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El tecno-feudalismo está tomando el control

Así es como termina el capitalismo: no con un estallido revolucionario, sino con un murmullo evolucionario. De la misma manera que desplazó al feudalismo de manera gradual, subrepticia, hasta que un día el grueso de las relaciones humanas estaban basadas en el mercado y el feudalismo fue eliminado, el capitalismo hoy está siendo derrocado por un nuevo modo económico: el tecno-feudalismo.

Éste es un gran postulado que surge inmediatamente después de muchos pronósticos prematuros de la muerte del capitalismo, especialmente desde la izquierda. Pero esta vez puede ser verdad.

Las claves han sido visibles desde hace un tiempo. Los precios de los bonos y de las acciones, que deberían estar moviéndose en direcciones marcadamente opuestas, han venido disparándose al unísono, con caídas ocasionales, pero siempre en paralelo. De la misma manera, el costo del capital (el retorno exigido para tener un título) debería estar cayendo con la volatilidad; por el contrario, ha venido aumentando en tanto los retornos futuros se vuelven más inciertos.

Quizá la señal más clara de que algo serio está en curso apareció el 12 de agosto del año pasado. Aquel día, supimos que, en los primeros siete meses de 2020, el ingreso nacional del Reino Unido había caído más del 20%, muy por encima inclusive de las predicciones más funestas. Unos minutos más tarde, la Bolsa de Londres saltó más del 2%. Nada comparable había ocurrido antes. Las finanzas se habían desacoplado completamente de la economía real.

Ahora bien, ¿estos acontecimientos sin precedentes en realidad significan que ya no vivimos bajo el capitalismo? Después de todo, el capitalismo ha sufrido transformaciones fundamentales antes. ¿No deberíamos simplemente prepararnos para su última encarnación? No, no lo creo. Lo que estamos experimentando no es simplemente otra metamorfosis del capitalismo. Se trata de algo más profundo y preocupante.

Es cierto, el capitalismo ha sufrido cambios extremos por lo menos en dos ocasiones desde fines del siglo XIX. Su primera transformación importante, de su aspecto competitivo al oligopolio, ocurrió con la segunda revolución industrial, cuando el electromagnetismo introdujo las grandes corporaciones conectadas en red y los megabancos necesarios para financiarlas. Ford, Edison y Krupp reemplazaron al panadero, al cervecero y al carnicero de Adam Smith como los principales impulsores de la historia. El consiguiente ciclo bullicioso de mega-deudas y mega-retornos finalmente condujo a la crisis de 1929, al Nuevo Trato y, después de la Segunda Guerra Mundial, al sistema Bretton Woods –que, con todas sus restricciones a las finanzas, ofreció un período raro de estabilidad.

El fin de Bretton Woods en 1971 dio lugar a la segunda transformación del capitalismo. Como el creciente déficit comercial de Estados Unidos se convirtió en el proveedor mundial de demanda agregada –succionando las exportaciones netas de Alemania, Japón y, más tarde, China-, Estados Unidos impulsó la fase de globalización más energética del capitalismo, con un flujo constante de ganancias alemanas, japonesas y, más tarde, chinas que regresaban a Wall Street para financiarlo todo.

Sin embargo, para desempeñar su rol, las autoridades de Wall Street exigieron la emancipación de todas las restricciones del Nuevo Trato y de Bretton Woods. Con desregulación, el capitalismo oligopólico se transformó en capitalismo financiarizado. De la misma manera que Ford, Edison y Krupp habían sustituido al panadero, al cervecero y al carnicero de Smith, los nuevos protagonistas del capitalismo eran Goldman Sachs, JP Morgan y Lehman Brothers.

Si bien estas transformaciones radicales tuvieron repercusiones trascendentes (la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, la Gran Recesión y el Largo Estancamiento post-2009), no alteraron la característica principal del capitalismo: un sistema impulsado por ganancias y rentas privadas obtenidas a través de algún mercado.

Es verdad, la transición del capitalismo smithiano al capitalismo oligopólico impulsó las ganancias desmesuradamente y permitió que los conglomerados utilizaran su gigantesco poder de mercado (es decir, su flamante libertad de la competencia) para obtener grandes rentas de los consumidores. Efectivamente, Wall Street obtuvo rentas de la sociedad mediante formas basadas en el mercado de robo a plena luz del día. De todos modos, tanto el capitalismo oligopólico como financiarizado fueron impulsados por ganancias privadas potenciadas por rentas obtenidas a través de algún mercado –uno acaparado, digamos, por General Electric o Coca-Cola, o encarnado por Goldman Sachs.

Luego, después de 2008, todo cambió. Desde que los bancos centrales del G7 se unieron en abril de 2009 para utilizar su capacidad de imprimir dinero para reflotar las finanzas globales, apareció una discontinuidad profunda. Hoy, la economía global está alimentada por la generación constante de dinero de los bancos centrales, no por ganancias privadas. Mientras tanto, la obtención de valor ha virado cada vez más de los mercados a las plataformas digitales, como Facebook y Amazon, que ya no operan como empresas oligopólicas, sino como feudos o fundos privados.

Que los balances de los bancos centrales, no las ganancias, alimenten el sistema económico explica lo que sucedió el 12 de agosto de 2020. Después de oír las malas noticias, los financistas pensaron: “¡Maravilloso! El Banco de Inglaterra, en estado de pánico, imprimirá aún más libras y las encauzará hacia nosotros. ¡Hora de comprar acciones!” En todo Occidente, los bancos centrales imprimen el dinero que los financistas les prestan a las corporaciones, que luego lo utilizan para recomprar sus acciones (cuyos precios se han desacoplado de las ganancias). Mientras tanto, las plataformas digitales han reemplazado a los mercados como el lugar de la obtención de riqueza privada. Por primera vez en la historia, casi todos producen gratuitamente el stock de capital de las grandes corporaciones. Eso es lo que significa subir contenido a Facebook o desplazarse con una conexión a Google Maps.

Por supuesto, no es que los sectores capitalistas tradicionales hayan desaparecido. A comienzos del siglo XIX, muchas relaciones feudales se mantuvieron intactas, pero las relaciones capitalistas habían empezado a dominar. Hoy, las relaciones capitalistas se mantienen intactas, pero las relaciones tecno-feudales han comenzado a superarlas.

Si estoy en lo cierto, cada programa de estímulo será demasiado grande y demasiado pequeño a la vez. Ninguna tasa de interés alguna vez será consistente con el pleno empleo sin precipitar quiebras corporativas secuenciales. Y la política basada en la clase en la que los partidos que favorecen el capital compiten contra partidos más cercanos a los trabajadores se terminó. 

Pero si bien el capitalismo puede terminar con un murmullo, el estallido puede venir inmediatamente después. Si los que están en el extremo receptor de la explotación tecno-feudal y de la desigualdad abrumadora encuentran una voz colectiva, probablemente sea muy estridente.

Yanis Varoufakis para project-syndicate.org

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  • Tengo el uniforme de un represor en el ropero

     

    1.     

    –¿Tenés, pa?

    –¿Qué cosa, hijo?

    –Disfraz. ¿Tenés?

    –No. No tengo.

    –Entonces cómo vamos a jugar…

    –Imaginateló.

    2. 

    Todo lo que sobra, molesta y ocupa lugar va a parar al ropero de mi hijo.

    Sus cosas entran en una valija que lleva y trae cada semana desde la casa de su madre. Cuando llega, las acomodamos en los estantes de la izquierda. El resto del ropero lo usamos para guardar abrigos, frazadas, recuerdos y un montón de objetos inútiles de los que todavía no nos podemos despegar. Pueden estar allí varias temporadas hasta que pierden por completo su sentido y, por fin, los tiramos a la basura o los donamos.

    Mi hijo lo llama “la otra dimensión”. Dice que me vio meter cosas que nunca salieron, como su primera pileta de lona. El ropero se la comió. Dice que es como la habitación del pensamiento abstracto de la película Intensamente, un lugar a donde van a parar los residuos de la memoria antes de borrarse para siempre de la vida de alguien.

    Cada tanto la puerta se abre. A veces porque necesitamos algo. Otras, porque hacemos espacio en la casa y nos vemos obligados a mandar cosas a la otra dimensión.

    Este es un momento de hacer espacio. En unos meses nacerá Helena y el estudio, el lugar que armamos para trabajar desde que llegamos a esta casa, se va transformando de a poco en la habitación de una niña.

    Anoche entró un frente frío. A las once y media se descolgó una tormenta imponente. Sofía se recostó en el sillón y se tapó con una manta. Vicente todavía estaba despierto y quiso salir a la galería a ver cómo caía la lluvia. Abrí las puertas y las ventanas para dejar pasar el aire fresco y me dispuse a mandar cosas a la otra dimensión. En el piso, sobre la alfombra con dibujos infantiles, acomodé de un lado lo que debía entrar y de otro lo que debía salir. Carpetas, archivos, libros, diarios viejos, juguetes en desuso.

    En el fondo semivacío del ropero reconocí el bulto azul envuelto en una bolsa transparente. Un bulto que me acompaña desde hace ocho años, cuando mi hijo era un bebé. Sobrevivió a cada digestión de la otra dimensión: diez mudanzas, dos separaciones.

    Abrí el paquete. Metí la mano, saqué uno por uno los trapos y los estiré en el espacio libre del piso: el saco de pana azul, la gorra de visera dura, las insignias doradas.

    –¿Es un disfraz?

    Vicente estaba parado en la puerta con los pies mojados.

    –Es un uniforme.

    –¿De policía?

    –Sí.

    –¿Del nono?

    –No, no es de mi papá.

    –¿Salió de la dimensión?

    –Sí, salió de la dimensión.

    –¿Y lo vas a tirar?

    Sobre el piso, miré los trapos que alguna vez fueron parte de la ropa de trabajo de un represor, un hombre ya muerto que dirigió un centro clandestino y una patota de policías dedicada a secuestrar y asesinar gente durante la última dictadura militar. 

    Hay una tarjeta con su nombre pegada en la parte interior de la gorra: Raúl Pedro Telleldín. Hace mucho quise hacer un libro sobre él; me acerqué a sus hijos, entrevisté a militares y a policías condenados por crímenes contra la humanidad, escuché a sus víctimas y junté decenas de expedientes. Pero nunca pude escribir una línea y el proyecto quedó archivado, como el uniforme.

    Vicente acomodó la gorra en donde imaginó una cabeza. Es- tiró una manga del saco, dibujó una silueta. Se lo quedó mirando. Parecía la piel usada de una serpiente. El cuero de una bestia.

    –Es áspero –dijo–. Poneteló. Dale, pa, poneteló.

    3. 

    Esta mañana pasó mi viejo.

    Venía de trabajar, uniformado. El pantalón pinzado, los zapatos negros lustrados (ya no usa borcegos) y la camisa celeste que le ajusta cada vez más la panza. La pistola metida a presión en el cinto. Nunca se baja del auto sin el arma. Aunque no tenga el uniforme puesto, aunque vista short y remera, el bulto está ahí, como un órgano más de su cuerpo.

    Esta vez trajo pañales para el acopio y galletas para la merienda de Vicente. Tomó dos mates y dijo que estaba apurado. Sus visitas son así: fugaces, intempestivas, incómodas. Antes de irse, le mostré el cuarto en construcción. Entre los ajuares, estaba el uniforme. Lo saqué para mostrárselo, quería ver su reacción.

    Inspeccionó las insignias.

    –Era de un jefe –dijo–. Cuando eras chico tenías una gorra como esta para jugar ¿te acordás? Era del Tata.

    –Sí.

    –¿Y esta también fue del Tata?

    –No. Esta es mía.

    4. 

    Busco entre las cajas importantes los archivos de mi investigación. Si voy a deshacerme del uniforme, debería tirar también estos cuadernos, estas fotos, el disco en el que almaceno horas de entrevistas. En una de las libretas tengo anotada la fecha en que el uniforme llegó a mí: sábado 3 de octubre de 2015. Acababa de cumplir 32 años. Vivía en Buenos Aires. Trabajaba en una agencia de noticias. Vicente era bebé. Todavía no me había separado de su madre. Tenía un proyecto: escribir un libro. Un libro sobre un policía, un asesino, un conspirador. No esperaba terminar cuidando su ropa.

    En la libreta, al lado de la fecha, anoté: llueve en Castelar. Y llovía, posiblemente, en todo Buenos Aires. El olor a asfalto mojado entraba por las ventanas hasta esa oficina tapizada de libros, en la planta alta de la casa, en la que hablé durante dos horas con Carlos Telleldín, hijo de Raúl Pedro Telleldín. Detrás de él, un televisor de cincuenta pulgadas mostraba lo que filman nueve cámaras de seguridad: habitaciones vacías, dos perros mojándose en el patio, un policía custodiando la entrada; en la cocina, una mujer caminaba con un bebé en brazos.

    –No te vas a ir ahora… Te vas a cagar mojando –dijo en un momento y dio por terminada la entrevista.

    Eran las siete de la tarde. La estación de tren quedaba a cinco cuadras y la lluvia no paraba. Decidí esperar.

    –Hacés bien. Bajemos que me quiero sacar esta mierda.

    Aflojó el cinto de su pantalón y se perdió escaleras abajo. Lo seguí por salones que olían a madera fina, hasta que llegamos a la cocina que un rato antes había visto minúscula en uno de los cuadros del televisor.

    Carlos me dejó solo con la mujer que aupaba el bebé. Joven, morena, alta, por lo menos dos cabezas más que él. Imaginé que debía ser Roxana, su octava esposa. Un rato antes me había hablado de ella. “Tiene 20 años”, había dicho con cierto orgullo. Carlos tenía 54. El bebé debía ser Tomás, su décimo hijo.

    Unos minutos después volvió vestido con un jogging y un buzo gris. Traía una caja con recuerdos debajo del brazo. Nos presentó.

    –Él es periodista. Pero no vino por la AMIA, quiere hablar sobre mi papá.

    Roxana hizo un gesto de alivio.

    El atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) que en 1994 mató a 85 personas, es el motivo por el que el apellido Telleldín se hizo tristemente famoso. Carlos fue el hombre con más acusaciones en esa causa, que sigue impune. En 1994, cuando se dedicaba a reducir autos robados, Carlos fue detenido, acusado de vender la Trafic usada como coche bomba para volar la AMIA. Pasó más de una década preso sin ser juzgado. En la cárcel, estudió derecho. Cuando lo conocí, me dijo “puedo robar un estéreo y no voy en cana, con todos los años que me deben”. En 2020 fue absuelto por ese delito. Ya no vende autos robados. Maneja un gran estudio jurídico y en el ambiente le dicen el rey de los sacapresos. “A mí me metieron en la causa AMIA los enemigos de mi padre que estaban en la SIDE”, repite cuando puede.

    Raúl Pedro Telleldín, el papá de Carlos, fue militar, fue peronista, fue policía y dirigió una de las mayores máquinas de exterminio que haya conocido la historia de Córdoba. A mediados de 1975, un año antes del golpe cívicomilitar en Argentina, asumió el mando del Departamento de Informaciones de la Policía, el D2. Manejaba una dotación de hombres y mujeres crueles, que tenían la misión de exterminar opositores, especialmente de izquierda. Su sello fueron las bombas: mandó a explotar oficinas públicas, redacciones de diarios, comercios, casas particulares y hasta las tumbas de sus propias víctimas. En el D2, ubicado a metros de la plaza principal de Córdoba, fueron torturadas cerca de dos mil personas, muchas de las cuales están desaparecidas. Allí dentro, Telleldín era “El Uno”. Así lo llaman, todavía, quienes fueron sus subordinados. Murió en un accidente de autos en 1983. Lo velaron a cajón cerrado. Décadas después, se rumoreaba que seguía vivo, camuflado en otras identidades.

    Escuchaba su nombre en cada juicio por delitos de lesa humanidad que me tocaba cubrir como periodista. Parecía misterioso, conspirador y frío. Pero nadie sabía demasiado. Me atraía la idea de que siguiera vivo, camuflado en otra vida; aunque, por los años que habían pasado desde su muerte, era improbable.

    Sobre Raúl Pedro Telleldín quise escribir un libro. Un libro periodístico, un libro molesto, porque “si no molesta, no es periodismo”, decíamos por ahí.

    Si pienso ahora en todas las molestias que me trajo, ese día no me habría llevado el uniforme a mi casa.

    Era la segunda vez que me entrevistaba con Carlos Telleldín. Para ganarme su confianza, le había dicho que yo también era hijo y nieto de policías.

    –Nos vamos a entender –contestó.

    Estábamos en su casa, mirando una caja con recuerdos de la que sacó un retrato de Perón dedicado al “camarada y amigo Telleldín”.

    –Vení, mi amor. Escuchá así aprendés. ¿Sabías que Perón le regaló a mi papá su carnet de la CGT de los trabajadores?

    ¿Sabías que mi papá fue su custodio, mi amor?

    Roxana miró sorprendida. Yo tampoco había escuchado ese dato antes. Carlos hablaba de su padre con una admiración desbordante. Estaba, aseguraba él, en sus antípodas ideológicas. Lo consideraba un criminal. Pero no cualquier criminal: un criminal que obedecía órdenes, y de muy pocas personas: las pocas que estaban por encima de su cargo.

    –Mirá esta foto, este chiquito de acá soy yo, y ese es mi papá. Ese uniforme que tiene puesto lo tengo guardado acá en casa, ¿o no mi amor? También tengo unas armas reglamentarias suyas que me gané en un juicio sucesorio.

    Desapareció y volvió al rato. En una bolsa trajo el uniforme y un sable. Lo estiró sobre un sillón; el saco de pana azul, la chaqueta más fina, la gorra con las insignias doradas de la Policía de Córdoba. Fue la primera vez que vi el uniforme.

    –A este me lo pidió la Presidenta para llevarlo al museo de mi papá.

    –¿Cristina Kirchner?

    –Sí, ella. A través de Eduardo Valdés, el embajador del Vaticano. Él era amigo de mi viejo, se conocían del peronismo

    –¿Y para qué lo quería?

    –Qué sé yo… para llevarlo al museo de mi viejo, supongo.

    Carlos le decía “el museo de mi viejo” al Archivo Provincial de la Memoria, el espacio para la promoción de los derechos humanos y para recordar a las víctimas del terrorismo de Estado, montado en el edificio donde funcionó el D2.

    –Pero si querés te lo doy a vos. Donalo de manera anónima al museo. Tocá, lo tengo rebien cuidado.

    Lo extendió, abrió una manga sobre el respaldo del sillón.

    –Poneteló –le propuse.

    –¿Qué?

    –Sí, dale. Probateló.

    –A ver, mi amor, ayúdame.

    Se sacó el buzo, comenzó a meterse de a poco en el traje.

    Las mangas le ciñeron, el forro cedió, se rajó.

    –¡La concha de la lora, estoy más gordo que mi viejo! Me acuerdo que lo iba a ver a los desfiles y me parecía que estaba embarazado del panzón que tenía.

    Roxana tuvo que ayudarle a quitárselo.

    –La concha de la lora… Tomá –dijo–, llevateló, donalo de manera anónima.

    Esa noche volví a casa con el uniforme. Para que no estorbe, lo metí en el ropero que estaba en la habitación de Vicente. A su madre, mi pareja por entonces, le prometí que sería provisorio. 

    Cuando viajé a Córdoba, dos semanas después, llevé el uniforme al Archivo Provincial de la Memoria. Recuerdo que me recibió la directora y una investigadora que solía consultar como fuente. Recuerdo que conté cómo lo había conseguido, expliqué que estaba investigando sobre Telleldín y que, para eso, hablaba con su familia y con policías que lo habían conocido. Sentía que estaba haciendo un aporte; además del uniforme, tenía documentos y podía, creía yo, conseguir información importante. Recuerdo los gestos de las dos mujeres, las muecas de repugnancia que hacían a medida que avanzaba en mi explicación. Una me cortó en seco. “Acá recordamos a las víctimas, no es un museo de criminales”.

    Me sentí un estúpido. No supe qué decir. Cuando salí del edificio, con el uniforme en la mano, cuando pisé el empedrado del Pasaje Santa Catalina, me enfrenté a las miradas de las víctimas del D2, que me juzgaban desde las fotos en blanco y negro que hacen de memorial.

    Entre todas, distinguí la cara del subcomisario Ricardo Fermín Albareda.

    5. 

    La noche que murió, la noche del 25 de septiembre de 1979, Albareda salió a eso de las diez de la Dirección de Comunicaciones de la Policía de Córdoba y subió al Peugeot 404 blanco. Lo esperaban Susana Montoya, su esposa, y sus hijos Mónica, Fernando y Ricardo, de meses.

    Sofia Beran

    En el trayecto, dos autos lo cercaron. El “Chato” Calixto Flores y Hugo Britos, policías del D2, iban en uno. Raúl Pedro Telleldín y su lugarteniente, Américo Romano, en el otro. A punta de patadas, lo arrancaron del Peugeot y lo metieron a uno de los autos.

    Después, manejaron unos cuarenta minutos por una ruta de curvas y laderas hacia el norte de Córdoba, hasta llegar al Chalet de Hidráulica, uno de los centros clandestinos del D2, escondido en una península del lago San Roque, rodeada de agua, oculta entre una arboleda de pinos y eucaliptus.

    Albareda se había hecho policía a los 19 años, cuando salió de la escuela. Como su padre, como su abuelo, como sus hermanos. Vocación y mandato familiar, son cosas que a veces se confunden.

    Mientras ascendía, comenzó a estudiar ingeniería electrónica, en 1969. Así que para 1979, tenía una foja de servicio impecable y estudios avanzados. En una semana iba a cumplir 38 años y pronto asumiría como comisario, lo que le abría la oportunidad de quedar a cargo de la Dirección de Comunicaciones.

    Su oficina quedaba en la Casa de Gobierno. Por sus manos, durante 16 años, pasaron los télex del sistema de comunicación que llegaban desde la presidencia, también gran parte de la comunicación interna de la Policía.

    Albareda tenía también, desde 1970, una identidad secreta, clandestina. Era “Pablo”, en el aparato de contrainteligencia del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), el brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Desde su lugar, tuvo un rol clave en el trabajo de contrainteligencia del ERP, sobre todo para adelantarse a los procedimientos del D2. Por eso, desde que asumió, en 1975, Raúl Pedro Telleldín se obsesionó con el traidor que trabajaba desde las entrañas de la fuerza. Para octubre de 1976, ya no quedaba casi nada de la estructura del ERP. En enero de 1978 fueron secuestrados Ester Felipe y su marido Luis Mónaco, último contacto de Albareda con la estructura. Y hasta la noche del 25 de septiembre de 1979, estuvo solo, quizás esperando la caída.

    El fulgor plateado del lago y el monte oscuro hacia la ruta era todo lo que veía esa noche, desde la galería del Chalet de Hidráulica, el centinela Ramón Roque Calderón. Le decían Kung Fu y era guardia estable del chalet desde septiembre de 1976. Los faros de dos autos abrieron la negrura del campo y Calderón pudo ver a sus superiores avanzar hacia la casa: adelante Telleldín; detrás, un hombre alto, delgado, que daba pasos con letargo, como si estuviera herido o muy borracho. Los otros lo empujaban para que avanzara. Divisó que el hombre vestía uniforme de la Policía con insignias doradas de un superior; subcomisario o comisario.

    –¿Quién es el carteludo? –preguntó Calderón.

    –¡No pregunte! –lo cortó Telleldín.

    Con alambre, ataron a Albareda a una silla de madera. Los tobillos a las patas, los brazos detrás. Quizá escuchó las olas del lago azotándose contra algún acantilado. Quizás escuchó grillos anunciando el calor. O quizás la mente se le nubló con los primeros golpes y entonces fue el principio del fin.

    Calderón había oído gritar a cientos de torturados en los tres años que llevaba custodiando el Chalet de Hidráulica: era el llanto de los que no saben qué va a ser de su vida, como el que le escuchó clamar a Albareda esa noche, cuando comenzaron a torturarlo. Pero siempre, declaró Calderón en el juicio que se hizo en 2009, se quedó afuera. No quería ver. Esa noche no pudo.

    –Venga, Kung Fu, quiero que vea algo –lo llamó Telleldín–. Quiero que sepa qué pasa con los traidores.

    Una por una, Telleldín arrancó las insignias de los hombros de Albareda, hasta degradarlo por completo. Después pidió una botella de whisky y un botiquín. Cuando lo tuvo, sacó un bisturí, rajó el pantalón por la mitad, agarró los testículos de Albareda.

    –Si caminás, si tenés los pies en la tierra, es gracias al peso de las bolas –le dijo–. Pero ahora te las corto y te vas al cielo.

    Y con un golpe de bisturí lo capó.

    Para callar los alaridos del hombre, Telleldín metió la parte amputada en su boca y comenzó a coser los labios. Agarró la botella y tiró un chorro de whisky en la herida.

    Nadie decía nada en el semicírculo de ojos. “Era El Uno” explicó Calderón, “y El Uno te mataba”.

    Una hora más tarde, después de hacer fuego, después de comer un asado, Telleldín ordenó cargar el cuerpo de Albareda en el baúl de un auto, y se fueron.

    Foto de portada: Santiago Salguero

    La entrada Tengo el uniforme de un represor en el ropero se publicó primero en Revista Anfibia.

     

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