Florecer en el barro

Florecer en el barro

 

En Medellín la lluvia no moja igual

Ese día la lluvia empezó desde temprano, el agua venía acumulándose desde hacía varias semanas en la montaña y eran comunes los arroyos de agua espesa y naranja que bajaban por las escalas y callejones. Las alarmas estaban prendidas, todos y todas estaban atentos, pues en cualquier momento podía suceder. La zozobra de ver la montaña encima se incrementaba con el paso de los días. Primero fueron apareciendo pequeñas grietas en el suelo, después pequeñas porciones de tierra roja iban cayendo en los caminos. Los costales llenos de tierra que sirven de soporte a las viviendas habían empezado a ceder y algunas de las vigas que sostenían las casas estaban siendo corroídas por el agua. 

El 11 de noviembre de 2022 la lluvia empezó a caer más duro que de costumbre, la fuerte crisis climática que venía afectando a la ciudad dejaba ya, en las horas de la noche, el saldo de varios deslizamientos en el Barrio Altos de la Torre. En la parte alta se fueron a pique 4 casas, y en la parte de abajo 13 más. Fueron en total 83 personas damnificadas. Algunas familias tuvieron pérdida total de las casas, otras quedaron sin techo, otras tantas quedaron con todos sus enseres mojados, algunas más no pudieron retornar por estar en zonas de alto riesgo no recuperable.  La escuela sirvió de albergue para aquellos que lo perdieron todo. 

Ese día, en la madrugada, se corrió la voz de que se iba a venir el morro. La tierra empezó a moverse y el pánico fue tanto que la gente salió de sus casas corriendo como loca. Iban cargando televisores, colchones y niños en brazos. Se fueron las casas, quedaron en medio del pantano los escombros, las neveras, se murieron los marranos ahogados por la tierra, se fueron las huertas. 

Altos de la Torre es uno de estos barrios donde la lluvia no moja igual.  Allí solo llegan quienes han entrenado los pulmones para ascender por las calles empinadas o se atreven a desafiar la física mientras suben en un bus que amenaza con retroceder a cada segundo. Aunque está a 6 kilómetros del centro de Medellín, subir hasta allí puede tomar hasta 40 minutos. Mientras subes y ves cómo las curvas se van cerrando y parecen volver sobre sí mismas, los frenos del carro chillan por la vida que les ha tocado en suerte. Tienes que sujetarte con fuerza —inclusive apalancarte con uno de los pies— porque podrías terminar en el piso. Mejor dicho, hay que tener fuerza para llegar a lo alto de la montaña, pues la estrecha vía apenas deja espacio para un bus a la vez, de ahí que los conductores deban montarse en las aceras —al borde de los precipicios— y esconder los retrovisores para dar paso. Pasajeras y pasajeros contienen la respiración e intentan así darle ánimos al vehículo en el que van para que avance o al del frente para que no se les venga encima; también, si estás de suerte, puedes encontrar uno que otro marrano caminando a sus anchas.

Para llegar hasta Altos debes tomar el bus 105, que reza: “El Faro, Llanadas, X la 58”. Cuando llegues a la Cancha de Tavo —última parada, y que algunos decidieron transformar en parqueadero— puedes descender y adentrarte en el barrio mientras ves la ciudad. A medida que avanzas encuentras casas que desafían la arquitectura, parapetos que se erigen en el aire como columnas, puentes artesanales, casas amontonadas para que el frío sea menor, callejones, redes de acueducto —algunas oficiales, otras improvisadas con mangueras negras que se extienden cual raíces en el piso—. Los caminos se empiezan a encerrar, el pantano amarillo impregna tus zapatos y el viento te golpea en las mejillas e intenta llevarse las tejas de zinc que, entre oxidadas y plateadas, se sostienen con adobes y piedras encima que ayudan a combatir las corrientes de aire para que el techo no salga volando. Acá la lluvia se escucha más duro, no sólo por estar más cerca del cielo, sino porque los techos de zinc hacen de banda sonora. 

Entre el techo y los adobes están las lonas que evitan la caída de goteras sobre los pocos enseres. Los perros callejeros que deambulan o corren por los callejones son todos iguales: mezcla de amarillo sucio del pantanal y de cualquiera que sea su color original.  Los gatos se asolean en los tejados, las gallinas y gallos corren libres y recuerdan la procedencia de los primeros habitantes; las ollas rotas se llenan de tierra y florecen.

A mucha gente que llega de fuera del barrio, los vecinos les guardan un cariño especial. Son casi siempre universitarios, preocupados por la realidad social, que en algún momento subieron para construir unas escalas, hacer un taller, o una entrevista

Juan Pablo es uno de los muchachos. Estudió ciencia política en la Universidad Nacional de Colombia sede Medellín. Allí se vinculó a la oficina estudiantil, espacio organizativo que trabaja por la defensa de la educación pública. Participaba de las asambleas y reivindicaba las luchas estudiantiles. Sin embargo, siempre creyó que aunque eran muy válidas, resultaban coyunturales y volátiles. En el momento en que llegó a Altos, Pablo vivía en el barrio Robledo, ubicado en la zona Noroccidental, pero allí no encontró dónde vincularse y organizarse. Decidió irse al otro lado de la ciudad, la zona Centro Oriental. Altos fue un barrio, como dice él, que le permitió ponerle rostro al hambre y a las violencias de género. Aunque plantea que nunca las tuvo tan cerca, después de estar por primera vez allí, no pudo dormir sin dejar de pensar en ello. Y ahora dice: “Había que hacer algo porque era demasiado indignante todo”. Es la radicalización de las apuestas de vida. 

Valentina, igual que Juan Pablo, llegó al barrio por la universidad y la oficina estudiantil. Es una caleña muy paisa. Le encantan los paisajes, la salsa, los animales, el mar, el río y la sal limón. Llegó por primera vez a Altos de la Torre en medio de una movilización por los derechos de los niños y las niñas. Ese día, calle abajo entre pancartas y arengas, se gestó un lazo que 6 años más tarde sigue siendo tan firme como las convicciones que la sostienen. Valentina cree en la justicia, en la bondad, en la solidaridad, en la libertad, en el amor, en la amistad y en el trabajo en colectivo. Cree que un mundo mejor se construye cotidianamente. Cuando llegó al barrio, a los vecinos les resultó raro que Valentina fuera vegetariana por opción, no por obligación. 

Un lugar propio

El Laboratorio Barrial de Artes fue el inicio de la idea de la Biblioteca. Así empezó y se materializó la idea de un lugar propio. Al principio era sólo un espacio de 4×4, con libros donados, un mural en las pequeñas escalas que llevaban al segundo piso, una mesa y un computador no en muy buen estado: “Cuando empezamos —recuerda Juan Pablo — pagábamos 380.000 pesos de arriendo; estos salían del poco sueldo que percibíamos por hacer algunos talleres y de las actividades laborales propias como contratistas. En ese momento juntaban plata entre los vecinos para sostener el internet y los servicios. Así se empezó a materializar el sueño”. La Biblioteca Popular del Viento y la Alegría surgió “en medio de muchas tristezas – cuenta Valentina – al darnos cuenta de las dificultades de aprendizaje de los niños y niñas, y hastiados de ver muchas violencias, empieza a calar la idea de tener un espacio propio». Un espacio que permitiera el encuentro, la escucha, el conspire frente a lo insignificantes que sentían que eran ante la realidad y las pocas herramientas que tenían para atender todo lo que empezaron a escuchar y vivenciar una vez arribaron al barrio. Desde entonces, la Biblioteca se volvió el sitio para el encuentro, la escucha, la planeación, la lectura y el juego. 

Durante el deslizamiento de 2022 la Biblioteca, que no llegó a ser afectada por el desastre, pasó a ser bodega y centro de acopio.  Había costales, colchones, plásticos, mucha ropa, alimentos no perecederos, varillas, cemento, etcétera. Casi como una ironía, el derrumbe afianzó a la Biblioteca en el territorio. Los muchachos pasaron días y noches en el barrio organizando la comida, haciendo mercados, separando la ropa, haciendo cartas, llamadas, solicitudes. Las mujeres junto con los muchachos fueron de casa en casa para identificar los polígonos/lugares de riesgo, cogieron pico y pala e hicieron muros de contención, canalizaron las aguas lluvias y las que bajan de la montaña, limpiaron la quebrada. Así nació el Comité de riesgo comunitario. 

En la ciudad de Medellín hay muchos barrios que siguen estando por fuera del perímetro urbano, que son considerados de alto riesgo y que, pese a ello, la administración les construye infraestructuras para la seguridad (CAI) y jardines circunvalares, mientras niega la inversión para el mejoramiento integral de barrios. 

Mujeres que ponen el pecho

Lety es pequeña y todo cariño. A su casa la construyó con sus propias manos. Pasó de plástico y algunos largueros de madera al concreto y adobe pintado de azul cielo. El techo es de hojas de zinc, el mismo que en las noches de lluvia la desvela, pues teme que el viento las levante como algunas veces ya le ha pasado, o bien que la montaña no aguante más y se venga abajo. 

Ella hace de todo: sabe de construcción, ha vendido mango biche con sal, obleas y otros manjares callejeros en el parque del barrio. Hace un tiempo tuvo un pequeño negocio de producción de arepas que se vio obligada a cerrar, pues este emprendimiento solo está reservado para el grupo armado del barrio. Hoy tiene una huerta en la que cultiva cebollas, espinacas, lechugas y aromáticas que son comercializadas en las tiendas de otras mujeres del barrio. 

Llegó a Altos siendo muy joven desde Urabá. Aquí ya estaba parte de su familia, su mamá, una hermana y una prima, ellas la acogieron en esos primeros días. Hoy Lety es madre de dos niños y administra la caseta del Grupo de Mujeres. No solo tiene las llaves, se encarga además de que esté siempre dispuesta para lo que sea necesaria: una reunión, una visita, un taller… Además, asume tareas cotidianas y silenciosas como sacar la basura (tarea poco sencilla en las condiciones topográficas del barrio), asear la caseta o hacer la recarga de los servicios públicos. Ella es una de las mujeres que ha sostenido en sus hombros al grupo durante los últimos años, las convoca, les insiste en la fuerza que juntas tienen.

Hace más de veinte años, el grupo de las mujeres emprendedoras trabajan desde la autogestión y la economía propia. Han construido huertas, procesado alimentos, fabricado productos de aseo y le han metido el hombro a todo lo que resulte productivo y útil en las economías familiares. Gabi, Leti, la Flaca, Chela, son sólo algunas de las mujeres que se reúnen cada semana para organizar la huerta, limpiar la caseta, instalar el sistema de riego.

Con las huertas, por ejemplo, le apuestan a la producción orgánica, se han formado en agroecología, en soberanía alimentaria y han logrado una producción continua de lechugas, acelgas, perejil y cebolla, que comercializan con la misma gente del barrio. Fueron ellas, las mujeres, las que dispusieron todo para la construcción de la primera caseta comunitaria —construida en madera—, que se usaba con ocasión de los velorios, las primeras comuniones, los quinces. 

Como dice Valentina, “en Altos se siente la influencia de las mujeres, saben quiénes son las que se disputan por poder hacer la cancha, por hacer las cosas, aunque para ellas ha sido un reto trabajar colectivamente en los últimos años; la búsqueda permanente de formación, de proyectos, permite que haya unos lazos muy fuertes. Son ellas las que salen a pararse con toda de manera contundente, aunque trabajen de manera aislada”. Tan influyentes han sido y siguen siendo que fueron ellas, hace ya mucho tiempo, quienes iniciaron los trabajos y gestiones para resolver el agua, la energía, la educación y las vías de acceso, acompañadas en principio de los Salesianos y de las corporaciones Surgir y Nuevo día, organizaciones que de manera altruista han realizado labor social en distintos barrios de la ciudad.   

Son ellas, las mujeres, las que asisten a capacitaciones, verifican las grietas que salen nuevas en el territorio, las reportan para tener control y saber si hay alguna situación de riesgo latente. Ellas siempre han tenido listas sus manos para el mejoramiento integral de barrios, aún están esperando las de la administración municipal.   

De caseta comunitaria a biblioteca popular

La Biblioteca Popular del Viento y la Alegría nació como cualquier biblioteca, en el sentido más extendido y literal de la palabra: un espacio para albergar y leer libros. Sin embargo, dejó de ser espacio para convertirse en lugar, porque en la Biblioteca popular del viento y la alegría las personas no pasan, las personas permanecen. 

En palabras de Valentina, “estar todos los días, hacer presencia y mantener las puertas abiertas ha sido lo más difícil, pero ha sido esto lo que ha posibilitado que la Biblioteca sea un espacio para compartir las preocupaciones, los conocimientos, el hambre, el juego; es un espacio que se convirtió en una centralidad no solo para los niños sino para las mamás”. Y hoy se mantiene gracias a la llegada de nuevas y nuevos jóvenes. 

En Altos el convite no sólo ha construido casas y caminos: ha edificado sueños, como el de la caseta comunitaria que, poco a poco, cambió de aspecto y se transformó en la Biblioteca. No hubiera sido posible sin las mujeres: ellas cedieron el espacio e hicieron propio ese sueño mientras ellos, los muchachos, conseguían los materiales y convocaban para el convite, al cual se sumaron algunos oficiales de construcción del barrio, personas de las universidades y de distintos procesos sociales, que subían cada 8 días. Allí, los muchachos aprendieron a hacer de todo, desde poner un clavo hasta revocar una pared, pegarse del tubo madre del agua, tirar la electricidad. 

Aunque hace falta terminar la cocina y el baño, ya hay dos salones revocados, el piso tiene algunas baldosas bonitas, ya no raspa la piel. Se han instalado algunos estantes, tres computadores y, recientemente, una emocionoteca: la esquina en la cual reposan capas de súper héroes y peluches “abrazadores” gigantes que ninguno quiere soltar. En la fachada, un mural de una zarigüeya con sus bebés – una zarigüeya Luchona – hace referencia a las madres del barrio que a diario sostienen la vida.

El lugar donde sucede la magia

En Altos de la torre el viento sopla fuerte, eleva cometas. Llegar con Valentina y Juan Pablo se siente diferente, el trayecto se hace más ameno. En el camino se hacen varias estaciones para que las mujeres les saluden y él y ella puedan abrazar a los niños y las niñas que corren a contarles sus cosas. Ya en la Biblioteca, se da cita el encanto. A quienes tienen la responsabilidad de introducir una llave, girarla y permitir el ingreso a un mundo muy distinto al de afuera, lleno de posibilidades, les ha pasado que con solo atravesar el umbral ocurre la fantasía: se llena de gente con ganas de hacer cosas, de niñas y niños que toman una guitarra, acarician sus cuerdas y ante cualquier sonido reaccionan con la satisfacción de quien logra una tarea en la que ha empeñado un montón de tiempo. Es tanta la magia que, durante pandemia, cuando fue necesario encerrarse y “alejarse” del barrio, semana a semana Valentina, Juan Pablo, Vanessa, Sofía, Omar y Camilo encararon la tarea de escribir cartas a los niños y las niñas, contándoles sus penas y preocupaciones, sus gustos y alegrías. De igual forma cada semana Omar o Juan Pablo, disfrazados de carteros y, atalajados con traje, sombrero y bolso, después de gestionar los permisos respectivos, iban y volvían con mensajes llenos de esperanza: “Con ellas —las cartas— entendimos y comprendimos la vida, el sufrimiento y el encierro de los que viven al margen y tienen poco y, cual pacto de amor, asumimos el compromiso de jugar y brincar en el barrio cuando pudiéramos volver a salir”.

Leer, escribir y escuchar fue abrir la puerta a historias que, dice Valentina, “no sabían ni cómo tratar y que les obligó a establecer alianzas y buscar ayudas. Estar de lleno en el barrio, de manera permanente – insiste – hizo que conociéramos desde adentro las realidades”. La Biblioteca era el lugar seguro para hablar sin que otros te escucharan. Allí el pensamiento crítico florece; la Flaca, Leti, mujeres que antes no hablaban, defienden las cosas, se paran duro, hablan en público; los niños y niñas rayaron las paredes que antes no decían nada: “Somos niños, no máquinas de guerra”, “Más abrazos, menos correazos”. 

Entre tanto, Chela, una de las mujeres emprendedoras, llega con una olla en la mano mientras dice “les traje milito” con una sonrisa gigante en la cara. Estefany, una de las niñas que visita la Biblioteca, sale corriendo para abrazar a Vale y a Juan Pablo. Juan Manuel, uno de los niños que siempre está se acerca a saludar mientras al fondo se ameniza la velada con las cuerdas destempladas de dos guitarras con escasas cuerdas. 

Los que se hacen propios  

Sofía es una mujer joven, seria y juiciosa, politóloga de la Universidad Nacional y al igual que Valentina y Juan Pablo llegó al barrio para hacer trabajo territorial. En el barrio se volvió una asesora. Las mujeres la buscan para ayudarlas a hacer las tareas, relatorías, transcribir documentos.  

Omar creció en medio del movimiento estudiantil, las asambleas, los paros, los congresos. Siempre se le ve dispuesto a cuidar, a resolver, es el que organiza los estantes, busca los materiales y recientemente se encarga del Cine Foro CINETOPíA, espacio de encuentro que cada 15 días permite que la gente del barrio se congregue en torno a una película.  En los convites carga la mezcla, arregla el techo, gestiona las herramientas, hace un buen café, prende el fogón. Omar es el hombre que siempre está para resolver.

El compromiso de Omar y Sofía ha ido hasta el punto de hacer del barrio su lugar de residencia, su hogar, pese a las escalas interminables y las dificultades para el acceso. Un hogar que es diferente a los otros del barrio: en su interior hay libros, café, comida en abundancia, acceso a internet. Es la casa de las mujeres, de los niños, de los y las jóvenes. Allí se detienen diariamente los hijos de las mujeres cada que suben de la escuela para tomar aire, agua y continuar el camino hasta sus casas.

Los muchachos son hijos de las luchas populares en la ciudad. Pararse duro contra las injusticias, por la salud, por la educación, por la vida digna, por la paz, fueron las consignas con las que crecieron. Las calles les enseñaron el valor de la movilización y los “viejos”, como les dicen de cariño, la persistencia. Los viejos y las viejas son quienes estuvieron antes y abrieron el camino para que otros, al igual que ellos, pudieran ingresar a la universidad pública y fueran la universidad, el colegio o el barrio. Las domingas eran los espacios de encuentro que cada semana les permitían juntarse en algún barrio a hacer posible la tulpa de pensamiento, a construir propuesta, a compartir el alimento; las Semanas de la Indignación fueron la posibilidad de recorrer la ciudad. Crecieron en medio de la movilización, de los paros agrarios, estudiantiles. Como lo dice Valentina, “lo que hemos construido en el barrio, aunque no sea un trabajo de masas de grandes dimensiones, es un trabajo de hormiga, de araña, que posibilita”.

La persistencia

En 2021, un domingo en la madrugada, se suicidó una de las mujeres del barrio. Sus tres hijos quedaron primero a cargo de su hermana y después de su abuela. Dilan, uno de los hijos, va siempre a la Biblioteca. Un año después, el derrumbe se llevó la casa donde se había suicidado. Omar, Sofía y Valentina sirvieron el café y la aromática en el funeral, mientras la gente gritaba y tomaba. 

El desempleo y el hambre no abandonan las calles, las tormentas amenazan con tirar las casas al piso o ladera abajo, las violencias se agudizan, las peleas no cesan, el desplazamiento sigue latente, los y las niñas deambulan sin mayor compañía. Aún con pesimismo, con la impotencia por lo que a diario sucede en el barrio, se le encuentra sentido a existir en lo colectivo, en la posibilidad de hacer, de construir, de organizarse. Como dice Valentina: “Hay trayectorias, otros y otras que estuvieron antes que nosotros. Hay una biblioteca popular que antes no estaba. Hay un barrio pintado que antes no hablaba. Hay unas huertas que persisten y crecen en medio del barro”. 

La entrada Florecer en el barro se publicó primero en Revista Anfibia.

 

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