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NADIA VRIZZ Y UN LEGADO QUE TRASCIENDE

Tricampeona del básquet femenino bahiense, goleadora histórica de la competencia y MVP del último torneo, entrevista a Nadia Vrizz, tan bahiense como reginense.

Antes de iniciar esta nota hay que ponernos en contexto, los amante de Back to the Future van a pensar en el Delorian, pero cada unx puede subirse al habitáculo imaginario que quiera, lo que necesito es que se transporten 3 décadas para atrás, 30 años. Una vez ubicados ahí vamos a poder apreciar la dimensión de lo que Nadia Vrizz, reginense casi de nacimiento, terminó por lograr en su ciudad natal Bahía Blanca.

Nadia, como les decía, vino a vivir a Regina muy poquito tiempo después de nacer, y acá vivió hasta que terminó la secundaria, la mayoría de su familia continúa en Regina (en Bahía Blanca vive su familia materna). Ella es profe de educación física pero por sobre todas las cosas jugadora de básquet! Y qué jugadora!!

Nadia Vrizz de 36 años es la  goleadora histórica de la 1ra del básquet femenino de la ABB (Asociación bahiense de básquet), tricampeona con el Club El Nacional (lograron la tripleta hace una semana) y fue elegida como la Mejor Jugadora del torneo mediante una votación digital. Es referente indiscutida en el básquet femenino de Bahía, un lugar, donde como todos sabemos, se respira y se vive baloncesto.

Nadia vrizz recibiendo el trofeo en manos del presidente Palotti, de la ABB

¿Por qué el viaje imaginario al pasado? Imagínense lograr una carrera deportiva con tal reconocimiento, arrastrando una pasión desde que la práctica y competencia de la disciplina era casi exclusiva de los varones, retrocediendo en el tiempo y mirando todo desde ya, se aprecia que todo reconocimiento y valoración en un deporte históricamente de varones cobra muchísima más relevancia.

Comenzó a jugar al básquet en el Club Atlético Regina a los 8 años, cuando su profe de educación física de la escuela N°52, Aldo Ruiz Díaz motivó a su mamá para que la acerque a la cancha del Albo. “En ese momento había comenzado a crearse un grupo de chicas de distintas edades, entrenábamos todas juntas en un mismo horario con la entrenadora «Marchu» (Marcela Porrino). Pero cuando cumplí los 13 se disolvió. Las formativas de varones las entrenaba el Ale (Alejandro Orazi), quien me motivó y dio la posibilidad de continuar entrenando con los varones. Imposible olvidar la buena onda de los chicos al integrarme a sus entrenamientos, nunca tuve ningún problema ni diferencia, inclusive más de una vez preguntaban por qué yo no podía participar de los partidos al ser mujer”, recuerda Nadia sus primeros pasos en el básquet, ya con algunos obstáculos.

Hoy, muchos clubes que no cuentan con espacio físico ni disponibilidad horaria para sumar categorías, proponen entrenamientos mixtos. En aquel momento, digamos que la predisposición del “Ale” a que Nadia continúe con su pasión no era lo normal.

Ante la falta de competencia femenina en la ABAV (Asociación de básquet de alto valle), mediante el contacto del profe Orazi, Nadia se fue a jugar a Cinco Saltos (a 115km de Regina), club rionegrino que participaba de la Liga neuquina, “mi papa siempre apoyándome me llevaba todos los findes a alguna ciudad de la zona para poder jugar”. Llegó a integrar la selección de Río Negro en sus dos últimos años viviendo en Villa Regina. Hacer algunos (muchos) kilómetros para hacer lo que la apasionaba, no fueron un problema.

Una vez terminada la secundaria, Nadia se fue a cursar los estudios del profesorado de Educación Física, carrera que terminó y hoy se desempeña como entrenadora de mini básquet en Bahía Basket, uno de los proyectos deportivos más ambiciosos del país, del básquet sin dudas a cargo de Pepe Sanchez, con Juan “Pipa” Gutierrez como coordinador deportivo y Laura Cors como entrenadora del equipo de Liga Argentina.

Nadia desfilando en un encuentro de mini basquet con sus peques de Bahía Basket

Cuando llegó a Bahía (inicios del 2000), el básquet femenino tampoco hacía estragos ni estaba conformado y desarrollado como lo está hoy jugando en Sportivo Bahiense teníamos que esperar meses para poder organizar un partido con algún club de la zona, y hasta llegamos a integrar el torneo de Mar del Planta teniendo que hacer (otra vez) kilómetros y  lo imposible para juntar el dinero para poder pagar el transporte, actualmente el  basquet femenino a evolucionado tanto en la ciudad como en el país, pero aún quedan muchísimas cosas para seguir trabajando”. Al día de hoy el compromiso de abrir categorías femeninas no fue asumido por todos los clubes (en promedio 1 de cada 3 clubes cuenta con categorías femeninas), “creo también es por falta de disponibilidad de espacio físico. La difusión del deporte también ha ayudado a que muchísimas chicas se acercaran para practicar”, explica Nadia.

Agrega también que “Hay que seguir trabajando en el compromiso de parte de los clubes para sumar las categorías femeninas y que empiecen a proyectar a crear los  espacios físicos sobre todo. Creo que se está logrando pero a paso muy lento, hay diferencias que en relación con los varones que todavía hay que seguir puliendo, y eso también va a ayudar a que el nivel de juego crezca”. 

TRICAMPEONATO Y RETIRO

Nadia Vrizz junto a El Nacional y su entrenadora incondicional Viviana Albizzu (se acompañan desde el 2014) lograron el tricampeonato y la jugadora anunció que dejaba de jugar. Algunos dicen que esa es la forma justa de retirarse, en la cima, ganando, siendo arrollador; una mirada algo triunfalista y demasiado selectiva para mí gusto. Sin embargo ortos dicen que hay que retirarse cuando ya no queda mucho para dar, cuando se está acostumbrado a dar el 100 y ya no se llega ahí, cuando se dio todo; se me aprecia mucho más significativa y coherente esa despedida y está al alcance de cualquiera, menos exitista y más mundana.  En definitiva siempre se pierde más de lo que se gana, si de resultados hablamos.

Lo cierto es que cualquiera de las dos opciones se adaptan con facilidad a la realidad de Vrizz, hablando de su último torneo, Nadia no podía estar más feliz nunca imagine un retiro así, este torneo fue super especial ya que mi retiro lo venía procesando en mi cabeza hace tiempo pero sin dejar de disfrutar hasta el último momento, hicimos un torneo buenísimo a pesar de que el banco se nos hizo corto al final, el quinteto inicial se hacía notar mucho en el juego ya que todas cumplieron muy bien su rol en la cancha. Nos entendimos muy bien. Terminar invictas y salir tricampeonas nadie se lo imaginaba. Salir MVP no fue solo merito mío sino también del apoyo de mis compañeras y la confianza que siempre me tuvo mi entrenadora”.

Respecto al retiro dijo “Es algo que venía procesando en mi cabeza hacía tiempo, son varias las razones que me llevaron a tomar la  decisión. Ya no podía sostener más el compromiso como siempre lo hice al 100, entrenar hasta tan tarde y al otro día ir a trabajar. Tener que jugar los domingos se me hacía cada vez más pesado, resignar estar presente con mi familia y además tengo varios proyectos personales que quiero realizar. Muchos pensaron que era por mi rodilla la cual me operé en 2 oportunidades (ligamentos cruzados y meñizcos) pero eso no deja de ser una lesión como tantas que tuve que superar, como todo deportista lo hace”, las lesiones tampoco fueron obstáculos para Nadia.

Como frutilla de una gran carrera, el reconocimiento que recibió Nadia del ambiente del básquet, en la ciudad más basquetbolera del país, no tiene precio, más aún en un contexto donde todo ámbito (más el deportivo) está determinado por el androcentrismo. “La verdad es que nunca esperé recibir tanto reconocimiento, quedé totalmente sorprendida, recibí palabras y abrazos de muchísima gente y eso me pone muy feliz porque significa que hice las cosas bien. Poder continuar jugando todos estos años como el resto de las chicas significó muchísimo sacrificio pero la verdad que la pasión siempre fue más fuerte”, nos cuenta Nadia.

Para ir cerrando el recorrido de la mano de Nadia, como un ejemplo de lo que es ir en busca de lo que a uno le genera felicidad sin importar los obstáculos, con esta mirada desde los inicios cuando todo costaba un poco más, no estamos exentos de decir que todavía falta y que todavía las chicas que quieren practicar el baloncesto se encuentran con vacíos, sin igualdad de posibilidades que los chicos, por eso mejor quien que Nadia para dejar un mensaje de perseverancia y de lucha constante “Mi mensaje para las chicas que empiezan a desarrollarse en el deporte es que no les tiene que importar los obstáculos que se presenten, si a una realmente le apasiona eso no va a ser un impedimento. De chica para no dejar de jugar decidí entrenar con varones, hacía kilómetros y kilómetros todos los findes para poder jugar y nunca bajé los brazos. Las cosas están cambiando y hay que seguir en la lucha. Me retiro con casi 37 años pero eso no quita que siga involucrada en el basquet tratando de aportar lo que pueda para que sigamos creciendo”.

Nadia deja un legado en Bahía que seguramente muchas chicas bahienses lo tomen, ella ayudó a forjar el crecimiento de un deporte que la apasiona, pero ese legado no es solo bahiense, también es un poquito reginense y por supuesto de todas las chicas que aman el básquet como ella.

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    ***

    Hal y Harper son dos hermanos en sus veintipico que viven una cercanía tan intensa como difícil de nombrar: Hal (Cooper Raiff), un universitario inquieto, eléctrico, por momentos desbordado; Harper (Lili Reinhart), su hermana mayor, que intenta sostener un trabajo, una relación amorosa de años y una rutina que ya no la entusiasma. También hay un padre (Mark Ruffalo): un hombre silencioso y apesadumbrado intentando rearmar una vida que se vino abajo. A diferencia de Hal y Harper, nombrados una y otra vez, de él nunca escucharemos su nombre, siempre será El padre (pero, si afinamos el ojo, al final, aparecerá en un libro escrito para niños). Ronda los 60 años, está en pareja con Kate, de 38, espera un nuevo hijo y decide vender la casa donde Hal y Harper crecieron. Sobre esa noticia se monta un clima denso que, pronto entendemos, tiene su origen en una herida previa: la muerte muy temprana de la madre.

    H&H avanza como un cuadro impresionista, como una composición hecha de destellos que se tocan y se separan, manchas que son escenas, tiempos, traumas, angustias y recuerdos. No hay jerarquías: un gesto mínimo tiene la misma fuerza que una discusión feroz, un silencio pesa tanto como una revelación. Una niña pequeña que señala el agujero en un pantalón diciendo “tienes un hueco, papá” aparece fugaz y se superpone con lo que en apariencia es el presente. La serie respira con esa lógica fragmentaria, como es realmente la vida: capas sucesivas de memoria afectiva, donde lo que pasó y lo que está pasando no se distinguen del todo, donde el tiempo existe y no existe a la vez. Los recuerdos no son nítidos, ni producen en todos las mismas huellas. Aparecen como una irrupción que captura a los personajes en un estado de desconcierto. No hay un regreso ordenado al pasado; hay escenas que emergen sin forma fija, casi como texturas emocionales, como sensaciones que permanecen en el cuerpo. Raiff entrena al espectador en ese modo de ver y explota el recurso televisivo de la entrega semanal. Lo hace en capítulos de no más de 29 minutos. Esta estructura concisa, condensada desde un borrador inicial más extenso, funcionó como una destilación del material: el proceso de edición forzó un foco más nítido en la dinámica familiar esencial, elevando la importancia de cada interacción. Así en cada episodio la emoción se concentra en esos destellos de belleza y vulnerabilidad.

    Resuena algo de As I Was Moving Ahead Occasionally I Saw Brief Glimpses of Beauty, la película-diario en la que Jonas Mekas construye un mundo a partir de fragmentos domésticos, breves luces que no buscan explicar nada, que solo hilvanan destellos de vida. Aunque aquí hay una intención narrativa muy distinta a la de Mekas, Raiff filma como si buscara lo que el lituano encontraba en sus cintas: el instante que se ilumina, que aparece y desaparece antes de que podamos nombrarlo. Esa lógica de destellos convierte a la serie en un diario emocional donde la memoria es una materia en movimiento, un flujo que avanza sin organizarse del todo.

    ***

    El artificio más evidente es también el gesto más honesto de H&H: los actores adultos interpretan a sus personajes también cuando tienen siete y nueve años. La confusión que produce este recurso, más que desorientar, revela. Raiff y Reinhart Corren por el recreo junto a sus compañeros, escuchan que no los invitan a un cumpleaños, resuelven una tarea de primer grado sentados en pequeños pupitres o intentan despertar a un padre con depresión que se olvidó de llevarlos a la escuela: la serie no organiza el pasado ni el presente, porque los personajes tampoco pueden hacerlo. La forma se vuelve entonces un espejo emocional que, al negarse a ser cronológico, sumerge al espectador en el mismo desconcierto en el que se encuentran los protagonistas.

    Esta apuesta muestra cómo esa infancia sigue respirando dentro del presente y sigue lastimando a los adultos que hoy son Harper y Hal. La continuidad de los cuerpos también resuena en eso que escuchamos más de una vez en la serie: niños que crecieron demasiado rápido, niños que estuvieron solos ante lo insoportable. Pero también niños que hicieron una especie de pacto, que se cuidaron a capa y espada ante la muerte. Esos cuerpos cargan con la memoria física del trauma, pero también con la posibilidad de la redención. En lugar de ofrecer un pasado explicativo, la serie muestra algo más íntimo: ese pliegue donde el niño y el adulto son la misma persona, donde el tiempo no avanza ni retrocede sino que se superpone, como si cada versión de uno mismo intentara todavía entender qué le pasó. El recurso, lejos de ser una rareza estilística, revela la verdad emocional de Hal & Harper: el presente no se entiende sin un niño que busca aire, y el pasado sólo cobra sentido cuando un adulto se atreve a mirarlo.

    ***

    Escuchamos una y otra vez decir que Hal & Harper es una serie sobre la sanación. Lo interesante es la forma en la que Raiff entiende ese healing del que habla. En esa convivencia entre lo que dolió y lo que todavía duele, en esos pliegues entre los niños de antes y los adultos de ahora, la serie sugiere que ninguna sanación es definitiva. Como los destellos de Mekas, el alivio a veces viene como espasmos. Y eso se siente en distintas escenas que no son necesariamente el desenlace: el aro de basquet, la guerra de nerfs en la mitad de la noche, o la más significativa: cuando la pequeña Harper quiere cantar. Es una nena tímida, retraída, con pocas amigas, que pasa los recreos leyendo y no le interesa el deporte. Cuando le menciona al padre su intención de tomar clases de canto, él reacciona con extrañeza, como si no supiera bien cómo manejar ese deseo que desborda la imagen que tiene de ella. Con torpeza, le dice que, para poder cantar, hay que nacer con algo. En el capítulo final, pero en un tiempo que también es pasado, Harper canta en un acto escolar I Will Survive y Hal y el padre quedan deslumbrados. Más tarde, en el auto, hay un instante luminoso, un pequeño alineamiento afectivo que no corrige nada del dolor que comparten y del que no hablan, pero sí lo suspende. Esa escena trasluce lo que H&H viene a decir sobre la superación: que ninguna sanación es de una vez y para siempre, que lo reparador aparece a veces como un destello breve, un glimpse of beauty. H&H mira esos instantes con tiempo; no los convierte en epifanías, apenas los deja brillar lo suficiente como para recordarnos que también de esos instantes se sostiene una vida: miracles and crosses, milagros y cruces, canta Alex G sobre el final.

    ***

    Hay algo más que Hal & Harper hace con precisión casi documental: la organicidad con la que muestra cómo el teléfono media los vínculos afectivos. No como un obstáculo ni como una amenaza, sino como una extensión real de la intimidad. Los personajes llaman, escriben mensajes, borran y reescriben, se mandan audios larguísimos que llegan cuando deberían estar dormidos, leen y no responden. Esa mediación, que en otras ficciones aparece como un frío intermedio o es omitida, acá es parte del pulso emocional: un mensaje puede ser una caricia, un llamado puede lastimar. Raiff filma los teléfonos sin distancia, como si entendiera que hoy los afectos también pasan por esas pantallas que guardan voces, silencios, dudas y pequeños instantes de amor. Es una fidelidad tan literal a la forma en que vivimos que, en lugar de enfriar el drama, lo vuelve más real.

    La música aparece como un alivio inesperado, una especie de respiración que afloja la densidad emocional en la que nos sumerge cada breve episodio. La playlist resulta una larga lista de canciones de indie folk íntimo, hecha de guitarras suaves y voces frágiles. No es un recurso nostálgico ni un marcador de época: suena como un pulso interno, como si las canciones emergieran desde un rincón de la memoria que los personajes no saben que conservan. Las canciones acompañan además los saltos de diez años con naturalidad, como cuando suenan Miracles de Alex G o Garden Song de Phoebe Bridgers, por un instante todo se ilumina y algo se vuelve más liviano. Como si la música supiera cómo suspender el peso de las cosas.

    ***

    La serie es vaga sobre los detalles de la muerte de la madre. Escuchamos decir que murió en “un accidente de auto”, que su auto “cayó por un barranco”, que fue “un accidente público”, pero también que “abandonó a su familia”. La narrativa se niega a cerrar ese evento en una causa simple o a nombrarlo de manera definitiva. Esa ambigüedad es deliberada y remite al drama interno: el dolor del padre es tan inhabilitante, su depresión tan profunda, que la muerte se siente en el aire como algo no resuelto, como una herida que lleva la carga de una culpa, independientemente de los hechos. La duda que tenemos es la que tiene Harper niña y adulta: ¿por qué se fue?. La serie no necesita confirmar un suicidio para que los personajes se sientan responsables; es ese hueco narrativo, ese evento nunca del todo comprendido ni hablado por ellos, lo que captura a Hal, Harper y al padre en un estado de desconcierto permanente. La incapacidad del espectador de entender qué pasó es un reflejo de la incapacidad de los protagonistas de cerrar el pasado y avanzar.Un padre paralizado por la pérdida, incapaz de darle a sus hijos la seguridad que necesitan; unos hermanos unidos por una lealtad que los ahoga; la pérdida material de una casa que cristaliza también la pérdida de un tiempo; la inminente llegada de un “nuevo” hermano que enfrenta a los hijos con un “nuevo” padre, un amor distinto como el que se inventa con la pareja del padre cuando la distancia generacional es mínima (no hay palabras para nombrar esto, no es madrastra, ni amiga, es otra cosa). Todo está como pegoteado: se trata de una proximidad tan grande que entorpece el afecto.

    La trama familiar se convierte en una crónica sobre la necesidad universal de separarse de la familia para poder armar lo propio, sin distanciarse del todo. Es interesante que tanto el clímax del trauma como su distensión se den a partir de la irrupción de una ajena al triángulo amoroso: Kate, la pareja del padre, reorganiza el mapa afectivo introduciendo un nuevo código, otras formas del amor y las expectativas, recordando que a veces lo que más necesitamos para salir del ensimismamiento es un otro, uno de palo y de afuera. Lo dice Harper cuando agradece a Kate por “hacerlos sentir como en casa”, pero lo sabemos desde los primeros capítulos en los que esta mujer, embarazada y con sus propios miedos, descoloca a los hermanos que tienen que revisar la forma en la que se mueven en esa casa que ya no es del todo propia. Ella es el contrapunto necesario a la historia de pérdida: una figura que se niega a heredar el peso del duelo ajeno, pero que, cuando el padre le pide perdón por huir, buscando con desesperación “recuperar su confianza”, responde con una certeza desconcertante: «nunca la perdiste, confío en ti». Ese gesto es la clave de la distensión: le devuelve al padre la fe en su capacidad de ser mejor, lo libera de su parálisis y desliga a Hal y Harper de su rol primario de cuidadores emocionales. Es esa posición afectiva, sin expectativas de rescate, la que finalmente permite que el vínculo de auxilio que los definía pueda disolverse para dar lugar a algún tipo de autonomía sin desligarse.

    Aunque en H&H lo familiar disfuncional está llevado a un límite, el reflejo en los personajes es sencillo y orgánico, porque no hay familia sin perturbación, no hay familia sin nudos, sin capas, sin ese pegoteo. La serie nos recuerda que toda familia, incluso la más funcional, es una constelación única de traumas compartidos y pactos tácitos. Es bajo esa luz que el drama de los hermanos se vuelve universal. 

    ***

    El último episodio de H&H dura el doble que el resto y es el más ambicioso y logrado de la serie. Tiene una dedicatoria: a los padres y a los niños que tuvieron que actuar como padres (for parents and parentified). El subrayado ofrece una clave de lectura: un padre ausente también es un padre. Una hermana que cuida, también es una hermana. Y hay cuidados que todavía esperan una palabra que los bautice. Lo más precioso de H&H es la compasión para mirar lo que las personas pueden y no pueden hacer. Su mayor acierto está dado por la forma en la que muestra las fallas de sus personajes sin juzgarlos, la manera en que los muestra siendo torpes e intentando enmendar sus errores: en esos tropiezos la serie vuelve a tocar nuestra tesis inicial, esa idea de que sólo en el barro de la vida aparece lo verdadero.

    H&H no se trata sólo de sanar heridas antiguas, también está hecha de una confianza amorosa en la adversidad, un amor que perdura a pesar de las fallas propias y ajenas, sin mezclarse con los significantes de la incondicionalidad. “Seguridad, nunca; confianza, sí”. Lo escribió Pedro Salinas en una carta de amor y funciona también como un mantra de vida. Algo así le pide Hal & Harper a sus espectadores y es lo que sus personajes se piden entre sí: keep breathing. Ese parece ser el pacto: aprender a confiar.

    Fotos: Mubi

    La entrada Sabés que no aprendí a vivir se publicó primero en Revista Anfibia.

     

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