Un oasis entre el cemento y los agroquímicos

Un oasis entre el cemento y los agroquímicos

 

“Jueves calentito por varias razones” decía el locutor de Radio Universidad a las 7:10 de una mañana de invierno de 2024, día de una minga de la cooperativa Macollando. El locutor hablaba de los inesperados 20 grados a mediados de junio antes de que saliera el sol. Pero también hablaba de que la noche anterior se había aprobado una versión de la Ley Bases que hacía seis meses el gobierno de Milei intentaba empujar: implicaba privatizaciones, reforma laboral y facultades extraordinarias para el Presidente. Por la noche hubo manifestaciones en Buenos Aires, represión y quema de vehículos. Iba a ser un día tenso. 

Pero en el campo, donde la minga estaba empezando, se respiraba aire fresco. Mientras salía el sol, empezaban a llegar los participantes. Macollando es una cooperativa que busca hacer llegar alimentos agroecológicos y sin patrón a sectores populares. Con ese objetivo, la consigna del día era cosechar maíz. Mientras más manos, mejor. 

Saludos, mates y criollitos circulaban alrededor de la mesa de tablón que Mirta y Nilda —hermanas y dos de las cuatro coordinadoras principales de la cooperativa— habían armado afuera de su casa. Ellas iban y venían. Buscaban agua caliente y sillas, alimentaban a las gallinas, agarraban bolsas de arpillera recicladas para guardar el maíz que cosecharíamos. Mirta, la hermana mayor, suele tener la mirada seria de quien está resolviendo varias cosas a la vez. A Nilda, la menor, es normal escucharla riendo y haciendo bromas con sus sobrinos. Las risas sólo se apagan un poco al final del día, con el cansancio del trabajo físico. Mirta, Nilda y su madre, Rosa, son conocidas como Las Rositas. Junto con Iván y Lu, forman el tronco principal de Macollando.    

Mientras Mirta y Nilda organizaban el día, los participantes charlábamos. Había agricultores, huerteros y feriantes con mucha experiencia. También había psicólogos, artistas, estudiantes universitarios (como yo) y un empleado del Ministerio de Agricultura. Algunos llegaban visiblemente cansados y otros con ojos animados. 

“Estoy acá para recargar buenas vibras”, dijo una chica que llegó con un par de amigos. 

Algunos conocen la cooperativa por ferias y eventos y participan de las mingas para escapar del cemento y el ruido de la ciudad. Para otros más adentrados en el trabajo de la organización, las mingas son una tarea recurrente y necesaria. El punto de encuentro es la voluntad de poner el cuerpo por el alimento. 

Un poco más tarde, se escuchó la llegada del Renault 9 rojo de Iván y Lu. El sol ya se levantaba. Iván, de unos cuarenta años, hablaba de la situación política con el ceño fruncido. Lu, un puñado de años menor que él, es alta y de voz tranquila. Ese día, a Iván se lo veía preocupado mientras armaba un cigarrillo con tabaco artesanal: “Me acosté muy tarde con esto de la ley. Estoy muy triste”. 

Hasta ese momento, nadie lo había mencionado. De pronto el entusiasmo que se gestaba alrededor de la mesa fue invadido por el afuera y el futuro. Pero poco después, como si alguien hubiera tocado un silbato, las más de veinte personas que habíamos llegado nos levantamos y nos subimos a algunos autos y camionetas, y salimos casi como un ejército. Íbamos al otro terreno que Las Rositas alquilan. Yo fui en la parte de atrás de una Ford F-100 un poco destartalada que ondeaba una wiphala. En el camino vimos a otros trabajadores agrícolas repartidos en campos con verduras de hoja. Allí la escena era otra, falsamente luminosa: el brillo de los campos verdes y uniformes regados con agroquímicos. 

Cuando llegamos al terreno, las instrucciones fueron simples y claras. Para cosechar este maíz de invierno —un maíz de grano duro— se identifica la mazorca en la planta y se gira hasta que se desprende. La planta cruje de lo seca que está. Después de sacar las mazorcas, se quiebra la planta entera para indicar que por ahí ya se pasó y se avanza en el surco. Las mazorcas van en la bolsa, que una vez llena se lleva a una de las camionetas y se busca otra. 

En las primeras hileras no encontramos muchas. Las plantas, más altas que nosotros, tenían un color gris jaspeado con marrón del suelo. Un aspecto fósil. Mientras caminaba examinando el terreno con sus manos curtidas, Rosa hacía caras de insatisfacción con la cosecha. Ella es petisa, encorvada y de voz bajita, pero todo el grupo se detiene cuando ella habla: 

“Bueno, lo que saquemos está bien” dijo con un chasquido de lengua.

Por suerte, las hileras del centro tenían más maíz. Ahí comenzó el trabajo. Al abrir las primeras mazorcas llenas, el amarillo casi naranja de los granos hizo que más de uno perdiera el aliento frente a su brillo. ¿Será eso lo que se siente al encontrar oro?

El grupo empezó desde la misma esquina del sembradío, pero se fue distribuyendo, cada quien a su ritmo. Después de algunas horas, la espalda empezaba a doler de levantar y asentar las bolsas. Las yemas de los dedos parecían lijadas. Las medias picaban. La temperatura, fiel a la promesa de un día de calor, siguió subiendo. Si al principio los sonidos eran de cuchicheo y cantos al viento, ahora al silencio sólo lo interrumpía el crujir de las plantas que indicaban que otra persona estaba cerca. 

Algunas mazorcas estaban parcialmente secas o comidas por pájaros o gusanos. Igual las abrimos para ver si quedaba algo que cosechar. La agroecología implica reaprender lo que es una verdura deseable. Si un bichito la busca, quiere decir que ahí no hay sustancias que lo ahuyenten. 

Al mediodía, algunos participantes se habían sentado a descansar. La chica que quería recargar buenas vibras se recostó en el pasto con una sonrisa. Otros tomaron un recreo cuando Lu trajo un cajón lleno de frutas para compartir. Pero Nilda y Mirta seguían. Faltaban muchísimas hileras. Después de tomar un poco de agua, algunos volvimos a acompañarlas. A Victoria —que tiene unos 30 años y maneja un nodo agroecológico asociado con la cooperativa— se la veía a lo lejos con una camiseta en la cabeza para protegerse del sol. Iván acomodaba el maíz en las bolsas con ímpetu. Nilda tenía gotitas de sudor en las mejillas mientras acarreaba dos bolsas llenas en los hombros. 

Cerca de las dos de la tarde dijeron que era hora de volver. Las caras transpiradas y los cuerpos cansados lo agradecían. No terminamos la cosecha. De dos hectáreas y media, cosechamos cerca de la mitad. 

“Pero es una gran ayuda”, dijo Nilda. 

Las camionetas hasta el tope de bolsas llenas parecían confirmarlo. Aunque fuera un buen avance, detenernos significaba más trabajo para la cooperativa. En días siguientes, Nilda y Mirta volverían con familiares para, de a poco, terminar.

De regreso en el predio, algunas personas que se habían quedado armaron un fuego y cocinaron para el resto. Los niños ayudaron a poner la mesa —o, mejor dicho, la fila de mesas— debajo del árbol más grande para aprovechar la sombra. Nos fuimos acomodando. El menú incluía dos guisos (uno con carne y uno vegano) y tamales hechos con harina del maíz que cosechamos —la familia ya había recolectado un poco para servir después de la minga. 

En la mazorca, el color del maíz era profundo, atrapante. Más parecido al de una brasa ardiendo que al amarillo pastel en las latas de choclo de supermercado. Pero, aunque era hermoso, en la mazorca el maíz no olía a nada y al tacto parecía una serie de canicas duras y enceradas. Fue sólo después de pasar por las manos, las ollas y el pequeño molino para nixtamalizar de Las Rositas que ese maíz dejó de ser así de sólido. Antes de que la minga empezara, ellas ya habían dedicado horas de trabajo metódico a hervirlo, molerlo, hacerlo masa, rellenar tamales y envolverlos en hojas de chala. Aun así, cuando le pregunté a Nilda cómo los habían preparado, notando la precisión con la que cada uno estaba atado, ella lo hizo sonar como la receta más fácil del mundo.

“Y… se hace la masa… y después los tamales”, dijo con una sonrisa cómplice.

Recién hervido, cada tamal, redondo y envuelto era como un caramelo gigante. Desenvolverlo fue como desenvolver un regalo de cumpleaños. Adentro había una bomba de sabor. Las especias, la carne y las verduras del relleno resaltaban sobre la suavizad de la masa. Quizás fue el cansancio después del trabajo físico, quizás la destreza de Rosa, Mirta y Nilda para prepararlos. O quizás fue conocer a fondo lo que uno estaba comiendo. Lo cierto es que todos acordamos que eran los mejores tamales que habíamos probado. 

Iván dice que hay un concepto, afectividad ambiental, que para él describe lo que se siente trabajar en el campo. Afectividad ambiental es entender lo que conlleva el alimento no sólo con la cabeza o la billetera. Es entenderlo con el cuerpo. Para cada integrante de la cooperativa, poner el cuerpo rompe con la relación pasiva y abstracta que muchos tenemos con los alimentos. Nos muestra lo atados que estamos a esa mazorca que a veces está brillante, a veces está seca y muchas veces es una mezcla de las dos. 

¿Alguna vez pisaste descalzo el suelo debajo de una enredadera en un día de calor?

La tranquilidad abunda en el campo de Las Rositas. Durante el año en el que desarrollé una investigación sociológica sobre agroecología en Córdoba, visité varias veces las cinco hectáreas en las que viven, siembran y cosechan. Noté que en verano se escucha el zumbido de insectos y en invierno las hojas crujen después de las heladas. También vi que los cultivos se enredan entre sí sin que nadie los detenga. Los pájaros vuelan lento. De no ser por los ocasionales ruidos de caño de escape o de aviones que pasan a poca altura y rompen la burbuja, parecería que su chacra está en una zona rural. Pero a unas pocas cuadras de calle de tierra, aparece una de las rutas que circunda la ciudad, desde donde se ve el halo casi permanente de smog.    

Y es que esa paz que reina entre sus cultivos puede engañar a desprevenidos. Pese a la armonía del día a día, el campo de Las Rositas es un territorio de lucha en varios frentes. Por un lado, cada vez más, ven que en terrenos vecinos se reemplazan surcos de verdura por portones altos, casas de estilo moderno, guardias de seguridad. En Córdoba pasa lo que en muchas ciudades latinoamericanas: los tsunamis inmobiliarios —de la mano de barrios privados, cerrados y semicerrados— arrasan desde el centro de la ciudad hacia sus afueras, rompiendo en su camino el cinturón verde que ha alimentado a la urbe desde fines del siglo XIX

Por el otro lado, ellas dicen que tampoco es una solución mudarse lejos de la ciudad, donde agricultura es casi sinónimo de soja y maíz. Para productores agroecológicos, la coexistencia cercana con grandes extensiones de cultivos que utilizan agroquímicos es difícil. A veces el agua viene contaminada. A veces es el aire. Las derivas —instancias en las que el viento acarrea restos de pulverizaciones por kilómetros— son comunes y dificultan lo que ellas tanto buscan: un alimento libre de agroquímicos. 

El agronegocio, como sistema predominante, también crea estructuras de lenguaje y negociación para la agricultura en general. Por ejemplo, las hectáreas de maíz que cosechamos se alquilan a precio de quintal de soja. Es decir que, aunque ellas cultiven verduras para el consumo de cordobeses, el alquiler de la tierra está atado a cómo cotice la soja en las bolsas de Chicago, calculado como si cultivaran cereales u oleaginosas para exportar. “Yo nunca entendí esa parte,”, dice Nilda, “ni quise.” Esto, sumado a que el pago es bimestral y se ajusta a la inflación, dificulta muchísimo calcular a largo plazo. Además, si necesitan comprar semillas, así sean hortícolas, están a precio dólar. 

¿Podrán renovar el contrato? ¿Será a un precio que puedan pagar? Ellas mantienen una buena relación con el dueño del terreno en el que viven, lo cual les da un poco de tranquilidad, pero alquilar otro terreno permanentemente ha sido más difícil. Y cada vez que cambian de espacio, dice Nilda con resignación, “hay un trabajo de por medio.” Por eso, viven cada mudanza forzada con frustración. Cuando eso sucede, fertilizan con guano, aran y comienzan el proceso agroecológico, rezando que no sea interrumpido al final del contrato.

Las enredaderas no crecen uniformemente, sino donde pueden. Por eso, a veces es más fácil encontrar las raíces que percibir el alcance completo de sus ramas.

Gran parte de su vida, Rosa trabajó en campos ajenos, donde muchas veces estaba a cargo de “curar” hortalizas con agroquímicos. Rosa dice que en esa época le “dolía la cabeza todo el día, todo el día”, en parte por la exposición constante a los químicos y en parte por el miedo de que sus hijos llegaran a tocarlos.

Por esos dolores de cabeza, cuando en 2005 Rosa pudo alquilar el actual terreno en el que viven y cosechan, quiso desde el comienzo trabajar con la mínima cantidad de agroquímicos posible. Además, por sus crecientes costos, sólo les alcanzaba para un poco de fertilizante, como la urea o el triple 15. En esa época, Rosa apenas aplicaba y decía “lo sembraré así no más, que salga o no salga, lo que quiera salir.”

Por años así se mantuvo, hasta que en 2013 una vecina la puso en contacto con un ingeniero de INTA que la acompañó en su transición agroecológica. Rosa vio en la agroecología otro nombre para los métodos de cultivo que su familia usaba cuando era chica. Lo que el ingeniero llamaba “agroecología” era lo que ella llamaba “natural”: una producción libre de agroquímicos donde el trabajo y la cosecha fueran compartidos. Rosa sabía que eso quería. 

Pero Mirta, su hija mayor, dice que a ella al principio le daba miedo la idea: “Rosa decía y yo iba por atrás diciendo no. Pero estaba ahí ayudando, ¿viste?”

Aunque ahora cuente la historia entre risas, Mirta, agricultora desde 1993, pensaba que este nuevo método era “muy trabajoso… y quién te lo va a valorar.” Además, no ayudaba que muchos a su alrededor dijeran “están perdiendo el tiempo estas mujeres” y los vecinos buscaran hablar con el inexistente “hombre a cargo” cuando necesitaban resolver algo.  ‬‬

Aun así, Mirta ayudó en la primera cosecha. Y les fue bien. Muy bien. De seis variedades de verdura que sembraron, salieron todas y en cantidad. Comenzaron a venderlas en la feria agroecológica de Córdoba, donde encontraron interés inmediato. 

Desde entonces, la producción ha crecido. Mirta y Nilda tomaron la batuta de la organización familiar, planeando cultivos y llevando cuentas. También fueron ellas quienes decidieron, junto a Iván y Lu, formar Macollando. Y detrás de ellas hay hermanos, hijos y parejas que balancean otros trabajos y estudios con tareas de la chacra. 

Tampoco es raro encontrar en su campo a académicos —biólogos, ingenieros agrónomos y científicos sociales— interesados en estudiar el espacio y su experiencia. Ellas abren sus puertas una y otra vez, en parte porque la transparencia y el trabajo en comunidad son pilares de su labor. Y en parte, dicen, porque “a nosotras también nos sirve. Siempre algo nos sirve.” De hecho, a veces alguien alrededor de ellas dice, un poco en serio y un poco en broma, que “son famosas.” Ellas ríen. Si bien no les gusta animar ese discurso, saben que son un ejemplo para otros interesados en avanzar en la agroecología.   

A veces, las enredaderas se entraman con otras plantas, ayudándose en relaciones simbióticas. Otras veces, apuntan a direcciones aparentemente hostiles, desafiando lo que se espera de ellas.

A unos 20 kilómetros al norte del campo de Las Rositas, entrando por una calle de tierra en Colonia Tirolesa, está el centro de acopio y distribución de la cooperativa. Al ingresar, de un lado hay algunas hectáreas de chacra. Del otro, un galpón. El predio se diferencia de otros en la zona por dos logos en la puerta: los de Macollando y la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP).

Para entender lo distintivo de ese predio hay que entender lo que lo rodea. En Argentina, los complejos exportadores de soja y maíz representaron en 2024 más del 33% de las exportaciones totales, unos $26.800 millones de dólares. De esas exportaciones, la provincia de Córdoba produce alrededor de un tercio, tanto de soja como de maíz. Ese predominio explica cómo en Colonia Tirolesa los cereales y oleaginosas también se han vuelto imperantes, desplazando en gran medida a otros cultivos tradicionales como la papa y la uva. En esa homogeneidad, la sede de Macollando es una semilla diferente. 

Cerca de las 8 de la mañana, Iván corre las pesadas y ruidosas puertas del galpón. Dentro, los contenidos y las tareas del día varían. Pueden incluir cientos de bolsas de papa para cargar en camiones de distribución, yerba para racionar o harina para fabricar fideos. De un lado, una estantería con aceites, porotos, dulces y otras conservas. Del otro, harina, azúcar y miel. En el medio, cebollas y restos de verdura de hoja que deben haberse distribuido el día anterior. Desde que Lu y él se mudaron a la casa de al lado del galpón, organizan compras de productos de otras regiones del país y las distribuyen junto con las que ellos mismos producen. “Queremos que la gente encuentre todo lo de la canasta básica, menos galletitas y gaseosa,” dicen. 

Además de variar las tareas, varían la cantidad de manos para realizarlas. En papeles, son 22 los miembros de la cooperativa, aunque Iván calcula que unas 40 personas participan regularmente en actividades como cosechas, transporte, envasado y coordinación de consumidores. Antes de los grandes aumentos al boleto de transporte del 2024, unas cinco personas llegaban al galpón diariamente. Era más fácil reunirse y entre mates decidir qué se necesitaba hacer ese día. Ahora, buscan ser más estratégicos. “Estamos reorganizando el estofado y apostando al crecimiento del proyecto”, asegura Lu. Esto significa más WhatsApp y menos cara a cara. Si se pueden dividir las tareas o acortar distancias, mejor.

Iván empieza su día con un mate y un cigarrillo. Cuando narra su biografía y la historia de Macollando, las entrama constantemente con macroprocesos político-económicos, como haciendo el ejercicio de entenderse a sí mismo, a su comunidad y al país en conjunto. Como viviendo las luchas sociales con el cuerpo. Cuando cuenta que es de Villa Dolores, ciudad agrícola de Traslasierra, cuenta también que es nieto de un agricultor anarquista que huyó de la Guerra Civil española —“eso hay que decirlo”, me indica— e hijo de una maestra y un productor de papa que perdieron su campo con Martínez de Hoz. Cuando relata cómo fue mudarse de Villa Dolores a Córdoba capital, recuerda que comenzó a vivir de cerca las manifestaciones de los 90 que de chico veía por la tele. Explica que con 19 años comenzó a trabajar en el sistema penitenciario, recuerda que lo hizo para ayudar a su familia, que se había endeudado muchísimo durante el menemismo. 

Y cuando relata la historia de Macollando, Iván también integra la militancia política y el trabajar día a día. Macollando es, para él, “principalmente laburo en red‬.” Por eso busca que la cooperativa articule con el Encuentro de Organizaciones (EO) y la UTEP. Es común, dice, que haya mucha academia y mucho “urbanocentrismo en la discusión de lo que es la agroecología.” Él la quiere anclar en la realidad de cerca del 30% de los trabajadores de Argentina que, como dice él, “nos inventamos el trabajo” a través de la economía popular. 

A Iván, como al resto de las coordinadoras, no le interesan las purezas. En el galpón, por ejemplo, no circulan únicamente alimentos agroecológicos, sino también alimentos que apunten a la soberanía alimentaria. Las botellas de tomate no son agroecológicas esta vez, pero son de una iniciativa sin patrón de Mendoza. Hay bolsas de azúcar blanca, pero vienen de un ingenio cooperativo en Tucumán. A veces, las papas son de productores en transición agroecológica. La agroecología que buscan es la que se pueda hacer. 

La fortaleza de las enredaderas está en su entramado.

“¡Buenas tardes amado Nodo! En unas horitas estará habilitado el formulario quincenal. Gratitud por reencontrarnos esta semana en torno a los alimentos.”

Así comienza uno de los mensajes de WhatsApp que circula Victoria a los más de 250 miembros del nodo agroecológico de Unquillo. 

Victoria creció en un alto edificio del centro de la ciudad de Córdoba. Hoy se despierta con aire fresco, algunos ladridos y vistas de las sierras. Eso la hace feliz. La guía una curiosidad por el día a día que se nota cuando come —saboreando, agradeciendo— y cuando elige sin apuro las palabras exactas para responder a las preguntas. 

Un día, mientras se tomaba un descanso de su trabajo en un taller de carpintería y herrería, leyó de cerca la etiqueta de su yerba favorita. Vio que tenía un número de WhatsApp y que invitaba a escribir por cualquier consulta. La yerba, una predilecta entre sus amigos, costaba más de lo que Victoria, que tenía 25 años y un hijo chiquito, podía pagar. Pero le encantaba. Victoria había participado en espacios feministas de trueque y asistido a una feria agroecológica por años. Conocía otras formas de pensar el intercambio y el consumo. Quizás por eso se le ocurrió que comprar la yerba en cantidad y distribuirla entre sus conocidos sería una buena forma de abaratar costos para todos.

Eso fue hace cinco años. Desde entonces, a la yerba se sumaron frutas y verduras, huevos, productos de almacén, hongos, panificados, quesos, carnes y bebidas. Cientos de productos aparecen en el formulario de Google que circula cada dos semanas. Lo que los une es que son agroecológicos, orgánicos o de producción familiar, cooperativa y/o sin patrón. También procuran que sean de cercanía y venderlos con el menor margen que puedan—un margen que les permita cubrir costos, pero sea accesible para la mayor cantidad de personas posible.          

Jueves de por medio, el medio galpón que alquila se convierte en punto de encuentro. Los dos días anteriores, camiones, autos y personas en bici se acercaron a traer sus productos. Iván, a cargo de la entrega de Macollando, descargó fideos, harina, azúcar y cajón tras cajón de verduras. Desde las 8 de la mañana de ese jueves, Victoria, junto a sus compañeros Nacho y Ceci, armaron y revisaron pedido por pedido. Cortaron quesos, zapallos, y separaron ajos de las ristras. Aunque la tarea sea comercial, sus métodos están lejos de ser fordistas. Hay charlas, mates, almuerzo de por medio. Revisan cada pedido entre los tres y se ayudan en cada paso. 

A las 16, los 67 pedidos que van a ser retirados ese día están listos y en fila. Victoria trae un aguayo que sirve de mantel en la mesa de entrada y un banquito para sentarse a atender. Nacho barre por décima vez y Ceci guarda los cajones que sobraron. Todo apunta a que esta parte del día será rápida. Pero al llegar la primera persona, la conversación toma un rato. Con la segunda y la tercera, también. Rápidamente se forma una fila que en un supermercado resultaría en la apertura de más cajas registradoras, pero aquí nadie se apresura. Quienes esperan empiezan a charlar entre sí. Hay una maestra que muchos saludan, una estudiante universitaria que comparte que aprobó otra materia, un hombre con una nena que le pregunta a Nacho si puede comer una mandarina y le dan dos. 

Y es que las redes que se tejen a través del nodo no son sólo de consumo. Son también de socialización. Como en un árbol, donde un nodo une las ramas, concentra energía y apunta a direcciones hacia donde crecer, el nodo de Unquillo es uno de los muchos que han emergido en la provincia en los últimos años para conectar a interesados en avanzar hacia la agroecología. 

Victoria cree en “generar intercambios y experiencias que sean gratas, que sean justas.” Y para eso, ve como importante que los consumidores no tengan un rol pasivo.  “Vos al consumir también tenés responsabilidades y eso nunca nos lo dijeron”, advierte. Eso significa empezar a decir “yo soy consumidora de este espacio y de alguna manera me comprometo a sostener, a aportar a esto. Y yo de ahí sé que apostando a este lugar hay personas en el campo que pueden hacer una proyección […], arrendar más tierra […], hacer más agroecología. Nosotras desde acá nos estamos organizando y estamos acompañando y sosteniendo ese proceso.”

A veces, como desafiando la gravedad, las enredaderas trepan. Otras veces tejen densas alfombras en el suelo. Su avance puede pasar inadvertido, pero es constante.

Redefinir el consumo. Estrechar lazos entre la economía popular y la agroecología. Producir de manera amena con las personas y el ambiente. Construir relaciones cercanas entre el alimento y el cuerpo.  

Cada uno de estos desafíos atrajo a los miembros de Macollando a formar una red.

Nilda y Mirta conocieron a Lu e Iván entre mates y puestos de feria en 2013. El proceso inicial de pensar en trabajar juntos fue lento. Según Mirta, ella fue la “lengua larga” que empezó a charlar con Iván. Él sugirió armar una cooperativa. A Mirta y Nilda de inmediato les gustó la idea de conectar y visibilizar el trabajo hortícola del periurbano. Pero dice Nilda que, al principio, le costaba estar en la cooperativa. No le gustaba ponerle nombre a todo. 

Mirta concuerda, pero desde entonces, ambas lo han comenzado a ver como un proceso de “apropiarse de nuestro trabajo también” y “que la coope somos nosotras.”

Victoria, cuya conexión con la cooperativa es más reciente, también resalta que los lazos se van formando a través del trabajo compartido. Después de que una amiga en común les pusiera en contacto, Victoria resume su primera conversación con Iván como un simple “Hola, sí, ¿cómo estás? Bueno, dale, vamos a trabajar. Probamos, hacemos y vamos viendo en la marcha.”

Macollando se estableció, en parte, para solventar problemas en conjunto. Hacer compras colectivas, construir un quincho para resguardar la verdura cosechada, ayudarse en siembras, carpidas, cosechas. Tener compañeros es un refugio en un contexto socioeconómico que suele sentirse como una tormenta.

Aunque enfrentar problemas en conjunto es importante, lo que a los miembros de Macollando les entusiasma es pensar en cómo llevar su alimento a sectores populares. La cara de Mirta se ilumina cuando dice “queremos llegar a todos‬.” 

Para eso, el camino sigue siendo difícil. Aunque Macollando ha coordinado ventas colectivas en barrios populares, los canales no están afianzados. Para tejer más redes se necesita fortalecer los lazos de las que ya existen. La tenencia tenue de la tierra, los costos poco predecibles del transporte, semillas, maquinaria, y otros hacen que mucha energía vaya a sustentar lo que han construido. 

Los días de Mirta, Nilda, Victoria, Iván y Lu son largos. No es raro que se reúnan a las 6 de la mañana para trabajar o que sean las 11 de la noche y sigan organizando cosas por WhatsApp. Y aun así, el tiempo, la capacidad y los costos todavía no alcanzan para “llegar a todos”. Pero no dejan que el cansancio los detenga. Nilda dice: “Nosotras vamos despacio. Vamos, y es lo que tenemos”.‬

La entrada Un oasis entre el cemento y los agroquímicos se publicó primero en Revista Anfibia.

 

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