OBJETO DE BELLEZA

Antes de profundizar sobre los certámenes de belleza es oportuno soslayar su génesis. En el año 1920, el dueño de un hotel en Atlantic City (Estados Unidos) reunió un grupo de hombres empresarios para venderles una idea. “¿Qué tal si hacemos un concurso en el que muchachas vírgenes y bonitas compiten por un premio?” Eso atraería más turismo a la ciudad y aumentaría las ventas de sus negocios. La idea funcionó, a los dueños de los periódicos también les interesó la idea y entre todos, acordaron que una vez al año realizarían un concurso de belleza donde los hombres juzgarían a las mujeres.

Fue el mismo año en que las mujeres consiguieron el derecho al voto en EEUU. Y no es coincidencia que así haya sido. Fue una manera simbólica de recordarles a todas las mujeres que no importa cuánto avancen en la sociedad, al final del día las aplaudirán con más o menos entusiasmo dependiendo de su sex appeal.

Al público en aquel entonces al igual que ahora, casi un siglo después, se le vendía la idea de que la reina de belleza es más que un título. Es un concurso para inspirar a las mujeres jóvenes, para que logren sus sueños y así motivarlas a que sean agentes de cambio colaborando con los demás.  Es raro leer esto cuando de por sí ya existen movimientos políticos articulados donde las mujeres son verdaderas agentes de cambio en la sociedad. Para justificarse, los concursos de belleza buscan excusas bonitas que satisfagan a las más ingenuas y a los más machistas. Dicen que lo que se examina es la presencia  y el dominio en escena, que las concursantes promocionan sus provincias o ciudades y la identidad nacional. Todo menos admitir lo obvio: que es un espectáculo que sirve para poner a la mujer en una posición subordinada, en una sociedad machista que disfruta cosificándolas.

Los certámenes de belleza se contraponen con el arduo y complejo trabajo de acabar con la violencia contra la mujer, con los abortos clandestinos, la disparidad salarial y la falta de representación política de las mujeres, de hecho los hacen parecer problemas postergables. Y ahí se encuentran las concursantes, desesperadas por la aprobación de un jurado que las descartará un año más tarde.

El sistema patriarcal no solo impone estereotipos de belleza y comportamiento, sino que los condiciona para que se interiorice el mensaje de que en verdad las mujeres son las que quieren esos estándares. En una sociedad machista, en donde desde que nacen se nos enseña que la estética es mucho más importante que la inteligencia, estos certámenes son un claro síntoma del sexismo de una sociedad machista.

Un gran desafío como sociedad es dejar de idealizar la belleza. ¿En qué nos basamos para saber o decir quién es más bello que quién? ¿Cuál es el concepto de lindo?  El sólo hecho que exista un concurso de belleza es discriminatorio en tanto que se resalta la belleza en contrariedad a la fealdad y se juzgue a las mujeres por un atributo aislado, reduciendo los mismos a instrumentos de placer para otra persona.

Aunque la prohibición de este tipo de certámenes pone en observación la idea de estar ganando una batalla. Ya hace un tiempo la difusión de videos y fotos de mujeres en situaciones íntimas que se difunden por internet son los nuevos formatos de cosificación. Quizás no estemos asistiendo a un cambio paradigmático sino a una mera metamorfosis. Las viejas formas, en nuevas prácticas

LOS CONCURSOS DE BELLEZA SE CONTRAPONEN CON LA LEY

Los concursos de belleza en sus múltiples formas son una práctica extendida y naturalizada en la vida social, sin embargo, chocan con  la Ley 26485, que define a la violencia simbólica como la que a través de patrones estereotipados, mensajes, valores, iconos o signos transmita y reproduzca dominación, desigualdad y discriminación, naturalizando la subordinación de la mujer en la sociedad”. Es por eso que, asociaciones de mujeres, organización de la sociedad civil y entidades públicas han comenzado a problematizar estas prácticas, contribuyendo a visibilizar su carácter violento, instalando el debate social y, sirviéndose de la ley para dar algunos golpes al patriarcado.

Ley 26485: http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/150000-154999/152155/norma.htm

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  • ¿Cómo enfrentar el “contragolpe cultural”?

     

    Así como las afirmaciones terraplanistas no modifican el hecho de que la Tierra sea redonda, así como los movimientos antivacunas no cambian la naturaleza contagiosa del Covid, el conservadurismo cultural, expresado hoy por fuerzas como las que lideran Javier Milei y Donald Trump, no modifica esta realidad: las sociedades humanas son constitutivamente diversas, heterogéneas y desiguales; en todas las comunidades humanas, pero aun más en aquellas donde existen el dinero y el Estado, hay multiplicidades y hay disparidades.

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    Desde una mirada democrática y progresista que asume que las sociedades son por naturaleza diversas, en cambio, la igualdad es algo a construir. Pero esa perspectiva hoy está a la defensiva. A través de una serie de subterfugios de ingenieros del caos, la posición histórica que conjuga liberalismo cultural, pluralismo político y justicia social ha sido estigmatizada como “woke” o “progresista”. La expresión “woke” surgió en Estados Unidos, un territorio de alta intensidad en la batalla cultural, en referencia a “despertar” (awake) ante la discriminación (“despierto” en el sentido de “concientizado”); pero hoy se usa de modo despectivo, que es la connotación que le dio Milei en su discurso en Davos. Como si las personas que descienden de esclavos o de pueblos originarios, como si las mujeres, que hasta hace setenta años no podían votar, hoy, justamente porque se reconocieron algunas de esas desigualdades, contaran con privilegios.

    La derecha conservadora está presente en distintas corrientes políticas, del mismo modo que la corriente que defiende las diversidades está presente –aunque no de modo uniforme– en partidos distintos. En Argentina, el peronismo, el radicalismo, el socialismo y la izquierda cuentan entre sus integrantes con personas que defienden este punto de vista. Se trata de una corriente que busca principalmente dos metas: que las personas y los grupos sean cada vez más libres, y que esa libertad se sostenga en formas igualitarias que la hagan real y no puramente declarativa o formal. Es una corriente de opinión que pone en escena grandes tradiciones culturales de la modernidad, heredadas de la Revolución Francesa y la Estadounidense, y que no tiene una única posición en materia de desarrollo económico, justicia distributiva o lucha por la igualdad. Ese “progresismo” no está en contra de ninguna religión, pero sí lucha por una separación completa de cualquier religión y del Estado. Ninguna ley puede sustentarse en creencias religiosas. Pero sí debe haber leyes que, por motivos universalistas, exijan el respeto de todas las religiones. Esta perspectiva, sometida hoy a una fuerte ofensiva, merece una reflexión autocrítica.

    Acerca de la autocrítica

    La hegemonía cultural de la extrema derecha impacta en el campo progresista. ¿Los movimientos por la libertad de las diversidades se “pasaron de rosca”? La ofensiva cultural de Milei y las derechas extremas, la derrota electoral del peronismo y los niveles de inflación y pobreza que dejó el gobierno de Alberto Fernández han planteado ese debate. ¿Hay una incidencia de la lucha por las diversidades en el oscurantismo que estamos viviendo hoy? ¿No habremos ido demasiado lejos? ¿Se puede seguir sosteniendo la defensa del colectivo LGTBQi+ en el contexto actual?

    Los procesos sociales y políticos siempre son imperfectos. Conocer esas imperfecciones, practicar la autorreflexión, es clave para mejorarlos. Por otro lado, se trata de movimientos profundos y de larga duración. En Argentina, por ejemplo, el movimiento masivo de mujeres de los últimos años comenzó en 2015 con el “Ni Una Menos”, una gigantesca movilización contra la violencia de género. ¿Frenar el reclamo contra los asesinatos de mujeres hubiera sido “menos radicalizado”? Y hoy, ¿qué está más vigente? ¿El reclamo de que no mueran más mujeres por el hecho de ser mujeres o la propuesta oficial de retirar del Código Penal el agravante por femicidio?

    La autocrítica no equivale a autoflagelación; debe ser una reflexión sobre prácticas y políticas que nos implican. Entre las múltiples causas que produjeron esta nueva etapa histórica global de las derechas extremas están, en efecto, los profundos déficits de la izquierda, la centroizquierda y los partidos tradicionales. Pero no coincido con quienes, subidos a la marea reaccionaria, afirman que la culpa es del progresismo, de un supuesto “wokismo” o de una “excesiva” ampliación de derechos civiles. Ese argumento puede terminar en diputados que voten con Milei regresiones culturales o puede llevar a un catolicismo de gobierno en contra de la libertad de las personas y los grupos. Empieza cuestionando el DNI no binario y termina aboliendo el divorcio.

    Pero entonces, ¿cuáles son esos errores de la izquierda? Si hubiera que elegir uno, diría lo siguiente: mientras las vocaciones igualitarias y de justicia social se tornaban cada vez más difíciles de lograr, en gran parte por no tener una alternativa concreta al capitalismo neoliberal, la izquierda avanzó con leyes y políticas tendientes a garantizar derechos civiles. Dependiendo de los países, se avanzó en materia de identidad de género, aborto, discriminación positiva, educación sexual, matrimonio igualitario, derechos de los pueblos originarios y los migrantes. Cuantas más dificultades aparecían en materia económica y social, cuanto más complicado se hacía sostener el horizonte de movilidad social, más se acentuaron estos derechos como compensación.

    La autocrítica no equivale a autoflagelación: debe ser una reflexión sobre prácticas y políticas que nos implican.

    Ese fue el gran problema. Las libertades civiles no pueden compensar el fracaso económico o social. Si son las únicas banderas que se agitan cuando se desfinancia el Estado de Bienestar, se retiran regulaciones públicas o se producen escaladas inflacionarias, como en el caso argentino, se corre el riesgo de que las fuerzas democráticas queden reducidas y debilitadas. Los límites para corregir o superar el neoliberalismo los terminan pagando los avances en materia de diversidad o pluralismo.

    Mi primera tesis es que, frente a quienes creen que la ampliación de libertades favoreció a la derecha extrema, creo que su causa es el fracaso económico.

    En segundo lugar, la cuestión de los particularismos. Mientras Martin Luther King buscó cambios que mejoraran la desigualdad estructural de la sociedad norteamericana, muchas políticas de la identidad del siglo XXI se concentraron en derechos particulares. Y es difícil pedirles algo más que simpatía pasiva o inactividad a quienes no están directamente involucrados en la conquista de un derecho. Esto no implica que movimientos como “Ni Una Menos”, “Black Lives Matter” o la “Marcha anti-fascista” de febrero de 2025 no hayan sido señales contundentes en la dirección correcta, sino simplemente llamar la atención sobre cuál puede ser el alcance de esas convocatorias.

    Algo similar ocurre con el “lenguaje inclusivo”. Se trata de un cambio cultural crucial, que busca ampliar libertades e incluir diversidades. Pero debe expandirse a partir de la posibilidad, no como imposición. Los mayores fracasos del cambio cultural ocurrieron cuando se pretendió imponer a través de prescripciones. El liberalismo cultural busca ampliar, no restringir, las posibilidades de las personas.

    El caso de las cuotas

    Muchas veces, en lugar de luchar por cambiar una legislación, una política o un presupuesto, las reivindicaciones progresistas se enfocaron en personas concretas: los varones blancos, incluyendo casos de punitivismo extra-judicial, como escraches a adolescentes, altamente polémicos. En aquellos casos, hubo voces feministas potentes que alertaron que el feminismo no surgió para cambiar al dueño del poder del patriarcado, sino para modificar un tipo de poder y de dominación. El punitivismo y la cultura de la cancelación fueron algunos de los errores más graves. Pero no es verdad que sean inherentes a los reclamos por la diversidad y la libertad: fueron casos minoritarios en causas justas.

    Detrás de este tipo de cuestiones aparece un problema que vale la pena debatir a futuro: la tensión entre lo particular y lo universal. Si cada uno de los grupos discriminados reclamara sólo para sí mismo, si todo se tradujera en una simple cuota por grupo, a largo plazo se terminarían socavando algunos de los consensos culturales necesarios para mantener las políticas de acción afirmativa. Un ejemplo es el de las universidades. En la mayoría de los países del mundo existe un sistema de examen de ingreso a la universidad y cupos por carrera. Al observar las universidades se hacía evidente que la abrumadora mayoría de los alumnos eran varones blancos. Eso llevó a reclamar políticas de cuotas raciales, étnicas y nacionales, como las que se terminaron concretando en Estados Unidos y Brasil. Este sistema garantizaba una mayor presencia de diversidades, restando lugares a los blancos. Pero, ¿qué quedaba, por ejemplo, para los blancos pobres? ¿Quién se preocupó de su situación? En muchos casos fueron los grandes olvidados, lo que contribuyó a que volcaran su respaldo a fuerzas políticas conservadoras que dicen defenderlos. ¿Qué hubiera ocurrido si se hubiera incluido una cuota general para los estudiantes de colegios públicos de bajos recursos en el ingreso a la universidad? Mientras en un terreno puramente cultural la especificidad por grupo es adecuada, en cuotas vinculadas a desigualdades puede no producir las consecuencias buscadas.

    En un mundo dominado por la incertidumbre económica, en el que se achican los recursos públicos, muchos países optaron por un modelo de cuotas para asegurar la presencia de los grupos discriminados no sólo en el acceso a la universidad sino también al empleo público –y en ocasiones al empleo privado–. Esto implica que los logros de la ampliación hacia los sectores discriminados se hicieron sobre la base de una reducción relevante de la participación de los sectores anteriormente privilegiados. Y esta estrategia, correcta desde un punto de vista filosófico, se topa con un problema político. Las personas de carne y hueso que se ven afectadas, que no logran ingresar a la universidad o no consiguen empleo, se van pasando en masa al ejército del “contragolpe cultural”, esperando el surgimiento de un Trump, un Milei o cualquier otro líder que proponga revertir la situación.

    Se trata de un error recurrente del progresismo: no percibir el dolor de las víctimas de sus políticas, y no elaborar una respuesta. Mi punto es sencillo: si se presuponen las restricciones económicas, como de hecho las aceptaron la mayoría de las fuerzas de centroizquierda en Europa y América, que los perdedores de la discriminación positiva pasen al otro lado es inexorable. Pero si se cuestiona un modelo que reduce los impuestos a la riqueza y desfinancia al Estado, y se usa ese dinero para ampliar el acceso a la universidad y el empleo, logrando mejorar la diversidad sin afectar drásticamente los espacios previos, la base política de la derecha extrema quedará reducida. Es cierto que esto no es posible para los varones privilegiados, que inexorablemente se verán afectados: será necesario pensar una política cultural específica para ellos.

    La defensa de la libertad

    Estamos ante un feroz ajuste a las libertades y es urgente emprender una fuerte defensa de políticas por la libertad basada en igualdades. La libertad, convertida en el eslogan hueco de la extrema derecha, no puede ser resignada por las fuerzas democráticas y progresistas. El principio básico de la lucha por la libertad es maravilloso: que las personas y los grupos puedan autorrealizarse en todas las dimensiones de la vida. Esto incluye su identidad de género, étnica, nacional, local, religiosa, así como su libertad de expresión, en la familia, en el trabajo…

    Esas libertades tienen un requisito: un piso de igualdad, porque quien sufre desnutrición no puede ser libre, quien no puede acceder a la escuela no puede ser libre. Una comunidad libre es aquella que garantiza un piso de igualdad para todos sus miembros.

    Los libertarios conservadores de la extrema derecha afirman que ser iguales es que cada uno se las arregle como pueda. Es una propaganda basada en la negación de la historia tal como sucedió. Los esclavos existieron hasta el siglo XIX bajo el imperio de la ley, y los afrodescendientes continúan siendo discriminados en prácticamente todos los países de América y Europa hasta hoy. La conquista colonial existió. El patriarcado y la desigualdad de géneros existieron… y todavía existen. En muchos países las mujeres votan recién desde hace algunas décadas. Y en la mayoría de los países europeos y americanos jamás hubo una presidenta o una primera ministra mujer. El capitalismo, por su parte, tiene mecanismos poderosos para reproducir la desigualdad de clases entre generaciones: a través de la herencia y también de la “herencia de clase”. La mayoría de los hijos de personas pobres son pobres. La movilidad social ascendente está en crisis en la mayoría de los países, y los mecanismos sociales que la hacían posible se están debilitando a un ritmo vertiginoso. Los libertarios conservadores quieren liquidar esos mecanismos, del mismo modo que se proponen atacar las leyes que tienden a asegurar libertades vinculadas a la diversidad y la disidencia. Esto implicará también contrarrestar su ofensiva individualista poniendo en valor la solidaridad, lo común y lo público. Enfrentar políticamente aquel proyecto exige autorreflexión y determinación.

     

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    Pablo Quirno, el canciller con una fortuna sin declarar y un apellido con historia

     

    El hombre de confianza de Luis Caputo, sin experiencia diplomática y con una fortuna de $160 millones, asumió como nuevo canciller pese a no haber actualizado su declaración jurada de 2024. La Oficina Anticorrupción lo señala como “sujeto obligado” y advierte que no hay registros de presentación. Su designación refuerza el poder del ala financiera dentro del gobierno de Milei y destapa un entramado familiar ligado al macrismo, los negocios y la opacidad.

    Por Tomás Palazzo para Noticias La Insuperable

    Cuando Javier Milei designó a Pablo Quirno Magrane al frente de la Cancillería, no sólo ratificó el predominio del ala financiera sobre la política exterior: también reavivó viejos fantasmas del macrismo y puso bajo la lupa la transparencia de su propio gabinete. Cercano al ministro de Economía Luis “Toto” Caputo, el flamante canciller llega sin trayectoria diplomática, pero con un extenso prontuario como operador financiero global y un patrimonio declarado de $160 millones que ya debería haberse actualizado ante la Oficina Anticorrupción (OA).

    El tecnócrata globalizado

    Formado en la University of Pennsylvania, Quirno pasó casi dos décadas en J. P. Morgan como director de Fusiones y Adquisiciones para América Latina. En 2018 fundó Samsom Capital Advisers, consultora dedicada a reestructurar deuda de gobiernos y corporaciones. Desde allí cultivó vínculos con los mismos bancos y fondos que hoy negocian con el Estado argentino. Su llegada al Palacio San Martín no es casual: fue la mano ejecutora de Caputo en las tratativas con el FMI y los bonistas privados, durante las gestiones macristas y libertarias.

    Pero su única declaración jurada, presentada en diciembre de 2023 al asumir como secretario de Finanzas, ya está vencida. La OA lo tiene registrado como “sujeto obligado” y confirmó que “a la fecha no se cuenta con información sobre la presentación 2024”. La omisión es grave: Quirno maneja información económica privilegiada y participa de negociaciones internacionales con entidades donde antes trabajó o tiene contactos directos.

    Transparencia selectiva

    Mientras Milei repite que su gobierno “no tolera la corrupción”, su nuevo canciller elude un deber básico de transparencia. Nadie en Economía ni en Cancillería explicó por qué incumplió la norma que obliga a presentar la actualización patrimonial antes del 31 de julio. El contraste es brutal: un gabinete que se jacta de “moralizar la política”, pero cuya cúpula financiera oculta sus bienes bajo la alfombra.

    Los $160 millones declarados (unos US$ 440 mil al tipo de cambio de entonces) incluían propiedades y depósitos —la mayoría en el exterior— y ninguna inversión en el país. A la luz de la inflación y la devaluación, esa cifra hoy carece de sentido económico. Lo que inquieta no es el monto, sino el vacío de información sobre cómo evolucionó. En un contexto donde los funcionarios suelen ampararse en la opacidad del sistema para ocultar su enriquecimiento, no actualizar la declaración equivale a no rendir cuentas al pueblo.

    El linaje conservador

    El apellido Quirno no es nuevo en los círculos del poder. Su abuelo, Avelino Quirno Lavalle, fue uno de los fundadores del Partido Conservador Popular y, según archivos históricos, llegó a “prestarle” su domicilio a Hugo Byttebier, un ex SS belga cercano a Adolf Eichmann. Su padre, Avelino Quirno Ugarte, integraba los clubes sociales de la élite porteña y era presentado por La Nación como “un hombre de conducta intachable”.

    Pablo Quirno Magrane siguió esa línea: durante el gobierno de Mauricio Macri fue coordinador general de la Secretaría de Finanzas, luego jefe de Gabinete de Caputo en el Ministerio de Finanzas, y finalmente director del Banco Central. En ese paso por el BCRA, autorizó el funcionamiento del banco digital Brubank, propiedad de Juan Bruchou, ex Citi. «Curiosamente», años más tarde, su propio hijo, Pablo Quirno (h), se convirtió en director financiero de Brubank.

    El clan financiero

    Los vínculos familiares no terminan ahí. Otro de sus hijos, Marcos Quirno, se licenció en Letras pero terminó en J. P. Morgan EE.UU., ingresando casi al mismo tiempo que su padre desembarcaba en el Ministerio de Hacienda macrista. Los Quirno, padre e hijos, se mueven entre bancos, consultoras y cargos públicos, un recorrido que muestra cómo el llamado “mejor equipo de los últimos 50 años” sigue reencarnando en el presente libertario.

    Del macrismo al mileísmo

    Con Milei, el círculo se cierra: Quirno vuelve al Estado por la puerta grande, ahora como canciller. El economista reemplaza a Gerardo Werthein, otro empresario sin experiencia diplomática, lo que confirma que la política exterior argentina quedó en manos de los mercados. Su gestión se orientará a fortalecer lazos con Wall Street y a garantizar la “confianza” de los inversores, un objetivo que parece pesar más que la soberanía o los intereses nacionales.

    El saldo moral: en rojo

    La Oficina Anticorrupción aún no aplicó sanciones, pese a que la omisión de Quirno configura una falta administrativa grave. La inacción oficial contrasta con la celeridad con que el Ejecutivo persigue a trabajadores o funcionarios opositores bajo pretexto de “falta de transparencia”. En definitiva, el caso Quirno resume el espíritu del mileísmo: tecnócratas de la banca global convertidos en diplomáticos, patrimonios en penumbra y discursos de pureza moral que se disuelven ante la primera planilla vacía.

    Si la transparencia es la nueva moneda del poder, el canciller de Milei empieza su gestión en rojo.

     

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