Mariel Fernández firmó un convenio con la decana de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires (FAUBA), Adriana Rodríguez, con el objetivo de profundizar el desarrollo agroalimentario y las actividades de formación en soberanía alimentaria, ecología y paisajismo en Moreno.
La casa de altos estudios extenderá una Diplomatura en Soberanía Alimentaria para la formación y capacitación en agroecología, aspectos nutricionales y de las cadenas de producción y distribución de alimentos.
Asimismo, dicha diplomatura permitirá impulsar actividades en ciencia y tecnología, ensayos, investigaciones, talleres y cursos relacionados a la actividad y al valor nutricional de los alimentos.
La capacitación está destinada a productores agropecuarios locales y huerteras comunitarias. Posteriormente se extenderá a toda la comunidad sin necesidad de poseer título secundario.
La diplomatura permitirá impulsar actividades en ciencia y tecnología, ensayos, investigaciones, talleres y cursos relacionados a la actividad y al valor nutricional de los alimentos.
Esta propuesta formativa de política pública, impulsada desde el Gobierno local, reafirma y fortalece la importancia de la producción de alimentos sanos y nutritivos.
Estuvieron también presentes en la firma del convenio, Joaquín Pérez Martín, subsecretario de Relaciones Institucionales de FAUBA; Santiago Burrone, administrador del Instituto Municipal de Desarrollo Económico Local (IMDEL) y Emmanuel Fernández, presidente del Honorable Concejo Deliberante.
Se conoció la decisión del fiscal municipal Juan Carlos Giménez de solicitar el beneficio previsional, por lo que a su vez solicitó licencia con goce sueldo hasta que el trámite se apruebe en ANSES. La nota fue elevada al Intendente Municipal el día 3 de marzo y aceptada el 15 del mismo mes. Más de…
Esta historia comienza con dos amigas y un astrólogo en septiembre de 1985. Diana Wassner, de 25 años, estaba de visita en Buenos Aires por primera vez desde que en 1976 se había exiliado, primero a Israel, después a México. Una tarde, junto a su amiga Claudia, decidieron ir a lo de un astrólogo para que les interpretara la carta natal. Apenas entraron al departamento del barrio de Colegiales, un hombre rubio y jovencito le pidió a Diana que le indicara el día y la hora exacta de su nacimiento. Colocó unas hojas sobre la mesa y comenzó. “Cuatro hijos, todos varones y dos matrimonios”. Sí, eso lo veía clarísimo si se analizaba la posición del sol, la luna y los planetas al momento de su nacimiento. Pero había otras dos cosas que no eran del todo comprensibles. El astrólogo vio una escalera. ¿Era algo metafórico como la escalera bíblica de Jacob que conectaba el cielo con la tierra? ¿O se trataba literalmente de una escalera? Ninguno de los tres podía saberlo en ese momento. Sin embargo, lo que más la inquietó a Diana fue la visión final: “Vos vas a ser famosa”. Ella sonrió. Su sueño era ser escritora. Pero el hombre fue tajante: “No vas a escribir libros. Vos vas a salir en la televisión, en los diarios, en la radio. Es por otra cosa”.
De las cuatro predicciones que las amigas oyeron esa tarde de 1985, ocho años y diez meses antes de que explotara la bomba en la AMIA, tres se cumplieron. Aunque no, aún no había manera de saberlo.
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La primera vez que entraron al departamento dijeron “es este”. Tiene sentido. En el primer piso ubicado entre dos médanos, en una localidad turística de la costa atlántica, la luz natural encandila. Uno de los ventanales del living da al mar y eso es lo que enamoró a Diana Wassner y a su segundo marido, Enrique Burbinski, cuando, hace un año y medio, alquilaron este departamento al que viajan seguido desde Capital Federal, donde residen. En el balneario se instalaron todo el verano del 2024 y no se movieron de ahí, con la excepción del viaje de emergencia que Diana tuvo que hacer a México los primeros días de febrero por la muerte de su padre, a los 96 años. El departamento es refugio de familia y amigos. Como Claudia, la amiga con la que fue al astrólogo, y que ahora está sentada en el sillón con un vestidito fresco, floreado y una computadora Mac sobre sus piernas cruzadas. Son casi las dos de la tarde del jueves 22 de febrero de 2024, la mesa está servida para cuatro. Diana tiene una musculosa deportiva rosa fluorescente, un short negro, sandalias con velcro, anteojos oscuros, un rodete en el pelo. Es curioso verla así, liviana, con ropa de verano. Ella aparece en los diarios, en la radio, en la televisión, tal como vaticinó el astrólogo, cada 18 de julio, abrigada, porque es pleno invierno cuando se conmemora el aniversario del atentado a la AMIA.
Diana perdió a su primer marido, Andrés Malamud, el arquitecto que llevaba adelante las reformas en el edificio ubicado en Pasteur 633. Desde 1994, ininterrumpidamente, Diana es la oradora principal del acto y una de las referentas de Memoria Activa, el colectivo que se conformó por fuera de las instituciones judías para reclamar justicia. En cada aniversario, los actos de Memoria Activa frente a los Tribunales son un ritual necesario que se repite de manera performática, una y otra vez. No importa si es 1998, 2005 o 2019. En un escenario montado ad hoc, con un micrófono de pie y un cartel en el que se leen los años que pasaron desde el atentado, alguien toca el Shofar, el cuerno milenario, y luego se leen los nombres de las 85 víctimas al grito seguido de “presente”. Un invitado que puede ser un periodista, un abogado, un intelectual, un artista, un rabino, pronuncia un discurso. Por los altoparlantes suena la canción “La memoria”, de León Gieco. Y finalmente habla Diana. Con su vozarrón inconfundible, áspero, punzante, dice: Llevo 25 años parada en el mismo lugar, o dice: En este mismo lugar, a esta misma, hora hace 24 años todo era horror, o dice: Hoy, como cada 18 de julio hace 29 años, nos volvemos a encontrar en el frío de la plaza Lavalle. No importa si es 1999, 2007 o 2018, Diana repite palabras como justicia, olvido, memoria, impunidad, Estado ausente, encubrimiento, resistencia, lucha, desesperanza, incredulidad. Pronuncia nombres como Menem, Beraja, Galeano, Canicoba Corral, Mullen y Barbaccia, Telleldín, Ribelli, Nisman, Anzorreguy. Cuando termina el acto, algunos medios de comunicación la entrevistan. No importa si es 1995, 2004 o 2013, ella declara: Es muy doloroso saber que tenemos en nuestras casas una silla vacía o un año más, es increíble que estemos acá, pero seguimos en la lucha. Todo se repite como en un ritual necesario, una y otra vez.
Ahora, en este refugio de la costa, el acto por los 30 años de la AMIA queda lejano. El frío también queda lejano y lo que hay que disfrutar son las tartas con ensaladas que Enrique y Diana apoyan sobre la mesa en este día cálido, soleado. En el almuerzo se habla de series y películas, de los beneficios de ir a un club, de cómo se llevan los tres hijos de Enrique con las dos hijas de Diana y las cinco nietas que ahora comparten. Se planifica la tarde: Diana irá a una clase de pilates, a tomar mate a la playa con Claudia, a comprar pollo para la cena. Apenas unos minutos después de almorzar, mientras toma un café negro con edulcorante que Enrique lleva al balcón en una bandeja, ante un silencio atronador que solo interrumpen algunos pájaros, Diana, con la voz un poco más pulida porque hace siete años dejó de fumar, dice:
—A mí me encanta la playa, es mi lugar en el mundo. Con Andrés decíamos que cuando fuéramos viejitos íbamos a vivir frente al mar.
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El 18 de julio de 1994 a las 9:53 Diana estaba impaciente esperando a que viniera Sara, la empleada que cuidaba a sus hijas para que ella pudiera irse a trabajar. Desde 1987 tenía un cargo en un sector administrativo del Conicet. Esa mañana, Andrés salió temprano a trabajar y le dio un beso a su mujer que aún dormía. Ese era el pacto que tenían, aunque ella estuviera dormida, él estaba obligado a darle un beso. Ese lunes comenzaba la segunda semana de las vacaciones de invierno, entonces Débora, de 5 años, y Astrid, de 2, también dormían porque no había clases. A las 9:53 Diana escuchó una explosión. El estruendo fue tan fuerte que salió al balcón que daba al pulmón del edificio. Creyó que había ocurrido algo dentro de su propia vivienda. No vio nada, cerró la ventana y volvió a su estado de impaciencia ante la tardanza de la niñera. Lo que sonó a continuación no fue el timbre, sino el teléfono. Era Gustavo, el mejor amigo de Andrés. Se habían conocido en la adolescencia cuando iban juntos al colegio secundario Otto Krause, pero además participaban en los movimientos juveniles judíos progresistas. Gustavo le preguntó si sabía dónde estaba su marido. Diana se sorprendió con la pregunta. Dónde iba a estar a esa hora si no era en el trabajo. “¿Pasó algo?”. Gustavo desvió la respuesta. “Nada, nada, como no lo encontré en el Movicom, quería saber dónde estaba”.
—Mientras hablaba con ella, me di cuenta de que no sabía nada. Intenté no alarmarla, pero ya era demasiado tarde —reflexiona Gustavo una tarde, desde su casa en Madrid, donde vive desde hace veinte años.
Sara seguía sin llegar, pero el llamado de Gustavo la preocupó. Diana prendió la radio y la noticia de que algo había pasado en la AMIA —aún nadie precisaba qué— era lo único de lo que se hablaba. Marcó el teléfono de Andrés, pero no pudo dejarle un mensaje en el contestador. La casilla ya estaba llena. Ella no estaba segura de que Andrés estuviera ahí. Tenía varios trabajos y no todos los días tenía que ir al edificio de la calle Pasteur. No podía seguir esperando. Bajó hasta el primer piso, tocó el timbre de la vecina y le pidió que cuidara a las nenas hasta que llegara Sara. Paró el primer taxi que encontró y le indicó que la llevara a la AMIA. Eran diecisiete cuadras desde su casa, pero el chofer la alcanzó hasta donde pudo. Diana se bajó y vio el aire enrarecido. Polvo, escombros, esquirlas de vidrio. Los gritos de la gente se mezclaban con el sonido de sirenas, de ambulancias, de policías, de bomberos. Caminó perdida y comenzó a acelerar el paso. Trotó, después corrió, hasta que llegó a la esquina del edificio. Quiso pasar del otro lado, pero no se lo permitieron.
—Era como una guerra. Imaginate eso. Como si hubiera habido una guerra — dice Diana.
Ella siguió caminando, entró a una panadería y pidió un vaso de agua. Temblaba. Mientras intentaba pensar cómo saber si su marido estaba dentro de la AMIA, tuvo una idea y corrió al estacionamiento de la calle Tucumán. Llegó sin aliento y lo vio. Vio el Fiat Regatta blanco, el mismo en el que la noche anterior habían vuelto del club en Tigre, escuchando a todo volumen el cassette de “Vivitos y Coleando”, la obra infantil de Hugo Midón. Cinco días después, el viernes 23 de julio, el cuerpo de Andrés apareció entre los escombros.
Con el tiempo, con testimonios de sobrevivientes, pudo reconstruir lo que pasó: a las 9:53, Andrés estaba sobre una escalera. ¿Pensó en ese momento en la predicción que había hecho el astrólogo ocho años y diez meses antes?
—Por algún motivo extraño, el fin de semana anterior había sido especial. No sé bien por qué o solo lo recuerdo como especial. De repente, Andrés se paró y me dijo: “¿Cómo se puede querer tanto a alguien? ¿Es posible?”. Eso me quedó sonando y pensé: ya nadie me va a querer como él me quería.
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