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EL HOMBRE ANGUSTIADO

Lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros reluce en momentos como este, mientras tanto ese comportamiento sustancial se refleja en los medios en la medida y forma en que les convenga, el rechazo o aceptación se expresa en las redes. A veces las generalidades son absurdas, y otras veces, también. El egoísmo y la generosidad conviven, y son contagiosas como el virus. Frente a una pandemia uno se expone, se desnuda. Y esta no es la excepción.

Para muchos el país se ve representado en la diaria de un supermercado. Están quienes soberbios arrasan góndolas con avaricia y egoísmo añorando en que si el virus los encuentra sea con el culo y la casa limpia. Están también quienes compran lo necesario, saludan amablemente y vuelven a sus casas con los productos en su ecobolsa. Y por supuesto, los ávidos que aprovechan la situación para hacer plata.

La especulación y la soberbia, son muy poco útiles en tiempo de crisis. Las miserias en la cola del supermercado, la falta de empatía con el prójimo, la desobediencia y el desapego a las normas (rasgo argento, no exclusivo) de los que pasean el virus de acá para allá, la bajeza de los que se aprovechan de la situación para llenarse los bolsillos, el fanatismo de quienes exigen a los dirigentes soluciones infalibles a una invasión viral que nos agarra, lógicamente, con los lompas por el piso (como al mundo entero) no son compatibles con el funcionamiento y desplazamiento dinámico de este tipo de enfermedades.

***

La salud pública Argentina se presenta ante esta situación álgida dentro de un dualismo, el ideario político/público y la realidad deteriorada. Contar con un sistema de Salud Pública gratuito para todxs los habitantes de nuestra tierra, es un orgullo para los argentinos. Pero a su vez no podemos evitar mencionar la precariedad del mismo y la precarización en la que ejercen sus profesionales.

Uno de los objetivos principales de las medidas que se tomaron en el país tiene que ver con evitar un pico en la curva de crecimiento de los contagios, que ese crecimiento en el gráfico se dibuje como una meseta, ya que si el alza es exacerbada el sistema de salud colapsaría y las condiciones para atender a los pacientes de COVID-19 se llenarían de obstáculos. Riesgoso. Contagios va a haber, tienen que ser los menos.  

Hoy el hospital público de Villa Regina Rio Negro, ciudad desde donde escribo, tiene cuatro camas en terapia y a lo sumo una decena de respiradores en toda la ciudad , una realidad que se replica en el área de salud de todas las ciudades del país. Quizás ese dato sirva para entender que es una situación compleja, peligrosa, que a su vez es dinámica; pero tampoco es apocalíptica. Tenemos precedentes inmediatos que nos ayudan en las lecturas, se están tomando decisiones con precaución y adelantadas a como se tomaron en Europa. Exagerado para los escépticos, y lento para los más radicales. Inconformismo con cara de payaso.

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La responsabilidad social requiere  principalmente aislamiento y distanciamiento social, pero también informarse a través de fuentes confiables, compartir esa información con otros, cumpliendo las normas y bregando por la salud de todos. Esto implica colaboración, imprescindible en las semanas que se avecinan.

En un país donde se maltrata a un científico, docente o médico y se celebra a un futbolista; no es recomendable escuchar con exceso a las nuevas figuras  periodísticas devenidas en panelistas ni a tuiteros irresponsables que comunican a cambio de likes con el objetivo que se conviertan en billetes. La magia de las redes.

Apagá la tv un rato, buscá información oficial en los portales de gobierno o de la OMS. Escuchá a los profesionales de la salud, no a comu­nicadores de paquetería. La ética periodística se difuminó a la par de la llegada de las redes sociales y las nuevas tecnologías, hasta ese entonces la lucha en las trincheras editoriales era más equilibrada. Fakenews y viralización infantilizada, son un combo explosivo.

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Nos adentramos en una especie de ficción, como si estuviésemos dentro de la novela The Mist de Stephen King al acecho de monstruos que no podemos ver. De un enemigo invisible, imperceptible. Que algunos le ponen cara de chino y otros de gringo; cada uno con su paranoia conspirativa.

De pronto vemos que gobernar es una enorme responsabilidad. Por eso no es tiempo de  politizar, no todo tiene que ser siempre politiquería barata y oportunista. Colaboremos siendo conscientes de que la ciencia es volátil y que la adversidad nos pone a prueba; desde las ideologías, la sapiencia, las relaciones. Seamos solidarios y sensatos.

Esta gran pandemia de la era global, es una situación inédita que va a producir (ya empezó) una gran recesión económica que por supuesto nos trasciende y a la vez nos rasga transversalmente. Pero hay algo claro, taxativo, esta nueva crisis no la pueden volver a pagar los mismos de siempre. Debería servir la pandemia para frenar esta carrera de multimillonarios intocables que lideran el asedio constante de los ecosistemas naturales con consecuencias que van a ser muy difíciles de revertir.

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El hombre angustiado, es un cuadro del que se desconoce el autor pero se conoce su historia. Quien lo realizó usó su sangre para pintarlo y una vez que lo terminó se suicidió. El artista sabía durante el proceso de su obra que al finalizar iba a morir. Dicen los dueños que el cuadro se queja por las noches, grita y rasga desesperadamente la tela de la pintura. El hombre angustiado quiere volver el tiempo atrás, no retratarse en ese cuadro, recuperar lo perdido… y ya no puede.

Enlace directo a la web de la Organización Mundial de la Salud

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Portada: The anguished man

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  • ¿Por qué funciona el discurso anticomunista?

     

    En la campaña electoral de 2023, los gritos vehementes de Javier Milei denunciando el “zurdaje comunista” generaron incredulidad y hasta risas. ¿A quién le hablaba?, ¿a quién convocaba con ese discurso antiguo? pensamos muchos. Un asombro similar produjeron las declaraciones de Donald Trump, que en 2019 denunció el “Green New Deal” (la propuesta de un nuevo acuerdo ecologista) como “un Caballo de Troya para el socialismo en Estados Unidos”. Más lejano aun pudo parecer el lema “Comunismo o libertad” usado en la campaña electoral de 2021 por Isabel Díaz Ayuso, la actual Presidenta de la Comunidad de Madrid. Y desde luego, está el caso de Jair Bolsonaro, uno de los pioneros en reavivar la tradición anticomunista. Hasta hace poco tiempo, en su dispersión y heterogeneidad estas menciones podían parecer trasnochadas o anacrónicas, dada la desaparición del horizonte del comunismo soviético. Sin embargo, esos candidatos han llegado al poder. Entonces: ¿trasnochados ellos o ingenuos nosotros?

    Estos líderes forman parte de una lista más larga de quienes, con mayor o menor vehemencia, reclaman contra la conspiración comunista, socialista o colectivista que aqueja al mundo. De la ecología a las políticas de género, de los impuestos al cuidado humanitario de inmigrantes, o la educación sexual, hoy muchas de las causas y valores de la renovación de la cultura democrática de las últimas décadas han sido tachados de comunistas, como un avance totalitario y opresor. En el caso de los sectores ultraliberales, la educación y la salud públicas –y todas las políticas redistributivas o progresivas– son consideradas nuevas formas de comunismo. Así, la gran familia de las nuevas derechas parece estar viviendo otra vez la Guerra Fría, más cerca del delirio paranoide que de algún enfrentamiento real con opciones anticapitalistas.

    ¿Anacrónico?

    El primer dato a considerar es que el anticomunismo de estos líderes no es una novedad; tiene una larga historia de persecución política y pensamiento conspirativo que atraviesa todo el siglo XX de Occidente y que se remonta incluso a décadas anteriores a la Guerra Fría, al menos hasta la Revolución Rusa de 1917. Lo mismo sucede con la historia de estas derechas: la novedad que representan tiene profundas raíces en la historia del conservadurismo y el nacionalismo de cada país y a escala global (1). Por tanto, el anticomunismo es tan antiguo como la historia de las derechas que hoy tratamos de entender. Pero esto no significa que el fenómeno actual sea la mera continuidad de ese pasado o que pueda pensarse como la simple reverberación del fascismo de entreguerras. Hay en las derechas radicales una novedad indiscutible en la manera en que disputan sus intereses bajo el juego político de la democracia liberal, al mismo tiempo que la socavan por dentro, tal como han señalado agudos observadores (2). ¿Cuál es la novedad de su anticomunismo? ¿Por qué y para qué movilizar imaginarios en apariencia old fashioned, especialmente para las jóvenes generaciones a las que se dirigen?

    Se suele decir que el anticomunismo es un discurso anacrónico, en un mundo donde, desde la caída del Muro de Berlín (1989) y la disolución de la Unión Soviética (1991) el comunismo no existe más como opción política. Por esa razón, el componente antimarxista de las nuevas derechas suele ser relegado como un dato más de una retórica florida. Esta perspectiva tiende a descartar el problema, considerando como una mera estrategia discursiva al elemento ideológico que organizó buena parte del conflicto político del siglo XX. La dificultad reside en entender “comunismo” en términos geopolíticos literales, como si solo se refiriese al mundo soviético, a los partidos comunistas en Occidente o a la defensa de un modelo anticapitalista. Y tal vez ese no sea el ángulo más productivo para pensar el problema. La pregunta es, más bien, otra: ¿qué están diciendo cuando dicen “comunismo”, y qué potencial político tiene hoy volver a movilizar este término?

    Feminismo, género, diversidades sexuales, raciales o religiosas, educación sexual, cambio climático, migraciones, islamismo, redistribución del ingreso, protección de las minorías y de los sectores sociales más vulnerables… La lista de ideas, proyectos o sujetos tachados de “marxismo cultural” o “socialismo” –según las declinaciones de cada profeta– muestran, de una punta a la otra del mapa global, que “comunismo” designa hoy los valores del llamado mundo “progresista” de las últimas décadas (“woke”, en su versión despectiva). En otros términos, el anticomunismo es una declinación a la antigua del actual antiprogresismo, con la diferencia de que hoy la disputa se produce dentro del capitalismo y con variaciones muy relativas. Sin embargo, en esas variaciones relativas, que parecen marginales dentro del capitalismo, se juega la vida de millones de personas. Al apelar a la potencia simbólica del término “marxista” o “comunista”, los líderes de derecha buscan recuperar la fuerza mayor de ese combate en el Occidente liberal (de todas maneras, la evocación no es igual en todos, y de hecho algunos líderes, como Marine Le Pen o Giorgia Meloni, no recurren tanto a la batería discursiva anticomunista). En cualquier caso, todos defienden el mismo sentido antiprogresista que los vehementes antimarxistas Santiago Abascal o Javier Milei.

     

    Antiprogresismo

    El segundo dato clave –ya muy conocido– es que el antiprogresismo es hoy el centro de la batalla cultural de las nuevas derechas globales, que en cada país adquiere sus propios contornos –antiperonista y ultraliberal en Argentina, islamobófico y antimigratorio en Europa o Estados Unidos–. Esa guerra cultural de la “internacional reaccionaria” parte del supuesto de que la izquierda, a pesar de su fracaso en la construcción del socialismo, se impuso en el terreno cultural. La verdadera lucha debería apuntar, para las fuerzas conservadoras, a la hegemonía del progresismo que destruye la sociedad occidental con su pensamiento “políticamente correcto” (3). Por eso mismo, se presentan como la rebelión contra un sistema que suponen conquistado y dominado por el progresismo y la izquierda. Por muy anacrónico que parezca, el anticomunismo es coherente y está en el corazón del proyecto ideológico de las nuevas derechas.

    El anticomunismo propone respuestas fáciles en un mundo atravesado por miedos, incertidumbres y sentimientos de disolución social.

    Una mención aparte merece el combate contra el feminismo y la “ideología de género”, combate que va más allá de sus élites dirigentes. ¿Por qué el feminismo y la diversidad sexual están en el centro de la disputa y de la denuncia anticomunista sobre el “marxismo cultural”? En la actual configuración de las democracias liberales, pocas cosas –o casi ninguna– representan una amenaza real al orden social. Sin embargo, el feminismo, en su impugnación antipatriarcal (que incluye el cuestionamiento del orden heterosexual como norma), conserva un poder subversivo y antisistema que no tiene ningún otro factor del progresismo actual (independientemente de las corrientes dentro del feminismo). Así, estas derechas, que se proclaman antisistema, luchan en realidad por la preservación de un orden social blanco, masculino y colonial que sienten socavado. Tal como lo hacía el anticomunismo del pasado, que veía el orden occidental en peligro e imaginaba conspiraciones paranoicas de la Casa Blanca a la Casa Rosada, de los hippies a las guerrillas, de las minifaldas al peronismo. Es aquí, en la lucha por la preservación del sistema, donde la impugnación de “marxista” o “comunista” aplicada al feminismo encuentra todas sus resonancias pasadas.

    Si bien la batalla cultural antiprogresista unifica a las nuevas derechas radicales, sus diferencias no son menores, especialmente en cuestiones como la economía y el nacionalismo. Estas variaciones indican, también, que el florecimiento de fuerzas radicales de derecha debe ser explicado en función de procesos y tradiciones locales –y no meramente como una “ola global”–. Es aquí donde el anticomunismo de Milei adquiere su rasgo distintivo: no se trata de la impugnación de las agendas culturales del progresismo biempensante, sino de la destrucción de todo resabio de políticas orientadas a las grandes mayorías sociales entendidas como formas de estatismo y colectivismo. Se trata de la gestión desnuda en favor de los intereses del tecno-capitalismo concentrado internacional. Con ello, el neoliberalismo argentino –en la versión iracunda de Milei– retoma una larga tradición de nuestras derechas. Basta con evocar la última dictadura para constatar que las derechas fueron tan anticomunistas como neoliberales y autoritarias, y que su principal oponente fueron las políticas estatistas, keynesianas y redistributivas, en general asociadas al peronismo y al kirchnerismo. Desde luego, esto parece dejar a Milei lejos del proteccionismo de Trump, pero muy cerca de la defensa compartida del tecno-capitalismo. En todo caso, el anticomunismo neoliberal de Milei se alinea cómodamente con el de Bolsonaro o José Kast.

    Dentro de estas variaciones nacionales, algunos argumentos de orden geopolítico explican los tópicos anticomunistas de manera más concreta, sin los efectos anacrónicos que parecen tener en boca de líderes como Milei. El caso más claro es Trump y su batalla por la supervivencia del poder imperial estadounidense frente a China. Ello le permite, sin excesivos retorcimientos históricos, identificar su enemigo en el “comunismo oriental”. De la misma manera, su electorado de origen latino vota entusiasta la condena a la “troika de la tiranía”, tal como la llamó su Consejero de Seguridad Nacional en 2018, John Bolton, a los gobiernos de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Por la misma razón estratégica pero en sentido inverso, en Hungría Viktor Orban dejó de lado su discurso anticomunista –que asociaba la Rusia de hoy con la Unión Soviética– para pasar a una cercanía más pragmática con Vladimir Putin.

    Significante vacío

    Volvamos a nuestras preguntas de partida: ¿por qué y para qué movilizar el imaginario anticomunista? Si, una vez más, dejamos de pensar el comunismo en términos literales, surge un último elemento clave: el potencial político-simbólico del discurso anticomunista en su larga historia. Con mayor o menor pregnancia según los países, “comunista” ha funcionado también como un potente significante vacío negativo, capaz de ser llenado con los más diversos contenidos y sujetos, como un otro absoluto, peligroso y amenazante. Tanto es así que Alice Weidel, la dirigente de la extrema derecha de Alternativa para Alemania (AfD), puede permitirse decir que Adolf Hitler era un “comunista”.

    La noción de significante vacío es particularmente útil para entender el peso del anticomunismo en Argentina, donde –salvo algunos momentos– no ha habido fuerzas de izquierda importantes, a diferencia de países como Brasil o Chile, donde el comunismo evoca miedos históricos bien reales. En Argentina “comunista” es, entonces, un sentido a ser llenado, que sirve para polarizar y designar un otro peligroso que pone en riesgo “nuestro” orden social y moral, nuestra comunidad. Es, por ello, un enemigo absoluto que debe ser eliminado (4). En la historia argentina, la denuncia del “peligro rojo” ha servido para generar miedos sociales y justificar la persecución de trabajadores, partidos de izquierda, peronistas y antiperonistas, mujeres, jóvenes, gays o artistas “transgresores”, cuyas prácticas, ideas o deseos parecían hacer tambalear el orden occidental y cristiano. Movilizado con fines instrumentales o con auténtica convicción ideológica, “comunista” o “marxista” ha funcionado en boca de las derechas como designación automática de un culpable de todos los males. Así, el anticomunismo finalmente propone certezas y respuestas fáciles en un mundo atravesado por miedos, incertidumbres y sentimientos de disolución social y amenaza sobre la comunidad de pertenencia. Esta potencia simbólica es la que sigue funcionando en el apelativo “comunista” aplicado en el presente. Por eso mismo, la pandemia de Covid –epítome máximo de la disolución final por venir– fue también un momento de renacimiento del anticomunismo.

    Es entonces este gran poder performativo de la acusación de “comunista”, tan sedimentado históricamente en el mundo occidental, lo que permite que las nuevas derechas –herederas al fin y al cabo de largas tradiciones conservadoras– sigan utilizando el término para arremeter en su batalla cultural. Sin duda, la movilización antiprogresista ha logrado dar una nueva vida al “miedo rojo” para las generaciones desencantadas de nuestro tiempo.

    1. Para el caso argentino, véase: Sergio Morresi y Martín Vicente, “Rayos en un cielo encapotado: la nueva derecha como una constante irregular en Argentina”, en Pablo Semán (coord.), Está entre nosotros, Buenos Aires, Siglo XXI, 2023.
    2. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, Barcelona, Ariel, 2018; Steven Forti, Democracias en extinción, Barcelona, Akal, 2024.
    3. Pablo Stefanoni, “Las mil mesetas de la reacción: mutaciones de las extremas derechas y guerras culturales del siglo XXI”, en J. A. Sanahuja y Pablo Stefanoni (eds.), Extremas derechas y democracia: perspectivas iberoamericanas, Madrid, Fundación Carolina, 2023.
    4. Ernesto Bohoslavsky y Marina Franco, Fantasmas rojos. El anticomunismo en la Argentina del siglo XX, UNSAM, 2024.

     

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