La otra convertibilidad: el “uno a uno” de 1899 que fue éxito monetario pero un rotundo fracaso social
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La otra convertibilidad: el “uno a uno” de 1899 que fue éxito monetario pero un rotundo fracaso social

 

Mucho antes del plan de convertibilidad de los años noventa impulsado por Domingo Cavallo, la Argentina vivió otro experimento monetario similar.

Por Walter Onorato para EnOrsai

Mucho antes del plan de convertibilidad de los años noventa impulsado por Domingo Cavallo, la Argentina vivió otro experimento monetario similar. Fue en 1899, durante la segunda presidencia de Julio Argentino Roca, cuando el país decidió fijar la paridad del peso papel con el peso oro en una proporción de 2,27 a 1. Aquella medida, conocida como la “Ley de Conversión”, fue presentada como una solución técnica para estabilizar la economía tras la crisis de la Baring Brothers y una década de gran inestabilidad.

Según la narrativa oficial, esa convertibilidad fue un éxito rotundo: generó confianza, atrajo inversiones y colocó a la Argentina entre los países emergentes más estables de comienzos del siglo XX. Pero detrás de la euforia financiera se escondía un país profundamente desigual, con una estructura económica concentrada y un sistema político cerrado que beneficiaba a unos pocos.

El proyecto de la conversión fue impulsado en un contexto de recuperación luego del colapso financiero de 1890. Carlos Pellegrini, que había asumido la presidencia tras la renuncia de Juárez Celman, logró evitar el default negociando con banqueros ingleses lo que podría considerarse el primer “blindaje” de la historia argentina. Años más tarde, ya como senador, Pellegrini rechazó las propuestas de paridad “uno a uno” y defendió una tasa de cambio más realista que no castigara a los exportadores. Finalmente, Roca adoptó su postura y fijó el valor de 2,27 pesos papel por cada peso oro, dando inicio a una etapa de estabilidad que duraría hasta 1914.

La Ley de Conversión creó una caja encargada de emitir billetes respaldados por reservas metálicas. Aunque al comienzo no contaba con un gran stock de oro, el país fue acumulando reservas a medida que crecían las exportaciones agropecuarias. La expansión de los ferrocarriles, financiada en gran parte con capitales británicos, trajo consigo un auge de inversiones, empleo e infraestructura. El peso argentino se convirtió en una moneda confiable, el crédito externo fluyó sin sobresaltos y los precios internos se mantuvieron estables. El respaldo metálico llegó a cubrir hasta el 70 % de la emisión, un nivel superior al de países europeos como Francia o Bélgica. Todo parecía indicar que la Argentina había encontrado el camino de la estabilidad y la modernidad económica.

Sin embargo, la otra cara de ese aparente “milagro monetario” fue una sociedad profundamente desigual. El auge agroexportador y la estabilidad monetaria beneficiaron a los grandes terratenientes y a las casas comerciales vinculadas al capital extranjero, pero excluyeron a vastos sectores de trabajadores rurales y urbanos. La estructura agraria basada en el latifundio concentró la riqueza en pocas manos mientras millones de inmigrantes europeos, atraídos por la promesa de prosperidad, se convirtieron en mano de obra barata en los puertos, los talleres y las vías del ferrocarril. El crecimiento económico fue indiscutible, pero el reparto del ingreso fue profundamente inequitativo.

Las condiciones laborales de la época eran precarias, sin derechos sociales ni mecanismos de protección. Los sindicatos apenas empezaban a organizarse y el Estado carecía de políticas redistributivas. Las huelgas obreras eran reprimidas y la participación política estaba limitada a una minoría privilegiada. La convertibilidad de 1899, presentada como un logro técnico, operó en realidad como un mecanismo de concentración de beneficios: el crédito barato, la estabilidad y la apreciación cambiaria favorecieron a los exportadores y a los sectores vinculados a las finanzas, mientras los salarios reales permanecían estancados.

Desde la mirada de la historia económica, aquella convertibilidad tuvo éxito porque cumplió su objetivo técnico: estabilizar la moneda y reducir la volatilidad. Pero si se analiza su impacto social, el panorama cambia. Los trabajadores urbanos enfrentaban el encarecimiento del costo de vida, los campesinos carecían de acceso a la tierra y el modelo dependía casi exclusivamente del mercado externo. La rigidez monetaria impidió políticas activas frente a los ciclos internacionales. Cuando el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 interrumpió los flujos de capital y el comercio internacional, el sistema se derrumbó. No por errores internos, sino porque la economía argentina estaba atada a una dinámica mundial que no controlaba.

El paralelo con la convertibilidad de los años noventa es inevitable. En ambos casos, la Argentina apostó a un esquema de tipo de cambio fijo como sinónimo de orden y previsibilidad. En ambos, la estabilidad fue celebrada como un éxito político y económico mientras se profundizaban las asimetrías estructurales. En ambos, el final fue abrupto: la guerra en 1914, el colapso financiero en 2001. La lección parece repetirse: la estabilidad sin justicia social no construye desarrollo, apenas posterga el conflicto.

El mito del “uno a uno” de 1899, como el de los noventa, es en gran medida la historia de una élite que encontró en la disciplina monetaria la garantía de su propio bienestar. Lo que para algunos fue una “edad dorada” de prosperidad, para otros significó precarización, exclusión y desigualdad. Por eso, más que una “época de oro”, la convertibilidad de 1899 debe recordarse como un espejo donde se refleja, una y otra vez, el mismo error argentino: confundir estabilidad con justicia, y equilibrio contable con bienestar colectivo.

 

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