saavedra] estrenada en Madrid en 1835.

    [iii] En: revista Vuelta, volumen I, número 10, mayo de 1987, pp. 6-13. Puede accederse a este número de la revista y, por tanto, al cuento de Calvino, a través del Archivo histórico de revistas argentinas –Ahira-: https://ahira.com.ar/wp-content/uploads/2019/07/Vuelta-10.pdf

    [iv] Kogan, Gabriela. ¿Quiere tener esmowing? El libro de las publicidades de Bols. Buenos Aires, Nuevo Extremo, 2010.

     

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