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COVID-19: Se solicita a los comerciantes reforzar las medidas de prevención

El Departamento de Bromatología de la Municipalidad de Villa Regina solicita a los comerciantes reforzar las medidas de prevención establecidas en los protocolos respectivos en el marco de la pandemia COVID-19.

Al respecto, recuerda la importancia de respetar en los diferentes locales el uso obligatorio de tapabocas, el distanciamiento social de 2 metros y la capacidad máxima permitida de clientes de acuerdo a los metros cuadrados de superficie.

La colaboración de todos es fundamental para la prevención del COVID-19.

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    Pedro camina con un expediente bajo el brazo y el gesto confiado. Su traje de abogado siempre estará impecable, al igual que el pelo endurecido con gomina. El edificio de Comodoro Py es un enorme bloque de cemento estilo soviético con ascensores que parecieran estar siempre a punto de frenarse. Son las diez de la mañana.

    —Ahora vamos a la audiencia. Te quedas calladita eh, no lo putees al pibe ni hagas nada. Ustedes déjenme hablar a mí —advierte, y sigue caminando.

    En sus manos lleva pruebas que se supone ayudarán a ganar el caso: la autopsia que demuestra cómo Alberto Domínguez Cossio, mi padre, murió luego de ser atropellado. Los papeles cuentan el momento en que su cuerpo cayó pesadamente, de acuerdo con los testimonios de quienes lo vieron: Mariela, la del laverrap de enfrente, Jorge, el verdulero y Marcos, el portero de su edificio. También lo vio Matías, el pibe que lo mató, pero lo que hizo él después nadie lo sabe.

    —Buenos días, vengo a la audiencia judicial del caso Domínguez Cossio contra D. —dice Pedro y entrega una copia de la citación a un chico flaquito, alto, con una camisa gigante que desborda el pantalón gris.

    De un lado, un banco. Del otro, un grupo de personas que miran en nuestra dirección. Son ellos. El abogado de Matías y sus padres. Todos miran. Matías también.

    ***

    —Gorda, te traje unas cositas porque mamá me dijo que te quedaste sin nada —dijo papá a través del portero eléctrico—. Abrime y si querés miramos tele.

    Papá subió; traía tres bolsas de supermercado con todos los nutrientes que él consideraba necesarios: fideos, salsa para fideos, carne picada para bolognesa para los fideos, polvito para flan, manteca, pan blanco, azúcar, aceite, leche entera, postrecitos. Llegó con una media sonrisa.

    —Qué hacés, Matute —dijo, insistiendo en llamarme como el Oficial Matute del dibujito “Don Gato y su pandilla”.

    Apoyó las bolsas y abrió la heladera. India saltó de la cama y fue a recibirlo. Ronroneaba.

    ***

    —Ahí está el pibe, ese hijo de puta. No lo mires. ¿Por qué llorás? No lo mires. Candelaria no hace falta que llores, ya está. Es un pendejo —dice mamá y Pedro, el abogado, asiente.

    El juez parece no haber llegado.

    —Qué raro, siempre llega temprano él —dice el flacucho del expediente.

    Pedro decide esperar en la confitería y bajamos por las escaleras porque el ascensor más cercano es para los presos. Hay dos tipos de personas en el bar: los abogados que pueden pagar un buen traje y sus clientes, con hambre de ganar, y los abogados que con suerte se compraron una camisa y sus clientes sin esperanza. A Pedro lo recomendó Tío Martín, quien, en una cena, después de alabar al Gobierno casi a los gritos, recomendó a Pedro como un abogado brillante en casos del fuero civil.

    —Con Pedro van a poder —dijo. Y mamá creyó que sí.

    La primera vez que vimos a Pedro él dijo que era imposible que perdiéramos el caso.

    —Las pruebas están todas, aunque haya sido sobreseído en lo penal. Está la autopsia que determina cómo tu papá murió a causa de los daños en el cerebro que le dejó el accidente, está la admisión de culpa del pibe cuando le tomaron declaración en la comisaría; está la pericia mecánica que hay que hacerla y por supuesto, la psiquiátrica, que va a determinar qué grado de trauma les quedó y va a permitir establecer la cifra —enumeró con tono tranquilo, casi aburrido, apoyado en la mesa de vidrio de la sala de reuniones de su estudio. Mamá tomaba nota en un cuadernito. El contenido del expediente aún era un misterio, pero Pedro decía que todo estaba ahí.

    ***

    El agua de la ducha acababa de cortarse. Toalla, ponerme ropa a las apuradas, tropezarme con zapatillas tiradas, guardar todo adentro de la mochila. Corrí a casa de mis viejos para terminar de arreglarme, nos separaban dos cuadras. Cuando llegué estaban ellos dos, tranquilos, cada uno con sus cosas.

    —¿Querés ensalada de papa y huevo? Te la hago rápido así te arreglás que tenés que irte a laburar —había dicho papá.

    Mamá estaba colgando un lavado de ropa y él trabajaba desde su computadora, un monitor culón que rugía cada vez que se prendía. Ellos vivían en un departamento de dos ambientes en la zona de Tribunales. El departamento —interno, con un ventanal que daba a un pulmón— se ceñía con la luz sobre el living. Me fui a terminar el baño interrumpido cuando escuché que papá cerraba la puerta para ir a la verdulería.

    Después, todo.

    —Candelaria, está Mariela, la del laverap, en el teléfono. Dice que tu papá tuvo un accidente. Bajo a buscarlo a ver qué pasó —dijo mamá gritando desde el living.

    Salí rápido y me sequé como pude. Ropa, peine, zapatos.

    Una bicicleta en contramano, papá cruzando la calle, la bicicleta no frena, papá en el asfalto. Matías lo atropelló, lo vio caer, se asustó y se fue. Eso es lo que contó Mariela después, aunque hubiese preferido saberlo por él.

    Diez minutos después la puerta se abrió con la cara confundida de papá que me miraba, con su remera roja hecha jirones y un golpe muy fuerte en la frente, un hilo de sangre recorría sus canas y su mejilla. Lo traía Marcos, encargado del edificio, amigo de papá, cómplices de chistes malos entre puerta y ascensor. Papá tambaleaba, se sentó en el sillón mientras yo llamaba a la ambulancia. Mamá bajó a la calle a ver si estaba la persona que lo había atropellado. Mariela le dijo que era “un pibito que llegó muy agitado, blanco como el papel”, y que le pidió un vaso de agua.

    Papá me pidió que le sostuviera la mano, que me quería mucho, que tenía miedo. Por alguna razón no me pareció grave el asunto y le hice algún chiste.

    —Papá, ¿qué sentís? ¿Querés agua? —le dije, mirando fijo el golpe y sus ojos, que no miraban a nada en particular.

    —Nada, nada, te quiero mucho, te quiero —repetía, con la voz agitada.

    —Yo también te quiero, papá, tranquilo que ya llega la ambulancia —recuerdo que dije.

    “Esto es un golpe. Es una boludez. Mañana va a estar laburando y mamá quejándose de que le pide cosas desde el cuarto”, pensé.

    A los pocos minutos —quizás fueron muchos— llegaron dos hombres corpulentos y expeditivos que ayudaron a papá a bajar los nueve pisos hasta el trasto con luces y sonidos insoportables. La gente nos miraba. El verdulero estaba parado en la puerta de su negocio asomado.

    La terapia intensiva debería llamarse limbo. Un lugar fuera de la ubicación natural de tiempo y espacio, donde las personas ingresan en las peores condiciones a una burbuja para quedarse ahí, estáticas, hasta que los semidioses blancos decidan que deben ingresar al sector seis metros bajo tierra o volver al lugar de donde vinieron.

    Apenas llegó la ambulancia al hospital, llevamos la camilla con papá a los gritos. El médico que llegó se dirigió a mí, porque mamá estaba con papá, calmándolo. “Tiene un golpe fuerte en el lóbulo temporal de la cabeza”, recuerdo que dije. No sé cómo recordé las partes del cráneo, alguna clase de biología del colegio se me quedó grabada. A papá se lo llevaron, mientras él miraba a su alrededor, aterrado. Me sentí una traidora. A las siete de la tarde estábamos sentadas en un sillón negro de cuerina, frío, como todo lo que había ahí.

    Cuatro horas más tarde, apareció el médico.

    —Mire, señora, su marido se dio un fuerte golpe, tiene un hematoma grande en el cerebro y tenemos que operar, sino el riesgo es muy grande —le dijo.

    Ella dudó, tembló y me miró como si yo tuviera respuestas.

    —No sé, no sé, deberíamos hablar con el médico de mi marido, me parece —dijo, con una demora en responder que me irritó.

    —No jodas y firmá eso. No me voy a quedar sin padre. No me jodas, opérenlo — dije, y empecé a llorar.

    Lo que pasó entre aquellas horas y las seis de la mañana es nebuloso. Sé que me fui a mi casa. A las seis de la mañana, el llamado del hospital me tranquilizó con la noticia de que la operación había sido un éxito y papá despertaría en tres días. Nunca me gustaron las mentiras.

    —Su padre está en coma inducido porque tiene que descansar y recuperarse. En algunos días ya lo iremos despertando —decía el médico en los primeros días.

    En terapia intensiva, las camas y los dolientes estaban cerca entre sí. Las familias, los que esperábamos, también. Recuerdo poco a la señora que visitaba al hombre de al lado, igual de pálido que papá. También era un problema la condición de visita: cuatro personas a la vez. ¿Cuatro? Éramos seis hijas, cuatro nietos, cuatro cuñados, novios, tíos. Qué cuatro. Estábamos todos. Mi hermana Vicky había vuelto de México cuando se enteró del accidente. Connie, segunda en nacer, le acariciaba la mano. Sil, la primera, decía que tenía las cejas larguísimas y se parecía al viejo de Volver al futuro. “Dale, chanta, levantate”, decía yo. Milagros, la última, miraba la escena con cautela.

    Lo malo de las despedidas es que se dicen las últimas cosas que le dirías a alguien en vez de lo que uno realmente quiere decir. Sólo se me ocurrían cosas idiotas para decirle a un hombre pálido, en un triste degradé, cuyas palpitaciones aumentaban y su respiración disminuía. No me contestaba. Tampoco podía saber si me escuchaba o hablaba en vano. La sala era de un blanco intenso, sin perfumes, sin telas exóticas ni televisores. Las enfermeras no sonreían ni respondían preguntas.

    En esa época trabajaba en un call center. Mi jefa era una húngara con cara brava que sólo demostraba calidez cuando nos traía los sobrantes de masitas de las salas de reuniones. Me sonó el teléfono justo cuando entraba a trabajar.

    —Candelaria, carajo, vení al hospital ya. ¿Qué haces que no estás acá? —gritaba mamá.

    —¿Qué te pasa? ¿Pasó algo más?

    —Tu padre se está muriendo, nena, está mal mal, vení.

    Recuerdo que lloré mucho frente a mi jefa, que no sabía como contenerme y los colores se le subían a las mejillas, quizás por compasión o vergüenza. Me limpié los mocos, avisé que tenía que irme y salí al calor del microcentro, ese mundillo donde todos te chocan, sobre todo cuando estás apurado.

    Esa noche, el médico nos reunió en círculo afuera de la sala.

    —Bueno, miren: sólo hay dos posibilidades. El paciente tiene un daño cerebral muy severo. Si despierta, ya no será la misma persona. Lo más probable es que quede en estado vegetativo. En ese caso podríamos recomendarle lugares para que quede internado. Si no, tendrían que decidir si firmar la autorización de no resucitación en caso de ataque cardíaco —dijo.

    No aguanté.

    —Dijiste que se iba a despertar. Estás diciendo cualquier cosa. Acá nos mienten. ¿Qué carajo les pasa? Si dijeron que se iba a despertar —dije. Era un traidor. Mis hermanas me callaban.

    La no resucitación. Ese día miré el monitor que estaba al lado de la camilla de papá. Sus pulsaciones aumentaban. Papá estaba hinchado de líquido como un pez globo. Le hubiese causado gracia el chiste. Pero ya no parecía él.

    Al día siguiente, con mis hermanas tomamos coraje. Hicimos fila, cada una dijo lo que pudo. Yo no sé que dije. No pensé en despedirme. Para mí todo era un error. Una confusión estúpida, pero todas sabíamos en nuestro interior que papá no pasaría del fin de semana, le gustaba que las cosas terminen rápido, como arrancar una curita.

    Esa noche dormimos cerca del hospital. Me desperté agitada de un sueño intranquilo en un lío de sábanas a las cuatro de la mañana. Papá se sacudió en su camilla con un ataque cardíaco a la misma hora.

    Yo respiré, él no. Ya no lo haría nunca más.

    ***

    —Bueno, vamos subiendo a la audiencia. Ya es hora —dijo Pedro.

    Cuando volvimos al pasillo del juzgado, lo vi: más alto que yo, flaquito, anteojos redondos con montura de carey y una barba incipiente. Sus ojos verdes acuosos me miraban con gesto de preocupación. No pude evitar llorar con angustia y mamá me agarró del brazo, llevándome a un banco del costado.

    —No lo mires Candelaria, ¿para qué lo mirás? —dijo.

    De pronto, una voz.

    —Disculpen, no quiero molestarlas. Quería presentarme y saber si estaban bien —dijo la cara que había visto segundos atrás, la que tantas veces había visto en fotos. Matías, estudiante de ciencias sociales, hincha de Boca. La persona que atropelló a papá y de quien nunca supimos nada más, me miraba a los ojos.

    ***

    Identikit: Papá se llamaba Alberto. Medía un metro ochenta y caminaba lento, porque siempre se distraía con algo. Todas las noches, antes de entrar al edificio, miraba primero a los costados, luego la luna. Cantaba en la ducha óperas ridículas y contaba chistes malos. Tenía dos ex esposas, una esposa y seis hijas. Papá había nacido un año después de que finalizara la Segunda Guerra Mundial, en una familia de clase media acomodada. Su infancia transcurría lentamente en la dulzura de los años donde se podía jugar en las calles, andar en bicicleta hasta tarde y jugar a las bolitas en los patios del colegio.

    Él correteaba por el jardín, jugaba y continuamente pensaba en qué quilombos podía meterse. Aunque siempre estaba prolijo. Con raya al costado, bermudas, camisa de manga corta, papá y sus primos se escondían detrás de unos arbustos con piedritas para lanzárselas a las señoras paquetas que sacaban a pasear a sus perritos por el barrio. Mi abuelo intentaba retarlos, pero muchas veces se reía, perdiendo todo tipo de autoridad.

    Papá era, además, un experto en meter la pata. En las últimas vacaciones familiares casi logra que toda la familia pierda el colectivo a Pinamar por olvidarse del cambio de horario de verano y poner la alarma. Se confundió de esposa en dos oportunidades distintas, agarrando a señoras desconocidas del brazo en la calle y diciéndoles “vamos, querida”. Siempre nos hacía caminar cuarenta minutos abajo del sol mientras él se decidía por el montículo ideal para acomodar la sombrilla.

    Un día, cuando mi hermana mayor estaba en el gimnasio, se cruzó con papá en la clase de aeróbics. La asistente del lugar avisó a la clase que la profesora no iba a llegar. Syl se estaba por ir cuando escuchó la voz de papá que decía “bueno, chicas, dale, arranquemos igual” y vio atónita cómo el tipo salía del fondo de la clase con shorts cortos fluorescentes y medias hasta la rodilla. Se puso al frente de la clase y comenzó a hacer movimientos aeróbicos mientras un par de señoras lo seguían.

    Otro día, cuando ella volvía de bailar, entró llorando a casa. Papá le preguntó qué le pasaba y ella le mostró que le habían pegado un chicle en el pelo. “Tranqui, gorda, yo te lo soluciono”, dijo. Agarró una tijera y le cortó el mechón de raíz. Papá animaba mis cumpleaños infantiles, cocinaba para treinta y también para los indigentes del barrio. Era experto en adular secretarias para que lo avancen en la cola de algún edificio público. Era fanático de Sinatra y teníamos la tradición de mirar todas las películas de Star Wars el primero de enero. Inventaba recetas y rutinas de gimnasia; leía todos mis cuentos y era fanático de los dibujos animados.

    ***

    Al mes del entierro, busqué a Matías en Facebook. Ese día, en la oficina de Pedro, cuando llevamos el expediente, me había enterado del nombre completo. Eran las dos de la mañana y estaba en mi departamento, un momento furtivo. Por la causa sólo sabíamos el nombre. También sabíamos que apenas fue el accidente, en esos minutos en los que yo llamaba a la ambulancia, él pedía un vaso de agua y corría a la estación de policía. Hizo una declaración: admitió haber visto “de repente” a un señor cruzar la calle y haber chocado contra él. Dijo que sus cabezas se habían golpeado y que el señor había caído al asfalto. Que luego lo habían ayudado a levantarlo y él, Matías, se había ido aturdido. Y eso es todo lo que hizo.

    En el perfil veo que escuchamos la misma música, que tiene mi edad y que estuvimos juntos en la misma marcha por el aborto legal. En las fotos, él sonríe. Por las fotos, él podría haber sido algún conocido en una fiesta.

    —Cande, es tarde. ¿Qué estás viendo? —dijo Iván, mi novio, asomándose por mi hombro.

    —Es el pibe que atropelló a papá. Pedro me pasó el nombre —dije, y le mostré la pantalla.

    Las ojos de Iván se achicaron un poco y me miraron después:

    —Pará. ¿Matías? ¡Yo a ese pibe lo conozco! ¡Fue conmigo al colegio y cursó conmigo en la facultad! —dijo, casi en un grito, dejándome en silencio.

    ***

    Mamá me lo contó un día que salimos solas a tomar un café. La primera de muchas salidas solas sin papá.

    El día antes del accidente, ellos dos habían ido caminando hasta la pizzería que les gustaba, unas veinte cuadras de un barrio coqueto, con edificios que bordean parques.

    —Yo me siento bien, gorda, la plata va y viene, las chicas están bien y crecidas. Tenemos techo, comida. Estamos bien. Creo que en mi vida hice todo lo que quería hacer. Si me voy mañana, está bien. Ya hice todo —le habría dicho papá, después de la panzada de pizza y de mucha conversación.

    —Ay Alberto, no hablés pavadas, vas a vivir hasta los cien años para joder de viejo —le espetó mamá.

    —En serio, María Rosa. Yo estoy bien. Ya cumplí —le contestó. Luego, volvieron con el paso lento y pesado que tenía papá, por momentos arrastrando los pies, mirando cada tanto la luna, en la calle de adoquines que bordea el Cementerio de la Recoleta. Cementerio que, semanas después, yo visitaría con un ramo de veinte pesos.

    ***

    —Sólo quería saludarlas —dijo Matías.

    —Todo esto es muy difícil, ¿sabes? Gracias por acercarte igual —le dijo mamá.

    —Sí entiendo, para mí también —respondió. De reojo vi que Pedro recién se daba cuenta del acercamiento y miró con recelo al abogado de Matías.

    —Tu cliente no se le puede acercar a mi clienta —le dijo a él, un joven de veintipico con el título fresco. Matías se dio vuelta cuando su abogado le pidió que se alejara y Pedro se acercó con el rostro duro.

    —¿Qué dijo? ¿Están bien? Es todo acting esto, eh, eso de acercarse es acting —dijo.

    La puerta de la sala de audiencias se abrió y esta vez no fue la voz del flacucho la que habló. En algún momento, entre las preguntas de Matías y las contestaciones de Pedro, había entrado el juez, un señor grandote con traje negro y portafolio. Ya no importaba si antes ambas partes estábamos separadas por algunos pasos: en aquel momento estábamos pegados en un pasillito como en un vagón de subte en hora pico. Matías delante de mamá, yo detrás.

    Los padres de él no estaban y eso me llamó la atención: estaba solo con su abogado.

    Pasamos a la oficina del juez. Había un escritorio de madera, una biblioteca vidriada con muchos libros de derecho, un sillón estilo Chesterfield y dos sillones enormes de cuero marrón. Traté de sentarme sola y de recomponerme un poco.

    —Bueno, buenos días a todos. Vamos a ir directo al asunto. Leyendo el expediente creo que lo mejor para todos sería llegar a un acuerdo. Entiendo que es una situación muy dolorosa para ambas partes, por lo más recomendable sería terminar el juicio en una instancia temprana. Creo, por lo que hablé con los abogados de ambas partes, que todos estamos de acuerdo —dijo el juez y me miró. Yo lloraba. Desde que el juez dijo “bueno” yo había empezado a llorar. El hombre me acercó un paquete de pañuelos descartables.

    —Sí, nosotros queremos negociar. Esta es una instancia de mediación, por lo tanto, venimos a eso —dijo Pedro.

    Matías seguía en silencio y mirándome cada tanto, como si me fuera a romper. Yo también lo miraba.

    —Cuanto antes terminemos con esto y podamos seguir adelante, mejor —dijo mamá, tomando mi mano.

    Miré a mi alrededor con unas ganas enormes de que aquel diálogo terminara. El juez decidió establecer un plazo de cuarenta días para negociar. Un mes más. Fueron aproximadamente quince minutos que estuvimos allí, hasta que salimos y Pedro nos llevó a un rincón, al lado de la mesa de entradas de la oficina.

    —Bueno, vamos a negociar entonces. La cifra es la que hablamos. Ellos están con ganas de negociar y cerrar el asunto. Che Candelaria, el chico quiere hablar con vos —dijo.

    —Voy yo también —contestó mamá.

    —No, pidió específicamente que fuera ella —atajó Pedro, y agregó—: No contestes nada. Sólo escucha lo que tiene para decir.

    Fui. Él me esperaba en el pasillo.

    ***

    El día del velorio, llegué a mi casa del hospital a las ocho de la mañana. El cuerpo de papá había sido llevado a la morgue porque ahora su muerte estaba calificada como homicidio culposo. ¿Sabría el pibe? ¿Sabría eso del homicidio culposo? Dos policías fueron al hospital cuando fuimos a ver el cuerpo de papá. Sólo recuerdo que le pregunté al médico cómo iban a hacer para despertarlo. “Nena, ya se murió”, dijo, poniendo los ojos en blanco. El cuerpo me dolía, como si el oxígeno llegara de a cuotas a los pulmones y los músculos de mi espalda estaban agarrotados. Mi casa era la imagen del abandono de varios días: sábanas sucias, el plato del gato vacío, los yogures vencidos en la heladera. ¿Qué se pone alguien para un velorio? ¿Ropa negra como en las películas?

    El sol calentaba el monoambiente y mi celular vibraba. “Cande, lo siento muchísimo. Me enteré lo que pasó. Pero tu papá ya está en el cielo”, fue lo que más leí. Me puse un jean y una remera. Tiré yogures. Barrí el piso. El silencio de la casa me aturdía.

    Mi novio me llamó con voz cautelosa y me preguntó si quería ir al picnic del Partido Obrero, quizás me serviría para distraerme. No pensé que eso era algo inapropiado. Entendía que algo había pasado, pero no sabía muy bien qué. Me sentía como en un estado de flotación, envuelta en un líquido amniótico que impedía entender los hechos correctamente. Recuerdo que contesté que sí. Recuerdo que me pasó a buscar en un auto con 3 conocidos suyos, que reían a carcajadas. Recuerdo también estar en el picnic y una chica me miró con lástima y dijo “todo pasa, ya se te va a pasar”. En algún momento, algo hizo ruido: las risas, la gente comiendo, el sol en mi nuca y la despreocupación ajena, la música fuerte. La gente vibraba en una sintonía ligera, mientras yo estaba en cámara lenta. Dije que me quería ir y prácticamente me fui corriendo a tomar un taxi y volver. 

    “Tengo un velorio hoy. Tengo un velorio. Tengo que comprar flores”, pensaba.

    “Estoy en la morgue. Un beso. Mamá”, leí en el celular.

    ***

    Fue un martes. Ocho meses antes de la citación judicial a Comodoro Py y de ver a Matías. Ese día era la segunda audiencia de mediación que habíamos programado con mi abogado y el suyo. Estábamos sentadas las dos, mamá y yo, en una mesa larga de madera con una señora que nos sonreía con amabilidad —la mediadora— mientras agitaba un lápiz entre sus dedos en señal de impaciencia.

    —Espero que no nos deje plantadas como la vez pasada —dijo mamá.

    —Le mandamos la citación a la oficina del padre. Le tiene que haber llegado. Porque la vez anterior la mandamos al domicilio y no pasó nada —contestó Pedro.

    Diez minutos, quince. Media hora después, no llegó nadie, ni abogado ni acusado. Otra oportunidad desperdiciada.

    —La tercera es la vencida. No le quedará otra que ir —dijo Pedro.

    En el pasillo, mamá me miró con resignación. Matías seguía sin aparecer.

    ***

    —Candelaria, esta es tu tía segunda, saludala —presentó mi tía, hermana de papá. Saludé a la tía segunda, cuyo nombre no recuerdo, y esquivé la marea de gente que se agolpaba en las verjas de la iglesia.

    Era el día del entierro y yo llevaba un vestido verde oliva, uno que jamás podría volver a usar sin pensar en tumbas. También tenía en mi mano un discurso que iba a leer en la ceremonia. Sobre los adoquines de piedra se agolpaban setenta años de papá: amigos, colegas de trabajo, compañeros del primario y secundario, linyeras del barrio que lo conocían y adoraban porque el viejo les hacía el desayuno y se contaban chistes; primos, tíos, hijas, nietos y nietas, su ex esposa, ex novias. Quizás en la fila había desconocidos y turistas. También había amigas de mi mamá y mis amigas de la infancia. Incluso estaba Panchito, el nene con el que jugaba a Baywatch en el club. Yo era Pamela Anderson y el David Hasselhof. Ahora Panchito se llama Francisco y está, altísimo, acompañado por sus padres.

    —¿Cómo se llama el que murió? —dijo el cura.

    —Alberto —le contesté mientras veía a un centenar de personas de distintas edades llenar la iglesia.

    ***

    Hola, Matías, mi nombre es Candelaria Dominguez. Soy la hija de Alberto, el señor con el que tuviste un accidente el año pasado. Pensé varias veces si escribirte o no, no sabía si te iba a incomodar. Pero tenía ganas de juntarme con vos a tomar un café, charlar, si te parece, y saber cómo estás después de lo que pasó. Si tenés ganas, te dejo mi número. Te mando un saludo, espero que estés bien.

    Ese mensaje dejé un 15 de agosto a las cuatro y media de la tarde, cuando lo escribí en la oficina, en medio del barullo de mis compañeros de trabajo.

    Por tres días, no tuve respuesta.

    Al tercero, mientras estaba en una cena con compañeros de un taller de escritura, contestó.

    Hola Candelaria, ¿cómo estás? Sinceramente prefiero no juntarme. Te pido disculpas, pero para mí también fue una situación traumática. Espero que puedas respetar y entender mi decisión. Te mando un saludo.

    A Matías lo nombraban en fiestas en mi casa. Al haber ido al colegio con mi novio, siempre alguien lo nombraba en anécdotas de secundaria. También estuvo en el mismo lugar que yo, con horas de diferencia, el día que se recibió de la misma carrera que mi novio. Cuando fui a festejar el título de sociólogo con Iván al patio de la UBA, Matías ya había celebrado ahí varias horas antes. Se había cruzado con mi novio y le había deseado suerte en su examen final. Matías siempre estaba ahí.

    —Te quería pedir disculpas porque en su momento vos me mandaste ese mensaje y yo te contesté medio seco, pasa que no quería juntarme, no estaba listo, para mí fue muy difícil todo esto —dijo, afuera de la sala de audiencias, soltando de un tirón, y su altura me llevaba dos cabezas. Veía a nuestros abogados mirar la escena con cautela y a mamá que estaba decidida a avanzar entre nosotros dos.

    —No pasa nada, no te preocupes, quería saber si estabas bien. Quiero que estés bien, que esto no te marque, porfa, quiero que sigas con tu vida y seas feliz, ¿sabés? —le contesté, llorando mucho.

    —Gracias, gracias.

    —¿Te puedo abrazar?

    —Sí.

    ***

    El abogado de Matías hizo agua. El trabajo sucio lo hicieron otros. Durante esos cuarenta días, que terminaron siendo sesenta, no hicieron ninguna oferta ni aceptaron nada de lo que Pedro les propuso. Quisieron ir a juicio. Quisieron exponernos a mamá y a mí a pericias psiquiátricas. Las hicimos.

    Mi pericia: estrés postraumático grave crónico. Mirá vos, jodida quedé. Según las psicólogas, “Candelaria revive el accidente, pero no muestra rencor por el acusado. Sólo un profundo dolor por la muerte de su padre, una pérdida enorme”. No importa, la pericia no importa, la pericia técnica que analizó el accidente tampoco. Los testigos que sumamos no alcanzan. Ellos quieren seguir, ir a juicio, exponernos, exprimirnos, agotarnos. No se preocupen, ganaron. Estamos agotadas, no tenemos más ganas de ir a tribunales, verle la cara a nuestro abogado engominado ni a tu abogado flacucho. Estamos agotadas, Matías, aceptamos tus míseros cuarenta mil pesos, nos rendimos. 

    ***

    Pasaron diez años.

    Los últimos tres, papá, fueron una mierda. Algo pasó, un desbalance en el sistema. Dejé de existir. Yo, que destrozada por tu muerte había sido delegada sindical, me había puteado con viejos militantes en cuartos diminutos, me amigué con viejos militantes en actos gigantes, escribí crónicas, defendí compañeras y me separé después de ocho años con mucha incertidumbre. Era una sombra. Le había cedido mi poder a un villano diminuto, viejo, de esos de películas de comedia. Pero tranquilo, todo se acomodó. Pude. Salí del pozo. Con cicatrices, pero salí. Pasaron diez años. Mamá y yo nos vemos cada tanto, sus manos siguen frías. Ahora pinta, mucho más que antes. Ahora abraza, mucho más que antes, también. Trato de invocarte. Cocino, pongo nuestra canción, la que bailaste medio borracho en el casamiento de Vicky. Cada tanto miro fotos tuyas. Trato de emularte, ser quien me enseñaste a ser. Trato de dar mucho amor, de acompañar y cuidar. Trato de hacerle chistes a quien la está pasando mal. Trato de decirme que todo va a estar bien. Pasaron diez años, pa. ¿Viste todo? ¿Me viste publicar? ¿Escuchaste mis canciones? ¿Viste cuando quise que todo termine? Perdón por eso. Supe salir, ¿sabés? Salir de los monstruos y mirarlos, darte cuenta que son bastante patéticos, me hizo acordar a vos, te hubieses reído bastante.

    ***

    —Boluda, jajaja, ¿de dónde lo conocés a Matías? —me dijo mi amiga Jose, hace un año, prendiéndose un porro en el jardín de su casa.

    —Eh, ¿es amigo tuyo?

    —No, conocido, ¿por? ¿Te lo culeaste? ¿Es un boludo?

    —No, Jose. Hace nueve años mató a mi papá.

    Me mira, se pone seria, no dice nada y me escucha. Le cuento la historia. Cierra los ojos y resopla. Digo mató, mató, mató. Ya no digo accidente. Fue un accidente, pero también lo mató. Lo dejó ahí. Conviven las dos cosas: querer que Matías esté bien, pero querer que sepa que lo dejó tirado a papá. Las ganas de trompearlo y querer que esté en paz al mismo tiempo.

    —Cande, vos sabés que él estuvo mal, ¿no? Ahora me cierra.

    —No, no sabía. Lo que sí sé es que está en todas partes.

    —Sí, gorda, trabajan en el mismo ambiente, va a aparecer —me dijo.

    Hace unos meses volví a leer y a escribir un poco. Vivo sola. Mi casa ya no es un lugar de miedo, sino un refugio. El tóxico con el que conviví los últimos años se fue. Pongo la música que quiero y miro las películas que quiero. Vienen mis amigas y les cocino. Aún hay cosas que me cuesta hacer, partes mías que voy reconquistando, como si se hubiesen caído tesoros en lugares recónditos y los voy encontrando de a poco.

    Una amiga me dice de ir al epicentro de Chacacrespo, a ver a una bandita indie que la está pegando y que tocan en el Art Media. Adentro hay un bolonqui de hipsters, birras calientes y fans de la banda. Me abro paso con ella que, como es más petisa que yo, se pega detrás mío mientras despejo el camino.

    Y de pronto, él.

    Matías.

    Matías sonriendo. Matías sonriendo y saltando, a tres metros de distancia. No me ve. Lo veo bien, lo veo con amigos, contento. Así estamos los dos.

    Sobrevivimos, Matías. Que estés muy bien, no me vas a ver, no quiero amargarte la noche.

    Sobrevivimos.

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  • Orazi recibió a vecinos de La Graava para avanzar en mejorar el servicio eléctrico domiciliario

    El Intendente Marcelo Orazi recibió esta mañana a vecinos del asentamiento La Graava, a quienes les informó sobre los pasos que se deben seguir con el objetivo de mejorar el servicio de energía eléctrica domiciliaria en ese sector de la ciudad. En este sentido, Orazi señaló que se trata de una tramitación que demandará tiempo…

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  • Con la salida de Santilli asume un referente de Pareja que suma poder en el Congreso

     

    Un referente de Sebastián Pareja será quien asuma en Diputados a partir de diciembre tras la designación Diego Santilli como ministro del Interior. Rubén Torres tiene un armado en Ezeiza y ocupa el número 19 en la lista.

    De este modo, Pareja suma poder en el bloque libertario de la Cámara Baja. Además de ingresar él mismo como diputado (ocupó el tercer puesto detrás de Karen Reichardt), también ingresaron Alejandro Carrancio, Miriam Niveyro y Andrea Vera.

    Carrancio es de Mar del Plata y fue quien trabajó junto a Pareja en su armado electoral en la provincia. Niveyro pasó muchos años armando el PRO en Almirante Brown. Luego se acercó a Emilio Monzó y allí conoció a Pareja. Andrea Vera en tanto, es hija del polémico dirigente de Moreno, Nene Vera.

    En el lugar número 18 de la lista está Ana Tamango, quien cantó Panic Show con Milei en el Movistar Arena. Sin embargo, asumirá Torres por orden de género.

    Tamango quedó muy cerca del Congreso. Se trata de una docente de Lengua y Literatura que vive en la localidad de Dolores y que abandonó el anonimato en mayo cuando junto al Presidente.

    Tamagno forma parte del grupo soporte de Milei llamado «La Banda Liberal», que estaba encabezado por el diputado nacional Alberto «Bertie» Benegas Lynch. Del mismo formaban parte Joaquín Benegas Lynch -hermano del legislador- y Marcelo Duclos.

    Duclos es esposo de Tamango y quien escribió junto a Nicolás Márquez la biografía del Presidente, «Milei, la revolución que no vieron venir».

     

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  • Teoría libertaria del delito

     

    En la Argentina libertaria el fraude dejó de ser una excepción para convertirse en una estética del poder. En este mundo invertido, el dinero del Estado es sucio y el del privado, aun el más opaco, se vuelve limpio. “La corrupción es inherente a la existencia del Estado”, repite Javier Milei. Si esa premisa se acepta, cada estafa o comisión deja de ser una falla para transformarse en coherencia. El presidente no se defiende de las acusaciones: se desentiende. Lo suyo es la ignorancia deliberada. La decisión de no saber para no ser responsable. 

    Karina Milei, su hermana y su persona de máxima confianza, no administra una oficina, administra el acceso al poder desde la Secretaría General de la Presidencia. Todo pasa por ella: las audiencias, los favores y los pagos. Ex libertarios, empresarios y lobbistas lo admiten en voz baja. “Todo pasa por Karina”, repiten. Componen una red de favores, contactos y tarifas donde la frontera entre lo público y lo privado se disuelve bajo la lógica del acceso. En la república libertaria, si el Estado es el ladrón, violar sus reglas es justicia.

    Los resultados de las elecciones de medio término, entre fuertes denuncias y con investigaciones en curso, confirmaron que la corrupción ya no es un obstáculo para el poder sino parte de su gramática. La sociedad no la ignora. La asume como un precio más del orden que Milei promete. 

    En la Argentina libertaria el fraude dejó de ser una excepción para convertirse en una estética del poder.

    La corrupción de la administración libertaria no nace de afuera ni de sus adversarios sino de adentro. Surge de sus propias tensiones, de la pelea entre facciones, de la necesidad de financiarse y de controlar el acceso al poder. Cada caso no revela un exceso sino un método. Así se reparte la lealtad, así se castiga la desobediencia y se reconfigura el mapa interno.

    Más que una sucesión de escándalos, la corrupción configura una estructura de poder. No es un accidente ni un exceso sino su forma de funcionamiento. Cada filtración, cada causa, cada denuncia, no destruye ni amenaza al mileísmo; más bien, lo reordena.

    En este escenario vuelve a aparecer la familia Menem, para ocupar esta vez engranajes secundarios del poder que supo practicar la corrupción como extensión del mando centralizado de Carlos Saúl. Pero aquella lógica de los noventa orbitaba alrededor del ejercicio del poder político. El esquema libertario, en cambio, parece responder a otro fin: no fortalecer al gobierno ni blindar al presidente, sino sostener el experimento Milei. Un experimento que necesita financiarse. 

    La pregunta de fondo es si esta metodología no funciona, en realidad, como un sistema de recaudación alternativo para cubrir aquello que el propio presidente no puede: la agenda, los viajes, las campañas, los gastos de un mandatario sin partido, sin estructura territorial, sin financiamiento orgánico y con socios políticos y económicos más poderosos que él.

    En síntesis: ¿la corrupción en la era libertaria sirve al poder o sostiene la supervivencia económica del propio Milei?

    Criptobros

    El primer gran negocio revelado del modelo fue $LIBRA, la criptomoneda lanzada por el propio presidente. Cuarenta mil pequeños inversores perdieron sus ahorros cuando la moneda cayó un 89 por ciento en pocas horas. Los desarrolladores extranjeros que habían accedido a reuniones en Casa Rosada afirmaron haber pagado sobornos para hacerlo. “Le mando plata a su hermana y él firma lo que yo digo”, contó Hayden Mark Davis, uno de los principales desarrolladores de $LIBRA.  

    En el mismo sentido, Charles Hoskinson, fundador de la blockchain Cardano, denunció públicamente que en el evento Tech Forum —donde se habría gestado la gran estafa— le pidieron dinero para reunirse con Milei. A cambio, le prometían “cosas maravillosas”. En un video, Hoskinson contó que rechazó pagar porque eso violaría la ley anticorrupción de Estados Unidos. Desde entonces, no lo volvieron a contactar.

    Hace pocas horas se conoció el informe final de la Comisión Investigadora sobre $Libra. Traza un cuadro gravísimo: propone evaluar a Javier Milei por mal desempeño, documenta vínculos económicos entre los operadores del activo y concluye que el Presidente se excedió en sus funciones al promocionar $LIBRA y el “Viva La Libertad Project”. El documento sostiene que accedió a un número de contrato no público que sólo podía provenir de los involucrados. 

    ¿La sociedad ignora la corrupción de Milei? No. La asume como un precio más del orden que el presidente promete. 

    La Comisión también ubicó a Karina Milei como quien autorizó los ingresos a Casa Rosada de los partícipes y describió incumplimientos de deberes en funcionarios clave. El impacto económico fue enorme: 114.410 billeteras (el 80%) perdieron dinero por un total de 87 millones de dólares, mientras sólo 36 —vinculadas a operadores— ganaron más de un millón cada una. Además, el informe muestra un patrón: antes de $LIBRA, Milei ya había promocionado $KIP, CoinX y Vulcano, siempre sin consulta técnica ni mecanismos de control, lo que revela un modus operandi.

    Cuando estalló el escándalo cripto, Milei no negó el vínculo, lo redefinió. “No hay corrupción si no hay fondos públicos”. En su jerga, donde no interviene el Estado, no hay delito. La víctima ya no era el pueblo sino una minoría ingenua que creyó en el mercado.

    Días después en una entrevista Milei hizo una confesión perfecta: “La lección más interesante de esto es que no puede ser tan fácil llegar a mí”. Desde entonces explicó que levantaría “murallas”. Muros para dificultar o encarecer el acceso a su agenda y su despacho. Sin saberlo, había descrito la forma más precisa de su poder: un sistema de intermediarios.

    Narcos 

    Pero los vínculos entre la política y los negocios turbios no terminaron ahí. El caso Espert–Machado amplió esa frontera. El exdiputado y excandidato libertario en Buenos Aires, José Luis Espert, fue acusado de haber recibido financiamiento de Federico “Fred” Machado, empresario argentino radicado en Miami, procesado en EE.UU. por narcotráfico y lavado. Documentos judiciales del Bank of America demostraron una transferencia de 200 mil dólares a su nombre. Espert alegó que se trataba de una “consultoría económica” para una minera guatemalteca, pero en la casa de Machado apareció un contrato por un millón de dólares firmado quince días antes del lanzamiento de la campaña presidencial de Espert en 2019. Aunque la falta comenzó fuera del área del gobierno se reveló y ocultó dentro de ella. Penal. Justo antes de la campaña de 2025, estaba claro que la misma estructura financiera que lavaba dinero del narco se usaba para financiar la política libertaria.

    Las reacciones dentro del oficialismo fueron contradictorias. Milei respaldó a Espert hasta aceptarle la renuncia a su candidatura. “No lo eché ni lo hubiera echado”, dijo. Patricia Bullrich, ministra de Seguridad, había advertido que el escándalo podía arrastrar al presidente. “Hay que salvar a Milei”, aseguró. El entonces jefe de Gabinete, Guillermo Francos, admitió que las denuncias “no son un tema menor” y pidió a Espert una “respuesta clara y contundente”. Días después, él mismo sería el renunciado.

    Fiel a su lógica, el mandatario no vio corrupción sino otra conspiración. “El único que puede generar riqueza en el mundo entero es el empresario, no el político. El político no sabe cómo crearla ni tiene los incentivos adecuados para hacerlo”, repitió. En su pensamiento, por fuera del aparato estatal, el mercado no distingue entre dinero limpio o sucio. Ni siquiera si viene del narcotráfico.

    Retornos

    Los audios filtrados de Diego Spagnuolo, ex director de la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS) y abogado personal del presidente, revelaron un circuito de retornos de hasta el 8% en compras de medicamentos y logística sanitaria. “Javi, vos sabés que tu hermana está choreando”, se lo escucha decir. Cuando el caso se conoció, el mandatario minimizó el impacto. “Están molestos porque les estamos afanando los choreos”, explicó. Y quien roba a un ladrón…

    Según reveló Franco Picardi, el fiscal federal que investiga la causa, la ANDIS se “constituyó” como una agencia en la cual “existió un esquema estructurado y sostenido de direccionamientos de contrataciones públicas” y en consecuencia “de defraudación al erario nacional” en perjuicio de las personas con discapacidad. 

    Hay gobiernos que prometen castigar a los evasores y otros que aprenden a admirarlos. Milei eligió la segunda opción.

    La ANDIS se encontraba “completamente a disposición del sector empresarial y no a disposición de quienes en verdad debería: las personas con discapacidad y especiales vulnerabilidades”. Sólo en un año la agencia desvió 43 mil millones de pesos mediante una maniobra donde se simulaban competencias, sobrefacturaciones, compras direccionadas y sobreprecios. Para que la operatoria funcionara los actores se distribuían en tres niveles. Por un lado, los funcionarios que controlaban la ANDIS (Spagnuolo y Daniel María Garbellini, ex Director Nacional de Acceso a los Servicios de Salud), por otro operadores para-estatales que impartían órdenes dentro del organismo, pero sin ser parte del mismo (Pablo Atchabahaian y Miguel Ángel Calvete, como “jefes”) y por último, los empresarios beneficiarios vinculados a las cuatro droguerías favorecidas. 

    Después de las elecciones de medio término se conoció por primera vez el hilo que une al 3% que debían pagar cuatro droguerías por los contratos en la ANDIS con el detenido por narcotráfico y lavado, Fred Machado. Picardi develó que parte del dinero de la ANDIS terminaba en una empresa de vuelos privados Baires Fly SA, cuya firma está vinculada a Sergio Mastropietro, empresario aeronáutico y socio de Machado. La compañía recibía millones de pesos de las droguerías favorecidas por el gobierno mediante una operación gestionada entre Calvete y Mastropietro. La evidencia muestra que Calvete y Spagnuolo mantenían al menos, una relación comercial con Mastropietro. Y que la necesidad de establecer vínculos con esta empresa aeronáutica no sólo teje la hipótesis de lavado de dinero sino también la de buscar “medios y conexiones necesarias para abandonar el país con facilidad en cualquier momento”.  

    Este miércoles, Spagnuolo ingresó a Comodoro Py junto a su abogado, Mauricio D’Alessandro, para ser indagado como presunto responsable del circuito de direccionamiento, sobreprecios y desvío de fondos en la compra de medicamentos e insumos de alto costo dentro de la ANDIS. Tras la lectura de la imputación por fraude al Estado, se negó a declarar y a responder preguntas.

    Según la fiscalía, en la agencia funcionó bajo su conducción una “organización delictiva” dedicada al direccionamiento de proveedores con fuertes sobreprecios. Ante el juez Sebastián Casanello y el fiscal Picardi, Spagnuolo hizo un breve descargo oral, negó haber recibido coimas y sostuvo su inocencia.

    D’Alessandro adelantó que volverá a presentarse cuando termine de leer el expediente, que hasta la semana pasada estuvo bajo secreto de sumario. Las indagatorias —iniciadas el martes con la declaración de Calvete— se apoyan en la información extraída del celular de su principal subalterno, Daniel Garbellini.

    Héroes del colchón

    En el gobierno libertario, las coimas no contradicen su lógica sino que son parte de su realización. La concentración, la discrecionalidad y la caja chica no son anomalías sino engranajes de un Estado que se desentiende de sí mismo. 

    Hay gobiernos que prometen castigar a los evasores y otros que aprenden a admirarlos. Milei eligió la segunda opción. En su plan económico el Presidente explicó que no le importa “de dónde la gente sacó los dólares” y que quienes los escondieron del Estado “no son delincuentes” sino “personas que lograron escapar de los liberticidas”.

    Los grandes evasores equiparados a quienes guardan los dólares bajo el colchón son “el fruto de quienes supieron eludir el impuesto inflacionario” y deberían ser considerados “héroes” por haber escapado de las garras del Estado ladrón. Un canuto de verdes o Panamá Papers, da igual. En esta narrativa, la evasión es mérito; la desigualdad, un efecto natural; y la trampa, una forma de eficiencia. El héroe libertario no paga impuestos ni pide disculpas. Se refugia en su colchón custodiando el símbolo de una libertad que se mide en billetes y exculpa a todos por igual.

    La teoría

    La corrupción confirma y constituye el modelo libertario. Si, como Milei cree, el Estado es corrupto por definición —porque regula, redistribuye, interfiere—, entonces corromperlo es coherente con su naturaleza. La teoría libertaria del delito parte de un axioma según el cual el único crimen posible es el del Estado. Todo lo demás —evasión, tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito— no son delitos sino actos de defensa frente a lo público que estorba.

    En esta doctrina, la culpabilidad se evapora. No hay dolo ni ignorancia deliberada del presidente sino víctimas culpables de ingenuidad. El dinero sucio se vuelve legal y el dinero del Estado, sospechoso. Esa inversión moral organiza el sistema. 

    La teoría libertaria del delito parte de un axioma según el cual el único crimen posible es el del Estado. Todo lo demás son actos de defensa frente a lo público que estorba.

    En La Libertad Avanza, los enemigos no están afuera sino adentro y la forma de disputa es la operación. Las acusaciones cruzadas, los audios filtrados y las causas judiciales funcionan como ajustes de cuentas dentro de una misma familia política. Cuando un escándalo se vuelve incontrolable, la estrategia se repite: desplazar la responsabilidad, culpar al kirchnerismo y construir un enemigo externo que mantenga la cohesión del propio espacio. Pero detrás de cada operación hay una pulseada por la caja, por el relato o por la cercanía con el Presidente.

    La corrupción no rompe su política sino que la reconfigura. La Casa Rosada se convierte en una fábrica de favores. El empresario que paga por acceder al poder, en inversor. El funcionario que cobra por abrir la puerta, en emprendedor. La hermana y El Jefe del presidente, en gerenta.

    La coima se disfraza de contrato, el tráfico de influencias se vuelve lobby y la estafa virtual, un canje de tweets. La ignorancia deliberada reemplaza la culpa porque basta no sentirse culpable para dejar de serlo.Así se cierra una teoría libertaria del delito, una doctrina donde el culpable es el Estado, los traficantes son inocentes y la recaudación se disuelve en la libertad. Milei no inventó la corrupción, pero logró algo más profundo: la convirtió en un principio de gobierno.

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