La Dirección de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Municipalidad de Villa Regina informa que recientemente incorporó una nueva profesional veterinaria con el objetivo de aumentar el número de castraciones caninas y felinas que se realizan actualmente.
La profesional realizará las cirugías los días miércoles en el polideportivo Cumelen y en primera instancia se atenderá a quienes ya tienen un turno programado.
Al mismo tiempo se aclara que en ningún momento estuvo interrumpido este programa que es de gran importancia para la gestión municipal ya que, entre otros beneficios, es el método más efectivo para disminuir la sobrepoblación de perros y gatos.
En el marco del programa ‘Maratón Cultural’, a partir de hoy viernes y hasta el domingo se desarrollará el Festival de Arte en el Cine Teatro Círculo Italiano que se transmitirá vía streaming en vivo. La segunda edición de este programa provincial tiene a Villa Regina como sede y comenzó con las capacitaciones a los…
Algunos sabrán y otros tal vez no, que desde hace un tiempo se viene desarrollando de forma sostenida y permanente una campaña de difamación en mi contra, coordinada y sistemática, en las redes sociales. En las últimas semanas el ensañamiento se puso un poco más siniestro que de costumbre: con una masividad que no había visto nunca, miles de cuentas libertarias comenzaron a afirmar que tengo una relación incestuosa con mi hermano y con una foto muy común que sacaron de mi Instagram, generaron con inteligencia artificial un video donde aparecemos dándonos besos en la boca. A partir de ahí, siguieron con otras escenas cada vez más bizarras y miles de mensajes repugnantes en todas mis cuentas, en un bucle sin límites que al principio me tomé casi con indiferencia, por lo ridículo del relato y por el acostumbramiento a sus maldades, pero que pronto se puso más oscuro. Por la persistencia, por el mensaje mafioso que explícitamente refiere a “un vuelto” y por la intervención del Presidente de la Nación quien, hasta el momento, lleva más de ochenta y cinco (¡85!) tuits y retuits con mensajes y videos en mi contra. Y siguen llegando las notificaciones mientras escribo.
Sucedió que se conoció un audio que le mandé a Nancy Pazos (quien, conmovida, me arrancó un consentimiento para poder mostrarlo) con el relato de todo este asunto en primera persona y, para deleite de los bullys de las redes, me puse a llorar. “No les des el gusto” me suplican muchos de los que me muestran solidaridad en estos días. Que no les dé el gusto de qué, me pregunto. ¿De ponerme mal? ¿De mostrarme triste? ¿Pero cómo no me voy a poner triste si gobierna un señor que se jacta de su crueldad? ¿Cómo no me voy a sentir derrotada si fueron capaces de meter presa a la principal líder de la oposición con saña y sin pruebas? Quiero decir: no me avergüenza mi llanto. Tampoco es señal de debilidad o miedo. No fue más que un momento de hartazgo. Y lejos estoy de victimizarme. No podría hacerlo en un país en el que la gente está perdiendo el trabajo, los jubilados no pueden comprar sus remedios, los médicos del hospital de niños trabajan en condiciones humillantes, se retacean los alimentos para los comedores, las frazadas para los que tienen frío en pleno invierno y las pensiones por discapacidad, entre muchas otras calamidades. Pero es urgente advertir que todas esas calamidades y la violencia del gobierno contra quienes nos oponemos a ellas, son parte del mismo plan. A la crueldad de las medidas de la gestión se suma una crueldad discursiva y simbólica contra comunicadores, periodistas, artistas y cualquiera que ose a disentir aunque sea un poquito con ellas. No hace falta ser un “kuka” para ser un “mandril” a los ojos del gobierno, porque el objetivo es construir un relato único. Por eso hasta Domingo Cavallo y Paulino Rodriguez la ligan. Ahora imaginen qué le toca a “Mongolini” en esta historia. Me toca una parte fea que es mi estricta demolición: de mi psiquis, mi imagen, mi legitimidad. Ahora, para entender el problema que tenemos que resolver, traten de seguir leyendo esta nota sin importar cómo les caigo o cuánto coinciden con mis opiniones. Porque es preciso advertir algunas cosas más sobre cómo opera esta técnica que provoca y organiza el odio. Más allá de lo que puedo representar para el lector, mi caso es elocuente para entender por qué todos estamos en peligro.
El ataque es desproporcionado. No guarda relación con mi poder en modo alguno: yo no tengo plata, no tengo jueces, no tengo milicias digitales, no tengo los recursos del Estado, ni siquiera tengo mi cuenta de Twitter (hace tiempo que sin explicación estoy “banneada”: es difícil encontrarme aún poniendo mi usuario y mis mensajes llegan a menos gente que el ratio lógico por cantidad de seguidores). Sinceramente, me cuesta entender la saña. Pero ahí está. Y no va a parar. No hasta que hagamos algo entre todos para terminar con la crueldad en serio.
El ataque es sistemático, coordinado y dirigido. Esta última operación fue directamente un “vuelto” (en sus propias palabras) y, como tal, un mensaje mafioso, un reconocimiento de que está claro que la fake es fake, que lo que importa es este mensaje: “Ahora vas a ver lo que podemos hacer con tu vida y la de tu familia, te vamos a volver loca a pura maldad y mentiras aunque sean una estupidez”. Es un disciplinamiento sobre mí pero también sobre los demás. La difusión de fake news sobre una relación incestuosa con mi hermano, con el uso de inteligencia artificial para generar imágenes, es una acción que lesiona los derechos digitales y una forma de violencia que puede ser encuadrada como delito de gravedad. La organización de miles de cuentas de trolls, más bots pagos, más dirigentes nacionales libertarios, más el propio Presidente para instalar esa mentira, constituyen un entramado que todavía no está tipificado y al que habrá que empezar a ponerle un nombre que todavía no tiene.
Todas esas calamidades y la violencia del gobierno contra quienes nos oponemos a ellas, son parte del mismo plan. A la crueldad de las medidas de la gestión se suma una crueldad discursiva y simbólica contra comunicadores, periodistas, artistas y cualquiera que ose a disentir aunque sea un poquito con ellas.
Muchos me creen merecedora del hostigamiento coordinado desde el Estado por haber dicho en campaña que el candidato Milei “estaba enamorado de su hermana y vivía con ocho perros”. No dije que tuvieran un vínculo sexual, elegí el significante “estar enamorado” justamente porque no implica necesariamente un vínculo sexual, aunque sí un apego emocional un tanto extremo. No hace falta más que ver cómo habla de ella, el nivel de centralidad que le otorgó aún sin tener ningún recorrido político previo, todas cuestiones que están sobre la mesa y de la que todos hablan, algunos con más y otros con menos eufemismos. De la misma manera que me parece una pregunta válida la de su equilibrio emocional. ¿Cómo no vamos a poder preguntarnos esas cosas de quien dirige nuestro país? ¿En serio no podemos hacernos preguntas sobre la capacidad mental de alguien que hace chistes masturbatorios frente a niños en una escuela? ¿En serio no podemos preguntarnos sobre los lazos afectivos de alguien que considera a compatriotas que no piensan como él como un “cáncer que hay que extirpar” y a los homosexuales como “pedófilos”?
Ojo con comprar la idea que el gobierno vende de que esto es “un vuelto” por algo que yo hice. Porque de ahí al “algo habrán hecho” hay un paso. Y no es sólo una cosa “del micro mundo de tuiter”. Los medios de comunicación masivos (la tele, más que nada) son parte fundamental del ensañamiento y la validación de fake news. Porque los recortes que elige hacer el Gordo Dan o quien sea el troll de turno a quien le haya tocado “clipearme” para viralizarme, terminan siendo alimento de los noticieros y de los programas de chimentos. Una simple opinión mía, por lo general sacada de contexto, es tema de conversación en los programas de la mañana, de la tarde y de la noche. Figuras como Luis Majul, Joni Viale, Eduardo Feinmann, Esteban Trebuq, Ignacio Ortelli, entre otros, se la pasan difundiendo de sus propias bocas o a través de sus invitados innumerables agravios, insultos y descalificaciones contra los que pensamos distinto a ellos. No pongo nombres para “picantear” ni convertirlos en objetivo, sino porque muchos otros colegas, aún en esos mismos medios, no lo hacen. Se puede actuar de otra manera.
Muchas veces esa réplica de lo viral aparece también en programas más “blandos” como el de Beto Casella o Georgina Barbarrosa. A algunos de ellos, con quienes tengo trato, les escribí para pedirles que dejen de hacerlo, y para mi sorpresa me encontré con respuestas del tipo: “No sabía que te hacía tan mal, che. No lo vuelvo a hacer”. En un punto me alivió saber que la saña era tan superficial, y de verdad espero haber generado alguna conciencia (y cese de hostilidades) con esos llamados, pero, al mismo tiempo, me shockeó la frivolidad. Hanna Arendt hubiera dicho “banalidad”. Lastimar sin medir el daño, solo porque te toca estar ahí, meterse en las vidas privadas solo porque todo el mundo lo hace o con el fin de que odien a tal o cual persona por sus ideas es un peligro real. Y quien no lo vea que vaya a estudiar un poco de historia. Y al que le parezca algo “woke”, menor, de “progres”, acuérdense de lo que le respondió Néstor Kichner a Mirtha Legrand allá por 2003, cuando recién asumía como Presidente. Mirtha le comentó: “Dicen que se vino el zurdaje, o sea los zurdos, ¿no?”. Kirchner respondió: “Hablar en esos términos nos costó 30.000 desaparecidos”. No le pareció gracioso, no le pareció menor.
Es cierto que en mi programa somos críticos del gobierno, del sistema de medios, de las grandes corporaciones que lo bancan. Y usamos términos muy duros para describirlos. Pero no practicamos de manera irresponsable el deporte de deshumanizar. Hacemos otra cosa. Pongamos un ejemplo claro de comparación: hablamos mucho de la entrevista arreglada entre Viale y el presidente de la Nación, dijimos que era una truchada, un engaño para su propia audiencia, un descenso a los infiernos de cualquier ética periodística. Pero hablamos de su trabajo, no nos metimos con su persona, su familia, su vida privada. Tampoco inventamos o difundimos fake news respecto a cuánto cobra, si recibe pauta pública, ni hurgamos en negocios privados que pudiera tener fuera de su actividad periodística. Todas esas cosas sí las hicieron y hacen conmigo, y muchos de esos periodistas le dan crédito y validez por más que salgan desde cuentas anónimas de las redes sociales. También lo hace el Presidente, quien participa activamente de estas campañas de “acoso y derribo” como dicen los españoles.
El ataque es sistemático, coordinado y dirigido. Esta última operación fue directamente un “vuelto” (en sus propias palabras) y, como tal, un mensaje mafioso, un reconocimiento de que está claro que la fake es fake, que lo que importa es este mensaje: “Ahora vas a ver lo que podemos hacer con tu vida y la de tu familia, te vamos a volver loca a pura maldad y mentiras aunque sean una estupidez”.
Tenemos por un lado la creación de campañas de difamación desde las redes sociales, la validación y difusión desde grandes medios de comunicación y, finalmente, el sello político desde la máxima autoridad del país. Es un sistema. Un sistema de acción estrictamente fascista, porque no busca crear ninguna discusión o debate sobre tal o cual tema, busca quebrar a las personas, deslegitimarlas de cara al conjunto y finalmente, hacerlas mierda. El objetivo es simple y brutal.
Y sin embargo, tengo la sensación de que seguimos sin comprender la gravedad que implica dejar que el Presidente insulte, trate de ratas, violadores, mandriles y degenerados a los opositores o gente con la que tiene alguna diferencia. Tengo la sensación de que pensamos que son “chistes”, que es algo que termina en nada, y que a lo sumo afecta a personalidades públicas (políticos, periodistas, artistas) pero que es un tema alejado de la “gente”. No se me ocurre un razonamiento más peligroso que ese. Semejante conclusión ya no es solo pasiva o condescendiente con quien hace un daño. Es ser colaborador por acción u omisión de la destrucción de la convivencia democrática y de la libertad de expresión. El que acepte esta cultura ya es, aunque no lo quiera, parte de ella.
No pienso aceptar mansamente la campaña de difamación, pero mucho menos que “algo hice” para merecerlo. Como algunos sabrán, mi imagen se volvió popular hablando de política en la tele, pero particularmente sobre feminismo, allá por 2010 y 2011. Era un tema que generaba rechazo aún entre la gente con la que compartía una misma mirada ideológica. Mi carrera, aún teniendo una cercanía con los gobiernos kirchneristas que nunca oculté ni me arrepiento, no se fundó en repetir u operar para ese espacio político. Puse mi granito de arena en instalar ideas que eran marginales en ese momento pero que me parecían valiosas, y no me importó que no fuera parte de la agenda oficial o que algunos compañeros pensaran que “restaba”. Era en lo que creía. Unos años después, por suerte, eso que era una agenda marginal se transformó en un movimiento masivo, después del Ni Una Menos y la lucha por la legalización del aborto.
En 2016 fundé Futurock, una radio que tenía como objetivo demostrar que se podía armar un medio de comunicación sin el apoyo del estado ni grandes empresarios, con la voluntad y la fuerza de nuestros propios seguidores y oyentes. Todas las campañas contra nuestro medio, tildandolos de “pauteros”, se terminan con decir que salimos al aire en julio de 2016, cuando el gobierno que yo apoyaba no gobernaba ni el país ni la provincia de Buenos Aires. El año que viene Futurock cumple 10 años, y ya pasamos tres gobiernos nacionales de distinto color político, una pandemia y no sé cuántas crisis cambiarias. Cuando el feminismo era agenda en auge en 2018, nuestra radio fue uno de los centros comunicacionales en los que la “ola verde” cobró vida. En ese contexto comenzaron a aparecer escraches, cancelaciones y otras derivaciones negativas del proceso, y tuve siempre una posición en algún punto “conservadora”, “legalista”, pero también política: ninguna lucha justifica ser cruel ni sacarles a los demás el derecho a la defensa, la presunción de inocencia. Hoy es casi un lugar común dentro del feminismo. Ese recorrido lo convertí en un libro que publiqué el año pasado, Las caras del monstruo; entre otras cosas también trato de pensar hasta qué punto la lógica de la grieta, los discursos intolerantes y la violencia de las redes nos termina por convertir a todos un poco en pequeños monstruos. O, al menos, en versiones peores de nosotros mismos.
Les hago este pequeño resumen personal porque, entre la tristeza por los ataques que recibo, tiene un lugar importante la desesperación: tal vez estén teniendo éxito en dibujar un perfil de mi persona donde todo eso desaparece y queda una imagen tosca y brutal. Una caricatura o un meme. Obviamente les puede gustar o no lo que hago, les puede parecer mucho, poco o nada interesante lo que tenga para decir. Pero creo que tengo derecho a que esas conclusiones las saquen por las cosas que realmente hice y hago y no por una campaña destructiva digitada por Milei, algunos periodistas y el sistema libertario de redes sociales.
Una cosa más: creo que en momentos como este, donde nos jugamos tanto, es necesario bancarse la que venga, resistir y seguir dando pelea aun cuando eso tenga algún costo personal. Quiero que otros colegas vean los golpes que recibo, pero también que no aflojo. Pero no se confundan: el secreto no es construir héroes ni gente que “se la banque”. La solución es que sea inaceptable que un Presidente construya odio y deshumanice, que sean inaceptables las campañas de destrucción de personas en las redes y los medios. Si somos muchos los que levantamos la voz, tarde o temprano, lo vamos a lograr.
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A las 3.35 de la madrugada del domingo 15 de junio, en un quirófano del Garrahan, nació Z. Para su mamá Luana y su papá José, que la buscaban desde hace años, fue una bendición. Para el hospital pediátrico más importante de Latinoamérica, que hoy atraviesa la peor crisis presupuestaria de sus 37 años de historia, un hito: la beba de 2 kilos 700 gramos fue la primera operada dentro del útero de su madre en un hospital público de Argentina.
“¡Hola a todos!
Quería contarles que anoche
se hizo la cesárea de la paciente
a la que se le realizó la cirugía
fetal del mielomeningocele en abril”.
El mensaje de Patricia Bellani, responsable del área de Neonatología del Garrahan, llegó el día siguiente al grupo de whatsapp de los coordinadores médicos. La cesárea se había programado para el martes. Pero la mamá rompió bolsa el sábado a la noche y el equipo intervino de inmediato.
“Fue una cirugía perfecta, operamos en la semana 27 y nació en la 36 con una cicatriz impecable y moviendo las piernas”, dice la cordobesa Analizia Astudillo, con una sonrisa de puro orgullo y 38 jóvenes años para los títulos que acumula: ginecóloga, obstetra y especialista en Medicina fetal. Médica egresada de la UBA. Un posgrado en Inglaterra, otro en España.
Analizia sonríe a cámara en un canal de streaming. La cara fresca y redonda, pelo atado en media cola, anteojos de nerd. Cuenta quela operación corrigió un defecto de la columna vertebral y redujo las secuelas severas que hubiera causado en Z. su espina bífida. La hazaña la protagonizó junto a otros 20 profesionales entre neurocirujanos, neonatólogos, especialistas en medicina fetal, terapistas, enfermeras e instrumentadoras quirúrgicas.
La primogénita de Luana y José —ama de casa ella; peón de campo él— es una hija más del Garrahan, el hospital pediátrico que trata al 40 por ciento de los niños con cáncer del país, hace alrededor de 100 trasplantes por año y atiende 600 mil consultas anuales de las enfermedades más graves de niños, niñas y adolescentes de Argentina y países limítrofes.
Z. es también hija de este sistema de salud público argentino, el mismo que desde que asumió Javier Milei enfrenta un desmantelamiento inédito, que incluye recortes de presupuestos, eliminación de programas esenciales, reducción del personal médico y asistencial y congelamiento salarial de los que aún resisten.
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La entrada de Combate de los Pozos se va poblando de guardapolvos blancos. Son las 12 del mediodía del lunes 26 de mayo. Para muchos, el ritual ya es conocido: el reclamo empezó hace 10 meses, en agosto del año pasado. Impresiona, a simple vista, ver más mujeres que varones. Llevan carteles: La salud pública en llamas, dice uno escrito con letras que simulan el fuego; otro en cartulina amarilla: Paro Residentes, y otro más resume el conflicto en números: 10 años de formación, 68 hs x semana, $ 797.000 x mes, $2930 x hora.
Un hombre con canas, que usa pantalones de tela rosa y verde y parece salido de un quirófano, se adelanta. Habla al micrófono: “Hoy estamos aquí reunidos los jefes de las distintas especialidades. No podemos seguir sin ser escuchados ante la situación crítica que atraviesa nuestra institución. El Garrahan no es solo un hospital, es el centro de referencia nacional en salud pediátrica de alta complejidad”.
El Garrahan funciona en forma autárquica y es financiado en un 80 por ciento por el Estado nacional, mientras que el 20 por ciento restante lo aporta el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (CABA). Aquí la motosierra muestra su fase más despiadada: salarios congelados, residentes gritando que con vocación no se paga el alquiler, renuncias de profesionales especializados con años de experiencia, trabajadores que tienen entre dos y hasta tres empleos para llegar a fin de mes.
En un péndulo que combina dosis iguales de indiferencia y crueldad, el Gobierno repite como un mantra la letra húmeda de un guión fallido: que la plata está pero mal administrada, que los trabajadores son ñoquis, que sobran administrativos, que los paros son impulsados por “sindicalistas privilegiados”, como dijo el vocero Manuel Adorni el mismo día que Radio con vos hizo una transmisión especial desde la puerta del hospital.
El Garrahan tiene 587 camas, 132 de terapia intensiva. Realiza más de 10 mil cirugías y da el alta a unos 28 mil pacientes al año. Tiene un banco de sangre, células y tejidos; un banco de cordón umbilical donde se preservan células madre; 14 laboratorios y un área de imágenes e intervencionismo que realiza 180 mil prestaciones anuales. Es el único hospital público que cuenta con un equipo de rayos de última generación para tratar el cáncer. Tiene 20 quirófanos. Ocupa cuatro manzanas.
Hace tres semanas, el gobierno de Javier Milei amplió las partidas presupuestarias destinadas a Salud, a través del decreto 425/2025 publicado en el Boletín Oficial, y acompañó la decisión con la artillería mediática necesaria para confundir a los desprevenidos. Mostró así un incremento de $16.000 millones que, sumados a los $169.445 millones asignados al Garrahan para este año y considerando las proyecciones de inflación publicadas por el Banco Central, se ubican por debajo de lo recibido en 2024. ¿Cómo se traducen estos números? La pérdida del salario es mayor al 40 por ciento, denuncian los trabajadores.
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La entrada por Pichincha parece la Bombonera un domingo de clásico. Los más chicos corretean entre los asientos ocupados, una mamá empuja un changuito con una nena de unos 10 años y con la otra mano apura al más chico, que no debe pasar los dos. Bebés envueltos en mantas térmicas, llanto, mocos colgando, algún que otro chico en silla de ruedas y adolescentes con los ojos clavados en sus pantallas. De tanto en tanto, una risa de juego rompe la monotonía de la espera.
La primera vez que J. vio este paisaje le pareció un laberinto. Tras ese hall de espera que transitan miles de personas por día, se abren pasillos y rampas de colores que suben y bajan como calles de una ciudad.
J. prefiere no decir su nombre, tiene 27 años y es residente de segundo año de neurocirugía. R2, en la jerga. De padre psicólogo y hermana estudiante de Bioquímica, eligió el Garrahan para especializarse porque “junto al Fleni y al Cruce es el lugar que más neurocirugías realiza”.
Por contrato, su horario de trabajo es de 8 a 16, pero los residentes suelen adelantarse una hora para hacer el pase con los médicos de planta. Después de ver pacientes, hablar con familias, evolucionar historias clínicas y estudiar casos, se van entre las seis de la tarde y las ocho de la noche.
Desde el 1 de junio, todos los días, además de marcar tarjeta, mira a la cámara del nuevo sistema biométrico de asistencia, ubicado sobre dos grandes columnas que abren paso al pasillo central.
Como R2, J. cobra $1.250.000. Ese número está estancado desde hace meses. “Con la vocación no se puede pagar el alquiler”, dice. Apoya el reclamo, pero cree que si se adhiere al paro, podría sufrir represalias. “Como los residentes nos ocupamos del 80 por ciento del trabajo, si nosotros paramos, se para el servicio”.
Al cierre de esta nota, el Ministerio de Salud cambió el histórico sistema de residencias médicas y las convirtió en becas de formación. El pretexto: recuperar el rol formativo y corregir las distorsiones y parches acumulados durante más de una década.
Con el nuevo sistema de residencias, los profesionales podrán elegir la beca Institución, que depende de cada hospital y es una modalidad de trabajo sin aportes ni cargas sociales, o la beca Ministerio, que mantiene las condiciones actuales pero sin la posibilidad de recibir de las instituciones para compensar los bajos salarios. En ambos casos, se eliminan el aguinaldo y las asignaciones familiares.
Los residentes del Garrahan que dependen del Ministerio de Salud son alrededor de 300. A partir de los reclamos, y previo al nuevo sistema, el Gobierno anunció un incremento salarial, que en realidad es un bono no remunerativo. Con ese incremento, el sueldo de un profesional en formación de primer año a partir de julio ascendió a $1.300.000.
Para blindar el presupuesto de la salud infantil en el país y encontrar una solución profunda a la crisis, la Cámara de Diputados dictaminó esta semana en la comisión de Presupuesto la Ley de Emergencia Pediátrica, incluyendo un artículo que vuelve atrás con el nuevo sistema de residencias. Por estos días, el proyecto debería tratarse en el recinto y, si es aprobado, pasaría a la Cámara de Senadores para convertirse en ley. Luego, como viene siendo costumbre, podría ser vetado por Milei.
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En los 90, el papá de Silvana Calligaris manejaba un remis en una agencia de Lomas de Zamora para que ella pudiera estudiar medicina en la UBA. Silvana se tomaba un tren, un colectivo y un subte para llegar a la facultad. Cuando por fin se recibió y arrancó la residencia en el hospital Pedro Elizalde, ex Casa Cuna, pasó cuatro meses sin cobrar y se mudó a una pensión. Después, hizo un postgrado en el Hospital Italiano.
Al Garrahan llegó en 2016, cuando concursó un cargo en el área de neurointervencionismo, pero lo conocía desde antes: durante su adolescencia, un hermano suyo fue atendido en el hospital por una enfermedad reumática grave. Allí lo trataron, le dieron contención y hasta cursó en la escuela hospitalaria para no atrasarse en los estudios.
Silvana se especializó en Epilepsia y Enfermedades Musculares Degenerizantes. Descendiente de inmigrantes serbios, primera universitaria de la familia, seis años de carrera de Medicina, cuatro de residencia en Pediatría y otros tres de residencia en Neurología infantil.
Este 1° de julio por la mañana hay 5 grados de sensación térmica. Frente a la entrada del hospital hay siete cámaras alineadas. El sol no llega a entibiar los cuerpos de un centenar de trabajadores y trabajadoras de la salud que van ocupando lugares junto al vocero de turno, jefe de Oncología del hospital, Pedro Zubizarreta.
“No queremos que este conflicto se naturalice. No queremos que la sociedad ni las autoridades se acostumbren a vernos de paro, ni tampoco que piensen que bajamos los brazos. No nos queremos rendir, porque estamos defendiendo algo mucho más grande que un salario, estamos defendiendo un modelo sanitario que ha salvado miles de vidas”, lee.
Silvana fue delegada del grupo de profesionales autoconvocados que sigue avivando el reclamo y hoy tiene mayor visibilidad gracias a la intransigencia del Poder Ejecutivo. Dice que las demandas fueron para todos los gobiernos y que hasta 2022 “con movilizaciones y algunos paros siempre un poquito de salario recuperamos”. Las paritarias del Garrahan son las del conjunto de los empleados estatales, donde pisan fuerte los gremios mayoritarios UPCN y ATE.
“La diferencia —asegura hoy— es que siempre hubo algún diálogo con las autoridades del Consejo de la Administración del Garrahan o con el Ministerio de Salud. Se discutía y se proponía un plan. Ahora lo que vemos del otro lado es agresión. Provocación permanente”.
Silvana, que vive en pareja y tiene un hijo de 14 y otro de 7, hace unos meses se tomó en el Garrahan una licencia sin goce de sueldo por 120 días para entrar a prueba en una institución privada. La angustia venía desde mediados de 2018, cuando Mauricio Macri estaba en el gobierno. Entonces renunció a dar clases en la facultad porque no podía sostener su vida con dos salarios tan bajos.
Siempre dio todo por el hospital: teléfono abierto las 24 horas, no sólo diagnosticar y pensar el mejor tratamiento para un niño, sino ayudar a esa familia o mamá sola con los papeles y las trabas burocráticas, codo a codo con los trabajadores administrativos para que puedan tramitar el certificado único de discapacidad (CUD) y otras cuestiones vinculadas a los cuidados especiales.
Desde 2022, del Garrahan se fueron 233 profesionales. En el último mes, renunciaron 13. En su mayoría, ultra calificados, graduados en universidades públicas, con un promedio de 15 años de formación y altísima experiencia en enfermedades graves que afectan a niños.
En unos días, a Silvana se le termina la licencia. Cuando accede a hablar con Anfibia, está por tomar la decisión más difícil de su vida. Dejar el Garrahan es terminar una historia de amor y profesionalismo que nació incluso antes de empezar a trabajar. Hay pertenencia. Desde el cargo jerárquico más alto hasta el que recién ingresa. Ciencia y amor, como definió la mamá de una paciente.
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A Soledad le gustan las ciencias naturales desde chica. Entrerriana, fue la primera de su familia en estudiar una carrera relacionada con la salud. Dudaba entre Medicina y Química y, finalmente, optó por entender en los diagnósticos de las enfermedades, investigar y hacer nuevas pruebas para encontrar la mejor solución disponible. Tal vez por eso entrar al Garrahan, que tiene un laboratorio central certificado con normas internacionales y donde reciben pacientes que no se pueden tratar en otros hospitales, era su mayor anhelo.
“Hay residencias puntuales que te dan la especialidad, presentas cursos y trabajos que lo avalan. Después te anotás en un concurso, rendís un examen y la nota se promedia con el puntaje del resto de la carrera”, detalla. “Estudié un montón y acá estoy”, se le quiebra la voz.
Soledad hoy tiene 27 años y vive en Capital Federal. Usa el pelo lacio a la cintura y anteojos negros de carey. Es R1 de Bioquímica desde septiembre de 2024. En el Garrahan hay especialistas en trasplantes hepáticos, renales, cardíacos y especialidades oncológicas que no se ven en otros hospitales. “Nosotros al tener esa diversidad podemos decir: para este cáncer es mejor este tratamiento y no aquel. Pero no solo eso, acá los técnicos de hemostasia conocen los nombres de los pacientes”, se emociona.
Desde 2022, del Garrahan se fueron 233 profesionales. En el último mes, renunciaron 13. En su mayoría, ultra calificados, graduados en universidades públicas, con un promedio de 15 años de formación y altísima experiencia en enfermedades graves que afectan a niños.
No puede precisar desde cuándo el clima se enrareció, pero sí una escena de cebolla picada, rodajas de zanahoria y salsa de tomate. El miércoles 25 de junio, a las 11 de la mañana, los trabajadores y trabajadoras del Garrahan hicieron un paro activo y un festival. Mientras en la puerta del hospital preparaban el tuco para los ñoquis —en respuesta a los agravios del gobierno— y el circo de Mekeke entretenía a chicos y grandes, adentro, se cocía un guiso más espeso.
En el laboratorio de Hematología, una mujer bien peinada y con barbijo se presentó como integrante del Ministerio de Trabajo y le pidió a Soledad y a una compañera los datos personales y el DNI. Ella accedió y le explicó que, por ser residente, estaba rotando por distintos servicios.
—Estoy constatando que las personas estén en sus puestos— devolvió ella y anotó en un listado. Acompañada por un hombre, siguió recorriendo el pasillo.
Después de este episodio, Soledad se tomó unas vacaciones para descomprimir, frenar la angustia y reflexionar sobre su futuro.
Los que tienen muchos años en el hospital dicen que esto nunca había pasado. A Soledad le tiembla la voz de nuevo. “Voy a trabajar con miedo. Me siento muy mal, camino el hospital y me pongo a llorar, necesito descansar y no puedo, los de planta también, todos estamos muy mal”, dice. Pensó en irse. Pero no. “Me esforcé mucho para llegar. Ellos quieren que nos vayamos de a poco. No hay que darles el gusto. Hay que evitar que el hospital pierda su calidad”.
A la seguidilla de malas noticias para los trabajadores y trabajadoras se sumó la semana pasada la designación de Mariano Pirozzo como nuevo director médico ejecutivo del Hospital. Se trata del ex interventor del Hospital Nacional Bonaparte.
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El trabajo de Florencia Vargas —40 años, desde hace 9 en el área de prestaciones de auditoría médica— es pedir a las obras sociales todo lo que necesita un paciente para operarse o realizar una práctica. Por ejemplo, si a un niño lo atienden en Hemodinamia y le piden estudios y materiales para analizar los parámetros del corazón, con todos esos papeles la familia va al sector administrativo para tramitarlo con la obra social.
Florencia, que es delegada de la junta interna de ATE, entró al hospital el 1° de agosto de 2016, después de un largo proceso de selección: un examen, otro y después el concurso. Ella venía de trabajar en IOSFA, la obra social del personal de la Fuerzas Armadas, y antes en el call center de Cablevisión.
“Lloré cuando me dijeron que iba a trabajar ahí. Poder ayudar a estas familias… Estos días en que se escuchan tantas historias de pacientes, de médicos, te emociona más, esto es una casa”, se enorgullece durante una entrevista telefónica con Anfibia.
Para mantener semejante estructura, el trabajo de los administrativos es clave. Ellos y ellas se encargan de gestionar la adquisición de equipamiento e insumos médicos; orientar, asistir y acompañar a las familias que llegan desde las provincias o facilitar su atención y seguimiento a través de la telesalud, entre muchas otras tareas. Pero el Gobierno nacional los apuntó con la idea falsa de un staff sobredimensionado. Dijeron que el Garrahan tiene 953 empleados administrativos y solo 478 médicos de planta. Falso: el 68 por ciento de los trabajadores —3.190 empleados— forman parte del nivel asistencial y están en contacto con pacientes. Mientras que 957 integran el grupo de logística, donde sólo 473 son administrativos, según datos del área de estadística del hospital.
“Nunca antes vivimos un momento así”, asegura Florencia. Y no habla sólo de su situación laboral, que le preocupa y mucho: trabaja 8 horas de lunes a viernes y gana $900.000. Como no llega a fin de mes, hace horas extras. Sus compañeros también. Otros manejan Uber, venden cacerolas o suman otras changas.
Florencia habla también de los niños y niñas y de las familias que necesitan atención. “Muchos reciben maltrato por parte de las obras sociales y no tienen recursos para hacer un amparo y nosotros no tenemos respuestas para darles. Antes la dirección aceptaba cubrir más procedimientos que después se recuperaban, pero ahora solo es en casos muy urgentes”, dice.
Más del 60 por ciento de los niños que se atienden en el Garrahan cuentan con cobertura pública exclusiva y alrededor del 35 por ciento tiene obra social o prepaga. El 70 por ciento vive en la provincia de Buenos Aires, mientras que un 22 por ciento proviene de otras provincias y el 16,29 por ciento de la Capital Federal, según datos del hospital.
“Acá atendemos a ese 60 por ciento de niños pobres del país, pero también a los chicos que tienen cobertura y que necesitan procedimientos de alta complejidad. La situación es desesperante y angustiante. Quieren avanzar sobre una conquista como la salud pública dejando de lado a las niñeces y los viejos”, denuncia Florencia, que sufre las mismas necesidades con su papá, que tiene Pami y cobra la jubilación mínima.
El 68 por ciento de los trabajadores —3.190 empleados— forman parte del nivel asistencial y están en contacto con pacientes. Mientras que 957 integran el grupo de logística, donde sólo 473 son administrativos, según datos del área de estadística del hospital.
El jueves 4 de junio Florencia estaba en su oficina cerrando la jornada de trabajo. A las 15.45 una compañera también residente pero dependiente de la Ciudad de Buenos Aires le avisó que a los de Nación los presionaban con despedirlos si no levantaban el paro. Agarró sus cosas y subió al segundo piso. Muchos estaban en shock, algunos lloraban, se abrazaban. Al otro día volvieron a trabajar y tomaron la guardia. Denunciaron: “Nos vimos obligados a cesar la medida del paro, ante las advertencias del consejo de administración de aplicar sanciones, incluyendo descuentos en los haberes, pérdida de la regularidad en la residencia e, incluso, el despido”.
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Todos los días, Paola, de 47 años, sale a las 7 de la mañana de su casa en Virrey del Pino para dar clases a las 8 en la Universidad de La Matanza. Al mediodía, recorre en su auto la distancia que la separa del Garrahan. Siempre esquiva los peajes para que no se le vaya un montón de plata. Es enfermera en el área de Neonatología.
De chica, quería ser oceanógrafa o veterinaria porque le gustaban el mar y los animales. Pero ganó la tradición familiar —su mamá es enfermera ya jubilada— a la que se resistía “porque históricamente la enfermería estuvo mal paga y tenía menos reconocimiento social que hoy”.
La Neo es una sala con 50 camas, 30 ocupan un espacio común y se ven incubadoras conectadas a mandos de control y monitores con muchos cables: es la Unidad de Terapia Intensiva. De las 20 restantes, 16 son para internación y 4 para madres. La rutina de Paola varía según el lugar en el que le toque rotar.
Paola llega, toma la guardia, chequea los pacientes que tiene asignados —si fueron operados o vienen derivados de otro hospital para una cirugía compleja—, y arranca con las tareas habituales: en bebés que llegaron a pesar 500 gramos hace laboratorio, coloca vías, sondas nasogástricas o vesicales, revisa las indicaciones de los médicos, prepara la medicación, coloca catéteres.
Como buena exponente del Garrahan, Paola se sumergió en la enfermería como si fuera el mar que alguna vez soñó. Cumplió todos los pasos: fue auxiliar mientras terminaba el secundario en el Hospital Israelita, se graduó en la carrera de Enfermería de la UBA e hizo la licenciatura en la Universidad Austral. Después, como le gustaba la docencia, completó el profesorado de salud en la Universidad de Buenos Aires.
El camino le sirvió para atender a los más vulnerables de los vulnerables y ser sensible y empática con el dolor. “Todos tienen alguna complicación, alguna alteración, nosotros estamos entre la vida y la muerte siempre. Acá, si fallece un chico, tenemos que contener a la familia y seguir atendiendo al que está al lado. La batalla es todos los días”, dice, natural, con 15 años de Garrahan a cuestas.
Pese a la tarea esencial que desarrollan, la mayoría de los enfermeros y las enfermeras se ven obligadas a tener más de un trabajo por los bajos salarios. En el Garrahan, el salario básico para la enfermería es de $352.000 y a eso se le suman adicionales: título de especialidad o desempeño en áreas críticas, entre otros. Ella, con 11 años de antigüedad, ronda el $ 1.500.000.
“Cuando ves que un enfermero en esas cadenas de farmacia puede ganar hasta $3.000.000, te indigna. Pensás lo abajo que está lo que hacemos, ¿no? Somos profesionales de la salud y atendemos estas complejidades o en otros servicios y tenemos a cargo una vida ¿Qué está pasando?”, se pregunta.
La semana pasada bajó al kiosco a comprar y vio a una mamá de la Neo compartiendo la vianda con los otros hijos en el hall de ingreso. La rodeaban como pollos a una gallina. El sol se colaba por las puertas vidriadas de la entrada, donde un gran mostrador daba la bienvenida con un HOLA. Últimamente, se internan más bebés con familias en situación de calle. En el Garrahan le dan comida y alojamiento al cuidador. Por eso muchos no quieren recibir el alta.
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Antes de cumplir un año Abril dejó de comer. Y aunque algunos médicos pensaron que estaba cortando dientes, su mamá sintió que había algo raro y la llevó al Garrahan. Cuando llegaron, tenía mucha retención de líquido y después de algunos estudios dieron con el diagnóstico: el tamaño del corazón se le había triplicado a causa de una miocardiopatía dilatada por adenovirus.
Lo que vino después es historia conocida. Tras ingresar en la lista de espera de emergencia nacional del INCUCAI, Abril Dispenza —que hoy tiene 22 años y vive con su pareja en la localidad de San Martín— fue trasplantada el 24 de enero de 2004 gracias a un donante con sangre no compatible. Otro hito del Garrahan.
Es lunes 2 de junio de 2025. Cae la noche sobre la plazoleta del Obelisco. Abril, su mamá Carolina, la pediatra Marisa y la kinesióloga Bety forman una ronda entre las más de mil personas reunidas alrededor del monumento, donde hay médicos, residentes, trabajadores de salud y familias de pacientes con velas en sus manos, la mayoría con pines de corazón recortados en cartulina violeta. Es la noche de las velas, convocada por los residentes del Garrahan.
“El conflicto nos atraviesa a todos, es algo muy difícil, me siento parte de los chicos que están reclamando por un salario digno, hoy en día no estoy en el hospital, pero si te estás atendiendo ahí también estás pensando en que les paguen como les tienen que pagar”, dice a Anfibia en un audio mientras prepara Psicología evolutiva de la niñez, materia del tercer año de la carrera de Psicología de la UBA.
“Me molesta un poco el hecho de que se haya trivializado la discusión de si es importante o no, porque es meterse con la salud, un tema tan importante, —dice Abril— y con el Garrahan que es el hospital infantil más importante de Argentina y a nivel regional también”.
Pese a los intentos del Gobierno por denostar al Garrahan y a sus trabajadores, el 85,9 por ciento de los argentinos cree que es justo el reclamo de los residentes, y el 72,2 por ciento rechaza la idea de que los médicos tienen que ajustarse como todo el mundo, según datos publicados por la consultora Zuban Córdoba.
¿De qué está hecho el Garrahan? “De un grupo de personas increíbles”, responde Abril. “De gente que te escucha y que quiere solucionar tu problema, y está formada y capacitada para resolver enfermedades de chicos muy complejas. Con todo lo que hacen, ahí no sobra nadie.”