En el día de ayer el Presidente Mauricio Macri dio inicio a la apertura de sesiones ordinarias en el Congreso de la Nación. El discurso duró poco más de 45 minutos y de raíz intentó conectar con el pueblo, primero homenajeó a los tripulantes del ARA-SAN JUAN (el mejor homenaje a esta altura es encontrarlos). Segundo agradeció a la sociedad el esfuerzo y acompañamiento. Un disparo empático, con cartuchos de fogueo.
Tras la intención de vincularse con la gente coqueteó con causas feministas, siendo esta la estrategia del golpe inicial. Luego sumó las áreas típicas de política: turismo, tecnología, medio ambiente, seguridad, salud, educación y trabajo. El discurso siguió una lógica razonable. Lo sobresaliente dentro esta linealidad fue que puso el foco sobre temas que en el colectivo social, la corriente política de cambiemos nunca haría. En contrariedad, se presupone que a estos temas los pongan sobre la mesa partidos de corrientes progresistas. Que por cierto, en su debido momento no lo hicieron.
Es tiempo de romper las estructuras que exigen que una política se sostiene solo en determinada corriente, y atender directamente las demandas de la ciudadanía en convergencia con la agenda política mundial, obviando cualquier bandería política y las historias que las articulan.
Una mujer no puede ganar menos que un hombre por el mismo el trabajo, soltó el presidente y también se animó a escupir la palabra más candente de la actualidad de los medios, ABORTO. Proponiendo, así sea por conveniencia política o convicción ideológica, el debate en el Congreso. Hacerle frente a la iglesia nunca fue políticamente correcto en este país. Sin embargo Macri redobló la apuesta, también hizo hincapié en la educación sexual, salud reproductiva y métodos anticonceptivos; estos son los ítems educativos que propuso para darle a los jóvenes la posibilidad de elegir lo que quieren para sus vidas.
Pero no todo fue manejar sobre el incómodo ripio, enseguida se acomodó en el carril derecho de la autovía. En cuanto a seguridad se refiere, puso el centro de atención en la víctima del delito y pregonó el respeto por las fuerzas de seguridad y su admiración por quienes “nos cuidan todos los días”. Remarcó cierta tensión entre democracia y seguridad, en un mensaje para los organismos de derechos humanos que visualizan al delincuente como una víctima social. El presidente no habló de soluciones profundas que socaven las injusticias sociales que reinan en el país sino que llamó a penar los delitos cometidos en una misiva directa para los jueces.
Sobre el final retomó el inicio. Se animó a largar los papeles. Matizó los tonos, frunció el ceño y gesticuló con el fin de llegarle a la ciudadanía. Pero un buen cierre de discurso surge de la fluidez retórica intempestiva de un orador que se siente cómodo en esos términos, y no es éste el caso del presidente. Sin embargo, Macri disfrazó su apatía natural con un discurso recto, comprensible y seguido al pie de la letra. La linealidad y la obediencia a los asesores, son virtudes de quien conocen sus carencias.
ESTADO
Pregonó un Estado moderno y transparente al servicio de la gente. Elevando el estándar ético de sus funcionarios. Mencionó como logro el haber avanzado más de veinte puestos en el Índice de Transparencia Mundial y los más de trescientos nuevos trámites que se realizan mediante internet.
SALUD
La malnutrición y la obesidad infantil fueron las aristas en materia de salud. Ambas deficiencias alimenticias tienen directa incidencia en el desarrollo evolutivo y el aprendizaje de los chicos en las etapas formativas iniciales. El 40% de los niños en Argentina sufren de malnutrición. La malnutrición es un conjunto de excesos o escasez en el programa alimenticio de los niños.
TURISMO
Al turismo lo catapultó a “Causa compartida para todos” y llamó a recuperar la “cultura del servicio”, para sacar el máximo provecho a un recurso argentino magnífico todavía no explotado en su totalidad.
DISCURSO COMPLETO: APERTURA DE LAS SESIONES ORDINARIAS
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La historia de los aranceles aduaneros no es una mera cronología de tasas impuestas al comercio. Es la historia misma del capitalismo en acción: su expansión territorial, sus crisis, sus contradicciones internas. Desde el mercantilismo hasta la OMC, los aranceles han sido usados como armas de guerra económica, instrumentos de acumulación primitiva y mecanismos de sujeción neocolonial. Lejos de ser un tecnicismo económico, son una pieza clave en la disputa por la hegemonía global y el control de la fuerza productiva mundial.
Por Walter Onorato
El origen: el arancel como muro del Estado burgués en gestación
La primera forma organizada de arancel aduanero surgió en paralelo a la consolidación del Estado moderno y al ascenso de la burguesía mercantil. En el siglo XVI, con el avance del mercantilismo, los aranceles eran percibidos como una herramienta de protección de los productores locales frente a la competencia extranjera. Pero ese relato, que hoy se repite como mantra tecnocrático, omite lo esencial: su rol en la acumulación originaria del capital.
Como señala el historiador marxista Eric Hobsbawm, el Estado absolutista no solo permitió la expansión del comercio sino que la organizó con fines estratégicos. La protección aduanera, más que una defensa de la industria nacional, era una forma de concentrar recursos en manos de la incipiente clase burguesa, mediante el monopolio comercial y la represión del pequeño productor rural o artesanal.
La instalación de tarifas sobre bienes importados no era una cuestión de eficiencia económica sino de poder político. Los aranceles, en efecto, consolidaban la soberanía fiscal del Estado moderno pero al mismo tiempo fortalecían el orden social clasista que lo sustentaba: se castigaba el consumo de bienes extranjeros por parte de los sectores populares mientras se incentivaba su uso por las élites, que podían sortear las barreras mediante privilegios comerciales y exenciones fiscales.
Siglo XIX: del proteccionismo a la expansión imperialista
La expansión del capitalismo industrial en el siglo XIX consolidó la función ambivalente del arancel. Por un lado, en los países centrales como Inglaterra, se propiciaba el libre comercio —una vez consolidada su supremacía industrial— mientras se imponían tarifas draconianas en las colonias para evitar el desarrollo de industrias locales. La hipocresía liberal era brutal: los que predicaban el laissez-faire eran los mismos que habían protegido ferozmente su industria hasta consolidarla.
El ejemplo paradigmático es el Reino Unido, que tras la derogación de las Corn Laws en 1846 comenzó a exigir a sus colonias la apertura irrestricta de mercados, mientras que el propio despegue industrial británico se había cimentado sobre siglos de proteccionismo feroz. Así lo señala Ha-Joon Chang, economista y crítico del liberalismo, en Kicking Away the Ladder (2002): las potencias utilizan el proteccionismo para ascender y luego imponen el libre comercio como dogma para evitar que otros asciendan.
En América Latina, los aranceles fueron una fuente crucial de ingresos para los Estados nacionales durante el siglo XIX, cuando el aparato fiscal era débil y las elites terratenientes se resistían a pagar impuestos. Sin embargo, el uso del arancel como herramienta de desarrollo fue bloqueado sistemáticamente por el capital extranjero. Los tratados desiguales, las guerras de deuda y las invasiones directas —como la de México por Francia en 1862 o las intervenciones británicas en el Río de la Plata— respondían, en muchos casos, a la negativa de los países periféricos a abrir sus economías a los productos europeos.
Siglo XX: industrialización, Bretton Woods y neoliberalismo
Durante la primera mitad del siglo XX, en particular tras la Gran Depresión de 1929, el proteccionismo regresó como medida de defensa económica. La caída del comercio mundial llevó a Estados Unidos a aprobar la Smoot-Hawley Tariff Act en 1930, elevando aranceles a niveles históricos. Sin embargo, lejos de ser una solución, esto precipitó una guerra comercial global que profundizó la crisis.
Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, el orden económico de Bretton Woods buscó limitar el uso de aranceles mediante instituciones como el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), antecesor de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Pero este «libre comercio» era, en realidad, la imposición de reglas diseñadas por las potencias vencedoras, en especial EE. UU., para garantizar mercados a sus productos y flujos de capitales.
No obstante, durante los años del llamado «desarrollismo» en el Tercer Mundo —particularmente entre 1950 y 1975— muchos países aplicaron políticas de sustitución de importaciones, utilizando aranceles para proteger industrias incipientes. Argentina, Brasil, México, India y otros países buscaron romper la dependencia exportadora y construir autonomía económica. Sin embargo, estas políticas fueron asfixiadas sistemáticamente por la presión del FMI, la deuda externa y los golpes de Estado promovidos por las potencias imperiales.
Con la ofensiva neoliberal desde los años 80, los aranceles volvieron a reducirse dramáticamente. Bajo el paradigma del Consenso de Washington, el dogma del «libre comercio» volvió a imponerse como verdad incuestionable. Pero los países centrales continuaron protegiendo sectores clave —como la agricultura en EE. UU. o la siderurgia en Europa— mientras exigían apertura total a los países periféricos. El doble estándar se volvió regla.
Siglo XXI: guerra comercial, tecnología y neo-mercantilismo
La crisis de 2008 marcó un nuevo punto de inflexión. El discurso globalista comenzó a ser desafiado incluso desde las metrópolis. La guerra comercial entre Estados Unidos y China reveló que el arancel seguía siendo un arma fundamental de disputa geopolítica. La administración de Donald Trump elevó aranceles a productos chinos, apelando a la necesidad de «recuperar empleos industriales», mientras subsidiaba a sus propios productores.
Este retorno del proteccionismo no es una novedad, sino un retorno de lo reprimido: la contradicción estructural del capitalismo globalizado. Como señaló David Harvey en El nuevo imperialismo (2003), el capital necesita expandirse constantemente pero tropieza con sus propios límites, generando ciclos de crisis que solo pueden resolverse por medios violentos: guerras, endeudamiento forzado, destrucción creativa… o tarifas aduaneras.
En América Latina, mientras tanto, los gobiernos neoliberales —como el de Mauricio Macri en Argentina o Jair Bolsonaro en Brasil— redujeron los aranceles, destruyeron industrias locales y entregaron el mercado interno al capital transnacional. La consecuencia fue desempleo, desindustrialización y un retorno al modelo extractivista-exportador del siglo XIX.
El arancel no es técnico, es político
La historia de los aranceles aduaneros revela algo incómodo para las ortodoxias económicas: no hay política comercial neutral. Toda tarifa es una decisión política sobre quién gana y quién pierde, quién produce y quién consume, quién se desarrolla y quién queda sometido. Lejos de ser un resabio del pasado, los aranceles son hoy más relevantes que nunca como expresión de las tensiones del capitalismo global.
No se trata de defender o rechazar el proteccionismo en abstracto. Se trata de preguntarse: ¿proteccionismo para quién? ¿Para el pequeño productor o para el oligopolio local? ¿Para fortalecer el trabajo nacional o para garantizar rentas extraordinarias al empresariado prebendario? Lo que está en juego no es una tasa, sino un proyecto de país.
Fuentes académicas consultadas:
Hobsbawm, Eric. La era del capital: 1848–1875. Crítica, 1998.
Chang, Ha-Joon. Kicking Away the Ladder: Development Strategy in Historical Perspective. Anthem Press, 2002.
Harvey, David. El nuevo imperialismo. Akal, 2003.
Gallagher, Kevin P. «Understanding Developing Country Resistance to the Doha Round.» Review of International Political Economy, 2008.
Irwin, Douglas A. «The Smoot–Hawley Tariff: A Quantitative Assessment.» The Review of Economics and Statistics, 1998.
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