El medio Información y TIC realiza su experiencia con ChatGPT (revolucionario chat de inteligencia artificial) y en este caso la temática fue el sistema educativo de nuestro país.
Al parecer hasta la inteligencia artificial conoce la respuesta que toda la sociedad conoce pero nuestros políticos parecen obviarlas.
Le compartimos la entrevista (chat):
Información y TIC: “¿Qué habría que hacer para mejorar el sistema educativo en Argentina?”
ChatGPT: “Hay varias cosas que podrían ayudar a mejorar el sistema educativo en Argentina, algunas de ellas son:
Aumentar la inversión en educación para mejorar la infraestructura escolar y proporcionar recursos pedagógicos.
Mejorar la formación y capacitación de los maestros para que puedan brindar una educación de calidad.
Implementar programas de inclusión y diversidad para garantizar que todos los estudiantes tengan acceso a una educación igualitaria.
Fomentar la educación técnica y profesional para preparar a los estudiantes para el mundo laboral.
Mejorar la educación en ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas para asegurar que los estudiantes estén preparados para las carreras del futuro.
Fomentar la educación en valores y ciudadanía para desarrollar jóvenes comprometidos y responsables.
Implementar programas de evaluación para medir el rendimiento de los estudiantes y mejorar la calidad de la educación.
Fomentar la educación en idiomas para desarrollar habilidades comunicativas y preparar a los estudiantes para el mundo globalizado.
Fomentar la educación en artes y cultura para desarrollar la creatividad y el pensamiento crítico.
Mejorar la coordinación entre el sector público y privado para garantizar una educación de calidad para todos los estudiantes“.
Información y TIC: “¿Y no crees que subir el sueldo a los docentes también ayudaría a mejorar nuestra educación?”
ChatGPT: “Sí, aumentar el salario de los maestros podría ser un factor importante en mejorar el sistema educativo en Argentina. Los maestros son fundamentales en la educación, ya que son quienes tienen un papel directo en el aprendizaje de los estudiantes.
Un salario justo y competitivo podría atraer y retener a los mejores docentes, ya que ellos podrían sentir que su trabajo es valorado y apreciado. Además, un salario más alto podría mejorar las condiciones de vida de los docentes, lo que a su vez podría ayudar a reducir el estrés y aumentar la motivación, lo que podría llevar a un mejor desempeño en el aula.
Sin embargo, es importante tener en cuenta que el aumento de salarios debe ir acompañado de otros cambios en el sistema educativo, como el fortalecimiento de la formación y capacitación de los docentes, la mejora de la infraestructura escolar y la implementación de programas de evaluación para medir el rendimiento de los estudiantes y mejorar la calidad de la educación”.
Como verán, no hay sorpresas en las respuestas de la inteligencia artificial; nada nuevo bajo el sol: el salario docente apareció como una segunda opción. Aquí les compartimos las impresiones de pantalla:
En los bordes de un pequeño poblado de Eslovaquia, un hallazgo estremeció la visión idílica que la arqueología conservaba sobre los primeros agricultores europeos. Más de 85 esqueletos sin cabeza, enterrados en masa hace 7000 años, obligan a reescribir la historia: la cultura que expandió la agricultura en Europa no sólo desapareció misteriosamente, sino que lo hizo en medio de un estallido de violencia ritualizada.
Por Alcides Blanco para Noticias La Insuperable
Una ciudad neolítica y una fosa interminable
A las afueras de Vráble, un pueblo eslovaco ubicado a cien kilómetros de Bratislava, la arqueología esperaba tierras tranquilas. Pero en 2017, mientras excavaban un simple campo de trigo, los equipos de la Universidad de Kiel encontraron algo que cambió todo: cuatro esqueletos sin cabeza, enterrados en una zanja al borde de un antiguo asentamiento neolítico.
Desde entonces regresan cada año. Y cada año la escena se vuelve más inquietante.
Arqueólogas como Katharina Fuchs describen que “donde nos parábamos, había huesos”. En el verano de 2022 apareció el núcleo más impresionante: 34 cuerpos apilados dos o tres niveles arriba en un espacio del tamaño de una cochera. Ninguno tenía cabeza, salvo un niño. Y la historia no terminó allí: hoy la fosa ya mide 45 metros de largo y sigue creciendo.
Este enorme entierro pertenece a la cultura de la Cerámica Lineal (LBK), la primera sociedad agrícola de Europa central, descendiente directa de quienes habían domesticado plantas y animales en Anatolia alrededor del 9000 a.C. Desde el 5500 a.C. colonizaron un corredor fértil que iba desde Hungría hasta el oeste de Francia.
Pero hacia el 5000 a.C., algo se quebró. Y los restos de Vráble son parte de la evidencia de un final tan violento como inesperado.
Señales de violencia aparecen en toda Europa alrededor del 5000 a. C. En el siniestro yacimiento de Herxheim, en el oeste de Alemania, investigadores hallaron miles de fragmentos de huesos humanos quebrados. GDKE Rhineland-Palatinate/Fabian Haack
El mito roto de una prehistoria pacífica
Durante décadas se creyó que los LBK vivían en una sociedad simple, igualitaria, sin ejércitos, sin jerarquías y sin conflictos importantes. Una especie de “Eden agrícola” organizado alrededor de pequeñas granjas familiares y cerámicas decoradas con líneas incisas.
Ese relato empezó a derrumbarse en los años 80 con el hallazgo del Talheim Death Pit, una fosa en Alemania donde 34 personas —la mayoría niños— aparecieron con el cráneo fracturado. Más tarde aparecieron otras masacres, cada una distinta, cada una más desconcertante.
En Kilianstädten, 26 personas, entre ellas 10 niños menores de seis años, tenían no sólo fracturas en el cráneo: sus tibias habían sido aplastadas intencionalmente.
En otro sitio alemán, ocho de nueve asesinados eran hombres jóvenes, ejecutados de rodillas, con un golpe por detrás, como en una matanza premeditada.
En Asparn-Schletz (Austria), unos 200 cuerpos aparecieron desordenados en una zanja. Pero la genética mostró que casi ninguno era pariente de otro. No era un pueblo exterminado: era otra cosa, algo ritual, organizado, perturbador.
Y luego viene Herxheim, el caso más extremo: más de 500 cráneos decapitados, desmembrados y acompañados con cerámicas finas y restos de banquetes. Un ritual de larga duración, deliberado, sin rastro de furia: un proceso cuidado que incluía matar, descarnar, quebrar y depositar huesos humanos como parte de ceremonias complejas.
La violencia LBK, lejos de responder a conflictos ocasionales, aparece concentrada casi exclusivamente en el tramo final de esta cultura. Un estallido que parece más ideológico que bélico.
Vráble: un auge, una ruptura y un final brutal
La excavación de Vráble permite ver esta transformación casi en cámara lenta.
Hace 7500 años fue una de las ciudades más grandes de la LBK: tres barrios simultáneos, cada uno con 15 a 20 largas casas comunales, especializadas en criar distintos animales. Allí cultivaban trigo primitivo (emmer y einkorn) y celebraban un crecimiento demográfico extraordinario.
Arqueólogos trabajan con cuidado entre huesos desordenados en Vráble, una fosa común en el centro de Eslovaquia. Expuestos por primera vez en 7000 años, los huesos deben mantenerse húmedos para evitar que se desintegren. A. Curry / Science
Pero hacia el 5100 a.C., algo empezó a quebrarse. Uno de los barrios fue amurallado con un doble foso, en un trabajo monumental, casi imposible con herramientas de piedra. Las puertas del recinto estaban orientadas de espaldas a los otros barrios. Un gesto político, hostil, de separación interna.
Y al borde de esas zanjas aparecieron los cuerpos sin cabeza.
Los estudios osteológicos revelan que:
las decapitaciones fueron intencionales, realizadas con cuchillos de sílex o de obsidiana;
los cuerpos fueron depositados rápidamente, sin exposición previa al ambiente;
las víctimas incluyen adultos de ambos sexos y adolescentes, pero pocos niños pequeños;
entre los huesos hay piedras de río traídas adrede, cuentas fabricadas con dientes humanos perforados y fragmentos cerámicos.
Vráble fue abandonada poco después de estas masacres, y jamás volvió a ocuparse.
¿Qué llevó a la caída de los primeros agricultores europeos?
La pregunta sigue abierta. Las hipótesis se multiplican:
➤ ¿Crisis demográfica? La expansión LBK fue tan rápida que pudo haber tensado los vínculos sociales y las formas tradicionales de convivencia.
➤ ¿Choque cultural interno? Sitios como Herxheim sugieren un giro ritual drástico, probablemente para reforzar cohesión en un mundo que comenzaba a desestabilizarse.
➤ ¿Un colapso social por falta de espacio? Al alcanzar los límites de los suelos fértiles de loess, la cultura perdió su motor expansivo y comenzó a mirarse hacia adentro… hasta romperse.
➤ ¿No hubo hambre ni cambios climáticos extremos? La evidencia ósea no muestra señales de desnutrición. La explicación no parece biológica ni ambiental: parece cultural.
El resultado fue un final abrupto: una cultura que dominó 700.000 km² quedó reducida a ruinas, fosas y cerámicas quebradas.
Como señalan arqueólogas citadas por Science, el LBK obliga a recordar algo incómodo: la violencia no es un invento reciente; acompaña a la humanidad desde sus orígenes.
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Claudia Rodríguez deja caer la frase con cierta ambivalencia. Sostiene un cuaderno en la mano sin mirarlo. Uñas anaranjadas, voz honda, coqueta, así se presenta ante un público integrado por alumnxs de literatura latinoamericana, estudios de género y sexualidad, profesorxs universitarios y activistas LGBT que se acercaron a escucharla. Hoy no está en Santiago de Chile, donde vive, sino Estados Unidos, en una universidad pública de Nueva York.
Soy el profesor anfitrión aquí en Stony Brook University, esta universidad pública de Nueva York. Lxs alumnxs presentes han cursado mis materias sobre lo trans y lo queer/cuir en América Latina, han leído la obra de Claudia, hemos hablado de ella. Pero no es lo mismo hablar de ella que escucharle hablar por sí misma. Y ese es el punto: un acto de presencia. Esa presencia es política, aquí, ahora. Es político nombrarse travesti en este contexto -en la era de Trump y en tierra de Trump-. Estoy ansioso, anticipo preguntas, burocracia repentina, el problema del idioma, del cuerpo. Tengo miedo de que nos vean fumando un cigarrillo (está prohibido fumar en el campus). Tengo miedo de que no digan nada, de la indiferencia. Pero exhalo. Ya está.
– Soy poeta travesti chilena. Y monstrua resentida- continúa la invitada.
Rodríguez es la figura emergente de la escena cultural trans y travesti de su país. Su trabajo activista se enfoca en la prevención del VIH en comunidades periféricas. Y su trabajo performático, en la hipocresía patriarcal, la violencia de género, lasupuesta multiculturalidad del Estado chileno. En Santiago, a Claudia se la puede ver parada en una esquina, bajo la sombra del Cerro Santa Lucía chusmeando con una amiga, riéndose de clientes viejos o recordando la historia del activismo travesti local. También se la puede cruzar en una marcha feminista vestida de monja, de Pamela Anderson o de la Estatua de la Libertad con una pancarta: “Para las travestis reales el Estado no puede existir”. Es autora de fanzines y libros de poesía como Cuerpos para odiar y Dramas pobres. Algunos de sus textos fueron llevados al teatro, como la autobiográfica Vienen por mí que la actriz y escritora Camila Sosa Villada estrenó en Córdoba, Argentina. Es una de las voces del libro Travesti, una teoría lo suficientemente buena (Ed.Muchas Nueces), entrevistada por Marlene Wayar.
En su obra, el cuerpo travesti se monstrua (así, como verbo) a través de reconfiguraciones plásticas y peligrosas. El peligro es ese cuerpo, peligro latente pero omnipresente. “Ser travesti es ser una muñeca para los hombres que odian a las mujeres”, escribe Claudia. Estos aforismos abundan tanto en su poesía como en sus reflexiones cotidianas. Es su forma de contextualizar la memoria que bifurca y desdobla en cuerpos inertes, degollados. Cuerpos de mujeres travestis que, como ella dice, “murieron sin haber escrito ni una carta de amor”.
La artista chilena fue invitada por el Instituto de Humanidades de Stony Brook University a participar del simposio Unnatural: Gender, Ideology, and the New Latin America (Antinatural: género, ideología y la nueva América Latina).
Stony Brook forma parte del sistema de universidades públicas del estado de Nueva York. Queda a dos horas en tren desde Manhattan, en un suburbio de familias tipo: blancas, burguesas. Es conocida por sus programas en ciencias exactas, por su hospital y por la escuela de medicina. Las humanidades aquí quedan relegadas a un segundo plano de importancia -y de financiamiento-. Stony Brook es una universidad popular, con aranceles accesibles; por eso muchos de sus estudiantes son hijos de inmigrantes latinoamericanos y asiáticos.
***
El encuentro busca generar un diálogo sobre el impacto de la vuelta de la derecha en América Latina en la política y en el arte. Y cómo esta vuelta que no es nueva se viraliza y se siente tanto en los espacios públicos como en las relaciones interpersonales, en la intimidad.
También exponen Denilson Lopes, especialista en literatura y cine de la Universidad Federal de Río de Janeiro, y Gabriela Arguedas, filósofa feminista experta en bioética de la Universidad de Costa Rica. Todxs hablan de la coyuntura vista desde las ciencias sociales y las humanidades, y también desde la investigación académica y las experiencias personales.
Lopes, el académico carioca, se refiere al deseo de los encuentros cotidianos (inter e intra-generacionales) como un modo tenue pero poderoso de construir redes de afecto. Pone de ejemplo el cortometraje Bailão (de 2009, dirigido por Marcelo Caetano) para explicar cómo, en la sutileza de lo mundano, de los espacios entre la casa y el trabajo, residen otras posibilidades de una sociabilidad si no utópica, fugazmente luminosa, centelleante, en devenir. Pienso en la pista de baile de un bar gay cualquiera, un martes. Pienso en una conversación. Una pausa. Una mirada.
Por Skype y desde Costa Rica, Arguedas (cuyo vuelo de American Airlines se retrasó por una falla mecánica) le apunta a la denominada ideología de género. Se remonta al siglo XVIII, traza la historia filosófica, se enfoca en el neointegrismo católico y en el fundamentalismo pentecostal. Explica: estas dos formas de pensamiento no sólo rechazan los esfuerzos recientes en materia de derechos LGBT, sino que también repudian la soberanía individual, legado de la tradición intelectual de la Ilustración. Quedé impresionado no sólo por la destreza interdisciplinaria de Arguedas, sino por el trabajo político que nos queda por delante. ¿Cómo apelar a los derechos de un colectivo disidente cuando, precisamente, es el individuo quien recibe derechos dentro del sistema legal en la modernidad? ¿Cómo no caer en la quimera de la protección estatal?
Entonces, Claudia. Con las uñas anaranjadas, con su cuaderno como escudo, ¿de qué tiene que hablar? Su intervención comienza con una paradoja que es, a la vez, una reflexión sobre las expectativas culturales, académicas e institucionales y un intento por sintetizar un deseo. Hay en ese “tener que” una postura política ante la obligatoriedad discursiva, ante la aparición de una travesti en público, ante la mirada pegajosa que solicita. Nos provoca a indagar el cuerpo, el deseo y la política a través de una teorización transfeminista que se basa en un recuento de su propia trayectoria activista y poética. Tras una pausa, dice:
– Aprendí del feminismo que hay que poner el cuerpo.
Esa apuesta por un feminismo experimental -cuestiones que guían la obra de Rodríguez- nos interpela como público: ¿cuánto cuerpo hemos puesto y cuánto estamos dispuestos a dar? ¿Qué puede el cuerpo, este cuerpo mío?
La pregunta me transporta a 2015, cuando la vi por primera vez en Chile. Claudia actuaba en Cuerpos para odiar: emergía de la penumbra, se mostraba etérea pero contundente, vestida de blanco, cabello rubio quemado. Interpelaba al público:
— ¿Quieren show?
No era una pregunta retórica. ¿Qué quieren del cuerpo travesti? ¿Qué quieren que les diga?
La inquietud de una alumna me devuelve a Stony Brook. Le pide recomendaciones para seguir pensando la intersección entre la literatura escrita por mujeres y la violencia epistémica. “No te podría decir. No soy mujer, soy travesti”, responde la chilena. Y arroja un ejemplo de su política feminista: hablar desde ese cuerpo encarnado, ese lugar específico. Dejar de pensar en universalizaciones para figurar desde su ontología (si me permiten la verborragia, Claudia propone una ontopoética travesti).
La jornada termina. Los alumnos se dispersan (y me confesarán después que fue el evento más comentado del año académico). Nos quedamos Claudia y yo para la cena celebratoria (de rigor). “¿Querés ostras?”, le digo, y me imagino en aquella escena inicial de Una excursión a los indios Ranqueles, cuando Mansilla se jacta de su colonialismo gustatorio, de sus ostras y de su tortilla de huevos de avestruz. Viene el camarero —un inmigrante salvadoreño—, y toma nuestro pedido:
– Quiero la carne —dice Claudia—. Pero cruda.
***
Como somos amigas (la Claudia me mujerea mucho), después del evento nos escapamos del pueblito de Stony Brook. Ella se queda a pasar unos días en mi departamento en Brooklyn. No tenemos mucho planeado, pero en algún momento ella pide:
– Quiero ir adonde la Marilyn sacó su fotografía.
No me lo tiene que explicar. Conozco la imagen de Marilyn Monroe en The Seven Year Itch. La referencia no es gratuita. En su poemario del 2016, Dramas pobres, Rodríguez escribió: “A veces me parezco a la Marilyn. Cuando tomo el cigarro y miro fijamente al pasado; me vuelvo a levantar, a sentirme travesti y minotaura”. Y en Cuerpos para odiar, Rodríguez protagonizó a La Marilyn. Es que Monroe es una suerte de sombra para ella, una figura trágica, modelo imperfecto de una femineidad mediatizada, decadente, monstruosa.
Aquella foto histórica se tomó en la esquina de la calle 52 y Lexington Avenue. Vamos. Pero no hay nada material para reconocer aquella escena, ni una placa ni flores ni olor a Chanel Nº 5. Hay que ir como si fuera un ritual solo para iniciadas, como si la búsqueda de ese espacio, cual soplo de viento fortuito, tuviese que ser también fugaz, tentativa.
De vuelta a mi casa, Claudia sube al Facebook la foto que le saqué. El álbum se titula: “Una travesti pobre en Nueva York”.
El sábado vamos al Central Park. Es el primer día soleado de la primavera de Nueva York. El pasto todavía está mojado, frío, pero igual nos sentamos a ver los cuerpos que, en su transitar líquido, poliforme, reflejan el ansia del encuentro.
Más tarde vamos a sacarnos otra foto, esta vez con la Estatua de la Libertad, aquella mujer tan sola. Tan travesti. Caminamos hacia la última punta de Manhattan, donde el mar Atlántico chapea contra un muelle que en el siglo XIX servía como batería militar y antes como mercado de esclavos. Entonces divisamos una masa humana que, frente a la bolsa de valores, se aferra al Toro (de bronce) de Wall Street, el Charging Bull. Nos dejamos llevar por el bullicio. Hay familias de turistas que se sacan una foto, mejor dicho, que se turnan para sacarse la misma foto. Varias manos encima de los cuernos lustrosos, sonrisitas. Claudia señala con la mirada: “Quiero con el poto”. Obvio. Con el poto del Toro de Wall Street. Se para al lado y, providencialmente, una pareja de argentinos me pregunta:
– ¿Querés que les saque la foto con las bolas?
– No. Con el poto.
Nos miran. Claro, para ellos el poto no significa nada; o quizás entienden, por el contexto, que poto es culo, ano, orto, pero igual nos miran desconcertados con el desdén del falogocentrismo y el gesto irónico de la travesti.
“Podría ser la portada de mi siguiente libro”, sugiere Claudia. Nos reímos. Y sí, ¿por qué no? Necesitamos una potopolítica, propongo. Potopolítica: liberación del ano, política marica-travesti-torta de los (malos) usos del cuerpo, expresión del deseo antinatural, legado del pecado nefando.
En realidad, Rodríguez lleva rato pensando en la lógica anal, en el precioso ano del hombre, como señala uno de sus poemas:
Una loca dijo:
Ser travesti es ser degenerada como los hombres,
estar dispuesta a todo pero en secreto, para que no
duden del hombre, para que no se diga del hombre
que le gusta por el poto. La lengua en su poto y los
dedos de una travesti.
***
Si tuviera que nombrar qué nos une a Claudia y a mí diría: el deseo. La forma del deseo, de pensar el deseo, de buscar en sus contornos un territorio propio-compartido a partir del cual nos sentimos cómplices en nuestros respectivos proyectos (de vida, artísticos, políticos, cotidianos). Tenemos, por así decirlo, un trasfondo común a pesar de las muchas cosas que nos diferencian. Y de ese trasfondo surge la necesidad no solo de pensar el cuerpo (individual, colectivo) en estos tiempos de fascismo, sino de poner en práctica la consigna que aprendimos (las dos) de Perlongher: “Lo que queremos es que nos deseen”.
No me sorprende, entonces, cuando Claudia me pregunta: “¿Dónde está el deseo?”.
Salimos del MoMA y vamos a tomar el subte hacia Brooklyn. Seis de la tarde, Midtown. Zona de negocios, de bancos, de trámites pero no del deseo, o por lo menos, del tipo de deseo que queremos ver. “Quizás -me dice- el deseo tiene horario.” Pero en la ciudad que nunca duerme los horarios son flexibles. El deseo también. “Mira que todos andan del mismo color azul marino. ¿Cuál es el color del deseo?” Tal vez tiene en mente una naturaleza muerta de Cézanne, las imperfecciones que se dejan ver en la forma, en el toque, imperfecciones que enmascaran los píxeles de la reproducción digital. Es la búsqueda lo que se deja ver en persona, la búsqueda de la expresión, que es otra manera de decir: el deseo.
Durante el simposio, Lopes había sugerido que el arte puede ser un lugar de encuentros. No lo entendí, y quizás todavía sigo sin entenderlo. Igual, pienso, el arte no escenifica encuentros. El arte es el encuentro. Como el encuentro también es arte.
Por ejemplo: estábamos sentadas en un salón del MoMA. Hablábamos de la muestra fotográfica de Lee Friedlander “Letters from the People” (Cartas del pueblo). Claudia pregunta: “¿Por qué no hay nada en español?”. Miro. “Hay todo un mundo ausente aquí”, dice. Otro pueblo, quizá. Las fotos son de números y letras, graffitis, signos sacados de contexto, combinados para crear otro contexto —un ensamble-. Tiene razón, pienso, pero el fotógrafo busca algo también. Quizás no sabe leer los códigos subterráneos. De repente escucho: “Can you move?”. Nos miramos. Me doy vuelta. “Can you move?”, de nuevo. Es una chica de veintitantos años, rubia, europea. Se interrumpe nuestro encuentro con otro inesperado. “Quiere que nos quitemos de la banca”, le digo a Claudia. Nos pide dejarle el asiento para poder sacarse una foto. Nos corremos un poco. Saca una selfie, nosotras de periferia.
En alguna foto de Instagram estarán nuestras miradas de reojo reflejadas en los retratos de Friedlander, miradas que sirven de trasfondo para el registro fotográfico de una turista europea en el MoMA. Se me ocurre: cuando nos desplazamos se generan otras posibilidades de encuentros, otras constelaciones afectivas y corporales, a pesar de la relación de poder evidente. Luego Claudia me dice: “No hay que buscar hablar desde el centro. La periferia debe nombrar la periferia”. Sonrío. Sí, desde ahí, desde la periferia se pone el cuerpo.
Me sacude la claridad de su pensamiento. Es que había pensado al proponer el simposio, confieso, que serían mis alumnxs y no yo el sujeto de la irrupción de Claudia en el escenario cotidiano. Yo, como sujeto indígena, nunca me he imaginado céntrico en este país genocida. Pero me doy cuenta que mi propio transitar centro-periférico, mi deseo marica, mi piel, mi ciudadanía sexual, dependen precisamente de discursos encarnados, entrelazados, de tensión epistémica. Mejor dicho: me doy cuenta porque ahora lo siento en mi propio cuerpo, junto a Claudia, travesti monstruosa, cuando nos dejamos llevar por el arte del encuentro. No puedo dejar de imaginar, así, que nuestros cuerpos, en un eco luminoso, marcan no sólo coordenadas de pertenencia o de exclusión sino también, y sobretodo, zonas de deseo siempre en movimiento.