A lo largo del ciclo lectivo, 23 instituciones educativas recibieron insumos de distinto tipo a partir del convenio que la Municipalidad de Villa Regina firmó con el Ministerio de Educación y Derechos Humanos de Río Negro.
En este sentido, los establecimientos beneficiados fueron las Escuelas 265, 257, 143, 85, 105, 196, 83, 52, 28, 220, 91, 279, Jardín 45, Instituto de Formación Docente, Supervisión y el Consejo Escolar Alto Valle Este.
Los insumos fueron diversos, entre ellos se puede mencionar PCs más accesorios, teléfonos inalámbricos, impresoras, kits rapsberry, motoguadaña, heladera, Smart TV, termómetros y alcohol etílico que fueron entregados de acuerdo a la necesidad cada institución.
El Intendente Marcelo Orazi destacó la posibilidad que brinda la firma de este tipo de convenios con la cartera educativa ya que permite llegar con respuestas y soluciones de una manera más ágil a las demandas educativas.
Por su parte, desde el Consejo Escolar se valoró el acompañamiento de la Municipalidad en todos los aspectos durante el presente año lectivo.
La Municipalidad de Villa Regina puso en marcha el concurso de precios 05/2021 para la adquisición de insumos de limpieza con destino a distintas escuelas de Villa Regina y Valle Azul. El presupuesto oficial es de $1.345.488. La fecha de apertura de las propuestas será el 5 de mayo a las 11 horas en el…
Por Marina Ardenghi Licenciada en QuímicaHealth Coach Como hacedores de nuestro día a día podemos considerarnos todos alquimistas, seres capaces de transformar la materia. Y cuando nos damos cuenta que la alimentación se vincula directamente con nuestro estado físico, mental y emocional es que podemos empezar a tener una mirada más aguda de lo que…
Pablo Quirno decidió que Argentina no acompañe el documento de consenso de la cumbre del G20 en Sudáfrica. En una primera lectura se entiende que forma parte del alineamiento total e incondicional con Estados Unidos pero también aparecen elemento de tensión hacia dentro del gobierno.
El G20 tiene la particularidad de controlar con Sherpas, una suerte de representantes especiales en esos ámbitos que se dedican a negociar cada punto de todos los puntos de la agenda de la cumbre.
El Sherpa argentino es Federico Pinedo, quien sonó como posible Canciller impulsado por Mauricio Macri en un hipotético acuerdo de gobierno con Javier Milei luego de las elecciones. La sorpresiva victoria en las legislativas puso ese pacto bajo la alfombra y el gobierno decidió poner a los suyos en puestos claves. Así llega Pablo Quirno a la Cancillería.
Lo cierto es que la decisión de no acompañar el documento del G20 generó sorpresa en los sudafricanos.Vincent Magwenya, portavoz del presidente sudafricano, Cyril Ramaphosa, fue consultado sobre la posición de Argentina por la Agencia EFE, y contestó que «el ‘sherpa’ argentino (Pinedo) ha estado aquí bastante tiempo».
«Ha participado en varias reuniones, así que resulta un poco sorprendente que Argentina no estuviera presente cuando los ‘sherpas’ consideraron que habían llegado a un acuerdo. Y una vez que los ‘sherpas’ llegaron a un acuerdo, sólo faltaba que los líderes en la cumbre ratificaran su acuerdo. Eso ocurrió», dijo Magwenya.
Antes de la firma, Magwenya adelantó a los medios que el texto reafirma que la Carta de las Naciones Unidas «sigue siendo el punto de orientación central para analizar y abordar las disputas, evitar el uso de la fuerza y comprometernos con la resolución pacífica de los conflictos». En esa línea, apuntó que que la declaración identifica «cuatro de los conflictos más graves del mundo: la República Democrática del Congo, Sudán, Ucrania y Palestina».
El argumento del gobierno para no acompañar el texto fue una supuesta diferencia relacionada con el conflicto en Medio Oriente donde Argentina está fuertemente alineada a Israel pero lo que confirma Sudáfrica es una desautorización de Quirno a Pinedo.
Ha participado en varias reuniones, así que resulta un poco sorprendente que Argentina no estuviera presente cuando los ‘sherpas’ consideraron que habían llegado a un acuerdo. Y una vez que los ‘sherpas’ llegaron a un acuerdo, sólo faltaba que los líderes en la cumbre ratificaran su acuerdo. Eso ocurrió
El Canciller dijo en su discurso que «hemos señalado las líneas rojas identificadas con el objetivo de apoyar las metas más amplias del G20. Esas líneas rojas siguen vigentes».
«Nos preocupa profundamente la forma en que ciertos asuntos geopolíticos están planteados en el documento. En particular, aborda el prolongado conflicto en Oriente Medio de un modo que no capta toda su complejidad», señaló Quirno.
Federico Pinedo.
Según Quirno, el texto se centró en una «única dimensión de un territorio específico», lo que, a su juicio, «pasa por alto el contexto regional más amplio, el reconocimiento internacional de distintas entidades y las causas estructurales de la disputa».
Por su parte, el comunicado de Cancillería dice que «esta decisión argentina responde al quiebre de las reglas de consenso que rigen el funcionamiento del G20, así como a diferencias sustantivas en las consideraciones geopolíticas contenidas en el texto.
Nos preocupa profundamente la forma en que ciertos asuntos geopolíticos están planteados en el documento. En particular, aborda el prolongado conflicto en Oriente Medio de un modo que no capta toda su complejidad
«Para la Argentina resulta esencial preservar la regla del consenso como fundamento de la legitimidad de las decisiones adoptadas en el marco del G20. En tal sentido, y tras varios días de negociaciones constructivas, nuestro país lamenta que se haya decidido considerar como aprobada una declaración sin el consenso de todos los miembros del foro, incluida la Argentina entre otros», continúa.
Asimismo, finaliza que «en lo que respecta al conflicto en Medio Oriente, la Argentina se diferencia del enfoque parcial reflejado en el documento, que omite el contexto regional y las causas estructurales subyacentes del conflicto, elementos indispensables para el avance de un proceso de paz genuino, sostenible y equilibrado».
Federico Pinedo mostró su apoyo en redes sociales al discurso del Canciller y defendió la posición del gobierno con el documento pero lo cierto es que quedó expuesto ante los organizadores de la cumbre.
Este es un síntoma más de la relación del PRO con los libertarios que empieza a sentirse en la política exterior y se suma a las declaraciones de Mauricio Macri que pidió sostener el vínculo con China y dijo que él si pudo mantener los acuerdos con Xi Jinping a pesar de la presión de Obama y Trump.
El congelamiento de la relación con China también es un tema que preocupa a la diplomacia de la Cancillería que maneja el vínculo con el gigante asiático y de empresarios que temen que a los chinos se le termine la paciencia y eso genere severas consecuencias.
En esa línea, como adelantó LPO, Karina Milei suspendió una visita a la principal feria de China para acompañar a Javier Milei a la CPAC en Miami cuando había comprometido su visita por carta meses atrás.
Para renovar el swap, China le hizo tres pedidos al gobierno. El primero fue que Milei bajara el tono de su discurso contra China. Además, acordaron una visita del presidente a China. Milei pospuso la gira, pero la Argentina prometió enviar a Karina como una muestra de buena voluntad que la hermana presidencial incumplió. El tercer punto era la reactivación de las obras que habían quedado paralizadas y que tenían participación china.
Mientras tanto, la presencia de China en la economía argentina no para de crecer, pese a las promesas de Milei a la administración Trump. Las importaciones chinas saltaron 66% en el último año, fábricas completas llegan en barcos y hay nuevas adquisiciones en yacimientos mineros.
Ailén Lascano Micaz se coronó como la mejor nadadora de la temporada en la Copa Mundial de la International Winter Swimming Association y recibió una especial distinción. La joven nadadora rionegrina Ailén Lascano Micaz no para de brillar en el escenario internacional. Su especialidad son las aguas heladas, un deporte extremo sumamente sacrificado del que…
Todo lo que sobra, molesta y ocupa lugar va a parar al ropero de mi hijo.
Sus cosas entran en una valija que lleva y trae cada semana desde la casa de su madre. Cuando llega, las acomodamos en los estantes de la izquierda. El resto del ropero lo usamos para guardar abrigos, frazadas, recuerdos y un montón de objetos inútiles de los que todavía no nos podemos despegar. Pueden estar allí varias temporadas hasta que pierden por completo su sentido y, por fin, los tiramos a la basura o los donamos.
Mi hijo lo llama “la otra dimensión”. Dice que me vio meter cosas que nunca salieron, como su primera pileta de lona. El ropero se la comió. Dice que es como la habitación del pensamiento abstracto de la película Intensamente, un lugar a donde van a parar los residuos de la memoria antes de borrarse para siempre de la vida de alguien.
Cada tanto la puerta se abre. A veces porque necesitamos algo. Otras, porque hacemos espacio en la casa y nos vemos obligados a mandar cosas a la otra dimensión.
Este es un momento de hacer espacio. En unos meses nacerá Helena y el estudio, el lugar que armamos para trabajar desde que llegamos a esta casa, se va transformando de a poco en la habitación de una niña.
Anoche entró un frente frío. A las once y media se descolgó una tormenta imponente. Sofía se recostó en el sillón y se tapó con una manta. Vicente todavía estaba despierto y quiso salir a la galería a ver cómo caía la lluvia. Abrí las puertas y las ventanas para dejar pasar el aire fresco y me dispuse a mandar cosas a la otra dimensión. En el piso, sobre la alfombra con dibujos infantiles, acomodé de un lado lo que debía entrar y de otro lo que debía salir. Carpetas, archivos, libros, diarios viejos, juguetes en desuso.
En el fondo semivacío del ropero reconocí el bulto azul envuelto en una bolsa transparente. Un bulto que me acompaña desde hace ocho años, cuando mi hijo era un bebé. Sobrevivió a cada digestión de la otra dimensión: diez mudanzas, dos separaciones.
Abrí el paquete. Metí la mano, saqué uno por uno los trapos y los estiré en el espacio libre del piso: el saco de pana azul, la gorra de visera dura, las insignias doradas.
–¿Es un disfraz?
Vicente estaba parado en la puerta con los pies mojados.
–Es un uniforme.
–¿De policía?
–Sí.
–¿Del nono?
–No, no es de mi papá.
–¿Salió de la dimensión?
–Sí, salió de la dimensión.
–¿Y lo vas a tirar?
Sobre el piso, miré los trapos que alguna vez fueron parte de la ropa de trabajo de un represor, un hombre ya muerto que dirigió un centro clandestino y una patota de policías dedicada a secuestrar y asesinar gente durante la última dictadura militar.
Hay una tarjeta con su nombre pegada en la parte interior de la gorra: Raúl Pedro Telleldín. Hace mucho quise hacer un libro sobre él; me acerqué a sus hijos, entrevisté a militares y a policías condenados por crímenes contra la humanidad, escuché a sus víctimas y junté decenas de expedientes. Pero nunca pude escribir una línea y el proyecto quedó archivado, como el uniforme.
Foto: Santiago Salguero
Vicente acomodó la gorra en donde imaginó una cabeza. Es- tiró una manga del saco, dibujó una silueta. Se lo quedó mirando. Parecía la piel usada de una serpiente. El cuero de una bestia.
–Es áspero –dijo–. Poneteló. Dale, pa, poneteló.
3.
Esta mañana pasó mi viejo.
Venía de trabajar, uniformado. El pantalón pinzado, los zapatos negros lustrados (ya no usa borcegos) y la camisa celeste que le ajusta cada vez más la panza. La pistola metida a presión en el cinto. Nunca se baja del auto sin el arma. Aunque no tenga el uniforme puesto, aunque vista short y remera, el bulto está ahí, como un órgano más de su cuerpo.
Esta vez trajo pañales para el acopio y galletas para la merienda de Vicente. Tomó dos mates y dijo que estaba apurado. Sus visitas son así: fugaces, intempestivas, incómodas. Antes de irse, le mostré el cuarto en construcción. Entre los ajuares, estaba el uniforme. Lo saqué para mostrárselo, quería ver su reacción.
Inspeccionó las insignias.
–Era de un jefe –dijo–. Cuando eras chico tenías una gorra como esta para jugar ¿te acordás? Era del Tata.
–Sí.
–¿Y esta también fue del Tata?
–No. Esta es mía.
4.
Busco entre las cajas importantes los archivos de mi investigación. Si voy a deshacerme del uniforme, debería tirar también estos cuadernos, estas fotos, el disco en el que almaceno horas de entrevistas. En una de las libretas tengo anotada la fecha en que el uniforme llegó a mí: sábado 3 de octubre de 2015. Acababa de cumplir 32 años. Vivía en Buenos Aires. Trabajaba en una agencia de noticias. Vicente era bebé. Todavía no me había separado de su madre. Tenía un proyecto: escribir un libro. Un libro sobre un policía, un asesino, un conspirador. No esperaba terminar cuidando su ropa.
Foto: Santiago SalgueroFoto: Santiago Salguero
En la libreta, al lado de la fecha, anoté: llueve en Castelar. Y llovía, posiblemente, en todo Buenos Aires. El olor a asfalto mojado entraba por las ventanas hasta esa oficina tapizada de libros, en la planta alta de la casa, en la que hablé durante dos horas con Carlos Telleldín, hijo de Raúl Pedro Telleldín. Detrás de él, un televisor de cincuenta pulgadas mostraba lo que filman nueve cámaras de seguridad: habitaciones vacías, dos perros mojándose en el patio, un policía custodiando la entrada; en la cocina, una mujer caminaba con un bebé en brazos.
–No te vas a ir ahora… Te vas a cagar mojando –dijo en un momento y dio por terminada la entrevista.
Eran las siete de la tarde. La estación de tren quedaba a cinco cuadras y la lluvia no paraba. Decidí esperar.
–Hacés bien. Bajemos que me quiero sacar esta mierda.
Aflojó el cinto de su pantalón y se perdió escaleras abajo. Lo seguí por salones que olían a madera fina, hasta que llegamos a la cocina que un rato antes había visto minúscula en uno de los cuadros del televisor.
Carlos me dejó solo con la mujer que aupaba el bebé. Joven, morena, alta, por lo menos dos cabezas más que él. Imaginé que debía ser Roxana, su octava esposa. Un rato antes me había hablado de ella. “Tiene 20 años”, había dicho con cierto orgullo. Carlos tenía 54. El bebé debía ser Tomás, su décimo hijo.
Unos minutos después volvió vestido con un jogging y un buzo gris. Traía una caja con recuerdos debajo del brazo. Nos presentó.
–Él es periodista. Pero no vino por la AMIA, quiere hablar sobre mi papá.
Roxana hizo un gesto de alivio.
El atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) que en 1994 mató a 85 personas, es el motivo por el que el apellido Telleldín se hizo tristemente famoso. Carlos fue el hombre con más acusaciones en esa causa, que sigue impune. En 1994, cuando se dedicaba a reducir autos robados, Carlos fue detenido, acusado de vender la Trafic usada como coche bomba para volar la AMIA. Pasó más de una década preso sin ser juzgado. En la cárcel, estudió derecho. Cuando lo conocí, me dijo “puedo robar un estéreo y no voy en cana, con todos los años que me deben”. En 2020 fue absuelto por ese delito. Ya no vende autos robados. Maneja un gran estudio jurídico y en el ambiente le dicen el rey de los sacapresos. “A mí me metieron en la causa AMIA los enemigos de mi padre que estaban en la SIDE”, repite cuando puede.
Raúl Pedro Telleldín, el papá de Carlos, fue militar, fue peronista, fue policía y dirigió una de las mayores máquinas de exterminio que haya conocido la historia de Córdoba. A mediados de 1975, un año antes del golpe cívicomilitar en Argentina, asumió el mando del Departamento de Informaciones de la Policía, el D2. Manejaba una dotación de hombres y mujeres crueles, que tenían la misión de exterminar opositores, especialmente de izquierda. Su sello fueron las bombas: mandó a explotar oficinas públicas, redacciones de diarios, comercios, casas particulares y hasta las tumbas de sus propias víctimas. En el D2, ubicado a metros de la plaza principal de Córdoba, fueron torturadas cerca de dos mil personas, muchas de las cuales están desaparecidas. Allí dentro, Telleldín era “El Uno”. Así lo llaman, todavía, quienes fueron sus subordinados. Murió en un accidente de autos en 1983. Lo velaron a cajón cerrado. Décadas después, se rumoreaba que seguía vivo, camuflado en otras identidades.
Escuchaba su nombre en cada juicio por delitos de lesa humanidad que me tocaba cubrir como periodista. Parecía misterioso, conspirador y frío. Pero nadie sabía demasiado. Me atraía la idea de que siguiera vivo, camuflado en otra vida; aunque, por los años que habían pasado desde su muerte, era improbable.
Sobre Raúl Pedro Telleldín quise escribir un libro. Un libro periodístico, un libro molesto, porque “si no molesta, no es periodismo”, decíamos por ahí.
Si pienso ahora en todas las molestias que me trajo, ese día no me habría llevado el uniforme a mi casa.
Era la segunda vez que me entrevistaba con Carlos Telleldín. Para ganarme su confianza, le había dicho que yo también era hijo y nieto de policías.
–Nos vamos a entender –contestó.
Estábamos en su casa, mirando una caja con recuerdos de la que sacó un retrato de Perón dedicado al “camarada y amigo Telleldín”.
–Vení, mi amor. Escuchá así aprendés. ¿Sabías que Perón le regaló a mi papá su carnet de la CGT de los trabajadores?
¿Sabías que mi papá fue su custodio, mi amor?
Roxana miró sorprendida. Yo tampoco había escuchado ese dato antes. Carlos hablaba de su padre con una admiración desbordante. Estaba, aseguraba él, en sus antípodas ideológicas. Lo consideraba un criminal. Pero no cualquier criminal: un criminal que obedecía órdenes, y de muy pocas personas: las pocas que estaban por encima de su cargo.
–Mirá esta foto, este chiquito de acá soy yo, y ese es mi papá. Ese uniforme que tiene puesto lo tengo guardado acá en casa, ¿o no mi amor? También tengo unas armas reglamentarias suyas que me gané en un juicio sucesorio.
Desapareció y volvió al rato. En una bolsa trajo el uniforme y un sable. Lo estiró sobre un sillón; el saco de pana azul, la chaqueta más fina, la gorra con las insignias doradas de la Policía de Córdoba. Fue la primera vez que vi el uniforme.
–A este me lo pidió la Presidenta para llevarlo al museo de mi papá.
–¿Cristina Kirchner?
–Sí, ella. A través de Eduardo Valdés, el embajador del Vaticano. Él era amigo de mi viejo, se conocían del peronismo
–¿Y para qué lo quería?
–Qué sé yo… para llevarlo al museo de mi viejo, supongo.
Carlos le decía “el museo de mi viejo” al Archivo Provincial de la Memoria, el espacio para la promoción de los derechos humanos y para recordar a las víctimas del terrorismo de Estado, montado en el edificio donde funcionó el D2.
–Pero si querés te lo doy a vos. Donalo de manera anónima al museo. Tocá, lo tengo rebien cuidado.
Lo extendió, abrió una manga sobre el respaldo del sillón.
–Poneteló –le propuse.
–¿Qué?
–Sí, dale. Probateló.
–A ver, mi amor, ayúdame.
Se sacó el buzo, comenzó a meterse de a poco en el traje.
Las mangas le ciñeron, el forro cedió, se rajó.
–¡La concha de la lora, estoy más gordo que mi viejo! Me acuerdo que lo iba a ver a los desfiles y me parecía que estaba embarazado del panzón que tenía.
Roxana tuvo que ayudarle a quitárselo.
–La concha de la lora… Tomá –dijo–, llevateló, donalo de manera anónima.
Esa noche volví a casa con el uniforme. Para que no estorbe, lo metí en el ropero que estaba en la habitación de Vicente. A su madre, mi pareja por entonces, le prometí que sería provisorio.
Cuando viajé a Córdoba, dos semanas después, llevé el uniforme al Archivo Provincial de la Memoria. Recuerdo que me recibió la directora y una investigadora que solía consultar como fuente. Recuerdo que conté cómo lo había conseguido, expliqué que estaba investigando sobre Telleldín y que, para eso, hablaba con su familia y con policías que lo habían conocido. Sentía que estaba haciendo un aporte; además del uniforme, tenía documentos y podía, creía yo, conseguir información importante. Recuerdo los gestos de las dos mujeres, las muecas de repugnancia que hacían a medida que avanzaba en mi explicación. Una me cortó en seco. “Acá recordamos a las víctimas, no es un museo de criminales”.
Me sentí un estúpido. No supe qué decir. Cuando salí del edificio, con el uniforme en la mano, cuando pisé el empedrado del Pasaje Santa Catalina, me enfrenté a las miradas de las víctimas del D2, que me juzgaban desde las fotos en blanco y negro que hacen de memorial.
Entre todas, distinguí la cara del subcomisario Ricardo Fermín Albareda.
5.
La noche que murió, la noche del 25 de septiembre de 1979, Albareda salió a eso de las diez de la Dirección de Comunicaciones de la Policía de Córdoba y subió al Peugeot 404 blanco. Lo esperaban Susana Montoya, su esposa, y sus hijos Mónica, Fernando y Ricardo, de meses.
Sofia Beran
En el trayecto, dos autos lo cercaron. El “Chato” Calixto Flores y Hugo Britos, policías del D2, iban en uno. Raúl Pedro Telleldín y su lugarteniente, Américo Romano, en el otro. A punta de patadas, lo arrancaron del Peugeot y lo metieron a uno de los autos.
Después, manejaron unos cuarenta minutos por una ruta de curvas y laderas hacia el norte de Córdoba, hasta llegar al Chalet de Hidráulica, uno de los centros clandestinos del D2, escondido en una península del lago San Roque, rodeada de agua, oculta entre una arboleda de pinos y eucaliptus.
Albareda se había hecho policía a los 19 años, cuando salió de la escuela. Como su padre, como su abuelo, como sus hermanos. Vocación y mandato familiar, son cosas que a veces se confunden.
Mientras ascendía, comenzó a estudiar ingeniería electrónica, en 1969. Así que para 1979, tenía una foja de servicio impecable y estudios avanzados. En una semana iba a cumplir 38 años y pronto asumiría como comisario, lo que le abría la oportunidad de quedar a cargo de la Dirección de Comunicaciones.
Su oficina quedaba en la Casa de Gobierno. Por sus manos, durante 16 años, pasaron los télex del sistema de comunicación que llegaban desde la presidencia, también gran parte de la comunicación interna de la Policía.
Albareda tenía también, desde 1970, una identidad secreta, clandestina. Era “Pablo”, en el aparato de contrainteligencia del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), el brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Desde su lugar, tuvo un rol clave en el trabajo de contrainteligencia del ERP, sobre todo para adelantarse a los procedimientos del D2. Por eso, desde que asumió, en 1975, Raúl Pedro Telleldín se obsesionó con el traidor que trabajaba desde las entrañas de la fuerza. Para octubre de 1976, ya no quedaba casi nada de la estructura del ERP. En enero de 1978 fueron secuestrados Ester Felipe y su marido Luis Mónaco, último contacto de Albareda con la estructura. Y hasta la noche del 25 de septiembre de 1979, estuvo solo, quizás esperando la caída.
El fulgor plateado del lago y el monte oscuro hacia la ruta era todo lo que veía esa noche, desde la galería del Chalet de Hidráulica, el centinela Ramón Roque Calderón. Le decían Kung Fu y era guardia estable del chalet desde septiembre de 1976. Los faros de dos autos abrieron la negrura del campo y Calderón pudo ver a sus superiores avanzar hacia la casa: adelante Telleldín; detrás, un hombre alto, delgado, que daba pasos con letargo, como si estuviera herido o muy borracho. Los otros lo empujaban para que avanzara. Divisó que el hombre vestía uniforme de la Policía con insignias doradas de un superior; subcomisario o comisario.
–¿Quién es el carteludo? –preguntó Calderón.
–¡No pregunte! –lo cortó Telleldín.
Con alambre, ataron a Albareda a una silla de madera. Los tobillos a las patas, los brazos detrás. Quizá escuchó las olas del lago azotándose contra algún acantilado. Quizás escuchó grillos anunciando el calor. O quizás la mente se le nubló con los primeros golpes y entonces fue el principio del fin.
Calderón había oído gritar a cientos de torturados en los tres años que llevaba custodiando el Chalet de Hidráulica: era el llanto de los que no saben qué va a ser de su vida, como el que le escuchó clamar a Albareda esa noche, cuando comenzaron a torturarlo. Pero siempre, declaró Calderón en el juicio que se hizo en 2009, se quedó afuera. No quería ver. Esa noche no pudo.
–Venga, Kung Fu, quiero que vea algo –lo llamó Telleldín–. Quiero que sepa qué pasa con los traidores.
Una por una, Telleldín arrancó las insignias de los hombros de Albareda, hasta degradarlo por completo. Después pidió una botella de whisky y un botiquín. Cuando lo tuvo, sacó un bisturí, rajó el pantalón por la mitad, agarró los testículos de Albareda.
–Si caminás, si tenés los pies en la tierra, es gracias al peso de las bolas –le dijo–. Pero ahora te las corto y te vas al cielo.
Y con un golpe de bisturí lo capó.
Para callar los alaridos del hombre, Telleldín metió la parte amputada en su boca y comenzó a coser los labios. Agarró la botella y tiró un chorro de whisky en la herida.
Nadie decía nada en el semicírculo de ojos. “Era El Uno” explicó Calderón, “y El Uno te mataba”.
Una hora más tarde, después de hacer fuego, después de comer un asado, Telleldín ordenó cargar el cuerpo de Albareda en el baúl de un auto, y se fueron.
Se juega el 5to 3×3 en Villa Regina, el domingo a las 14hs comienza la Copa Trepan en el playón del río en la isla 58. Este domingo despedimos el verano con una compe en el PlayOn del río, a partir de las 13:30hs el predio va a estar abierto y preparado para empezar a…
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