La intervención del PJ correntino produjo un desparramo que podría desembocar en un acuerdo entre el peronismo y Ricardo Colombi, para enfrentar al candidato que ponga Gustavo Valdés y el armado que surja de las conversaciones entre Carlos “Camau” Espínola, el Partido Liberal y los libertarios de Javier Milei, en los próximos comicios de la provincia de Corrientes.
Fuentes parlamentarias dijeron a LPO que, tras la normalización partidaria que se efectuó en marzo pasado, los dirigentes que se sintieron desplazados por la nueva conducción cristinista, sintetizada en la figura de Ana Almirón, empezaron a evaluar una confluencia con el “ricardismo”. Para eso, imaginan que el intendente de Paso de los Libres, Martín Ascúa, podría integrar la fórmula junto a Colombi como vicegobernador.
La estrategia ahuyentaría el temor de que el jefe municipal, que en 2021 obtuvo el 24 por ciento de los votos, quede por debajo esa marca y el peronismo quede cuarto, detrás del candidato que postule Javier Milei, si no pacta con Carlos Camau Espínola, el heredero que deje Valdés y el propio Colombi.
En rigor, el salto de dirigentes peronistas hacia el espacio del ex mandatario provincial que le entregó el poder a Valdés en 2017 no sería una novedad ni una anomalía. Colombi prevaleció en las urnas en 2001, después de la intervención provincial dispuesta por Fernando De la Rúa, y terminó armando una alianza electoral con el kirchnerismo en 2005, que terminó encumbrando como gobernador a su primo Arturo. Paradójicamente, el sello de la coalición se llamó Frente de Todos.
Los parientes se pelearon cuatro años después, sin retorno, y Ricardo retomaría las riendas del distrito, con férreo control del radicalismo hasta que Valdés lo desafió.
Ahora, Ascúa anhela acompañar a Colombi, pese a que en la Legislatura provincial advierten que el radical preferiría una mujer como número dos. De hecho, observan con atención el desempeño de la diputada nacional Nancy Sand, integrante del bloque de UP en el Congreso.
Cristina con Teresa García y José Ottavis
“El peronismo está muy mal. Va a haber peronistas en muchos frentes. Y muy probablemente, si se arman los libertarios con Camau por un lado y Valdés por el otro, haya muchos peronistas que vayan con Colombi”, explicó un senador que sigue de cerca los debates.
Como Corrientes no es una isla, la interna entre Cristina Kirchner y Axel Kicillof también dividió aguas en ese territorio. Los dirigentes corridos del partido hasta acusan a Almirón de esconder su pasado “liberal” y facturan el desorden a José Ottavis, el dirigente que la ex Presidenta habría designado para trabajar como tunelero para unir todas las terminales del PJ.
“La responsabilidad de ese armado la tiene Ottavis y yo no coincido mucho con que una persona que no es ni conoce Corrientes sea el armador”, se quejó un legislador provincial. Miembro fundador de La Cámpora, Ottavis se habría excusado por sus métodos ante un dirigente peronista alegando que si él no intervenía todos los peronistas terminan con Colombi: “Es una mezcla de coartada con profecía autocumplida”, deslizaron.
La responsabilidad de ese armado la tiene Ottavis y yo no coincido mucho con que una persona que no es ni conoce Corrientes sea el armador.
Al cierre de esta nota, Ottavis aún no había accedido a las consultas de LPO, mientras que el kirchnerismo y el massismo correntino, expresado por Germán Braillard Pocard, guardan cautela. Para los peronistas díscolos, “la intervención legalizó la nueva conducción pero no la legitimó ni logró sintetizar una estrategia”.
Bajo ese malestar, apuestan a un entendimiento con Colombi “a cambio de algunos lugares legislativos y acuerdos en algunos municipios de la provincia para ganar mayor cantidad de intendencias al menos y tener mejor escenario en 4 años”. El problema, reconocen en ese campamento, es que ese acuerdo lo debe definir Cristina.
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La historia de los aranceles aduaneros no es una mera cronología de tasas impuestas al comercio. Es la historia misma del capitalismo en acción: su expansión territorial, sus crisis, sus contradicciones internas. Desde el mercantilismo hasta la OMC, los aranceles han sido usados como armas de guerra económica, instrumentos de acumulación primitiva y mecanismos de sujeción neocolonial. Lejos de ser un tecnicismo económico, son una pieza clave en la disputa por la hegemonía global y el control de la fuerza productiva mundial.
Por Walter Onorato
El origen: el arancel como muro del Estado burgués en gestación
La primera forma organizada de arancel aduanero surgió en paralelo a la consolidación del Estado moderno y al ascenso de la burguesía mercantil. En el siglo XVI, con el avance del mercantilismo, los aranceles eran percibidos como una herramienta de protección de los productores locales frente a la competencia extranjera. Pero ese relato, que hoy se repite como mantra tecnocrático, omite lo esencial: su rol en la acumulación originaria del capital.
Como señala el historiador marxista Eric Hobsbawm, el Estado absolutista no solo permitió la expansión del comercio sino que la organizó con fines estratégicos. La protección aduanera, más que una defensa de la industria nacional, era una forma de concentrar recursos en manos de la incipiente clase burguesa, mediante el monopolio comercial y la represión del pequeño productor rural o artesanal.
La instalación de tarifas sobre bienes importados no era una cuestión de eficiencia económica sino de poder político. Los aranceles, en efecto, consolidaban la soberanía fiscal del Estado moderno pero al mismo tiempo fortalecían el orden social clasista que lo sustentaba: se castigaba el consumo de bienes extranjeros por parte de los sectores populares mientras se incentivaba su uso por las élites, que podían sortear las barreras mediante privilegios comerciales y exenciones fiscales.
Siglo XIX: del proteccionismo a la expansión imperialista
La expansión del capitalismo industrial en el siglo XIX consolidó la función ambivalente del arancel. Por un lado, en los países centrales como Inglaterra, se propiciaba el libre comercio —una vez consolidada su supremacía industrial— mientras se imponían tarifas draconianas en las colonias para evitar el desarrollo de industrias locales. La hipocresía liberal era brutal: los que predicaban el laissez-faire eran los mismos que habían protegido ferozmente su industria hasta consolidarla.
El ejemplo paradigmático es el Reino Unido, que tras la derogación de las Corn Laws en 1846 comenzó a exigir a sus colonias la apertura irrestricta de mercados, mientras que el propio despegue industrial británico se había cimentado sobre siglos de proteccionismo feroz. Así lo señala Ha-Joon Chang, economista y crítico del liberalismo, en Kicking Away the Ladder (2002): las potencias utilizan el proteccionismo para ascender y luego imponen el libre comercio como dogma para evitar que otros asciendan.
En América Latina, los aranceles fueron una fuente crucial de ingresos para los Estados nacionales durante el siglo XIX, cuando el aparato fiscal era débil y las elites terratenientes se resistían a pagar impuestos. Sin embargo, el uso del arancel como herramienta de desarrollo fue bloqueado sistemáticamente por el capital extranjero. Los tratados desiguales, las guerras de deuda y las invasiones directas —como la de México por Francia en 1862 o las intervenciones británicas en el Río de la Plata— respondían, en muchos casos, a la negativa de los países periféricos a abrir sus economías a los productos europeos.
Siglo XX: industrialización, Bretton Woods y neoliberalismo
Durante la primera mitad del siglo XX, en particular tras la Gran Depresión de 1929, el proteccionismo regresó como medida de defensa económica. La caída del comercio mundial llevó a Estados Unidos a aprobar la Smoot-Hawley Tariff Act en 1930, elevando aranceles a niveles históricos. Sin embargo, lejos de ser una solución, esto precipitó una guerra comercial global que profundizó la crisis.
Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, el orden económico de Bretton Woods buscó limitar el uso de aranceles mediante instituciones como el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), antecesor de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Pero este «libre comercio» era, en realidad, la imposición de reglas diseñadas por las potencias vencedoras, en especial EE. UU., para garantizar mercados a sus productos y flujos de capitales.
No obstante, durante los años del llamado «desarrollismo» en el Tercer Mundo —particularmente entre 1950 y 1975— muchos países aplicaron políticas de sustitución de importaciones, utilizando aranceles para proteger industrias incipientes. Argentina, Brasil, México, India y otros países buscaron romper la dependencia exportadora y construir autonomía económica. Sin embargo, estas políticas fueron asfixiadas sistemáticamente por la presión del FMI, la deuda externa y los golpes de Estado promovidos por las potencias imperiales.
Con la ofensiva neoliberal desde los años 80, los aranceles volvieron a reducirse dramáticamente. Bajo el paradigma del Consenso de Washington, el dogma del «libre comercio» volvió a imponerse como verdad incuestionable. Pero los países centrales continuaron protegiendo sectores clave —como la agricultura en EE. UU. o la siderurgia en Europa— mientras exigían apertura total a los países periféricos. El doble estándar se volvió regla.
Siglo XXI: guerra comercial, tecnología y neo-mercantilismo
La crisis de 2008 marcó un nuevo punto de inflexión. El discurso globalista comenzó a ser desafiado incluso desde las metrópolis. La guerra comercial entre Estados Unidos y China reveló que el arancel seguía siendo un arma fundamental de disputa geopolítica. La administración de Donald Trump elevó aranceles a productos chinos, apelando a la necesidad de «recuperar empleos industriales», mientras subsidiaba a sus propios productores.
Este retorno del proteccionismo no es una novedad, sino un retorno de lo reprimido: la contradicción estructural del capitalismo globalizado. Como señaló David Harvey en El nuevo imperialismo (2003), el capital necesita expandirse constantemente pero tropieza con sus propios límites, generando ciclos de crisis que solo pueden resolverse por medios violentos: guerras, endeudamiento forzado, destrucción creativa… o tarifas aduaneras.
En América Latina, mientras tanto, los gobiernos neoliberales —como el de Mauricio Macri en Argentina o Jair Bolsonaro en Brasil— redujeron los aranceles, destruyeron industrias locales y entregaron el mercado interno al capital transnacional. La consecuencia fue desempleo, desindustrialización y un retorno al modelo extractivista-exportador del siglo XIX.
El arancel no es técnico, es político
La historia de los aranceles aduaneros revela algo incómodo para las ortodoxias económicas: no hay política comercial neutral. Toda tarifa es una decisión política sobre quién gana y quién pierde, quién produce y quién consume, quién se desarrolla y quién queda sometido. Lejos de ser un resabio del pasado, los aranceles son hoy más relevantes que nunca como expresión de las tensiones del capitalismo global.
No se trata de defender o rechazar el proteccionismo en abstracto. Se trata de preguntarse: ¿proteccionismo para quién? ¿Para el pequeño productor o para el oligopolio local? ¿Para fortalecer el trabajo nacional o para garantizar rentas extraordinarias al empresariado prebendario? Lo que está en juego no es una tasa, sino un proyecto de país.
Fuentes académicas consultadas:
Hobsbawm, Eric. La era del capital: 1848–1875. Crítica, 1998.
Chang, Ha-Joon. Kicking Away the Ladder: Development Strategy in Historical Perspective. Anthem Press, 2002.
Harvey, David. El nuevo imperialismo. Akal, 2003.
Gallagher, Kevin P. «Understanding Developing Country Resistance to the Doha Round.» Review of International Political Economy, 2008.
Irwin, Douglas A. «The Smoot–Hawley Tariff: A Quantitative Assessment.» The Review of Economics and Statistics, 1998.
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