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La Orquesta Sinfónica de la Fundación Cultural Patagonia presentará el sábado 15 a las 21 horas la ‘Otra cara de la orquesta’ en el Galpón de las Artes de Villa Regina. En esta oportunidad el ensamble de vientos ejecutará las siguientes obras: Quinteto N°1 en Si bemol, Op. 56” de Franz Danzi; “Antiguas Danzas Húngaras”…
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Mientras la gestión sanitaria acumula fracasos —desde el caso fentanilo hasta la caída histórica en la vacunación que reabrió la puerta a enfermedades antes controladas—, Milei profundiza una reestructuración del Ministerio de Salud que concentra el poder en áreas administrativas, debilita la política sanitaria y abre de par en par la puerta a privatizaciones y tercerizaciones.
Por Roque Pérez para Noticias La Insuperable
Un Ministerio que deja de hacer política sanitaria y pasa a administrar un negocio
La nueva arquitectura del Ministerio de Salud, presentada hoy a través del Decreto 866/2025, expone una decisión política nítida: la salud deja de ser política pública y pasa a ser administración de recursos. Todo gira alrededor de lo administrativo, lo financiero, lo contable, lo legal y lo contractual.
Tal manifiesta el Boletín Oficial, la Secretaría de Gestión Administrativa se convierte en el verdadero centro de mando. Controlará el presupuesto, los recursos humanos, la infraestructura, las compras, la logística sanitaria, los sistemas informáticos, la seguridad de datos, las donaciones, los créditos externos, los sumarios y los convenios.
Ese esquema no es técnico: es ideológico. La salud como derecho queda subordinada a una estructura que responde más al mapa mental de una empresa que al de una política pública.
Y llega, además, en un contexto donde la gestión sanitaria de Milei ya mostró que, sin conducción política, los daños se pagan con vidas.
Una gestión que ya fracasó: fentanilo, vacunación en caída y brotes evitables
La reorganización del Ministerio bajo el mando de Mario Lugones no ocurre en el vacío: ocurre en medio de una gestión que ya está desbordada.
Caso fentanilo: la intoxicación masiva por fentanilo expuso gravísimas fallas en control, regulación, vigilancia epidemiológica y articulación entre áreas sanitarias y judiciales. La respuesta del Gobierno llegó tarde, sin estrategia y sin una coordinación mínima.
Vacunación en caída libre: se registró la peor cobertura de los últimos años, con faltantes periódicos y demoras en la distribución de dosis básicas del calendario nacional.
Regreso de enfermedades que estaban controladas: el descenso en la vacunación ya derivó en brotes de sarampión y un aumento preocupante de coqueluche, algo impensado para un país con tradición de inmunización fuerte.
Desfinanciamiento de programas: la merma en presupuestos y el vaciamiento técnico de áreas claves se sienten en las provincias, donde los hospitales denuncian falta de insumos, recortes y desorganización.
Todo esto ocurre antes de la nueva reestructuración. Ahora, con la salud sometida a un aparato administrativo gigantesco, la capacidad de respuesta sanitaria va a ser aún menor.
Centralización de compras y modelo PPP: antesala de privatizaciones
El nuevo diseño insiste obsesivamente en las compras. Entre la Secretaría y sus subsecretarías, las palabras que se repiten son adquisiciones, contrataciones, infraestructura, logística, auditoría, financiamiento externo, bienes y monitoreo financiero.
Esta hipercentralización crea un embudo donde todo pasa por el mismo lugar. Eso ralentiza, encarece y despolitiza la ejecución sanitaria, pero facilita otra cosa: la tercerización.
El texto lo dice sin rodeos: la Subsecretaría de Coordinación Administrativa tendrá competencias para intervenir en proyectos de participación público-privada, una autopista hacia la privatización de:
logística sanitaria,
compra de insumos,
infraestructura hospitalaria,
almacenamiento y distribución,
y parte de los programas nacionales.
En cualquier reestructuración neoliberal, la prioridad administrativa es siempre el prólogo del negocio privado.
La salud, para Milei, es un mercado. Y con este rediseño deja de disimularlo.
Sumarios y auditorías para disciplinar a quienes sostienen el sistema
La Subsecretaría Legal queda convertida en un órgano de control interno con dientes afilados: sumarios, recursos, supervisión de convenios, dictámenes, litigios, control documental.
En paralelo al ajuste, esto huele a disciplinamiento. En cada gobierno neoliberal, el recorte viene acompañado de un aparato punitivo para controlar a quienes sostienen el sistema: trabajadores, profesionales, técnicos, coordinadores de programas. Sin protección política, quedan a tiro de sumarios y recortes.
El mensaje interno es claro: obediencia o sumario.
¿Cómo le pega esto a la gente? Más costos, menos protección y un Estado retirado
El ciudadano común no ve un anexo administrativo. Ve consecuencias:
Medicamentos más caros, porque se pierde poder de negociación y crece la intermediación privada.
Faltantes de insumos, por embudos administrativos que ralentizan compras y entregas.
Programas de vacunación debilitados, en un país que ya vio cómo regresan enfermedades por falta de decisión política.
Menos capacidad de respuesta ante emergencias, como la intoxicación con fentanilo, que requiere coordinación real, no un organigrama de oficina.
Hospitales nacionales y provinciales desfinanciados, porque el ajuste baja por cadena lógica.
Privatización silenciosa de funciones esenciales, desde logística hasta infraestructura.
Un Estado que deja de proteger, porque cada área sanitaria queda subordinada a un filtro administrativo que no entiende —ni prioriza— la salud pública.
Este rearmado no mejora nada: agrava todo lo que ya salió mal.
La salud pública no es un Excel. La salud pública es territorio, vacunas, insumos, vigilancia, hospitales, profesionales y presencia del Estado. Milei logró lo contrario: una gestión que ya mostró su incompetencia y ahora se reorganiza para facilitar negocios privados y profundizar el desinterés por la salud de la gente.
Hay pibitos en los hombros de sus padres, adolescentes con remeras suturadas y manchas de sangre y mayores de 30 con remeras de Ramones. Los shows de Dillom convocan a un público amplísimo, y pareciera que ya no hay padres que vayan de acompañantes: Dylan León Masa disolvió la tensión entre el rock y el trap, el verso y la barra, la novedad y la tradición. Del rubiecito cuasi gangster que conocimos en 2018 con “Drippin” y “Keloke”, sus primeros singles, queda muy poco para la salida de su primer álbum. Y en esos desvíos, su público no hizo otra cosa que ampliarse.
En el corazón de Post Mortem (2021), su primer disco, Dillom canta que puede contarnos su vida si nos gustan las historias de terror. “220” es una balada pop con un estribillo pegadizo. No es, en términos musicales, el tema más despampanante. Carece de la frescura irreverente de “HEGEMÓNICA” y “PELOTUDA” y es, a fin de cuentas, una canción sobre estar enamorado y ser vulnerable, quizás el tópico más efectista de la música popular. Pero lo que sí tiene es un puñado de características que la singularizan en su recorrido. Una desgracia para los que esperaban más autoafirmación trapera y una máquina de hacer chorizos-singles; una bendición para todos los demás. Afuera los videoclips con armas largas, adentro las historias.
Ese desvío narrativo funda un giro. Es el pasaje de un Dillom que encarna en cuerpo y música un trapper más o menos estándar (una figura que vive en la zona liminal del testimonio y la fantasía y que no tiene un afuera) a un crooner ramonero que se autopercibe “boludo con plata” (que es puro afuera y narra desde la distancia hasta su propia vida). A la inversa de lo que suele ocurrir, esta vez el músico se comió al personaje.
En ese giro Dillom cambió muchas más cosas que un lugar de enunciación: cambió su música y una forma de producir y pensar su obra. Como consecuencia, también cambiaron él y su público. Nuevas prácticas, nuevos sonidos, amigos nuevos. Por eso nadie sabe cómo referirse a Dillom a esta altura del partido. ¿Es un trapero, es una estrella pop, es un rockstar?
Para explicar cómo lo hizo, habrá que empezar por el principio.
2005: tu hermanita canta “Gasolina” / 2025: Dillom llena Vélez
El hip hop dio sus primeros pasos a mediados de los 70s y pegó el salto de masividad cuando The Sugarhill Gang publicó Rapper’s Delight (1979). Lo que se llama un hit inmediato. Desde entonces, el género (como música pero también como estética cultural) se expandió hasta volverse un fenómeno planetario. Sin embargo, en Argentina, aunque el hip hop circulaba desde finales de los 80s, y en los 2000 experimentó un crecimiento importante con cierto arraigo popular, recién pegó el salto cuantitativo en la década de 2010. Más de treinta años después de aquel primer single del trío de New Jersey. Es como si hubiésemos empezado a gustar del rock en 1990, pasadas tres décadas desde que Chuck Berry lanzara “Maybellene”.
En El ritmo no perdona (Caja Negra, 2025), Camila Caamaño y Amadeo Gandolfo sostienen que el acaparamiento del espectro musical por el rock (al que llaman “rockismo”) en nuestro país fue tal que al hip hop le tomó décadas agrietar esa pared de sonido. El borramiento de lo afro y el racismo argentino también habrían aportado lo suyo en la condena al hip hop a ser un movimiento minoritario, algo que no habría sucedido con el rock porque, si bien deriva del blues y el r&b, llegó aquí por medio de bandas de blancos.
Recién cuando algo hizo crack, o click, esos imposibilitantes dejaron de ser eficaces. ¿Cuándo pasó esto?
Creemos que el reguetón tiene algo que ver. El género, que convivió con (y en algunos casos desplazó a) la cumbia en radios, fiestas e instancias de la vida argentina, trajo bajo el brazo de sus ritmos afrocaribeños al rapeo en español. Las líneas de rap, antes extrañas y poco bailadas, se volvieron un consumo masivo. Fue como abrir una compuerta de flujo musical que el hip hop angloparlante no había logrado destrabar. Esto no quiere decir que el trap argentino haya sido reguetoneado, sino que con Don Omar (“Dale Don Más Duro”, de 2003), Tego Calderón (“Pa Que Retozen”, de 2003), Daddy Yankee (“Gasolina”, de 2004) y Calle 13 (“Atrévete-te-te”, de 2005) se fue generando una condición de posibilidad para la masividad hip hopera y trapera que vería Argentina una década después. Rapear en español dejó de ser una rareza y el oído popular se predispuso para lo que venía. Algo de esto ya habían sondeado Diego Capusotto y Pedro Saborido cuando, en 2009, crearon el personaje Latino Solanas.
Dillom muta e inagura una nueva cepa. Suelta la semántica trapera. Se acerca al rock, al pop y al horrorcore, ese hip-hop que resuena con las tradiciones del horror literario y cinematográfico.
No hay una relación lineal y unívoca entre el reguetón y la batalla de gallos que precede a la masividad del trap, pero sí un encadenamiento de afinidades y novedades que posibilitaron una nueva escala para el hip hop en Argentina. En poco menos de dos años desde el primer tema (“No vendo trap”, Duki, noviembre de 2016), el primero en llegar al millón de escuchas en YT, el trap argentino alcanzó un sonido potente, hecho de buenos momentos de producción, y una narrativa hasta entonces bastante extraña para la música local (a excepción de la cumbia villera), sostenida en autoafirmaciones del yo, agresividad interpersonal, solidaridad pandillera, obsesión con el dinero, el sexo y el consumo de bienes, drogas y marcas. Pero el shock de novedad fue un pico de glucosa, porque la música rápidamente se homogeneizó. Para 2018, el género neonato ya empezaba a autofagocitarse.
Entonces apareció Dillom. Ese que el 21 de diciembre va a hacer un Vélez para unas 40.000 personas. El mismo Vélez que sus amados Ramones, a los que homenajea en “Rocket Powers” tirando el tradicional “1, 2, 3, 4” del cuarteto de Queens, llenaron en 1994. Dillom no venía de las batallas de gallos, ni de la cumbia, ni de las estéticas y rapeos del reguetón.
Y si buscan beef, que vengan de chetos
Cuando asomó la cabeza en 2018, en pleno auge del trap en Argentina, Dillom era un muy joven rubiecito con un cartón de jugo tatuado en la cara y pinta de sabandija ducho en el arte de ratearse de la escuela. Un personaje de niño terrible, simpático y un poco freak, una especie de Beastie Boy que escuchó a Viejas Locas, una cruza hiperkinética de Eminem con Ricky Espinosa, un Demonio de Tazmania que habla el slang de internet.
Dillom sacó “Drippin”, su primer single, cuatro meses después de que la cara de Duki llegara a la tapa de Rolling Stone. Oscuro como mambo de “xani, coca, rola y keta”, había en su figura cierto halo de renovación, de inauguración de una nueva ola del trap. Siguieron “Draco” y “Keloke”, con sus respectivos videoclips en los que veíamos a un pibito en prendas oversize sosteniendo armas largas y rebotando al compás de unos beats bien estandarizados. En esos temas del Dillom joven fluye abundante una semiótica mafiosa y drogona: armas, putas, amenazas, pastillas, narcomenudeo. Mil maneras de decir “guita” y, por supuesto, el anhelo de acumularla. El ju(e)guito destilaba gangsta rap, un subgénero del hip hop de finales de los 80s que, propiciando una estética criminal, casi siempre ligada al narco, dio una imagen a las músicas populares del mundo y se diseminó como pólvora sobre los surcos inflamables del neoliberalismo precarizador.
Seremos justos: Dillom no ofrecía demasiada novedad musical. No estaba ahí su punto fuerte. La novedad era más bien el ingreso a la fauna local de un bicho que llamaba la atención a cualquiera con un poco de curiosidad: una voz medio destartalada y graciosa para rapear, humor criollo, un voseo con acento rioplatense en pleno estallido del slang caribeño, una oscuridad en los beats y cierta fantasía de violencia. Ver a Dillom era asistir al nacimiento de una nueva cepa. No había alcanzado las mutaciones que lo caracterizarían pocos años después, pero estaba en esa.
Cinco disparos en el pecho
Un año antes de la pandemia, cuando lo ficha Bizarrap, Dillom ya estaba trabajando en Post Mortem. Saldría en 2021 ese disco que de trap tiene menos de lo que se podía esperar. Pero faltaba para eso: en 2019, Dylan pasa por la habitación del productor y su carrera explota.
La sesión lo presenta como el responsable de “la última ola de pandemonio moral del trap argentino”, reforzando así la idea de la aparición de un segundo momento de ese movimiento. Va de pelo decolorado y visera de costado, reponiendo algo del ícono de la Revista Mad, que ya había tenido descendencia en los nombrados Beastie Boys, Eminem, Limp Bizkit y Blink 182. Este pillo caucásico se imbrica también con el personaje de Enzo Staiolo en Ladrón de bicicletas (1948), la tremenda película de Vittorio de Sica que cuenta la historia de un padre y su hijo, ambientada en el comienzo de la reconstrucción italiana, en una Italia que acaba de colgar a Capu.., perdón a Benito Mussolini, en una plaza, luego de que el líder fascista los llevara a la guerra, pulverizara la industria nacional, la capacidad administrativa y territorial del Estado y el poder adquisitivo de las mayorías.
En la sesión con Bizarrap, Dillom desparrama una variedad de cacofonías, sentenciando que lo suyo es el trap/trash y lo del resto, basura. Seis meses después, lanza el mixtape de Talented Broke Boys junto a Ill Quentin y Broke Carrey. El primer tema, “Pony”, donde se encuentran rastros vocales de Paco Amoroso y Ca7riel, anuncia: “Estamos creando la wave”. Desde su título, el proyecto se jacta de un talento que compensa ¿la pobreza monetaria o el sufrimiento psíquico? Cómo saberlo. Y al darle play empieza a chorrear un líquido retórico que lubrica el trap de punta a punta: el flexeo. En él se aloja un núcleo duro de la semántica trapera que Dillom irá soltando a medida que se acerca al rock.
El flexeo nació en las décadas de 1930 y 1940 para afirmar la dignidad en las comunidades afroamericanas, en un contexto de segregación racial y biorracismo, en el que vestirse con elegancia extrema o mostrar ropa llamativa era un gesto de resistencia, justicia, o hasta una venganza, en un mundo desigual. Identificable también en el funk de los 70s (especialmente en sus variantes más pimp), durante la explosión del hip hop en los 80s, el recurso tomó la forma del bling bling, con la ropa y la joyería como simbología privilegiada. En los 90s, el flexeo alcanzó una nueva escala entre los artistas del mainstream gangsta con Jay-Z, Notorious B.I.G y 2pac: la ostentación ya no se llevaba sólo en el cuerpo. Tenía que ver con autos, mansiones, negocios. Dejó de ser un modo de estar y expresarse en el espacio público para ser un modo de capturarlo y privatizarlo. Aunque el recurso opera con fronteras difusas entre realidad y ficción, esa es la década en la que el flexeo se cruza con ideas de emprendedurismo.
En la primera ola del trap argentino el flexeo fue cosa seria: aún si se lo consideraba más como una ficción que como una realidad; podía ser digno de repudio si se lo leía en una clave distinta a la de la fantasía. Autos de lujo, vidas de country, viajes en aviones privados contrastaban con la realidad local. “Chapiadora”(2018) de Cazzu fue un punto alto, que incluso anticipó a Shakira, cantando que “las que cuentan money son las que no lloran”.
La parafernalia trapera resultó difícil de decodificar para generaciones criadas con el cancionero del rock nacional, el metal o el punk local que confrontaba (al menos como discurso) con el poder político y económico. Uno podría estar tentado de señalar un surco ideológico en el recambio estético de este período: es seguro que lo hubo, las mutaciones sociales recientes y los resultados electorales del último lustro dan cuenta de tal cosa. Sin querer ser lineales, sería ingenuo no ver en la euforia monetaria del trap al menos una colectora del anarcocapitalismo gobernante.
Hay canciones que nos hacen reír, saltar y bailar incluso mientras tenemos miedo. Es que la música mueve afectos, funciona como catarsis de la ansiedad social y de los traumas colectivos.
La RIPGANG (Dillom, Broke Carrey, Saramalacara, Ill Quentin, Muerejoven, K4, Oddmami) cazó esto al vuelo. Entendió que ese flexeo era una gilada, incluso peligrosa. Entonces lo argentinizaron. En esa segunda ola liderada por ese colectivo artístico el recurso es prácticamente paródico. Por ejemplo, en Talented Broke Boys (2020), tres chicos que se presentan en quiebra con el nombre de su proyecto, después nos dicen que los billes se vuelan con el viento. Quizá “OPA”, el corte de difusión de Post Mortem que salió ocho meses antes del disco, y “Hegemónica”, profundizan la distancia jocosa con la que la primera etapa queda atrás. Esto conecta a Dillom y su gente, hacia atrás, con Los Twist y, hacia adelante, con los neonatos Swaggerboyz.
Si el flexeo paródico fue un operador de distinción, su primer disco marcará diferencias muy importantes con lo hecho hasta ese momento. En términos de complejidad de producción, composición y construcción de un universo propio, la distancia es inmensa. Cuando Dillom llega a Post Mortem había algo que, efectivamente, ya estaba muerto. Pero también nacía algo nuevo.
Post mortem, una ficción especulativa
Hay una forma de leer la música que no se mueve por categorías sonoras sino afectivas. La música como vector de movimiento: e-moción. Por eso hablamos de música romántica, música triste, música melancólica, música enojada. Dillom forma parte de una línea de la música popular singular: la que puede lograr hacerte bailar o saltar, o incluso estar contento, mientras tenés miedo. El gabba de Rotterdam, el terror mandelao brasileño, zonas del rock industrial, el punk, el grindcore y speedcore están ahí. También Tyler the Creator, Kendrick Lamar, NIN, RATM y, más aquí en la geografía, los primeros Todos tus Muertos, Entre la basura y Crematorio. Pero quizás sea el horrorcore, subgénero del rap que combina los recursos del hip-hop con el terror, la estética que empieza a dominar la obra de Dillom desde su álbum debut. Imaginería gore, escenarios de pesadilla y personajes monstruosos.
Con un gran ancestro como Cypress Hill, el horrorcore, nacido en el underground de Detroit y Memphis a finales de los ’80, toma elementos del cine slasher, lo sobrenatural y la cultura marginal para construir relatos oscuros, a veces psicóticos, a veces paródicos, en los que el artista adopta un alter ego o una máscara para habitar lo prohibido.
Musicalmente, se caracteriza por beats pesados y sombríos, voces alteradas y el uso de samples ambientalmente siniestros. Artistas como Gravediggaz, Three 6 Mafia, Brotha Lynch Hung o Esham cimentaron su identidad, que sigue influyendo en escenas del rap y el trap oscuro. Más acá en el tiempo encontramos a Ghostemane y $uicideboy$. Incluso el hiperfamoso Tyler, The Creator tuvo su momento horrorcore hace unos quince años, cuando componía cosas como “Yonkers” (2011), en cuyo video jugueteaba con una cucaracha enorme mientras sonaban unas pistas industriales que oscilaban entre una perforadora y una caja registradora contra las que Tyler rapeaba con ese tono bajo y paranoico que lo caracterizaba. Más acá en el tiempo usó otro recurso que se puede encontrar en la obra de Dillom, el shock rap, un registro exagerado y grotesco que tiene la lógica del bait. En “Tron Cat”, por ejemplo, el ex Odd Future canta que, si viola a una mujer embarazada, puede fanfarronear con sus amigos que hizo un trío. Es el recurso que más sorprendentemente vuela por encima de cualquier lógica de cancelación en Dillom. Pacto de lectura y a otra cosa.
Menos armas largas, más historias. Imaginería gore, pesadillas, antihéroes y monstruos. Urgencia punk, futurismo distópico y discurso interior. ¿Cómo llegó Dillom hasta acá?
Más allá del shock superficial, el horrorcore puede leerse como una forma de explorar lo abyecto, las zonas reprimidas de la cultura y los miedos colectivos. Las narrativas violentas o grotescas funcionan como exageraciones que permiten hablar de trauma, marginalidad, rabia o ansiedad social sin pasar por la confesión directa, aunque en el caso de Dillom, como él mismo contó en varias entrevistas, estas puedan combinarse. La figura del monstruo opera como identidad alternativa, como crítica cultural o catarsis, retomando tradiciones del horror literario y cinematográfico para traducirlas al lenguaje del rap. Dillom lucha “con demonios que parecen los de Lovecraft”. Por eso, su impacto no depende solo del contenido violento, sino de cómo articula lo simbólico, lo psicológico y lo estético dentro de un territorio musical que tensiona la norma y la incomodidad. Si soñar es separar los tiempos superpuestos y superponer los separados, las pesadillas de Dillom los suturan con hilo grueso.
Pero no todo lo que suena es horrorcore. Post Mortem está repleto de rock & pop. (Tanto rock & pop que hasta Pergolini aparece en el disco). Como Jano, el dios romano de las puertas y la historia, ese disco tiene dos caras, es un pasaje. Dillom aparece como un exponente de la segunda ola del trap que se somete a otras sonoridades. En una época de endeudados, no parece quedarse donde debe. De a poco va empujando al trap, que insiste en “Hegemónica”, “Pelotuda” o “Rili Rili”, gracias a una masa de canciones pop, r&b, industrial y surf rock como “Bicicleta”, “220”, “Rocket Powers” y “Amigos nuevos”.
Todo esto se expresa, en buena medida, en la banda de músicos, compositores, productores y creativos que se agrupa en torno suyo. Dillom, como proyecto artístico, incluye a Santiago De Simone, Franco Dolzani, Giuliano Tomattis y Luis La Madrid, que forman parte de su desarrollo y su identidad sonora, junto a Andrés Capasso y Fermín Ugarte, que integran el núcleo duro de las deciones artísticas del proyecto. Esto gestionado por Bohemian Groove, el sello discográfico que la RIP Gang fundó para tener un margen de independencia mayor en el desarrollo artístico de sus proyectos.
Además de los giros en sus orientaciones estéticas y de las buenas decisiones para elegir compañeros de aventuras, es notable el cambio en el modo de pensar su propia obra: hay un salto olímpico respecto los singles y el mixtape. Sin ser una obra conceptual, Post Mortem piensa un recorrido transversal del álbum que abarca música, videos, el arte del disco (a cargo de dos artistas plásticos, Marcelo Canevari y Ornella Pocetti) y sus presentaciones, en las que Dillom podía llegar al escenario adentro de un cajón mientras la RIP Gang lo lloraba de negro en punta. O bien podía ir de Freddy Krueger mientras los demás aparecían vestidos como unos boy scouts de Elm Street.
Por cesárea: mi único antihéroe en este lío
Ignacio Lewkowicz, uno de los pensadores argentinos más importantes del último medio siglo, dijo en los noventas que el antihéroe era el héroe posmoderno. El relato victorioso y viril dejaba paso a historias mínimas, en las que ganar era menos grandilocuente y abrazar cierta impotencia no estaba tan mal visto.
Lo que el antihéroe abraza son sus limitaciones: sabe que las fuerzas no siempre lo acompañan y aún cuando le vaya bien las cosas serán meros resultados de su voluntad. Si el héroe es pura fuerza volitiva y hará lo necesario para lograr su misión, el antihéroe sabe que las fuerzas no siempre lo acompañan e incluso que las que sí lo hacen pueden no provenir de él. A veces ni siquiera tiene objetivos claros.
Lo que nace Por cesárea es eso: un antihéroe.
No podemos decir que abandonó el horrorcore. “Últimamente” es una muestra: cuando el tema cambia, entra en una bola de oscuridad ritmada que te hace fruncir el ceño cada vez que lo escuchás. “La carie” también deambula por ahí. Pero en este álbum, un Dillom 3.0 radicaliza esa línea insinuada e incorpora capas de trip hop, cuerdas que invocan el sweet soul, más pop, más industrial.
Hay un segundo cambio fuerte, en lo poético. Se da en el paso a una exploración casi intrapsíquica que hace de Por Cesárea un disco mucho más pesadillesco que Post Mortem. Quizá porque nacer es más aterrador que sobre-vivir. Hasta los temas más bailables dan miedo.
Es su primer disco conceptual. En línea con otros, desde Tommy, de The Who a El Mal querer, de Rosalía, ese concepto en cuestión es un personaje del que se narra una historia. En este caso, una historia de amores en el sentido amplio, o de lo que los amores pueden hacer con una vida.
Dillom le contó a Iván Schargrodsky que El extranjero, la novela de Albert Camus publicada en 1942, nutrió el diseño del personaje de Por Cesárea. Ese extranjero no es simplemente alguien que viene de otro país, sino alguien que vive siempre en un afuera. Un afuera, por cierto, hostil. En Por Cesárea, que es precisamente la inducción de un afuera (el del nacer), Dillom refuerza un relato que no borra el yo ni la primera persona, pero narra desde las debilidades y vulnerabilidades.
El antihéroe es un extranjero, un habitante del afuera, un compendio de aprendizajes que se escriben con la letra de las cicatrices. A la urgencia punk que caracteriza a Dillom “se suman capas de futurismo distópico y una espiralización del discurso interior, algo muy poético”, describe Alejandro Terán, del Cuarteto Divergente, que aporta cuerdas en el segundo álbum.
Dillom lucha con demonios que parecen los de Lovecraft en un territorio musical que tensiona la norma y la incomodidad.
Visto el camino que hizo Dillom hasta llegar a este disco, es notable que el dinero brille por su ausencia. Uno podría decir, con cabeza de contador, que esto se debe a que Dillom resolvió su economía con PM y pudo pasar a otra cosa. Pero hay miles de artistas que, con sus economías domésticas resueltas, insisten en estéticas y retóricas del dinero.
¿Y si, en la narración de su generación, lo que Dillom estuviera diciendo es que las pesadillas de hoy son efecto de los sueños de ayer? ¿Y si la hipertensión oscura de Por Cesárea fuese la consecuencia de la manía monetaria de los años previos? ¿Y si el sueño de millonario, como los monstruos de la razón de Goya, condujera a la pesadilla? Vivimos en un tiempo hipermonetizado. El mismo tiempo en el que no paramos de hablar de sufrimiento psíquico y salud mental.
Antes del arranque del partido disputado el sábado pasado la pregunta flotaba en el aire ¿Cuál es el piso actual del Rugby Nacional?. Y la respuesta será la actuación del seleccionado nacional «Los Pumas» en esta versión corta de la Rugby Championship 2019. En su Octava edición, de cara al Mundial de Rugby Japón 2019,…
En el pasado las guerras se peleaban por religión, territorio y recursos naturales. Y se peleaban con soldados, ejércitos y tanques. Hoy en día algunas de esas viejas guerras sobreviven en países periféricos, pero en los más poderosos, los que disputan el poder global, se combate de otra manera. La conquista de tierras y recursos, así como la imposición de un credo religioso, han pasado a ser objetivos secundarios. Ahora las guerras globales son guerras de información.
Las armas de fuego y los soldados han quedado obsoletos. Ahora se combate con computadoras. Se ataca con drones y misiles teledirigidos, con virus cibernéticos, con satélites-espía, con armas biológicas. Se copian bases de datos, se encriptan secretos, se compite en un valetodo por el acceso a la información que permita llegar primero al nuevo desarrollo tecnológico. En la Era de la Información en que vivimos el acceso al conocimiento es el commodity más valioso. Si Juan tiene cinco pozos de petróleo y Pedro no tiene petróleo pero tiene acceso a las cuentas bancarias de Juan, Pedro tiene poder sobre Juan.
En estos tiempos de poder blando y ciberguerra global, las megafiltraciones son las bombas atómicas del siglo XXI. Sus ondas se expanden por todo el planeta y hacen temblar a gobiernos y empresas multinacionales. Las megafiltraciones nunca son geopolíticamente neutras. Las que perjudican a los Estados Unidos benefician por descarte a sus rivales Rusia y China, y viceversa.
En el caso del llamado Cablegate de WikiLeaks y de los documentos sobre la vigilancia masiva a cargo de la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana filtrados por el exespía Edward Snowden, Estados Unidos salió debilitado y por lo tanto sus rivales resultaron fortalecidos. Por el contrario, la megafiltración de los denominados Panama Papers favoreció a los Estados Unidos porque sus revelaciones golpeaban al círculo íntimo del hombre fuerte de la política rusa, Vladimir Putin, y a varios familiares y amigos cercanos del jerarca chino Xi Jinping, pero no tocaban de cerca a ningún funcionario estadounidense importante.
Claro que estas megafiltraciones globales se disparan en mil direcciones y terminan produciendo un daño colateral considerable en terceros países, incluso en aliados importantes de las superpotencias que, a priori, emergen como las beneficiarias de la megafiltración. Pero no parece casual que así como altos funcionarios de los Estados Unidos denunciaron las filtraciones de WikiLeaks y Snowden como actos de terrorismo en la forma de operaciones de inteligencia vinculadas con Rusia, del mismo modo, Putin y Xi denunciaron que la filtración de los Panama Papers fue una maniobra de inteligencia de los Estados Unidos para perjudicar a sus países.
La mirada de los jefes de Estado acerca de las megafiltraciones tiende a ser demasiado lineal. Revelar secretos estratégicos vinculados a la corrupción o el abuso en un país tiene el doble efecto de debilitarlo en términos de defensa vis a vis sus rivales, pero a la vez de fortalecer su funcionamiento democrático al permitir la libre circulación de esa información.
Pero hay que decirlo: los gobiernos, especialmente los de Estados Unidos y Gran Bretaña, son los mayores filtradores de información de todo el mundo. Prácticamente a diario utilizan filtraciones o fuentes anónimas como herramientas de difusión de documentos o informaciones que no pueden revelar oficialmente por razones legales, políticas o lo que fuere, pero cuya publicación puede favorecer los intereses de los filtradores, por ejemplo dañando la imagen de sus adversarios. Llama la atención, porque son precisamente los países que han estado detrás de la criminalización de algunos de los filtradores más conocidos. Pero tiene su lógica. Los gobiernos ejercen un control de las filtraciones al defender las que los favorecen bajo la bandera de la libertad de expresión y perseguir las que los perjudica argumentando violaciones a la privacidad y a la seguridad nacional.
No solo eso. Los gobiernos financian filtraciones. Es más, Estados Unidos y Gran Bretaña son los principales financistas del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ) y del Proyecto de Reportajes de Crimen Organizado (OCCRP), las dos principales plataformas de filtraciones de la última década. No parece casual que estas plataformas, que han publicado decenas de filtraciones de impacto mundial, casi no se han ocupado de investigar a los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña. Y que mientras el ICIJ se ha especializado en filtraciones de China, OCCRP se ha destacado por sus filtraciones de Europa del este. Tampoco parece casual, en estos tiempos de guerra informativa pero también de motosierra, que mientras los gobiernos recortan gastos en medios y agencias informativas oficiales, el financiamiento de ciertas plataformas de filtraciones se mantiene, al igual que el de los servicios de inteligencia que muchas veces se encargan de producir las filtraciones que esas plataformas publican. Y tampoco parece casual que mientras algunas plataformas como WikiLeaks o The Intercept han sufrido el encarcelamiento de sus filtradores, OCCRP y ICIJ nunca han padecido la persecución de la justica estadounidense o británica.
Aun así, los Estados no controlan todas las filtraciones. En el caso de la plataforma WikiLeaks, tuvieron que meter preso a su editor Julian Assange para callarla. Pero cuando lo lograron el daño ya estaba hecho: millones de documentos secretos, incluyendo partes de guerra y cables diplomáticos, salieron a la luz revelando torturas, asesinatos, y diversas y masivas violaciones de derechos humanos y abusos de poder de Estados Unidos en todo el mundo. WikiLeaks también ha publicado información que ha enfurecido al gobierno chino, como las claves secretas de sus firewalls de censura online, y que hizo pasar vergüenza al gobierno ruso, como la correspondencia de altos funcionarios con su aliado y entonces dictador sirio Hafez Al Asad y la lista de spyware de las empresas de ese país. Y hasta ahora no se ha conocido prueba alguna que sugiera que WikiLeaks trabaja para algún gobierno.
El avance de la tecnología también conspira contra el control estatal de las filtraciones. En particular, la vida útil de las plataformas de filtraciones parece estar llegando a su fin.Ya no hace falta acudir a un intermediario para que publique documentos preservando el anonimato del filtrador. Cada vez más, la tecnología permite publicar de forma anónima en redes sociales, salones de chat, nubes y sitios varios. Además, cada vez más filtradores eligen prescindir del anonimato que ofrecen las plataformas especializadas y exponerse a las consecuencias jurídicas. Los Discordleaks de 2023, una de las últimas grandes filtraciones, referida a documentos militares estadounidenses, se publicaron en un sitio de chats y entretenimientos. El filtrador, Jack Texeira, no había hecho mucho por borrar sus huellas. Fue rápidamente detenido, encarcelado y condenado.
Desde la detención de Assange en 2019 y el juzgamiento criminal de filtradores (whistleblowers, en inglés) como Chelsea Manning, Reality Winner, Herve Falciani, Katherine Gun, Rui Pinto, Daniel Hale o el mayordomo de Juan Pablo II ha disminuido el aporte de individuos como ellos que, por razones morales, económicas, psicológicas, o lo que sea, deciden filtrar información, valiéndose de sitios como WikiLeaks, The Intercept o el ICIJ. Las nuevas filtraciones por lo general provienen de grupos de hackeo vinculados a corporaciones estatales que filtran información por razones políticas. Así sucedió con los mails de Hillary Clinton en 2016, obtenidos por un grupo de hackers rusos vinculados al Kremlin, Gucifer 2.0.También con los Sonyleaks de 2014 filtrados por los Guardianes de Paz, un grupo de hackers vinculados al gobierno de Corea del Norte. Otras filtraciones de origen desconocido parecen contar con el guiño, la aprobación, o la protección legal de Estados o gobiernos. Por ejemplo, las sucesivas filtraciones sobre los campos de concentración chinos de la minoría Ughur en la provincia de Sinkiang, donde fuentes no reveladas operando en China proveían de documentos sensibles a periodistas norteamericanos. Algo similar sucedió con la filtración de las llamadas de soldados rusos interceptadas por inteligencia ucraniana que en septiembre de 2022 publicara el New York Times. También está el caso de filtraciones como los Panama Papers, los Paradise Papers, los Offshore leaks o los China leaks, que podrían formar parte de una campaña secreta de Estados Unidos para acabar con los paraísos fiscales fuera de ese país. ¿Por qué? Porque tras esas publicaciones, el supuesto robo de información a poderosos estudios de abogados de todo el mundo pasó prácticamente desapercibido y nadie parece haber investigado las fuentes del hackeo, cuando en otras filtraciones la fuente fue rápida y agresivamente rastreada, identificada y criminalizada. Y no deja de llamar la atención que el principal paraíso fiscal del mundo, el estado de Delaware, Estados Unidos, nunca fue objeto de una filtración, al menos hasta ahora.
No es fácil hacer periodismo en tiempos de guerra. Y al periodismo de filtraciones le caben las generales de la ley. La publicación de documentos originales lo protege de la mentira y que esos documentos hayan sido secretos reafirma su valor informativo. Pero ninguna filtración es virgen de operaciones políticas, intereses cruzados o manipulaciones mediáticas. Nadie revela un secreto sin intención. Por eso no es aconsejable convertirse en sommelier de filtraciones. La información puede venir de un funcionario poderoso, de un empresario estafado, de un empleado enojado, de un espía, un loco o un idealista. A los efectos de su publicación no importa. Si el documento es verdadero y de interés público, el deber del periodista es darlo a conocer.
Una cultura que rechaza al “buchón”
Argentina no es un país prolífico en filtraciones, más allá de la habitual publicación de documentos judiciales bajo secreto de sumario filtrados por abogados de las partes o funcionarios judiciales para influenciar la cobertura periodística de casos resonantes, como en la filtración de las imágenes que mostraban las lesiones sufridas por la ex primera dama Fabiola Yañez, extraídas del expediente en el que acusa de violencia doméstica al expresidente Alberto Fernández. Tampoco es inusual que en el mundo de la farándula algún amante despechado filtre un chat, o que en política pase lo mismo con algún expulsado del poder.
En cambio, las filtraciones más voluminosas tienden a ser escasas y las que existen parecen ser obra de los servicios de inteligencia o, al menos, han sido reveladas o promovidas por políticos y periodistas vinculados a ese mundo. Es el caso de la filtración conocida como Lago Escondido, de noviembre de 2022, que muestra un contubernio entre magistrados, funcionarios públicos, empresarios y espías que habría derivado en la comisión de los presuntos delitos de dádivas, tráfico de influencias y encubrimiento. También sería el caso en la filtración de fotos y videos de las reuniones secretas entre legisladores de La Libertad Avanza y reos convictos por crímenes de lesa humanidad en la cárcel de Ezeiza a principios de 2024.
Sin embargo, como sucede en el resto de Sudamérica, aquí escasean las filtraciones generadas por individuos que buscan promover la transparencia en los negocios y actos de gobierno, así como el libre acceso a la información. En eso estamos retrasados con respecto a los demás países de Occidente. La batalla cultural en nuestra región y en nuestro país recién empieza, demorada seguramente por nuestros sesgos corporativistas: el misterio católico, la omertá mafiosa, el fanatismo por la camiseta, la política aluvional. Nuestra tradición cultural nos invita a tener “códigos”, a no ser buchón. Pero ese folklore atenta contra la idea de mostrar y conocer lo que el poder oculta. Y lleva a confundir un acto de autodefensa democrática con una traición.
La prehistoria
La primera megafiltración de la historia fue conocida como los Papeles del Pentágono y fue posible gracias a la aparición de un desarrollo tecnológico que hoy quedó atrás pero que en su momento revolucionó el modo de compartir documentos: la fotocopiadora. Se trata de un estudio secreto encargado en 1967 por el Departamento de Defensa de los Estados Unidos a la ONG especializada en temas militares RAND Corporation sobre la historia del involucramiento político y militar de los Estados Unidos en Vietnam entre 1945 y 1967.En total, 4000 páginas de documentos oficiales y 3000 de análisis histórico, dividido en 47 tomos, escrito y compilado por 36 analistas —mitad militares en actividad y mitad académicos y empleados estatales—, cuyo contenido principal publicaron los diarios The New York Times y The Washington Post en 1971.
El estudio reveló que sucesivos gobiernos mintieron a los estadounidenses acerca de lo que sabían sobre los riesgos y los costos de la guerra, presentándoles un panorama que subestimaba la gravedad de la situación mientras escalaban su involucramiento bélico. Por entonces la guerra se había empantanado en un cuadro que requería cada vez más apoyo militar estadounidense para sostener un conflicto en el que la victoria se hacía cada vez más inalcanzable. Mientras tanto, 58.000 soldados estadounidenses (y entre 800.000 y tres millones de vietnamitas) habían muerto en el campo de batalla, el país estaba sumido en un intenso debate sobre la guerra y el movimiento pacifista crecía en ciudades y universidades, impulsado por tendencias culturales como la filosofía hippie y la batalla cultural, política y social en favor de los derechos civiles.
Los papeles fueron filtrados por el analista militar Daniel Ellsberg, un exmarine nacido en Chicago y doctorado en economía en la universidad de Harvard. Llegó al Pentágono en 1964 a trabajar en la Oficina de Seguridad Internacional y tres años más tarde fue enviado Vietnam, donde estuvo dos años como observador del Departamento de Estado. Lo que vio y aprendió marcó su vida para siempre. Al regresar a Estados Unidos fue contratado por RAND y empezó a volcar sus experiencias y reflexiones sobre los Papeles del Pentágono.
El trabajo nunca llegó al despacho del presidente. El secretario de Defensa que lo encargó, Robert MacNamara, renunció en febrero de 1968 durante la presidencia de Lyndon Johnson, y su sucesor Clark Clifford recibió los papeles un año después, y cinco días antes de la asunción de Richard Nixon.Clifford luego admitiría que nunca los leyó. Ellsberg dejó Rand en 1969, se incorporó al Instituto de Estudios Internacionales de la universidad MIT en Boston y empezó a participar en manifestaciones pacifistas. Lo desesperaba saber que las 14 copias que se hicieron del estudio juntaban polvo en distintas oficinas del Departamento de Defensa y de RAND. Entonces fue a ver a cuatro senadores pero uno tras otro se negaron a incluir los papeles en el registro de actuaciones del Congreso. El último de ellos le sugirió a Ellsberg que le mostrara su trabajo a un periodista y así surgió la idea de la filtración.
A fines de 1969 Ellsberg y su colaborador Anthony Russo, también exempleado de RAND, se pasaron varias semanas sacando y devolviendo los papeles, tomo por tomo, de una de las dos copias del informe en poder de la ONG. Esa copia había sido archivada en la sede de RAND de Santa Mónica, un suburbio de Los Angeles, y por su trabajo previo ambos analistas tenían pases del gobierno que les permitían acceder al material clasificado.
Fotocopiar los papeles no fue una tarea fácil. Llevaban el sello de “top secret” y no era cosa de andar por la calle mostrándolos a cualquiera así nomás. Por eso el trabajo se hizo de noche en una fotocopiadora Xerox de una agencia de publicidad en la avenida Melrose de Los Angeles cuya dueña era una señora llamada Lynda Sinay, amiga de Russo. Fue un trabajo arduo que insumió noches enteras durante semanas, ya que había que hacerlo de forma manual página por página.
Las fotocopiadoras se habían empezado a comercializar en 1961 y aún no habían desarrollado capacidades para automatizar la reproducción continua. Al comienzo eran mamotretos que ocupaban un área de 107 centímetros de alto por 117 de ancho por 114 de fondo y pesaban 294 kilos. Costaban 30.000 dólares y la empresa Xerox tenía el monopolio, a tal punto que el verbo “fotocopiar” se traduce en inglés a la frase “to xerox”. Las primeras máquinas venían con un matafuegos porque solían recalentarse y eventualmente incendiarse. Aun así eran capaces de reproducir un documento cada siete segundos, casi un milagro para la época.
En la agencia de publicidad de la avenida Melrose la fotocopiadora no era distinta a las demás. Ante semejante volumen de material secreto y las largas horas de uso que insumía reproducirlo la máquina solía recalentarse y hubo que repararla varias veces, estirando los tiempos de los filtradores. Conscientes del riesgo, Ellberg y Russo usaban guantes para no dejar huellas digitales y no empezaban a fotocopiar hasta que estuvieran solos, con la agencia cerrada.
En marzo de 1971 Ellsberg visitó en su casa de Washington DC al periodista del New York Times Niel Sheehan, a quien conocía de Vietnam, para ofrecerle los papeles. Sheehan no dudó. Viajó a Boston, a la casa de Ellsberg, donde el analista tenía guardada su copia. Con su anuencia, fotocopió los papeles en distintas tiendas de fotocopiado de la ciudad, cuidándose de cambiar seguido de locación para no ser detectado.
Los Pentagon Papers empezaron a publicarse en el New York Times el 13 de junio de 1971.Posteriormente el Washington Post se sumó a las publicaciones. El gobierno de Nixon intentó frenarlas en la justicia pero la Corte Suprema falló a favor de los diarios. También denunció a Ellsberg y Russo bajo la Ley de Espionaje de 1917, una legislación creada poco después de la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial con el objetivo de prohibir la “transmisión” de información relacionada con la defensa nacional con la intención de perjudicar a EE.UU.o beneficiar a una nación extranjera, la interferencia en operaciones militares, la promoción de la insubordinación en las fuerzas armadas y la retención, divulgación o el manejo incorrecto de documentos clasificados que puedan dañar la seguridad nacional. Acusados de robo, conspiración y divulgación de información clasificada, Ellsberg y su asistente enfrentaron cargos de hasta 113 años en prisión. Sin embargo, en un fallo histórico, el caso fue desestimado por el juez William Byrne Jr. debido a irregularidades graves por parte del gobierno de Nixon, como escuchas telefónicas ilegales, un allanamiento a la oficina del psiquiatra de Ellsberg y la oferta de un cargo en el FBI al juez para influir en el proceso. Tras el juicio, Ellsberg dedicó su vida al activismo pacifista, luchando contra la proliferación nuclear y defendiendo la libertad de expresión.
En 1971, para buena parte de la opinión pública, Ellsberg era un villano, un traidor a los jóvenes que habían dado sus vidas en Vietnam. Henry Kissinger, quizás el político más popular en ese momento, se refirió a Ellsberg como “el hombre más peligroso de América” y afirmó que “debía ser detenido a toda costa”. Pero con el paso de las décadas la figura pública del filtrador de los Papeles del Pentágono se transformó y de villano pasó a héroe. Publicó más documentos clasificados, incluyendo información sobre la estrategia nuclear de EE.UU.durante la Guerra Fría, que había copiado junto con los Papeles del Pentágono. Reveló en su libro The Doomsday Machine (2017) que los documentos más significativos que tuvo, relacionados con la planificación nuclear, nunca se publicaron y terminaron perdidos en un vertedero tras un huracán. Fue un crítico constante de las intervenciones militares de Estados Unidos, abogó por la transparencia gubernamental y fue cofundador de la Freedom of the Press Foundation.En 2006 recibió el Premio Right Livelihood por su valentía, y en 2018, el Premio Olof Palme por su humanismo y coraje moral.Murió en 2023 a los 92 años en su casa de Seattle, víctima de un cáncer de páncreas.
Ellsberg dedicó los últimos años de su vida a apoyar a otros filtradores como Chelsea Manning, Edward Snowden y Julian Assange; los consideraba héroes, por exponer abusos gubernamentales. Sin embargo, buena parte del periodismo ignoró estos apoyos e intentó usar el prestigio que había alcanzado Ellsberg para trazar un contraste entre filtradores supuestamente buenos como él y filtradores supuestamente malos como Assange, Manning y Snowden .Curiosamente, el mismo proceso de demonización se repetiría medio siglo después cuando Jack Texeira reveló documentos secretos del Pentágono en la llamada Discordleaks. Esta vez Texeira vendría a ser el filtrador irresponsable y desequilibrado mental, en comparación con filtradores supuestamente serios como Assange y compañía.
La publicación de los Papeles del Pentágono marcó el comienzo de la Edad de Oro del periodismo, cuyo hito más alto fue la investigación del caso Watergate, publicada por el Washington Post en 1973, que derivó en la renuncia de Nixon y consolidó la reputación del periodismo como un contrapoder independiente capaz de voltear presidentes y cambiar el rumbo político de un país. Esa Edad de Oro no sobrevivió el cambio de siglo .A medida que los procesos de concentración económica llevaron al surgimiento de los grandes conglomerados mediáticos con ramificaciones en distintos mercados infocomunicacionales, el periodismo tradicional fue perdiendo ese lugar de contrapoder contestatario para transformarse en la cara amable, supuestamente objetiva y profesional, de grandes corporaciones privadas y estatales.
Después del juicio a Ellsberg pasaron más de dos décadas para que el gobierno de Estados Unidos volviera a usar la Ley de Espionaje para enjuiciar a filtradores que le pasaron información a periodistas. El quiebre fue el atentado del 9-11.A partir de entonces, el fiscal general de George Bush hijo presentó cargos contra tres filtradores, cifra que el fiscal general de Obama llevó a nueve. La cifra de filtradores acusados de traición bajó a dos o tres casos durante la primera presidencia de Donald Trump, pero con el agravante de que su fiscal general logró penas y condiciones más duras que sus predecesores para los filtradores detenidos y además fue el primer gobierno en enjuiciar ya no a una fuente, sino a un periodista, Julian Assange, bajo la Ley de Espionaje. En su segundo mandato Trump aún no ha usado la Ley de Espionaje contra el periodismo o sus fuentes, pero su gobierno recién comienza y el mandatario ya impulsó medidas para castigar la filtración de información clasificada, amén de denostar y amenazar a varios periodistas. El gobierno de Biden tuvo la virtud de no perseguir a las fuentes de filtraciones con la Ley de Espionaje, salvo el caso de Texeira, recientemente condenado a 15 años de prisión. Pero durante todo su mandato mantuvo la injusta acusación de espionaje en contra de Assange hasta que pocos días antes de dejar el gobierno alcanzó un acuerdo judicial. El acuerdo consistió en dar por cumplida la pena de Assange por los seis años que había pasado en la cárcel de máxima seguridad de Belmarsh, en Gran Bretaña, aguardando la finalización de su juicio de extradición a Estados Unidos, a cambio de que el periodista se declarase culpable de un cargo de violar la Ley de Espionaje, acuerdo que le permitió recuperar su libertad y mudarse a su Australia natal con su esposa y dos hijas.