Un fin de semana a pleno se vivió en Regina con actividades llevadas adelante por las Direcciones de Cultura y Turismo.
El sábado, en El Social Café Restó, tuvo lugar la primera edición de la propuesta GastroArte, con la música de Zule Vega y un plato gastronómico regional que consistió en jamón de cerdo con salsa de manzana y vegetales asados como parte del menú.
La iniciativa, que pretende revalorizar la identidad turístico cultural reginense, tuvo gran aceptación del público presente.
Por otro lado, el domingo se disfrutó en el predio de la Oficina de Turismo de “Tardes Dulces”. Acompañando un día casi primaveral, las familias pudieron degustar las delicias de la mano de Magali Arias con su emprendimiento “Dulce Amor” junto a 8 variedades de café. Se trata de propuesta para pasar las vacaciones de invierno que prevé que todos los fines de semana haya un emprendedor de panificación y repostería artesanal invitado que pueda aprovechar las instalaciones de la Oficina para darse a conocer.
Nunca lo había pensado así, pero quizás eso es lo bueno de estos balances bobos: la posibilidad de llegar, tan cerca de la conclusión, a ciertas conclusiones. Hacerse un panorama general. Nunca lo había pensado así: es probable que nada haya hecho, en mi vida, tanto como leer. Quizá dormir, ese momento de no ser. Pero mientras sí soy, calculo o quiero creer que leo, digamos, unas diez horas cada día. Entre los diarios de la primera mañana, los mails y apuntes y los artículos que reviso y que preparo en la segunda y, ya por la tarde, esas horas de escribir lo que estoy escribiendo –que es leer realmente. Y todo el tiempo, en cualquier momento –en el baño, en la cama justo antes de dormirme, en la comida cuando como solo, en el sillón del tedio posprandial, en los buses y los aviones y los metros y los desayunos de los hoteles y las salas de espera de los médicos– la lectura. No se me ocurre ninguna otra actividad que haya hecho tanto, que haga tanto. Si algo hice en mi vida fue leer.
(Buscarle algún sentido
a esos dibujos. Esperar
que su silencio me hable, que me diga
eso que guardan para mí.)
Quizá por eso tenía tanto apuro: se ve que quería hacerlo. Aprendí solo: entre las primeras imágenes que recuerdo se cuela un gran cartel callejero que miro desde el asiento trasero del auto de mis padres y trato de leerlo, les pregunto por una letra que no entendí o si lo que he leído es lo que dice. El coche debía ser el citroën dos caballos que compraron primero: en esos días, incluso para un médico ya relativamente exitoso como empezaba a ser mi padre Antonio, acceder a un coche era un cambio sustantivo, un ascenso evidente. En esos días mi padre compartía una clínica psiquiátrica con un par de colegas, mi madre estaba terminando los estudios que mi nacimiento y el de mi hermano habían interrumpido –y yo, visiblemente, intentaba leer.
Sé –supongo– que aprendí así, mirando los carteles de la calle, las tapas de los diarios en mi casa, preguntando. Hacia los cuatro o cuatro y medio ya leía y escribía: nada me fue más fácil, nada me importó tanto. Pero no tengo registro de esos principios –¿cómo puede ser que no sepa cómo fue que aprendí lo decisivo?– ni mucho de esos años: deben haber sido más o menos tranquilos, imagino. Más jardín de infantes, más areneros y cantos y cuentitos, todo eso que se va acumulando sin que sepamos cómo, y nos va armando. Somos, al fin y al cabo, el resultado de un proceso ignoto.
(Pero que un día podremos releer y tratar de escribir, inventarlo bajo el pretexto del recuerdo)
Desde entonces, mi relación con el mundo está hecha de palabras dibujadas. No solo que lo piense con palabras –eso se llamaría escribir– sino que lo percibo a través de sus palabras, lo entiendo o no lo entiendo gracias a sus palabras, sigo sus palabras. Lo leo, de formas tan variadas.
Nada nos parece más natural que un mundo descripto por un conjunto de veintitantos signos. Y, sin embargo, hace cien años, cuatro de cada cinco personas no los conocían: no leían, no escribían. Esa forma, que ahora nos resulta tan banal como comer o conversar, no existía para la mayoría. Y los signos que llevaban palabras –los nombres de las calles, los negocios, los diarios, los contratos, los libros, los misales– estaban reservados a los otros. No sé si alguna forma de aprehender y de ordenar el mundo creció tanto en tan poco tiempo.
(Alguna forma de igualdad, en ese tiempo.)
Para mí, en cualquier caso, siempre fue la única. Yo leo –y por eso, a veces, escribo. Pero leo, sobre todo.
(Escribir, está claro, es leer descuidado.)
A veces me aburría. Me recuerdo vagamente diciendo meaburro meaburro meaburro con el tono más aburrido que podía lograr a mis cinco o seis años. Mi padre Antonio se permitía incluso un chiste malo a mi costa: ¿Sabes cuál es el animal al que hay que entretener para que no cambie de sexo? El burro, para que no sea burra –¿o será para que no se aburra? Hasta que terminé de entender que la lectura podía llevarme a cualquier parte y nunca más tuve miedo de aburrirme: en el peor –en el mejor– de los casos, siempre podía leer algo. De pronto me sentí autónomo, autosuficiente, todopoderoso: los libros me ofrecieron eso, que no siempre fue bueno.
Había empezado a leer y leía, leía sin parar. Creo que todo lo demás, en esos días, era contingente, casi una molestia. Tenía seis años y leía sin parar. Entonces sí, leer era estar en otra parte, ser otro, vivir vidas lejanas. En esos días, cuando leía las aventuras de Sandokán en la Malasia me subía a esos veleros frágiles, peleaba contra maharajás que cabalgaban elefantes, comía perro en fondas de Malaca. Leer era vivir, entonces.
(Escribir, está claro,
es leer descuidado. No seguir
al pie de la letra cada letra, permitirles
que se vayan ordenando de otros modos.
Escribir es romper
lo que está dado.)
En 1962 yo ya tenía un hermano y un recuerdo. Mi hermano Gonzalo nació en febrero: dejé de tener un cuarto para mí solo o unos padres para mí solo pero no parece que me haya afectado demasiado; quién sabe. Y un recuerdo: cuando él nació, mis padres –para que no creyera que perder es pura pérdida, otra vez el helado– me regalaron una cámara de fotos. Era una carcasa de plástico negro que se llamaba Agfa Gevaert, usaba rollos gordos de 12 fotos cada uno. Hay objetos que te marcan y construyen.
(No hay bien que por mal no venga, parecía ser la idea: un sistema de compensaciones que se me instaló. Después, durante todo el resto de mi vida, debí buscar, para cada revés, algo que lo contrapesara: no siempre lo encontraba, por supuesto.)
Hacer fotos. En una época en que los chicos no teníamos ningún acceso a ninguna tecnología, no manejábamos ningún aparato –apenas, si acaso, podíamos prender o apagar la luz si nos dejaban–, apretar un botón y hacer un clic y que ese gesto se transformase en un papel con una imagen blanco y negro que, semanas más tarde, mi madre Martha me traería de la farmacia o el laboratorio, era sublime.
(No recuerdo juguetes. Me imagino que tendría juguetes, pero no los recuerdo. Un camión rojo de plástico o goma, pesado, con volquete y un nombre que quizá fuera duravit. Unos ladrillitos de plástico que se encastraban los unos en los otros para dejarte armar una casa muy precaria, mis ladrillos. Quizás algunas piezas de madera, pero no estoy seguro; quizás algunos soldaditos, pero tampoco. Casi no recuerdo juguetes. Es un lugar común, pero aún así: la cantidad de juguetes que tenían los chicos de entonces podía ser –en circunstancias parecidas– 50 o 100 veces menos que la que tienen los de ahora. Lo cual podría darme bruta envidia si no fuera por el argumento que me salva: nos obligaba a imaginar. No nos daban todo imaginado. Aunque quién sabe: para eso, claro, eran los libros.
Y en cambio, según me contaron muchos años más tarde, tenía preocupaciones infrecuentes en un chico de cinco con miedo de dormirse con la luz apagada que necesitaba una lamparita en un rincón o una encendida en el pasillo, y que, justo antes de ese momento horrible en que su madre apagaba y se iba, intentaba retenerla con preguntas:
–Má, ¿cuál es la diferencia entre socialismo y comunismo?
Nadie es más o menos que su tiempo y su entorno.)
Empezaba a ser yo.
¿Cómo sabe alguien cuándo empieza?
¿Se puede decir –o pensar– que alguien empieza?
En esos días también me hice de Boca. O sea: empecé a “ser de Boca”. Lo conté, décadas después, en la primera página de un libro que se llama Boquita: “No recuerdo muchos recuerdos anteriores. En diciembre de 1962 mi abuela Rosita me había llevado a pasar unos días en Mar del Plata: un hotelito en Playa Grande. En su baño compartido encontré un diario: yo estaba aprendiendo y leía todo lo que se me cruzaba. No sé si ese diario sería del día o de una semana antes; sí que, mientras me demoraba sobre el inodoro, leí el relato emocionado de cómo un tal Antonio Roma atajaba el penal que le pateaba un tal Delem y le daba a un equipo que se llamaba Boca Juniors la chance de salir campeón. Yo debía saber lo que quería decir campeón –porque fue en ese momento, de puro triunfalista, cuando decidí que iba a hacerme de ese cuadro.
En esos días los equipos eran instituciones sólidas: Roma Silvero y Marzolini, Simeone Rattin y Silveyra fueron un mantra que susurré en tantos recreos. En esos recreos descubrí que ser de Boca era algo que podía compartir con otros –que me hacía cómplice de otros chicos, que nos daba una causa común– pero que algunos de mis mejores amigos se transformaban de tanto en tanto en enemigos porque eran de ese equipo que se llamaba River. En esos recreos descubrí que uno se hacía de un equipo: no es poca cosa, hacerse. Y que, ya hecho, uno no era hincha de un equipo: uno era de un equipo. No es poca cosa, ser.”
Ser de Boca fue uno de mis rasgos de identidad más decisivos durante varios años. Aunque, entonces, eso no suponía casi nunca “ver” a Boca. Ser y ver eran tan diferentes: durante décadas, los seguidores de un equipo de fútbol lo seguíamos a través del relato de otros. Los que iban a la cancha eran una pequeña minoría. No había, por supuesto, todavía, fútbol en la televisión, y la gran mayoría canalizaba su “ser de” escuchando cómo te lo contaban en la radio o leyendo cómo te lo contaban en los diarios. Millones eran fanáticos de algo que solo conocían por interpósitas personas –y palabras. Yo también. Mi padre Antonio todavía no nos llevaba a la cancha y yo, si acaso, miraba en el diario si “mi equipo” ganaba o perdía y, algún domingo por la tarde, raro, empezaba a escucharlo en radio Mitre, Bernardino Veiga.
Pero –ya queda dicho– leía. Leía y leía, leía sin parar. Creo que todo lo demás, en esos días, era contingente, casi una molestia. Tenía seis años y leía sin parar. Hubo, entonces, un episodio que me entregó a mi historia.
Mis muertes
1963
La primera vez pudo haber sido
–la primera última vez pudo haber sido–
en esos giros y giros y
más giros, el horror
de ese coche que gira,
que salta y se desliza y se deshace,
víctima desbocada del azar, la lluvia, ese momento
en que entendés que ya no sos lo que eras
sino quién sabe qué,
hoja en el viento, pelusas en el aire, gota
en un estanque: nada. El coche
daba vueltas y vueltas en el campo, vueltas
y más vueltas en sí mismo, retumbaban
los gritos y grititos y mi madre y mi padre, yo
tenía seis años y leía: en el asiento
delantero de ese coche que daba vueltas y más vueltas
como un trompo idiota, yo
leía, trataba de leer, intentaba leer
mi Sandokán de la Malasia. El coche
al fin paró: seguíamos vivos.
Salimos, chapoteamos, nos abrazamos
incrédulos, lloramos;
mi libro había volado, lo encontré
en el barro. Mi libro, puro barro,
era la historia.
De esa mañana saqué un mito:
mi iniciación a la lectura, mi opción
por la lectura. Si leer
te distrae tan cerca de la muerte, pensé
mucho después, leer
vale la pena. Ahora, cerca,
escribo. Y otras veces
me pregunté si entonces
el azar y los giros me mataban, a quién
habrían matado. Yo,
seis años, yo ¿me hubiera muerto?
¿O se habría muerto un chico que recuerdo
vagamente, la posibilidad de tantos yo
que ninguno es real, ninguno
verdadero?
Uno que no era yo
se habría matado,
uno que nunca sabría quién
se moría entonces, uno
que no sabía que se moría, uno
que no sabía qué se moría, uno
que no era yo porque yo
no habría existido nunca.
Por eso es que lo llaman
accidente, por eso
es que lo olvido.
Por eso, sobre todo,
lo recuerdo.
(Pero falló y seguí unos años más
hasta que la siguiente.)
II.
Con perdón: uno tiene sobre sí mismo mitos. Las formas en que se piensa cuando nadie lo ve, nadie lo escucha. Las formas en que se piensa cuando está solo de verdad.
Aquel libro, el que salió volando, también era de la Colección Robin Hood: tapas duras amarillas con un dibujo como de historieta, contratapa con una lista de otros títulos, páginas de un papel basto, de un papel oscuro, impresión más o menos. La Colección Robin Hood había empezado unos veinte años antes y ya tenía docenas de títulos, pero yo me empecinaba en los de Emilio Salgari y Julio Verne –que mi madre por supuesto me compraba feliz, como compraba, en su embarazo, aquella droga. Aquel libro que voló se llamaba A la conquista de un imperio, uno de Sandokán. Mompracem era, entonces, mi lugar en el mundo: me gustaban más que nada esos piratas audaces justicieros, la idea del marginal con poder que ayuda a los más impotentes. Sandokán, Kammamuri, Tremal-Naik y, sobre todo, el portugués Yáñez todavía dan vueltas en mi mente. Y los thugs y Mariana y el rajah de Sarawak y la Perla de Labuán y todos esos. Mi osito Gurubito, en esos días, pasó a apellidarse Yáñez. Para seguir ahí no tuvo más remedio que formar parte de mi mundo nuevo.
También me compraban otros libros para chicos: hacia mis cinco tenía el Lo sé todo –nombre sarcástico pensado sin sarcasmos, una enciclopedia en 12 tomos infantiles que incluían desde los mitos babilonios hasta la ciencia más moderna entonces– y unos volúmenes de Monteiro Lobato, un comunista brasilero, igualmente didácticos: Perucho y Naricita me enseñaban las cosas más diversas. Y había otros que también me gustaban, por supuesto, menos “apropiados”: ni sé cuántas veces leí Jack & Jill, una novela romántica de chicos de Louise May Alcott, que escribía para mujercitas, o las Aventuras de Marco Polo, o Tom Sawyer o Robinson Crusoe. Había, ya entonces, demasiados libros, y la única solución era enfermarse. Circulaba una ristra de trastornos –paperas, sarampión, rubeola, escarlatina– que todo chico debía tener y en general tenía. Se parecían: cinco o seis días acostados, algo de fiebre, no muchos dolores, galletitas de agua con jamón cocido, si acaso arroz, la gran chance de leer doce horas por día. Enfermarse era una fiesta, todavía.
(Y alguna vez habría que hacer una historia sobre el papel de la enfermedad en la formación de los escritores. Con frecuencia, los mejores son los que, chicos aún, tuvieron que pasarse mucho tiempo encerrados, mucho tiempo en la cama, y allí “no tuvieron más remedio” que leer.)
La Plaza de Mayo no fue la única que sufrió la intolerancia de los antiperonistas en 1955.
Por Guillermo Carlos Delgado Jordan para Noticias La Insuperable
Tiempos donde el presidente de la Argentina utiliza un mameluco de YPF con el único fin de no estropear su ropa (se ve que más importante) cuando juega con sus perros, buena metáfora para entender el lugar que ocupa la centenaria empresa en la mente del gorilaje y, para eso, reflotar un viejo hecho de nuestra historia que suele pasar desapercibido tras la tamaña masacre que produjo la armada argentino atacando a su propio país en Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955.
El bombardeo a la Plaza es considerado inicio del proceso fáctico del Golpe de Estado concretado finalmente en septiembre (aunque hubo varios intentos anteriores fallidos), dando comienzo a uno de los tiempos más oscuros e intolerantes en la Argentina. Aquel día la Aviación de la Armada y parte de la Fuerza Aérea bombardearon Plaza de Mayo como parte de una sublevación militar que buscaba el derrocamiento de Juan Domingo Perón, el cual cumplía su segundo mandato como presidente constitucional de Argentina luego de haber sido reelecto con casi el 64% de los votos, masacre militar que asesinó al menos a 308 personas identificadas (muchos de ellos niños) tras el impacto más de cien bombas con un total de entre 9 y 14 toneladas de explosivos.
Pero los crímenes de la intolerancia continuaron buscando el derrocamiento de Perón y se extendieron hasta septiembre, y dentro de ellos debemos destacar el bombardeo a instalaciones de YPF, lo que conjuga el odio a un emblema de un Estado Independiente y, a la vez, destaca su importancia estratégica por aquellos mismos que la desprecian.
Mar del Plata
El 18 de septiembre de 1955 el crucero “9 de Julio” llegó a las costas de la ciudad balnearia y un día después, en el marco del golpe de estado contra el gobierno de Juan D. Perón, bombardeó los tanques de combustible del puerto y otros objetivos civiles y militares de la ciudad. Esa madrugada partió de la Base de Puerto Belgrano, cercana a la ciudad de Bahía Blanca al sur de la Provincia de Buenos Aires como parte de la Flota de Mar de la Marina de Guerra que se sublevó dos días antes.
La madrugada del día 19, pasadas las 3.00 horas, el comando del buque emitió un comunicado dirigido al “pueblo de Mar del Plata” alertando sobre el inminente bombardeo, una hora más tarde se detonó un explosivo a modo de señal. En ese momento ya se encontraban ubicados en el norte de la ciudad cuatro destructores de la Flota de Mar.
Luego del cañoneo a los tanques de combustible, las fuerzas leales iniciaron el ataque a la Base Naval. El informe del ARA “Entre Ríos” asevera que la primera bomba arrojada a los tanques de YPF sirvió para “llamar la atención de los pobladores”, “reduciéndose en esta forma el número de víctimas”.
Las primeras bombas fueron lanzadas desde el avión naval “Martín Mariner” y cayeron en las inmediaciones de los tanques de YPF, sin ocasionarles daño alguno, éste fue atacado por efectivos de la Escuela Antiaérea que momentos antes se habían apostado en la zona. La segunda andanada de bombas, que cayó frente a Playa Grande en cercanías de la escollera Norte, fue llevada a cabo por el crucero “9 de Julio”. Otras sí cayeron finalmente sobre los tanques de YPF, provocando la explosión de los mismos.
Tanques de YPF ardiendo en Mar del Plata
Ensenada
No solo Mar del Plata estuvo en la mira de las bombas. En Ensenada, cerca de La Plata, una de las cabezas golpistas, el almirante Isaac Rojas, soñaba con llevar adelante un plan secreto que él mismo pergeñó: bombardear la destilería de YPF esa ciudad.
En aquella época, la Base (comandada por el mismo Rojas) y la Escuela Naval Río Santiago se encontraban en la isla del mismo nombre, ubicada a un kilómetro del centro de Ensenada. Cruzando el río se localizaba el Astillero Río Santiago. A pocos metros, en la costa del canal principal, irrumpía el barrio Campamento junto con la estación del ferrocarril. En la otra orilla, el puerto de La Plata. Al final del canal, que dividía las localidades de Berisso y Ensenada, se hallaba la destilería de YPF.
El 16 de septiembre, unos días antes de lo sucedido en Mar del Plata, bombas arrojadas por aviones atribuidas a la “Libertadora” cayeron en el Río de la Plata y, al menos una de ellas, en el barrio Campamento de Ensenada. Destruyeron una manzana entera, de once casas y hubo al menos una víctima civil, Rodolfo “Cholo” Ortiz, un trabajador ferroviario que asistió a los policías que combatieron a Rojas dándoles té y prestándoles los baños, en lo que se conoce como «la batalla de Ensenada», de la que poco y nada se habla.
La Dirección de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Municipalidad de Villa Regina informa que en la jornada de este lunes 3 de mayo se completó el cupo de castraciones, superando ampliamente el total de 300 animales, entre caninos y felinos. Próximamente se comunicarán las nuevas fechas de inscripciones. Difunde esta nota
En la provincia de Río Negro entre 2005 y 2011, se contó con la vigencia de la llamada “ley anticianuro” 3981/05 que prohibía el uso de mercurio y de cianuro en el proceso de extracción, explotación y/o industrialización de minerales metalíferos. Esta ley fue el resultado de un proceso que implicó la lucha del pueblo…
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El Senado rechazó por unanimidad el veto de Javier Milei a una ley que creó un fondo de emergencia para reparar los daños que causaron las inundaciones en Bahía Blanca.
A fines de junio, el presidente vetó una ley para transferir 200 mil millones de pesos a la ciudad que padeció las trágicas inundaciones de marzo. El argumento de Milei fue la restricción presupuestaria, pero al mismo tiempo asignó una partida diez veces mayor para pagar deuda.
La emergencia en Bahía Blanca y Coronel Rosales fue aprobada a principios de mes en la Cámara de Diputados, con 153 votos a favor y la única oposición de La Libertad Avanza. Pero en mayo el bloque oficialista había votado a favor en el Senado, donde salió por unanimidad.
En la sesión de este jueves el gobierno retiró a sus senadores para no “convalidar” la sesión y la oposición aprovechó para colar todas las iniciativas que tenía en carpeta. Hasta se dieron el lujo de votar a la ciudad santacruceña 28 de noviembre como la capital nacional del cóndor andino.
El veto de Bahía fue rechazado por unanimidad con 51 votos a favor y ahora dependerá de la Cámara de Diputados, que ya ha salvado a Milei en varias ocasiones como esta.
“El Gobierno dice que no hay plata. Hay 200 mil millones de pesos sin ejecutar. Entonces, hay plata, solo que no la ejecutan. YPF gasta 100 mil millones de pesos en publicidad, la mitad de lo que necesita Bahía Blanca para su reconstrucción”, dijo el radical Martín Lousteau.
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