Un nuevo líder para un mundo dislocado

 

León XIV, sucesor de Francisco, asume las riendas de la Iglesia Católica en un momento donde las dinámicas de ruptura que definen la geopolítica global revalorizan la autoridad de la institución por la universalidad de su influencia, credibilidad moral y capacidad para tender puentes. Su diplomacia, la más antigua del planeta, procura situarse por encima de los bloques en ciernes.

Robert Prevost —estadounidense y naturalizado peruano, designado cardenal por Francisco en 2023— es considerado un prelado de corte progresista (aunque hay que poner esta caracterización en el contexto de una institución naturalmente conservadora) que podría continuar los trazos distintivos del papado de su predecesor, aunque en el seno de su orden, la de los Agustinos. Pero también se lo percibe como un reformador moderado, que asume un genuino compromiso con los grupos sociales más vulnerables y que, por su experiencia en América del Sur, conoce cabalmente las necesidades y dificultades cotidianas de los fieles en las periferias de la Iglesia.

Esa doble condición viene a explicar el masivo apoyo que consiguió tras apenas cuatro votaciones entre sus pares. Por un lado, un papa abierto a continuar con las reformas que empezó Francisco, a favor de una iglesia misionera, sensible a las particularidades de su tiempo y que camina junto a su gente; pero, por otro lado, lo suficientemente precavido como para evitar extremos que podrían ahondar la grieta con los sectores más conservadores —la mayoría de ellos alineados en dos iglesias muy influyentes, la estadounidense y la alemana—, decididos defensores de las referencias doctrinarias tradicionales.

La teóloga argentina y secretaria de la Pontificia Comisión para América Latina, Emilce Cuda, no duda en afirmar que el nuevo papa era “el elegido de Francisco”. Describe a León XIV como una persona “de pocas palabras y quizás también poco expresivo, como todo norteamericano”. Pero advierte: “Hay una distinción entre los latinoamericanos y los norteamericanos: unos sostienen con la palabra y otros con los hechos. Pienso que el cardenal Prevost tiene la virtud de poder sostener con las dos cosas”.

El liderazgo moral del Papa puede resultar un bien determinante y estratégico para ayudar a encauzar un mundo dislocado, que se fragmenta en bloques antagónicos, a medida en que la competencia desenfrenada por el poder impone sus condiciones sobre el diálogo multilateral.

La emergencia de una dinámica geopolítica signada por fuertes liderazgos nacionales, que reseña el vigorizado protagonismo de los Estados-nación centrales en la política internacional, está dibujando en el horizonte la progresiva gestación de un orden tripolar imperfecto, a través de tres bloques de poder: uno liderado por Estados Unidos, otro por China y un tercero que se está articulando alrededor del foro BRICS, bajo la influencia estratégica de Rusia y el creciente protagonismo de India y un conjunto de potencias regionales o medias. 

En ese contexto, la vigente guerra comercial es el corazón de la operación geopolítica con la que la administración del presidente Donald Trump impulsa una nueva arquitectura de poder global, con la mira puesta en China. El procedimiento desencadena un caótico proceso de desglobalización, que representa la crisis definitiva del orden basado en reglas que surgió tras la II Guerra Mundial y se consolidó con el final de la Guerra Fría, para sentar las bases de un nuevo sistema de alianzas por regiones, a partir de una narrativa que prioriza lógicas de autosuficiencia por encima de dinámicas de interdependencia.

La prédica sostenida por la justicia social de Francisco ubicó a la Iglesia como un actor geopolítico activo, central, que confrontó sin medias tintas con los hacedores de un capitalismo feroz, que concentra la riqueza, debilita las clases medias y aumenta la pobreza, a medida que desplegaba una acción diplomática constante y coherente en las periferias del Sur Global. 

Fiel a aquellas premisas, Francisco se erigió en un claro contradictor de la administración Trump. Por ejemplo, a través de una carta personal que envió el 11 de febrero pasado a los de Estados Unidos, hizo saber de su rechazo a las medidas radicales de expulsión masiva de migrantes y refugiados. Afirmó: “el acto de deportar personas que en muchos casos han dejado su propia tierra por motivos de pobreza extrema, de inseguridad, de explotación, de persecución o por el grave deterioro del medio ambiente, lastima la dignidad de muchos hombres y mujeres, de familias enteras, y los coloca en un estado de especial vulnerabilidad e indefensión”.

En sintonía, Prevost ejerció también como un opositor frontal al presidente Trump, al que criticó especialmente por su política migratoria. Ese tipo de acciones le valió que Steve Bannon, católico e ideólogo de bandera del movimiento MAGA (Make American Great Again), lo calificara como “la peor opción” entre los 10 representantes estadounidenses en el Cónclave y por contrapartida, al conservador guineano Robert Sarah como el candidato “perfecto”.

Prevost carga ahora, por aquellos antecedentes, con la desconfianza de quienes prefieren una Iglesia menos popular, más prudente, menos expansiva en sus acciones. En esencia, menos universal y más concentrada sobre sí misma. 

Los recelos acerca del nuevo papado llegaron incluso desde China. El silencio con el que su diplomacia recibió a León XIV reseña el momento complicado por el que atraviesan las relaciones entre los dos Estados, que en 2018 y de la mano de la gestión del actual secretario de Estado vaticano, Pietro Parolin, firmaron un acuerdo que pretendía normalizar un vínculo históricamente difícil, marcado por la intervención del Partido Comunista Chino (PCCh) en los asuntos de la Iglesia. El arreglo, negociado de manera intermitente durante años a través de los papados de Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, habilitó a Pekín para participar de manera formal pero regulada en el nombramiento de obispos católicos en China. Pero la iniciativa, que logró evitar allí un cisma entre las expresiones clandestinas de la Iglesia (fieles a Roma) y la Iglesia oficial (próxima al gobierno), no está resultando como se esperaba por trabas que en el Vaticano atribuyen a la persistente resistencia de algunos estamentos del PCCh. Para la gestión, en su momento presentada en Roma como un gran logro, Parolin fue asesorado por un grupo de experimentados diplomáticos del Vaticano, instruidos para tratar con regímenes autoritarios. “Crearon una doctrina sobre cómo tratar con los dictadores: una doctrina que dice que hay que hablar con todos, hasta con el diablo si es necesario, y aprovechar cada oportunidad”, dijo Massimo Faggioli, experto vaticanista citado por Financial Times.

MAGA se presenta como un movimiento anti-élite o anti oligárquico que pretende articular un nuevo pacto social recuperando el sistema de creencias sobre el que se creó Estados Unidos, el ethos que constituyó a la nación en su esencia, por lo que la religión funge en herramienta clave para este proceso.

Desde su retorno a la Casa Blanca, Trump ha establecido una firme alianza con el “nacionalismo cristiano”, un movimiento variopinto en el que confluyen sectores del catolicismo, del protestantismo e iglesias pentecostales decididos a crear una nación eminentemente cristiana, en base a un orden institucional asentado en leyes cristianas. “No tiene nada que ver con la participación cristiana en la política, sino con la creencia de que los valores cristianos deberían tener prioridad en la política y el derecho”, explicó David French en The New York Times.

La alianza entre la administración Trump y el nacionalismo cristiano busca recristianizar al país, purificarlo de todos aquellos agentes que lo sumieron en “decadencia moral”. En este punto la lista se vuelve amplia: indios, negros, comunistas e inmigrantes (antes) e inmigrantes y cultores de la ideología woke en general (hoy).

El nacionalismo cristiano postula un virtual programa de gobierno que, llevado al extremo, amenaza con borrar la separación entre el Estado y la Iglesia, una posibilidad que algunos de los legisladores del trumpismo avalan: “Estoy cansado de esta tontería de separación entre Iglesia y Estado, eso no está en la Constitución. Estaba en una carta apestosa (de uno de los padres fundadores) que no significa nada (…) Necesitamos a Dios en primer lugar”, afirmó la representante Lauren Boebert.

Los nacionalistas cristianos fueron acentuado su rechazo al papado de Francisco a medida que se plasmaban sus reformas. Rechazaron con indignación sus exhortaciones para permitir que los católicos divorciados y vueltos a casar recibieran los sacramentos (2016), así como las bendiciones para parejas del mismo sexo (2023). Y, por supuesto, cuestionaron su defensa de la lucha contra el cambio climático y su actitud generosa hacia los migrantes.

Bannon y el vicepresidente J.D. Vance son los miembros católicos más prominentes en este movimiento. El primero siempre fue explícito al manifestar su posición: “Somos la parte rejuvenecida de la Iglesia, la que está creciendo, con miles de jóvenes que se suman en masa. Tenemos que escucharlos. Si hay otro papa progresista, como Francisco, puede haber un cisma”. El vicepresidente Vance, el último funcionario de Estado en visitar oficialmente a Francisco antes de su muerte, ha desarrollado un fuerte, aunque reservado, activismo diplomático en favor de un cambio de orientación en el gobierno de la Iglesia.

El cónclave eligió al cardenal Prevost, quien en la elección de su nombre papal envió un claro mensaje al reivindicar el legado del papa León XIII, autor en 1891 de la encíclica Rerum novarum, fundamento de la Doctrina Social de la Iglesia, por la que se criticaban la pobreza y degradación de muchos trabajadores, aseverando que la deshumanización del trabajador y una paga injusta eran contrarios a la fe católica.

Con la elección de León XIV, la Iglesia de Roma confirma una vocación universalista que la lleva a comprometerse con las periferias geográficas y existenciales, mientras que la apropiación trumpista del nacionalismo cristiano viene a configurar una identidad religiosa disidente, contestataria, como sustento espiritual indispensable para un movimiento político que se pretende refundacional. Uno y otro expresan cosmogonías divergentes, dos concepciones acerca del sentido de la convivencia y la existencia destinadas, inevitablemente, a enfrentarse.

La entrada Un nuevo líder para un mundo dislocado se publicó primero en Revista Anfibia.

 

Difunde esta nota

Publicaciones Similares