La Dirección de Cultura de la Municipalidad de Villa Regina invita a recorrer la muestra ‘El Valle es Mujer’ en su último día de exposición, el próximo domingo de 18 a 20 horas en el Galpón de las Artes.
‘El Valle es mujer’ tiene como eje central reflexionar sobre el rol de la mujer como artista, no sólo en las artes visuales sino también en los actos cotidianos que emancipan el cuerpo y la sensibilidad.
En el hilo conductor de todas las obras que integran la muestra se evidencian las miradas, las cosmovisiones, los relatos, las luchas de cada una y de todas las mujeres, con multiplicidad de recursos, diferentes técnicas y metodologías de creación, nos encontramos con la esencia de nuestro ser, indagamos el misterio, la pasión, la memoria, habitamos los mismos sueños y la misma tierra, nos apropiamos de diversas influencias, sin embargo todas tenemos en común haber elegido vivir y crear en el valle de Río Negro.
Las artistas que son parte de la muestra son: Carola González Rostoll, Noe de Sosa, Alicia Iturbe, Leticia Rubina, Silvia Sánchez, Viviana Portnoy, Silvia Delinger, Sandy Inostroza, Natalia Nedbala y Pelusa Miño. De la apertura participaron también como artistas invitadas Lena Díaz Pérez y Melina Herrera.
La primera jornada de festejos por el 97° aniversario de Villa Regina fue un éxito: el anfiteatro Cono Randazzo estuvo a pleno con la Peña aniversario y también fueron convocantes otros espacios, como el paseo gastronómico y el predio ferial. El Intendente Marcelo Orazi participó de la degustación de productos de mar organizado por la…
En las vísperas del atardecer, el paisaje se tiñe de rosa. La luz viene del sol pero parece emanar desde la tierra. Los marrones del suelo se vuelven naranja, los cerros en violeta profundo. Árboles y cactus adquieren un verde oscuro y suave. Es el cambio de guardia entre los bichos del día y los de la noche, un breve traspaso en que las lechuzas vuelan con los pájaros y el zumbido de las abejas se mezcla con el canto de las ranas. En este momento intersticial un zorro baja del monte. Serpentea por un río ya seco. Busca agua. El camino tiene apenas rasgos de humedad. Sobrevuelan dos cóndores que aparecieron hace rato. Sedientos también, quizás. El zorro llega al borde de un cráter enorme. Parece la entrada al infierno. Son infinitos escalones de tierra, perfectamente esculpidos: baja dando saltitos. El viento ruge fuerte. Un lago turquesa resplandece en la luz crepuscular. Huele acre, peligroso. Un cartel oxidado anuncia “MINA PILCIAO 16”.
Sin otro remedio, el zorro bebe del lago. Sorbos voraces. Quema pero no tanto como la sed. Luego, busca reparo bajo el único árbol que queda: un algarrobo solitario, grueso pero enjuto. Entre las ramas se cuelga un viejo letrero, que reza: “Sin agua no hay membrillo”. Al zorro le duele la panza. Escucha como los dedos petrificados del algarrobo repiquetean contra el cartel, como el eco de una copla. Entonces una fuerte ráfaga despierta la voz del árbol, que por años descansó, esperando alguien que lo escuche. El algarrobo se aclara la garganta y empieza a contarle al zorro una leyenda. La leyenda del algarrobo que caminaba.
Las raíces
¿Cómo crece un árbol que camina? Con pequeños pasos…”
Pequeños pasos son los que llevaron a dos hombres al polvoriento camino una mañana hace muchos años. El sol del verano pegaba fuerte y el calor sofocaba. Eligieron un lugar al lado de un algarrobo chiquito, que apenas daba unas huellas de sombra. Sudando, los dos desplegaron una pancarta, de un extremo de la calle al otro. Se enraizaron ahí para prevenir el paso de las máquinas. Así pretendían frenar la megaminería.
Megaminería. Un eufemismo que dice poco y encubre mucho: una montaña que se vuelve cráter, sus entrañas destripadas y lavadas con agua y cianuro; las achuras amontonadas en pilas de roca estéril; las partes más exquisitas llevadas para las mesas de los países “desarrollados”; y el agua dulce – ya cianurada – atrapada en un “dique de colas”, una laguna contenida por una frágil membrana.
En contra de este Goliat, dos hombres con una tela finita. Pero debajo de su pequeño brote, había algo más: echaron raíces que en el subsuelo se extendieron en busca de sustento. Así se plantaron dos, pero llegaron dos más. Y dos más. Y luego cuatro más y cuatro más. Y ocho… y así multiplicándose hasta que era más que un brote. Un retoño. Y de tanto llegar, se enraizaron también. Se quedaron la noche. Después otra. Se festejó allá la Noche Buena de 2009. Después Año Nuevo. Y siguieron. Establecieron turnos y el algarrobo nunca se quedó solo. Y así empezó a crecer su hermano. Era el más inquieto del par. Uno se quedó en su lugar, vigilando el camino que llegaba al cerro. El otro iba y venía con los vientos.
Este árbol que caminaba se convirtió en una asamblea. No fue la primera ni la única. Pero era la que más caminaba. Y cuando no estaba caminando, sus ramas se juntaban. Sentados en el suelo, abanicándose con lo que había para luchar contra el calor. Todos emparejados con el horizonte durante las deliberaciones interminables: los “de apellido” y los “sin”, los del “centro” juntos con los de la “orilla”, los de plata ensuciándose con la misma tierra y sudor que los demás. Los cerros, a lo lejos, eran lo único que los sobrepasaba.
Entonces, cuando la policía intentó levantar el acampe el 15 de febrero de 2010, sus raíces ya estaban firmes. Al atacar a unas ramitas, se sintieron los tirones hasta en el centro de Andalgalá. Todos salieron a defender su pueblo y su tierra.
“Es una lección que difícilmente pueden aprender las mineras,” el algarrobo le explicó al zorro. “Toda su operación se basa en pirámides: de un CEO extranjero a un puñado de capataces hasta unos cien peones; o bien, del punto de la escombrera hasta su piso ancho. Es la única forma que ven. Pero la asamblea no era una pirámide, era un algarrobo. Era un conjunto de vecinos, ninguno más imprescindible que otro. No había una cabeza para arrancar, ni un solo algarrobo que se pudiera talar. Porque la asamblea también era una articulación de una lucha que la excedía. No hacía falta haber estado meses en el árbol, pasando la palabra en la asamblea. Muchos más salieron a la calle ese día, aunque fuera sólo para dar agua a sus vecinos o curar sus heridas. Andalgalá tenía el espíritu del algarrobal.”
Aquel tejido de madera hecho con raíces y sangre pudo revertir la autorización de la Mina Agua Rica (alias “MARA”). Si Agua Rica se hubiera llegado a abrir arriba en las montañas, es muy probable que el agua contaminada hubiera escapado de su laguna para correr abajo por el Río Andalgalá. Y al envenenar el pueblo, la plaza hubiera quedado vacía y el oro que dormía debajo de sus baldosas desprotegido. Así la codicia también seguía el río, una pluma de contaminación que pretendía entrelazar el Agua Rica con otro complot. El proyecto de la Mina Pilciao 16, textualmente, contemplaba la indemnización de los vecinos de Andalgalá: desarraigarlos y replantarlos en otro lado, para que el camino al oro quedaría libre de raíces.
“¿Escuchas?” , pregunta el arbol. “¿El eco de los golpes, el redoble de los pasos?”
El zorro, luchando contra los dolores agudos en su panza, inclina la cabeza.
“Así empieza la leyenda del árbol que caminaba. Aquí mismo en lo que antes era la plaza de Andalgalá…”
El zorro echa un ojo al cartel de la Mina Pilciao 16 y se acomoda de nuevo para escuchar cómo sigue.
El tronco
“Al caminar, los brotes se endurecieron, pero no dejaron de andar. La asamblea era su tronco y cada caminante una ramita. Como las mías, se estiraban para el cielo. Pero también se quedaban conectados a su base…”
Había una de las ramas, una bien alta y curtida. Cuando llegaban los extraños a Andalgalá, se los mandaban derecho para su casa, unas cuadras de donde nació la asamblea. Siempre los saludaba de la misma forma, fuera periodista, investigador, viajero, hippie o asambleísta: “Bienvenidos a Chaquiago. Ya estás en el centro del universo y yo soy Dios.” Y tomaban un vino casero de su creación bajo la sombra de otro algarrobo, el del patio del Cielo.
Le gustaba recitar a Atalhualpa Yupanqui: “Para el que mira sin ver, la tierra es tierra nomás.” Fue instruido como sociólogo, y en sus 75 años, tenía acumuladas dos detenciones y un sinfín de causas, culpa de su lucha. Subía los senderos inclinados de los montes sin esfuerzo, mientras contaba, bromeaba y aún cantaba. Siempre llevaban a los recién llegados a caminar: “Tenés que caminar por la tierra… Tenés que dejarte pinchar por nuestras plantas. Sólo así se entiende nuestra lucha.”
Irse por los montes no es la única manera en que caminaba El Algarrobo. También daban dos vueltas a la plaza una vez por semana. Al atardecer, cada sábado, las ramitas se acercaban. De a poco se trenzaban y empezaban a caminar. A su ritmo, bailando con tambores. Las ramitas del Algarrobo caminaban para ver; también para ser vistas. Al caminar, uno se despertaba y también podía despertar a los demás.
Otra ramita, una periodista de Andalgalá, se despertó así, caminando. Cuando llegó la Mina Bajo la Alumbrera a fines de los 90, nadie sabía cuestionarla. Era la primera mina a cielo abierto en el país. Lo que antes era llamado “montaña” se empezó a nombrar como reserva de cobre, oro y molibdeno. Este giro retórico sin embargo, no advertía que estos minerales no se encontraban físicamente aislados, sino entrelazados, mezclados con la tierra y las rocas. Para resolver ese problema se ingenió la tecnología de open pit: dinamitar la montaña y separar sus componentes con una sopa tóxica.
Las ramitas veían como cada día un avión salía lleno de lingotes de oro, sobrevolando Andalgalá. Mientras tanto, las regalías prometidas no aparecían. No hubo derrame de la riqueza; lo único que empezó a derramarse fue el contenido del mineroducto, que escupía “barro”: una mezcla de minerales, agua y cianuro. El río, que daba vida al pueblo más cercano, empezó a quitarla: primero llegaron los dolores estomacales, diarrea y vómitos; después la muerte de sus animales; luego el cáncer; hasta que sólo se quedaron los fantasmas. Entonces empezaron a salir los ambientalistas locos. Así los llamaban. Protestaban en contra de la mina que ya estaba – La Alumbrera – y las que podían llegar a instalarse en el futuro: Agua Rica, Pilciao 16, entre muchas más.
“La ramita en cuestión no participaba al principio. Era una estudiante de secundaria en ese momento – cuenta el árbol – pero un día, el algarrobo caminante circulaba y ella lo vio.”
Sonaban los tambores, pero no del alegre vaivén de una caminata, sino un tan tan bien mecánico y seco. Desde un costado, ella miraba pasar el desfile patrio. De repente, una oleada de movimiento espontáneo le llamó la atención. Los ambientalistas locos corrían entre los que marchaban, saltando y gritando. En vez de rechazo, ella sentía un tirón. Las ramitas le extendían sus manos y ella se las agarró. Ni siquiera fue una decisión consciente. Se metió y caminó con los loquitos por primera vez.
Después nunca dejó de caminar. Aunque se fue lejos de su tronco para estudiar, ella seguía participando. No podía cerrar los ojos una vez abiertos. Al caminar, la ramita había visto no sólo el presente, también un hilo fibroso que entrelazaba sus memorias. Una raíz que se estiraba hacia el agua. El río era muy importante para ella. No era solo el agua que servía para tomar o regar. Tenía un valor mucho más profundo. En su infancia jugaba ahí y se refrescaba en los días calurosos del verano. Después, con los años, se convirtió en su lugar para meditar. Al dejar los dedos de los pies congelarse en el agua y estudiar cómo la luz jugaba en la corriente, podía pensar y sentir de otra forma. Entonces solo faltaba atar sus recuerdos con la necesidad de defender los cerros, donde nacen los ríos.
La asamblea caminaba para estrechar ese vínculo entre memoria vital y lucha por el territorio. Hicieron charlas, panfletos, recitales, teatro en la calle, murales y más. Poco después de la primera represión nació la radio comunitaria. Para romper el cerco mediático, los vecinos empezaban a tirar semillas, a través de las transmisiones aéreas. Hacían varios programas semanales desde el predio de la asamblea, custodiado por el mismísimo árbol-hermano que ya daba más sombra que en su infancia.
También sembraron semillas caminando. Los que antes eran brotes ya llegaron a ser ramas, que se preocupaban por los próximos brotes. Uno de ellos arreaba a un grupo de sus estudiantes al lado del río. Guiaba pero también dejaba que tocaran y jugaran. Pasaban el día caminando los cerros con expertos en historia, plantas, y aves. Así, los chicos nutrían sus propias raíces.
“Porque no puedes proteger lo que no conoces – explicó el algarrobo al zorro – si el caminar te hace despertar, el despertar después te hace seguir caminando. Escuché desapercibido cuando la ramita alta y curtida les contó a sus invitados la diferencia entre caminar y esperar:
_No uso la palabra esperanza. La odio. Es de la religión eso de esperar, esperar un milagro. Esperar para que uno haga algo por vos, el gobernador, los políticos, Dios. Nunca me pasó un milagro, ¿a vos? Te morís esperando un milagro… no, no, esperar no. Hay que caminar…”
Muchos eran los que elegían caminar. Aunque el número de asistentes en la plaza fluctuaba según la gravedad del momento, los defensores de los cerros caminaban por todos lados. Estaban en las escuelas, en la cancha, en las juntadas de amigos y en la iglesia. Siempre estaban para dar una mano el uno al otro, si era apoyar a uno que perdió el trabajo o si había que encontrar una mascota perdida. Para muchos, la cosa más linda de la lucha eran las ramitas que habían conocido caminando juntos.
Ahora algo llama la atención al hocico del zorro. Algo en una corriente del viento, un cambio tan leve que no puede discernir qué promete. Se queda atento, tanto a la brisa como al cuento.
Las hojas
“Las historias no siempre son de alegría, unión y éxito- dice el árbol – lo que da dimensión a los cerros, mientras uno camina entre ellos, también son las sombras. Y la asamblea, que caminó tantos años, también pasaba a veces por la oscuridad. Incluso, a veces son las mismas hojas que tapan la luz para las demás.”
Las corporaciones sí sabían cómo esperar. Si encontraban trabas en un proyecto, hacían crecer su capital en otro lado del mundo, esperando que los caminantes se cansaran. Siempre volvían después para intentar otra vez. Y así fue en Andalgalá: a pesar de que la autorización de Agua Rica se había quitado en 2010 y que el Concejo Deliberante había prohibido la megaminería en la cuenca del río en 2016, encontraba un punto débil institucional y lo presionaba. En el medio de la noche el 28 de diciembre de 2020, la Corte Suprema de Catamarca declaró inconstitucional la prohibición y a las pocas horas de la madrugada empezaron a subir las máquinas al cerro. A diferencia del acampe de 2009, en el que pudieron prevenir y evitar la subida, esta vez el algarrobo caminante llegó tarde. Aunque la respuesta fue multitudinaria, las máquinas ya habían ocupado el territorio y todo se volvió más difícil. Así la pueblada que vino después expresó la desesperación y enojo. En la caminata número 584, incendiaron la sede de la empresa minera.
“Las llamas son bien complicadas, – murmura el algarrobo – tendría que encontrar un árbol mucho más sabio que yo para que le diga que puede ser un bien. Capaz que le diría que hacen revivir al bosque… Destruir para renacer. Pero nadie se quiere quemar, nadie…”
Quizás fueron infiltrados. O jóvenes enojados. O un acto de Dios. Quedaron muchas versiones. Lo cierto es que el poder sabía manejar el incendio. A pesar de tener cientos de policías cerca, dejaron que las llamas consumieran casi todo. Y después se tomó licencia para reprimir. Empezaron los allanamientos y las detenciones de asambleístas, sin pruebas. Lo que más lastimaba, además de los golpes, era tener que esperar. Esperar en la casa para la posible llegada de las pisadas de la policía. Esperar la notificación del celular de otro compañero detenido. Esperar en la celda para una liberación qué tal vez no venía. Y después de 14 días así, seguir esperando la resolución de las causas interminables.
“Escuché tantas historias relatadas bajo mis ramas – le cuenta el algarrobo al zorro – de triunfos, alegrías, nuevos lazos y aprendizajes; pero también de mentiras, celos, contiendas, y de violencia. Una de esas casi me quebró.”.
Estaban bañadas en el sol de la tarde, cuando de repente pasó una sombra. Y brotaban palabras, viscosas como el bitumen, que después salían a chorro, imposibles de contener. La ramita contó sobre algo que le pasó mientras militaba. Alguien allí había abusado sexualmente de ella. Una herida de hacía años, tantos que era otra la asamblea, otros tiempos también. Pero la cicatriz todavía dolía. Filtraban las palabras que en su momento no se pudieron decir. Nunca hizo una denuncia, según ella le pidieron que no la hiciera.
Desde su perspectiva, priorizaron la reputación de la asamblea por sobre una discusión por violencia de género. ¿Pero cómo se podía defender la tierra y aceptar el abuso? Entonces la unión no era la misma cosa que la coherencia y la coherencia podía ser sacrificada para la unión. Y si no se puede debatir esa contradicción abiertamente, las violencias pueden quedarse adentro también.
“Las historias importan – dice el árbol – no por una verdad absoluta, sino por cómo se cuenta y a quienes… Lloramos todos ese día, lágrimas de savia.”
Las semillas
“Un árbol que camina a veces tiene que buscar distancia – dice el árbol al zorro – al alejarse, me han contado, todo se achica menos las montañas…”
Todo bicho tiene plaga. Al fin y al cabo, la vida es una marcha de seres que alegremente se comen uno al otro. Pero caminar no es marchar. Se puede reducir la velocidad. Pensar. Hablar. Y las asambleas se han demostrado capaces de asumir el diálogo: trabajando sobre las diferencias, encontrando la fuerza en el conflicto. Porque si no, el costo es altísimo. Tu plaza puede convertirse en mina.
Entonces, cuando el enemigo externo es tan grande hay que cuidar cada ramita, especialmente las más vulnerables. Cada raíz ayuda a que la lucha quede anclada a la tierra. Las corporaciones no son buenas estudiantes de lo vital; aun cuando cavan profundo encuentran un límite. Se puede talar un algarrobo, se puede separar un árbol caminante de sus piernas. Pero no hay forma de sacar sus semillas. Acurrucadas en la tierra, saben exactamente la hora en que deben salir.
El algarrobo nota que el zorrito está perdiendo su batalla. El agua le ha hecho daño. Lo tapa con sus ramitas para que no tenga que mirar más al Pilciao 16, por lo menos. Le dice:
“Había una investigadora que buscó reparo así como vos en mi cobijo. Pasó mucho tiempo acá pensando. Y un día me hizo una confidencia. Me contó: ‘solo pasé 6 semanas aquí en Andalgalá, pero fue también una vida. Compartí caminatas, comida, vino y fuego con personas que amo mucho. Formaba rutinas, caminatas y trotes en los cerros, lugares preferidos para comprar. Probé el mejor dulce de membrillo del mundo. Sentí el amor, por la tierra, por las personas y también el desamor, enojo y tristeza. Me encontraba yendo a la orilla del río mil veces para buscar consuelo y claridad. Ahí sentada, mirando a sus remolinos, pensé en la facilidad irrisoria que tenemos para echar raíces. Y la increíble dificultad después de arrancarlas. Me sentía un injerto yanqui en Andalgalá, como los membrillos en los troncos de pera…’ La investigadora hizo una pausa y después concluyó: ‘Y aunque uno va lejos, las raíces tiran…’”
Cómo muere una leyenda
El final del zorrito es también el cierre de esta leyenda, la del algarrobo caminante. Como cualquier mito tiene una relación medio retorcida con la verdad. La Mina Pilciao 16 todavía no llegó a instalarse, ni la de Agua Rica (alias MARA). Pero Bajo de la Alumbrera , todo el desastre que produjo y las luchas que resistieron. Ese algarrobal es real. Todas sus ramas y personas, cientos de personas que defienden la tierra, siguen bien plantadas en Andalgalá hasta el día de hoy. Pero si llega a instalarse la mina, la leyenda anticipa la siguiente conclusión:
Mientras el algarrobo termina la historia, los últimos respiros traquetean el pecho del zorrito. La pequeña luz que lleva adentro chisporrotea. Cierra los ojos y hace saber su última voluntad, que no es tanto un deseo, sino una eventualidad inevitable que sólo pide que apure a cumplirse: que todos los ríos vuelvan a su cauce.
No es que la llama del zorro se apague, no. La chispa sale de su cuerpo y entra a la tierra. Ahí no se queda quieto. Al contrario, se empieza a quemar abajo y crecer. Toca a los vestigios de los árboles cortados, cuyas ramas fueron talladas mucho tiempo atrás, pero cuyas raíces quedaron inamovibles en el suelo. Reciben el mensaje y también lo transmiten: ha llegado la hora.
Se prende fuego uno por uno, inmolaciones en concierto que tiene el efecto paradójico de largar las gotas de agua que han tenido resguardado por años. El agua empieza a calarse, a filtrarse para arriba, tiñendo el polvo marrón con una mancha lodosa. Y cuando el incendio llega al corazón de las montañas (las que siguen de pie), el agua acurrucada en grandes reservas en sus fisuras y grietas empieza a hervir. Como una olla tapada, los cerros no aguantan la creciente presión del agua que quiere salir a toda costa. Irrumpe con fuerza, con los gritos contenidos de miles de seres. Tumba por la cara de la montaña como un llanto, llevando puestas las instalaciones de las minas y borrando sus caminos.
Al llegar a lo que antes era Andalgalá, no entra por donde fue desviado hace todo esos años para esquivar el centro, no. Va a su cauce de antes, con la alegría salvaje de un ser liberado. Así, llena el open pit, que antes era el Pilciao 16, que antes era (y, con suerte, todavía es cuando leas esto) la plaza de Andalgalá. Las cascadas de agua, el viento, los remolinos de tierra, todos se unen en una caminata primordial.
Durante el fin de semana continuarán las muestras de los talleres de la Escuela Municipal de Arte para compartir con la comunidad el trabajo desarrollado a lo largo del año. Desde el viernes 3 al domingo 5 en el Galpón de las Artes tendrán lugar la exposición del Taller creativo de plástica para niños y…
Ese día la lluvia empezó desde temprano, el agua venía acumulándose desde hacía varias semanas en la montaña y eran comunes los arroyos de agua espesa y naranja que bajaban por las escalas y callejones. Las alarmas estaban prendidas, todos y todas estaban atentos, pues en cualquier momento podía suceder. La zozobra de ver la montaña encima se incrementaba con el paso de los días. Primero fueron apareciendo pequeñas grietas en el suelo, después pequeñas porciones de tierra roja iban cayendo en los caminos. Los costales llenos de tierra que sirven de soporte a las viviendas habían empezado a ceder y algunas de las vigas que sostenían las casas estaban siendo corroídas por el agua.
El 11 de noviembre de 2022 la lluvia empezó a caer más duro que de costumbre, la fuerte crisis climática que venía afectando a la ciudad dejaba ya, en las horas de la noche, el saldo de varios deslizamientos en el Barrio Altos de la Torre. En la parte alta se fueron a pique 4 casas, y en la parte de abajo 13 más. Fueron en total 83 personas damnificadas. Algunas familias tuvieron pérdida total de las casas, otras quedaron sin techo, otras tantas quedaron con todos sus enseres mojados, algunas más no pudieron retornar por estar en zonas de alto riesgo no recuperable. La escuela sirvió de albergue para aquellos que lo perdieron todo.
Ese día, en la madrugada, se corrió la voz de que se iba a venir el morro. La tierra empezó a moverse y el pánico fue tanto que la gente salió de sus casas corriendo como loca. Iban cargando televisores, colchones y niños en brazos. Se fueron las casas, quedaron en medio del pantano los escombros, las neveras, se murieron los marranos ahogados por la tierra, se fueron las huertas.
Altos de la Torre es uno de estos barrios donde la lluvia no moja igual. Allí solo llegan quienes han entrenado los pulmones para ascender por las calles empinadas o se atreven a desafiar la física mientras suben en un bus que amenaza con retroceder a cada segundo. Aunque está a 6 kilómetros del centro de Medellín, subir hasta allí puede tomar hasta 40 minutos. Mientras subes y ves cómo las curvas se van cerrando y parecen volver sobre sí mismas, los frenos del carro chillan por la vida que les ha tocado en suerte. Tienes que sujetarte con fuerza —inclusive apalancarte con uno de los pies— porque podrías terminar en el piso. Mejor dicho, hay que tener fuerza para llegar a lo alto de la montaña, pues la estrecha vía apenas deja espacio para un bus a la vez, de ahí que los conductores deban montarse en las aceras —al borde de los precipicios— y esconder los retrovisores para dar paso. Pasajeras y pasajeros contienen la respiración e intentan así darle ánimos al vehículo en el que van para que avance o al del frente para que no se les venga encima; también, si estás de suerte, puedes encontrar uno que otro marrano caminando a sus anchas.
Para llegar hasta Altos debes tomar el bus 105, que reza: “El Faro, Llanadas, X la 58”. Cuando llegues a la Cancha de Tavo —última parada, y que algunos decidieron transformar en parqueadero— puedes descender y adentrarte en el barrio mientras ves la ciudad. A medida que avanzas encuentras casas que desafían la arquitectura, parapetos que se erigen en el aire como columnas, puentes artesanales, casas amontonadas para que el frío sea menor, callejones, redes de acueducto —algunas oficiales, otras improvisadas con mangueras negras que se extienden cual raíces en el piso—. Los caminos se empiezan a encerrar, el pantano amarillo impregna tus zapatos y el viento te golpea en las mejillas e intenta llevarse las tejas de zinc que, entre oxidadas y plateadas, se sostienen con adobes y piedras encima que ayudan a combatir las corrientes de aire para que el techo no salga volando. Acá la lluvia se escucha más duro, no sólo por estar más cerca del cielo, sino porque los techos de zinc hacen de banda sonora.
Entre el techo y los adobes están las lonas que evitan la caída de goteras sobre los pocos enseres. Los perros callejeros que deambulan o corren por los callejones son todos iguales: mezcla de amarillo sucio del pantanal y de cualquiera que sea su color original. Los gatos se asolean en los tejados, las gallinas y gallos corren libres y recuerdan la procedencia de los primeros habitantes; las ollas rotas se llenan de tierra y florecen.
A mucha gente que llega de fuera del barrio, los vecinos les guardan un cariño especial. Son casi siempre universitarios, preocupados por la realidad social, que en algún momento subieron para construir unas escalas, hacer un taller, o una entrevista
Juan Pablo es uno de los muchachos. Estudió ciencia política en la Universidad Nacional de Colombia sede Medellín. Allí se vinculó a la oficina estudiantil, espacio organizativo que trabaja por la defensa de la educación pública. Participaba de las asambleas y reivindicaba las luchas estudiantiles. Sin embargo, siempre creyó que aunque eran muy válidas, resultaban coyunturales y volátiles. En el momento en que llegó a Altos, Pablo vivía en el barrio Robledo, ubicado en la zona Noroccidental, pero allí no encontró dónde vincularse y organizarse. Decidió irse al otro lado de la ciudad, la zona Centro Oriental. Altos fue un barrio, como dice él, que le permitió ponerle rostro al hambre y a las violencias de género. Aunque plantea que nunca las tuvo tan cerca, después de estar por primera vez allí, no pudo dormir sin dejar de pensar en ello. Y ahora dice: “Había que hacer algo porque era demasiado indignante todo”. Es la radicalización de las apuestas de vida.
Valentina, igual que Juan Pablo, llegó al barrio por la universidad y la oficina estudiantil. Es una caleña muy paisa. Le encantan los paisajes, la salsa, los animales, el mar, el río y la sal limón. Llegó por primera vez a Altos de la Torre en medio de una movilización por los derechos de los niños y las niñas. Ese día, calle abajo entre pancartas y arengas, se gestó un lazo que 6 años más tarde sigue siendo tan firme como las convicciones que la sostienen. Valentina cree en la justicia, en la bondad, en la solidaridad, en la libertad, en el amor, en la amistad y en el trabajo en colectivo. Cree que un mundo mejor se construye cotidianamente. Cuando llegó al barrio, a los vecinos les resultó raro que Valentina fuera vegetariana por opción, no por obligación.
Un lugar propio
El Laboratorio Barrial de Artes fue el inicio de la idea de la Biblioteca. Así empezó y se materializó la idea de un lugar propio. Al principio era sólo un espacio de 4×4, con libros donados, un mural en las pequeñas escalas que llevaban al segundo piso, una mesa y un computador no en muy buen estado: “Cuando empezamos —recuerda Juan Pablo — pagábamos 380.000 pesos de arriendo; estos salían del poco sueldo que percibíamos por hacer algunos talleres y de las actividades laborales propias como contratistas. En ese momento juntaban plata entre los vecinos para sostener el internet y los servicios. Así se empezó a materializar el sueño”. La Biblioteca Popular del Viento y la Alegría surgió “en medio de muchas tristezas – cuenta Valentina – al darnos cuenta de las dificultades de aprendizaje de los niños y niñas, y hastiados de ver muchas violencias, empieza a calar la idea de tener un espacio propio». Un espacio que permitiera el encuentro, la escucha, el conspire frente a lo insignificantes que sentían que eran ante la realidad y las pocas herramientas que tenían para atender todo lo que empezaron a escuchar y vivenciar una vez arribaron al barrio. Desde entonces, la Biblioteca se volvió el sitio para el encuentro, la escucha, la planeación, la lectura y el juego.
Durante el deslizamiento de 2022 la Biblioteca, que no llegó a ser afectada por el desastre,pasó a ser bodega y centro de acopio. Había costales, colchones, plásticos, mucha ropa, alimentos no perecederos, varillas, cemento, etcétera. Casi como una ironía, el derrumbe afianzó a la Biblioteca en el territorio. Los muchachos pasaron días y noches en el barrio organizando la comida, haciendo mercados, separando la ropa, haciendo cartas, llamadas, solicitudes. Las mujeres junto con los muchachos fueron de casa en casa para identificar los polígonos/lugares de riesgo, cogieron pico y pala e hicieron muros de contención, canalizaron las aguas lluvias y las que bajan de la montaña, limpiaron la quebrada. Así nació el Comité de riesgo comunitario.
En la ciudad de Medellín hay muchos barrios que siguen estando por fuera del perímetro urbano, que son considerados de alto riesgo y que, pese a ello, la administración les construye infraestructuras para la seguridad (CAI) y jardines circunvalares, mientras niega la inversión para el mejoramiento integral de barrios.
Mujeres que ponen el pecho
Lety es pequeña y todo cariño. A su casa la construyó con sus propias manos. Pasó de plástico y algunos largueros de madera al concreto y adobe pintado de azul cielo. El techo es de hojas de zinc, el mismo que en las noches de lluvia la desvela, pues teme que el viento las levante como algunas veces ya le ha pasado, o bien que la montaña no aguante más y se venga abajo.
Ella hace de todo: sabe de construcción, ha vendido mango biche con sal, obleas y otros manjares callejeros en el parque del barrio. Hace un tiempo tuvo un pequeño negocio de producción de arepas que se vio obligada a cerrar, pues este emprendimiento solo está reservado para el grupo armado del barrio. Hoy tiene una huerta en la que cultiva cebollas, espinacas, lechugas y aromáticas que son comercializadas en las tiendas de otras mujeres del barrio.
Llegó a Altos siendo muy joven desde Urabá. Aquí ya estaba parte de su familia, su mamá, una hermana y una prima, ellas la acogieron en esos primeros días. Hoy Lety es madre de dos niños y administra la caseta del Grupo de Mujeres. No solo tiene las llaves, se encarga además de que esté siempre dispuesta para lo que sea necesaria: una reunión, una visita, un taller… Además, asume tareas cotidianas y silenciosas como sacar la basura (tarea poco sencilla en las condiciones topográficas del barrio), asear la caseta o hacer la recarga de los servicios públicos. Ella es una de las mujeres que ha sostenido en sus hombros al grupo durante los últimos años, las convoca, les insiste en la fuerza que juntas tienen.
Hace más de veinte años, el grupo de las mujeres emprendedoras trabajan desde la autogestión y la economía propia. Han construido huertas, procesado alimentos, fabricado productos de aseo y le han metido el hombro a todo lo que resulte productivo y útil en las economías familiares. Gabi, Leti, la Flaca, Chela, son sólo algunas de las mujeres que se reúnen cada semana para organizar la huerta, limpiar la caseta, instalar el sistema de riego.
Con las huertas, por ejemplo, le apuestan a la producción orgánica, se han formado en agroecología, en soberanía alimentaria y han logrado una producción continua de lechugas, acelgas, perejil y cebolla, que comercializan con la misma gente del barrio. Fueron ellas, las mujeres, las que dispusieron todo para la construcción de la primera caseta comunitaria —construida en madera—, que se usaba con ocasión de los velorios, las primeras comuniones, los quinces.
Como dice Valentina, “en Altos se siente la influencia de las mujeres, saben quiénes son las que se disputan por poder hacer la cancha, por hacer las cosas, aunque para ellas ha sido un reto trabajar colectivamente en los últimos años; la búsqueda permanente de formación, de proyectos, permite que haya unos lazos muy fuertes. Son ellas las que salen a pararse con toda de manera contundente, aunque trabajen de manera aislada”. Tan influyentes han sido y siguen siendo que fueron ellas, hace ya mucho tiempo, quienes iniciaron los trabajos y gestiones para resolver el agua, la energía, la educación y las vías de acceso, acompañadas en principio de los Salesianos y de las corporaciones Surgir y Nuevo día, organizaciones que de manera altruista han realizado labor social en distintos barrios de la ciudad.
Son ellas, las mujeres, las que asisten a capacitaciones, verifican las grietas que salen nuevas en el territorio, las reportan para tener control y saber si hay alguna situación de riesgo latente. Ellas siempre han tenido listas sus manos para el mejoramiento integral de barrios, aún están esperando las de la administración municipal.
De caseta comunitaria a biblioteca popular
La Biblioteca Popular del Viento y la Alegría nació como cualquier biblioteca, en el sentido más extendido y literal de la palabra: un espacio para albergar y leer libros. Sin embargo, dejó de ser espacio para convertirse en lugar, porque en la Biblioteca popular del viento y la alegría las personas no pasan, las personas permanecen.
En palabras de Valentina, “estar todos los días, hacer presencia y mantener las puertas abiertas ha sido lo más difícil, pero ha sido esto lo que ha posibilitado que la Biblioteca sea un espacio para compartir las preocupaciones, los conocimientos, el hambre, el juego; es un espacio que se convirtió en una centralidad no solo para los niños sino para las mamás”. Y hoy se mantiene gracias a la llegada de nuevas y nuevos jóvenes.
En Altos el convite no sólo ha construido casas y caminos: ha edificado sueños, como el de la caseta comunitaria que, poco a poco, cambió de aspecto y se transformó en la Biblioteca. No hubiera sido posible sin las mujeres: ellas cedieron el espacio e hicieron propio ese sueño mientras ellos, los muchachos, conseguían los materiales y convocaban para el convite, al cual se sumaron algunos oficiales de construcción del barrio, personas de las universidades y de distintos procesos sociales, que subían cada 8 días. Allí, los muchachos aprendieron a hacer de todo, desde poner un clavo hasta revocar una pared, pegarse del tubo madre del agua, tirar la electricidad.
Aunque hace falta terminar la cocina y el baño, ya hay dos salones revocados, el piso tiene algunas baldosas bonitas, ya no raspa la piel. Se han instalado algunos estantes, tres computadores y, recientemente, una emocionoteca: la esquina en la cual reposan capas de súper héroes y peluches “abrazadores” gigantes que ninguno quiere soltar. En la fachada, un mural de una zarigüeya con sus bebés – una zarigüeya Luchona – hace referencia a las madres del barrio que a diario sostienen la vida.
El lugar donde sucede la magia
En Altos de la torre el viento sopla fuerte, eleva cometas. Llegar con Valentina y Juan Pablo se siente diferente, el trayecto se hace más ameno. En el camino se hacen varias estaciones para que las mujeres les saluden y él y ella puedan abrazar a los niños y las niñas que corren a contarles sus cosas. Ya en la Biblioteca, se da cita el encanto. A quienes tienen la responsabilidad de introducir una llave, girarla y permitir el ingreso a un mundo muy distinto al de afuera, lleno de posibilidades, les ha pasado que con solo atravesar el umbral ocurre la fantasía: se llena de gente con ganas de hacer cosas, de niñas y niños que toman una guitarra, acarician sus cuerdas y ante cualquier sonido reaccionan con la satisfacción de quien logra una tarea en la que ha empeñado un montón de tiempo. Es tanta la magia que, durante pandemia, cuando fue necesario encerrarse y “alejarse” del barrio, semana a semana Valentina, Juan Pablo, Vanessa, Sofía, Omar y Camilo encararon la tarea de escribir cartas a los niños y las niñas, contándoles sus penas y preocupaciones, sus gustos y alegrías. De igual forma cada semana Omar o Juan Pablo, disfrazados de carteros y, atalajados con traje, sombrero y bolso, después de gestionar los permisos respectivos, iban y volvían con mensajes llenos de esperanza: “Con ellas —las cartas— entendimos y comprendimos la vida, el sufrimiento y el encierro de los que viven al margen y tienen poco y, cual pacto de amor, asumimos el compromiso de jugar y brincar en el barrio cuando pudiéramos volver a salir”.
Leer, escribir y escuchar fue abrir la puerta a historias que, dice Valentina, “no sabían ni cómo tratar y que les obligó a establecer alianzas y buscar ayudas. Estar de lleno en el barrio, de manera permanente – insiste – hizo que conociéramos desde adentro las realidades”. La Biblioteca era el lugar seguro para hablar sin que otros te escucharan. Allí el pensamiento crítico florece; la Flaca, Leti, mujeres que antes no hablaban, defienden las cosas, se paran duro, hablan en público; los niños y niñas rayaron las paredes que antes no decían nada: “Somos niños, no máquinas de guerra”, “Más abrazos, menos correazos”.
Entre tanto, Chela, una de las mujeres emprendedoras, llega con una olla en la mano mientras dice “les traje milito” con una sonrisa gigante en la cara. Estefany, una de las niñas que visita la Biblioteca, sale corriendo para abrazar a Vale y a Juan Pablo. Juan Manuel, uno de los niños que siempre está se acerca a saludar mientras al fondo se ameniza la velada con las cuerdas destempladas de dos guitarras con escasas cuerdas.
Los que se hacen propios
Sofía es una mujer joven, seria y juiciosa, politóloga de la Universidad Nacional y al igual que Valentina y Juan Pablo llegó al barrio para hacer trabajo territorial. En el barrio se volvió una asesora. Las mujeres la buscan para ayudarlas a hacer las tareas, relatorías, transcribir documentos.
Omar creció en medio del movimiento estudiantil, las asambleas, los paros, los congresos. Siempre se le ve dispuesto a cuidar, a resolver, es el que organiza los estantes, busca los materiales y recientemente se encarga del Cine Foro CINETOPíA, espacio de encuentro que cada 15 días permite que la gente del barrio se congregue en torno a una película. En los convites carga la mezcla, arregla el techo, gestiona las herramientas, hace un buen café, prende el fogón. Omar es el hombre que siempre está para resolver.
El compromiso de Omar y Sofía ha ido hasta el punto de hacer del barrio su lugar de residencia, su hogar, pese a las escalas interminables y las dificultades para el acceso. Un hogar que es diferente a los otros del barrio: en su interior hay libros, café, comida en abundancia, acceso a internet. Es la casa de las mujeres, de los niños, de los y las jóvenes. Allí se detienen diariamente los hijos de las mujeres cada que suben de la escuela para tomar aire, agua y continuar el camino hasta sus casas.
Los muchachos son hijos de las luchas populares en la ciudad. Pararse duro contra las injusticias, por la salud, por la educación, por la vida digna, por la paz, fueron las consignas con las que crecieron. Las calles les enseñaron el valor de la movilización y los “viejos”, como les dicen de cariño, la persistencia. Los viejos y las viejas son quienes estuvieron antes y abrieron el camino para que otros, al igual que ellos, pudieran ingresar a la universidad pública y fueran la universidad, el colegio o el barrio. Las domingas eran los espacios de encuentro que cada semana les permitían juntarse en algún barrio a hacer posible la tulpa de pensamiento, a construir propuesta, a compartir el alimento; las Semanas de la Indignación fueron la posibilidad de recorrer la ciudad. Crecieron en medio de la movilización, de los paros agrarios, estudiantiles. Como lo dice Valentina, “lo que hemos construido en el barrio, aunque no sea un trabajo de masas de grandes dimensiones, es un trabajo de hormiga, de araña, que posibilita”.
La persistencia
En 2021, un domingo en la madrugada, se suicidó una de las mujeres del barrio. Sus tres hijos quedaron primero a cargo de su hermana y después de su abuela. Dilan, uno de los hijos, va siempre a la Biblioteca. Un año después, el derrumbe se llevó la casa donde se había suicidado. Omar, Sofía y Valentina sirvieron el café y la aromática en el funeral, mientras la gente gritaba y tomaba.
El desempleo y el hambre no abandonan las calles, las tormentas amenazan con tirar las casas al piso o ladera abajo, las violencias se agudizan, las peleas no cesan, el desplazamiento sigue latente, los y las niñas deambulan sin mayor compañía. Aún con pesimismo, con la impotencia por lo que a diario sucede en el barrio, se le encuentra sentido a existir en lo colectivo, en la posibilidad de hacer, de construir, de organizarse. Como dice Valentina: “Hay trayectorias, otros y otras que estuvieron antes que nosotros. Hay una biblioteca popular que antes no estaba. Hay un barrio pintado que antes no hablaba. Hay unas huertas que persisten y crecen en medio del barro”.
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