El Monitor de Opinión Pública de la consultora Zentrix reveló un dato contundente: apenas el 30% de la ciudadanía respalda la gestión de Milei, mientras que un 60% la desaprueba y un 73% rechaza a la familia Menem, convertida en lastre para el oficialismo.
Un clima social en caída libre
El relevamiento de septiembre confirma lo que se siente en la calle: la mayoría de los argentinos percibe que su situación personal empeora y que el rumbo del país es negativo. En ese contexto, seis de cada diez rechazan la gestión de Milei, que sigue encerrado en su núcleo duro de votantes, pero sin capacidad de sumar adhesiones nuevas.
El estudio también refleja el desgaste de los nombres que el oficialismo pone en la vidriera: la familia Menem, con cargos estratégicos en el Congreso y la Casa Rosada, carga con una imagen negativa del 73%.
Karina, el eslabón débil
La figura de Karina Milei aparece cada vez más cuestionada: el 60% de los encuestados sospecha que podría estar vinculada a hechos de corrupción. Es decir, la desconfianza ya no recae solo sobre su hermano, sino que se expande al círculo íntimo del poder.
El INDEC bajo la lupa
Otro punto de fricción es la credibilidad de los datos oficiales. Dos tercios de la población (66,7%) desconfía del INDEC y afirma que la inflación real es mucho más alta de la que publican los informes. Apenas un 30% cree en las estadísticas oficiales, lo que revela la desconexión entre los números y la realidad cotidiana de las familias.
La razón no es menor: la canasta del IPC no se actualiza integralmente desde 2016, y todavía arrastra ponderaciones de la Encuesta de Gastos de los Hogares de ¡2004! Un esquema arcaico frente a los consumos actuales, donde pesan mucho más la salud, la educación privada y los servicios digitales.
La gente pide cambios
Después de la derrota en la Provincia de Buenos Aires, la encuesta de Zentrix refleja un mensaje claro: la ciudadanía exige correcciones urgentes al Gobierno.
El 45% reclama medidas de alivio para los sectores más castigados.
Otro 34% pide acuerdos políticos y cambios en la economía.
Solo el 20% avala que Milei siga sin modificar el rumbo.
Incluso entre sus propios votantes crece la demanda de rectificación.
Economía y corrupción, las obsesiones del pueblo
El 30% de los encuestados coloca a la situación económica como el principal problema del país, seguido por la corrupción (25%). El mensaje es directo: hay malestar por los bolsillos flacos y por la opacidad en los negocios del poder.
Las figuras políticas en la balanza
El informe también midió la imagen de dirigentes nacionales. Milei sigue polarizando: 33,8% de positiva y 59,1% de negativa. En cambio, Axel Kicillof mejora y alcanza un 42,6% de positiva, consolidándose como referente opositor. Juan Grabois (38%) y Jorge Taiana (38,9%) también muestran apoyos firmes en la base peronista.
Del otro lado, Victoria Villarruel arranca con un magro 21,4% de positiva y más de 50% de negativa, mientras que José Luis Espert y Florencio Randazzo se hunden con niveles de rechazo cercanos al 60%.
Intención de voto: el peronismo se despega
La encuesta trae otra novedad: Fuerza Patria crece al 41,5%, mientras que La Libertad Avanza queda en 35,4%. La diferencia de seis puntos a favor del peronismo consolida una tendencia tras el traspié libertario en la Provincia de Buenos Aires.
Conclusión: Milei, atrapado en su propia burbuja
Los números de Zentrix son claros: solo 3 de cada 10 argentinos apoyan al Gobierno. El resto desconfía, se siente más pobre y reclama cambios profundos. Mientras tanto, Milei y su hermana concentran sospechas y rechazo, y la herencia menemista en el oficialismo aparece más como un peso muerto que como un activo político.
En un clima de polarización creciente, el Gobierno parece cada vez más solo, con un núcleo duro que se achica y un malestar social que crece.
Hoy se puede llegar al barrio Altos del Pino por varios caminos que aprovechan la cercanía de Soacha con Bogotá, al ser cada ciudad el límite de la otra. Una forma es usando TransMilenio para ir hasta al extremo de la localidad bogotana de Bosa, que conecta con el municipio vecino. Si uno se baja en la estación León XIII, debe cruzar la calle para tomar uno de los buses que tienen la misión de subir la montaña. A veces se forman largas filas a la espera de uno de estos vehículos que se convierten en uno solo con sus conductores para ir subiendo, dando recovecos y domando una cantidad inacabable de curvas pronunciadas. Luego de unos pocos minutos de recorrido, el pavimento se termina y las calles empiezan a verse como la tierra propia de la montaña, de un color entre amarillo y café y aparece más el verde, junto con varios ranchos de esos que llevan años en la zona y una que otra casa más moderna de ladrillos y cemento, pocas veces pintadas de color.
Subir la montaña en el bus es vertiginoso. No hay una sola silla donde no se sientan los saltos que da al pasar por el terreno irregular. Por eso cuando llueve es más difícil transitar la montaña. Los buses dejan de bajar, o se toman más tiempo haciendo los recorridos. En el trayecto cuesta arriba, todas las cabezas se sacuden con fuerza mientras las manos se aferran a la silla de adelante o a algún tubo para no caer o golpearse. Cuando se encuentran dos buses de frente, el que baja y el que sube, frenan los dos y hacen una coreografía lenta y retorcida para poder esquivarse y seguir. Se saludan de un bocinazo después de que cada uno logra retomar su curso.
Al llegar al barrio, se siente cómo el sol cae con fuerza sobre la calle de tierra, y deja ver el polvo que se levanta con cada paso de transeúnte, con cada giro de llanta. A un lado y otro se ven casas de ladrillo, intercaladas con ranchos de madera o láminas, amontonadas sin un plano definido. En algunas, las fachadas cuentan historias de ampliaciones improvisadas, techos añadidos sobre techos, paredes que parecen sostenerse por voluntad propia y estructuras que aparentan desafiar la gravedad. En una mañana cualquiera, el barrio despierta con su bullicio habitual. En las esquinas, la gente se detiene en los pequeños comercios a comprar lo necesario para el almuerzo y conversan con sus vecinos. Los niños corren entre los charcos de luz y sombra que dejan los techos salientes, sus risas se mezclan con el ronquido de los buses que serpentean por las calles con una destreza que sólo podría tener quien ha vivido toda una vida aquí.
Hay partes del barrio tan empinadas que es difícil afirmar bien los pies. Siempre aconsejan a los forasteros llevar buen calzado. Subiendo y bajando por esas pendientes de Altos del Pino, se puede llegar a una casa que parece casa de todos, donde vive la familia Zambrano Guerrero. Allí nació la Fundación Proyecto Escape, que hoy funciona entre estantes con libros usados, carteles hechos a mano y mesas compartidas por niños, madres, jóvenes y vecinos que llegan a conversar, estudiar o pasar el rato.
Pero este recorrido que hoy parece cotidiano no siempre fue así. Antes de las casas y de los caminos de tierra, antes de los niños corriendo y el traqueteo de los buses, aquí había apenas familias que llegaron intentando empezar nuevas vidas en un paisaje que era solo montaña desnuda.
Una casa para-hoy
Cuatro palos y una tela asfáltica como cubierta para hacer frente a la humedad. Así era como se veían las viviendas de los primeros habitantes de Altos del Pino hace unos 30 años. Eran casas de paroy, que viene de “para-hoy”. Estos materiales eran una forma rápida y relativamente sencilla para asentarse en el lugar, que en ese entonces era una montaña con unos pocos caminos que abrían paso entre los matorrales. Con el tiempo, más casas de paroy empezaron a erguirse en el empinado terreno y luego fueron creciendo y transformándose. Así, lo que antes era una gran sábana de color verde sobre la enorme roca que brota de la tierra, hoy se ve como una constelación de casas y ranchos que apuntan en todas las direcciones y forman hileras sinuosas sobre la montaña. Altos del Pino hace parte del asentamiento informal más grande de Colombia.
Todas esas casas de paroy capturan bien la esencia del lugar: vivir en condiciones de precariedad, pero tener esa cualidad de persistir y resistir problemas como la ausencia estatal o la violencia, así como la tela asfáltica aguanta la humedad y el sol.
Treinta años atrás, solo cinco o seis familias que venían del campo eran las que poblaban Altos del Pino, uno de los hoy 300 barrios que conforman la comuna de Altos de Cazucá en Soacha, Colombia. En una de aquellas casas de paroy vivía Nohora Guerrero con su esposo, Miguel Zambrano, y su hija de un año, Wendy. Era 1993 y habían llegado al lugar poco tiempo atrás.
Nohora y Miguel venían del Huila, un departamento en el suroccidente de Colombia. Ambos campesinos, habían viajado hasta Bogotá luego de casarse, cuando Nohora ya estaba embarazada de Wendy. “Como campesino uno cree que va para la ciudad a estar mejor, a encontrar empleo, a ganar dinero, a vivir mejor. Esa es la promesa que uno cree antes de venirse”. Para Nohora, irse a vivir en la ciudad representaba nuevas oportunidades. Mientras tanto, Miguel recuerda que, además de buscar oportunidades, quedarse a trabajar en el campo era complicado. “Mi mamá tiene un terreno, pero es un terreno muy pequeño. Y nosotros somos varios hermanos, somos muchos. Entonces para tantas personas no… no alcanza.” Como Miguel lo relata, no había una forma sencilla de organizar el trabajo en las tres hectáreas que tenía su mamá con el resto de su familia: si uno estaba trabajando o cultivando, no habría espacio suficiente para los demás. Por eso, para él pareció una mejor alternativa buscar una vida nueva en la ciudad, más aún con Nohora y Wendy, que venía en camino.
En Bogotá llegaron al barrio La Peña, al sur del centro histórico de la ciudad y en el pie de los Cerros Orientales. Vivieron por un año en un inquilinato, donde sintieron un cambio drástico frente a su vida en el campo. La expectativa que tenían de la vida en la ciudad estaba alejada de la realidad que enfrentaron. “Fue bastante difícil porque fue pagando arriendo, pero era compartir todo: la cocina, el baño y éramos muchos inquilinos”. Así recuerda Nohora el tiempo en el inquilinato, que también era difícil por la convivencia con las personas de la ciudad, distintas a lo que estaban acostumbrados: “Aquí la gente era muy indiferente, mientras que en el campo todos saludan, lo invitan a uno a un tinto”. Mientras que Nohora cuidaba de su niña recién nacida, Miguel empezó a hacer ventas ambulantes en el centro de Bogotá. Allí conoció a otro vendedor que le contó sobre unos lotes que estaban vendiendo en Soacha, en Cazucá. Para la pareja esto sonó como una buena oportunidad.
En ese momento, lo más importante para Nohora era tener algo propio, “así fuera un ranchito”, dice ella. Llegar al lugar fue todo un reto para la familia, pero mantenían la aspiración de construir su casa. Cuando se asentaron en Altos del Pino, se encontraban muy pocas familias y no contaban con servicios públicos. “No había absolutamente nada y existían todas las necesidades”, así describe Nohora la situación del barrio a su llegada. Como no había agua, tenían que ir hasta uno de los barrios que quedaba más abajo en Soacha, en la parte que conecta con Bogotá, y allí algunos habitantes les regalaban agua para que llevaran hasta sus casas. A medida que fueron llegando más personas a poblar la zona, se conformaron Juntas de Acción Comunal en los barrios y así los vecinos empezaron a organizarse. Policías bachilleres empezaron a ir a la comuna para alfabetizar a los niños y niñas. En ese contexto, la comunidad de Altos del Pino construyó la primera escuela del barrio, que fue hecha con lata. No fue sino hasta mucho tiempo después que las Juntas de Acción Comunal empezaron a buscar a la Secretaría de Educación de Soacha para que llevaran docentes y construyeran más colegios con mejores condiciones.
Además, la zona no había sido urbanizada y se disputaba entre distintos actores. Parte del territorio de Altos de Cazucá había sido ocupado por la guerrilla del M-19 antes de su desmovilización. Pretendían dar esas tierras a población vulnerable, como era común en las dinámicas de urbanización informal. Sin embargo, aparecieron luego los terreros, personas que invadían grandes extensiones de tierra para lotearla y luego venderla y competir con otros urbanizadores piratas. Los terreros ya no tenían una presencia tan fuerte cuando Nohora y Miguel llegaron al barrio, pero hicieron parte del inicio del sector.
Cuando Cazucá empezó a poblarse, Colombia vivía una intensa escalada de la violencia que enfrentaba a las guerrillas, los grupos paramilitares y el ejército, a la par que se consolidaban los grandes carteles del narcotráfico. Muchas personas que sobrevivieron a esta enredadera de violencias tuvieron que dejar sus lugares de origen y llegaron a Cazucá. Otras no se encontraron con el conflicto armado de frente, pero llegaron al centro del país con el anhelo de conseguir un mejor techo, un mejor trabajo, una vida nueva, como Nohora y Miguel. Las casas y ranchos en la montaña fueron construidas por personas que llegaron de todas partes del país. Personas que llevan a sus hombros esa estela del conflicto armado y la desigualdad que históricamente han golpeado a Colombia: desplazados que huyeron sin poder regresar a su tierra; familias que lloran las ausencias que les dejó el conflicto; trabajadores que apostaron al trabajo en la ciudad como una esperanza que no termina de llegar.
Primero se asentaban los desplazados, luego familiares y conocidos de sus lugares de origen venían con ellos. “Aquí se encontraban personas de todos los lugares. Se encuentran aún. Del Tolima, del Chocó, del Amazonas, de todos lados”, dice Nohora al recordar cómo se fue armando el sector,. En Altos del Pino se concentraron familias que venían del Huila y del Tolima, departamentos en el centro y el suroccidente de Colombia. En otros barrios aledaños, como El Oasis, se asentaron familias provenientes del departamento del Chocó, por lo cual parte de ese barrio hoy se conoce como Chocoasis. En el barrio El Arroyo, la mayoría de sus pobladores venían del Cauca. Cada persona, cada familia traía su historia, casi siempre ligada a la grave situación de violencia que vivía el país y que se ha extendido hasta hoy: “había mucha gente, muchísima gente en ese momento que venía huyéndole al conflicto”.
Para sobrevivir, las personas del lugar se dedican a toda una variedad de oficios: son empleadas domésticas, albañiles y obreros, cocineras, tenderos. Y, a la vez, “son personas que entregan mucho de sí para ayudar a otros”. Así es como retrata Nohora a los habitantes del barrio y al mismo tiempo es una frase con la que podría describirse a sí misma. Ella es parte de esas personas con voluntades inamovibles y esperanzas del tamaño de la montaña que habitan. Esto fue lo que la llevó a crear la Fundación Proyecto Escape, para ayudar a los niños, niñas y jóvenes del lugar.
Crecer en los ranchos
Luego de las casas de paroy llegaron los ranchos a la comuna, esa imagen que tanto recuerda a los barrios marginales en América Latina. Aunque pueden ser muy parecidos, no hay dos ranchos iguales. Todos han sido construidos a retazos, con materiales reciclados de todo tipo: latas, puertas viejas, láminas, cartones y muchas otras piezas que tienen su propia historia y se acomodan en sentidos que solo comprende quien hizo la construcción. Las familias que vivían en los ranchos traían a sus pequeños y por eso Nohora decidió hacer parte de un proyecto del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF): Madres comunitarias, que era otra de las pocas expresiones del estado que llegaban a la comuna. En este proyecto, madres colombianas reciben apoyo del ICBF para tener un ‘Hogar Comunitario de Bienestar’ en sus casas y atender de 12 a 14 niños. Pero con el rápido crecimiento del barrio, muchas familias empezaron a necesitar el cuidado de sus hijos mientras iban a trabajar y Nohora empezó a recibir más niños de los que estaba permitido. En algunos casos, incluso, dejaron a los niños dos o tres días en casa de Nohora.
“Era muy fuerte porque, ¿yo qué hacía con estos niños? Entonces también empecé, unos añitos después, a validar mi bachillerato y con las guías que a mí me daban, yo empecé a enseñarle a las mamás”. Nohora cuenta que muchas de las madres no sabían leer ni escribir, por lo que era difícil para ellas apoyar a sus hijos con las tareas escolares. Por eso, empezó a contribuir a la formación de las madres y de los niños. Desde tiempo atrás, por el reducido número de escuelas y su baja calidad, el bajo logro educativo persiste como un problema en la comuna de Cazucá. En esta situación, Nohora inició su propio jardín infantil para poder cuidar y enseñar a todos los niños que llegaran y lo llamó ‘Semillas Forjadores de Paz’. A medida que seguía abriendo las puertas de su hogar para cuidar a los hijos de sus vecinas, sentía algo de preocupación. ¿Sería suficiente lo que podía ofrecerles? Pero cuando los niños comenzaron a llenar su casa con risas y preguntas, supo que andaba el camino en la dirección correcta.
Altos del Pino no escapaba a la precariedad y las problemáticas de inseguridad y violencia que surgen en los barrios informales. Por eso, para Nohora cuidar a los hijos de otras familias era cuidar también de los suyos. Su iniciativa empezó a extenderse también hacia los jóvenes, pensando en que había que cuidar todo el entorno del barrio. En este lugar de personas que entregan parte de sí mismas para ayudar a los demás, Nohora fue una de las primeras en hacerlo. “En ese momento, sentí que era lo que yo podía dar. Y empezamos a traer a los jóvenes. Hacíamos manillas, pero hablábamos de educación sexual, de valores, de drogadicción. Esos temas que son fuertes pero que los hogares no los tocan por temor”.
El esfuerzo de Nohora pronto atrajo la atención de otros actores que vieron el potencial de su trabajo. Al barrio empezaron a llegar organizaciones no gubernamentales (ONG) tanto nacionales como extranjeras que apoyaban procesos como los que llevaba Nohora. En muchos casos, estas organizaciones llegaban porque las Juntas de Acción Comunal se organizaban para buscar apoyos por fuera del estado para suplir sus necesidades. “En el 2005 llegaron Techo y Diakoni, unas ONGs que traían sus proyectos. En ese momento, me enteré de que lo que yo hacía no se llamaba refuerzo escolar ni nada de eso, sino educación popular”. Nohora empezó a entender su tarea de manera más profunda y se formó en la educación popular a la vez que hacía contactos con otras organizaciones. Nuevas ONGs llegaban al barrio y traían proyectos más grandes. Por ejemplo, hubo un proyecto de agricultura urbana del que hicieron parte con la Red Agroalimentaria de Soacha. “Llegamos a tener más de 250 cultivadores urbanos aquí”. Recorriendo estos caminos, el jardín infantil Semillas forjadoras de paz empezó a convertirse en una semilla forjadora de comunidad en el barrio.
Como Nohora lo cuenta, se trataba de “hablar con amigos de amigos”. Los amigos eran voluntarios de las ONGs o fundaciones que venían a trabajar en el barrio y que empezaban a quedarse en casa de Nohora. También eran personas que habían visitado el lugar antes como parte de un voluntariado y que regresaban con personas de otras organizaciones para mostrarles el barrio y llevar más proyectos. Así, en la sala de la casa de Nohora empezaban a nacer nuevas ideas y propuestas para desarrollar con la comunidad.
Fabricar sueños en casas prefabricadas
Con el paso de ONGs como Techo llegaron sus proyectos de vivienda y las casas prefabricadas al barrio. Las calles polvorientas y los improvisados senderos empezaron a tomar un poco más de forma con las nuevas estructuras de madera que empezaban a ocupar algunos de los rincones de Altos del Pino. Las casas se multiplicaron ofreciendo a muchas familias una sensación de mayor seguridad, aunque todavía frágil. Eran viviendas mejor armadas que las anteriores, pero seguían siendo frías en las noches y sofocantes en los días de sol intenso. Desde lejos, el barrio parecía más consolidado, pero dentro de cada hogar persistía la incertidumbre del día a día y la lucha constante por mejorar lo que se tenía.
En medio de ese proceso, la familia Zambrano Guerrero también creció, y con ella, la semilla de lo que algún día sería Proyecto Escape. Además de Wendy, la hija con la que llegaron a Cazucá, Nohora y Miguel tuvieron otro hijo: Miguel Ángel. Aprender a hablar y a caminar para ellos coincidió con ver el trabajo de sus padres, involucrándose muy de cerca en las actividades que organizaba Nohora. Ya como adultos jóvenes, empezaron a tomar un rol mucho más activo en la iniciativa de su madre. “Yo hacía los talleres de tareas, de lectura, talleres de mujeres. Wendy hacía taller de break dance, Miguel Ángel de música, Miguel de siembra. Toda la familia estaba implicada ahí y así lo hacíamos”. En este momento fue cuando nació la Fundación Proyecto Escape, cuyo lema es “Otra perspectiva”. Como cuenta Nohora, ese momento tuvo mucho impulso de sus hijos: “los jóvenes ya no querían llamarse Semillas forjadoras de paz, sino que se identificaron con Proyecto Escape. La llamaron así porque ellos decían que estar en este lugar, en la casa y en los talleres, era escapar de los problemas, de las drogas, de la violencia en el barrio y en los hogares… Era un lugar en el que podían ser ellos mismos y mirar su entorno de manera distinta, desde otra perspectiva”. Miguel Ángel le sugirió su mamá que llevaran este proyecto a un siguiente nivel y constituyeron Proyecto Escape legalmente como una fundación sin ánimo de lucro.
La constitución legal de la Fundación fue mucho más que un trámite. Fue la llave que abrió la puerta a nuevas y alianzas y sueños más grandes. Desde entonces, la casa de los Zambrano Guerrero dejó de ser el único refugio: empezaron a imaginar y, luego, a construir espacios que cambiarían la vida en el barrio. Uno de esos espacios fue El Cine. La idea era levantar un segundo piso sobre una estructura anterior, el llamado Salón de Botellas, para crear un aula amplia y luminosa donde se pudieran proyectar películas, hacer talleres y reunir a la comunidad.
“El Cine lo empezó Miguel Ángel a escondidas”, recuerda Nohora entre risas. El joven era quien se encargaba en buena parte de relacionarse con otras organizaciones y buscar apoyos. Así fue como encontró una convocatoria para proyectos con el Consejo Noruego de Refugiados y decidió llevar la idea del Cine, un espacio con el que siempre habían soñado en Altos del Pino. Le decía a su mamá que se iba a tomar unos talleres, pero en realidad estaba reuniéndose con arquitectos para diseñar la propuesta.
Miguel Ángel consiguió una beca para estudiar urbanismo en Alemania y, luego de irse, llamó un día a Nohora para darle la sorpresa de que el proyecto del Cine había sido seleccionado. Finalmente, El Cine parecía algo más que una idea, pero la emoción inicial pronto dio paso a uno de los momentos más complejos de Proyecto Escape.
En barrios como este, que han sido levantados por las manos de sus habitantes, hacer un espacio sin la participación de la comunidad no es solo raro. Es hasta incómodo. Para la construcción del nuevo lugar, el Consejo Noruego de Refugiados, además de financiar el proyecto, asumió toda la labor técnica y de construcción. “No hubo un trabajo comunitario. Todo se hizo a través de contratistas” recuerda Kevin, uno de los voluntarios que lleva más tiempo en Proyecto Escape.
Las primeras piezas de guadua llegaron como impuestas y se sentían ajenas. El saber especializado de los arquitectos encargados del proyecto empezó a chocar constantemente con la experiencia práctica que tenían los vecinos que habían forjado el barrio entero desde cero. Al principio, varios de ellos acudían a ver la construcción y encontraron errores técnicos. Algunos incluso decían que no iban a dejar entrar a los hijos al lugar porque “en cualquier momento podría caerse”. Lo que empezó como un proyecto de encuentro, se convirtió en una grieta y la desconfianza no era solo con los arquitectos, sino con la idea de que un sueño compartido como El Cine se materializara sin la mirada de quienes lo habían imaginado desde un principio.
Fue Miguel Ángel quien tuvo que mediar. Explicó, tradujo, insistió. El Consejo Noruego reconoció la situación, cambió a su equipo y finalizó la construcción del espacio. La historia de Proyecto Escape ha seguido ese ritmo: aunque ha tenido muchos éxitos, también ha enfrentado los gajes de trabajar con organizaciones de distintos tipos y ha luchado por reafirmar el lugar de su comunidad en su propia gestación. Y de esta forma también han llegado otros espacios, como el Salón de Botellas que hoy aloja la biblioteca comunitaria del barrio, o la Casa de la mujer que se encuentra en una pequeña casa prefabricada que la familia tuvo tiempo atrás.
El Cine fue solo uno de tantos proyectos que siguieron transformando el barrio. La consolidación de Proyecto Escape como fundación también atrajo la atención de otras iniciativas que buscaban trabajar de la mano con la comunidad y aportar al fortalecimiento del barrio. Una de ellas fue Casa Raíz.
Cielo, una de las vecinas de Altos del Pino, siempre había soñado con tener una tienda. Durante años, imaginó cómo sería tener su propio negocio, un espacio donde pudiera vender cosas, conversar con la gente, levantar algo propio. Pero el estado de su casa, que era una vivienda pequeña, con materiales deteriorados y sin divisiones internas, hacía que ese sueño pareciera cada vez más lejano. Hasta que llegó Casa Raíz.
El proyecto, impulsado por la Universidad de La Salle, consistía en que estudiantes universitarios, tanto colombianos como extranjeros, vivieran durante una o dos semanas en el barrio. Allí convivían con las familias, aprendían sobre sus formas de habitar y, junto a ellas, diseñaban mejoras para sus viviendas según las necesidades que identificaran. Casa Raíz trascendía la remodelación de las viviendas y era un ejercicio de escuchar y entender el contexto del barrio. En el caso de Cielo, eso significó poder reforzar su casa y crear el espacio necesario para iniciar su tienda, que hoy funciona y es parte de su sustento. Y así ocurrió para varios de los habitantes. Nelly, otra de ellas, vivía desde hace años con su familia en uno de los ranchos de lata. Gracias al acompañamiento de Casa Raíz, pudo construir una cocina y, con el tiempo, ampliar su vivienda. Hoy tiene incluso un segundo piso que renta y que le permite mejorar su economía familiar. Las huellas que dejó este proyecto no fueron solo físicas en las construcciones. También buscó empoderar a los vecinos, mostrarles que, incluso en medio de la precariedad, era posible mejorar, soñar con una vida más digna.
Nohora relata cómo iba creciendo la fundación y una sonrisa va dibujándose en su rostro mientras mira con cariño a través de la ventana de su sala que da hacia el Salón de Botellas y El Cine. Proyecto Escape llegó, en algún punto, a estar en cinco comunidades incluyendo Altos del Pino, con proyectos que muchas veces eran liderados por voluntarios habitantes de esos lugares con el apoyo de Nohora y su familia. Sin embargo, no todo ha sido fácil. “Siempre está el factor dinero. Los voluntarios también tienen que comer y consiguen trabajos”. Desde su creación, Proyecto Escape ha dependido de la solidaridad de la familia Zambrano Guerrero, de la comunidad y, especialmente, de los voluntarios, que en el principio eran sobre todo jóvenes del barrio que habían hecho parte de las iniciativas de la Fundación y los “amigos de amigos” que habían llegado por distintos caminos al barrio. Para Nohora, los voluntarios son amigos que nunca han dejado sola a la Fundación, pero depender de ellos también hace que sea difícil dar continuidad a los procesos y sostener los proyectos en el tiempo por las limitaciones financieras. Nohora trabaja ocasionalmente como cocinera para recepciones en eventos sociales, su hija Wendy también tiene un empleo en Bogotá y Miguel se dedica de forma esporádica a la albañilería, la construcción y otros oficios. Además, Nohora suele cuidar a sus nietos mientras Wendy trabaja. Todo esto hace que la familia no pueda trabajar exclusivamente en Proyecto Escape, como ocurría hace años.
Proyecto Escape hoy
Cuando cae la tarde, empiezan a escucharse las voces de los niños que rebotan entre las calles del barrio luego de salir del colegio. Algunos llegan corriendo a la puerta de la casa Zambrano Guerrero y saludan a Nohora mientras cargan sus mochilas gastadas. Ella los saluda con la alegría y calidez de siempre y toma las llaves para ir a abrir el Salón de botellas. Un niño deja su cuaderno sobre una de las mesas y se sienta sin esperar indicaciones. Otro saca un libro ilustrado y empieza a hojearlo mientras Nohora le pregunta qué historia eligió esta vez. Los más pequeños se agrupan en torno a ella cuando comienza a leer en voz alta. Su tono cambia con cada personaje, y los niños la siguen con los ojos atentos, como si cada palabra tejiera un puente hacia otros mundos.
A veces llegan madres. Algunas también aprendieron a leer aquí o continuaron y terminaron su bachillerato con la ayuda de Nohora. Otras buscan entender mejor los cuadernos de sus hijos, para ayudarles en casa cuando el trabajo les deja un respiro. Muchos habitantes en Altos del Pino trabajan en Bogotá, lo que significa salir de casa temprano en la madrugada y volver tarde en la noche por los tiempos de los trayectos. Varias son empleadas domésticas, meseros, cocineros, albañiles o realizan otros oficios, pero siempre implican un desplazamiento que, muy a la colombiana, se mide más en tiempo que en distancia.
El sol desciende lentamente y las sombras se alargan en las paredes de la biblioteca. La jornada termina cuando los niños empiezan a recoger sus cosas, algunos a regañadientes. “Mañana seguimos”, dice Nohora, mientras apila los libros usados del día. Afuera, las risas se pierden entre las calles del barrio, donde el bullicio de la tarde empieza a cambiar de ritmo. Mientras la biblioteca se vacía, las luces del barrio comienzan a encenderse de a poco. No todas las casas pueden hacerlo. Algunas familias dependen de conexiones irregulares de electricidad o pasan noches enteras a oscuras. Esas mismas calles donde los niños juegan en la tarde pueden volverse intransitables cuando cae la noche.
Los logros de la fundación contrastan con esa realidad persistente. El acceso a servicios públicos como el agua, la electricidad o el gas siguen siendo un problema, como cuando Nohora y su familia recién llegaban al barrio. En una ocasión se dañó una tubería muy vieja en el barrio y el Estado solo dio los tubos. Fue labor de la comunidad organizarse para reemplazarla y hacer que el sistema de acueducto funcionara otra vez. Aun así, mes a mes llegan las facturas para cobrar por estos servicios. Incluso cuando en ocasiones el barrio pasa más de una semana sin agua, cuando la mayoría de la zona no tiene alumbrado público y cuando muchas familias todavía no cocinan en estufas a gas. Lo mismo sucede con la salud, pues las condiciones de acceso al barrio dificultan, por ejemplo, que llegue una ambulancia. “A veces parece que el barrio se estancó en el tiempo. Los problemas de hoy son los mismos que había cuando se fundó hace treinta años” dice el voluntario Kevin cuando habla sobre la situación del lugar.
Estos y otros problemas se agravan en momentos de crisis. Cuando llegó la pandemia del COVID-19, el trabajo de Proyecto Escape se complicó. La montaña entera se apagó. Los caminos polvorientos donde jugaban los niños y se saludaban los vecinos quedaron vacíos. El encierro no era solo físico: en Altos del Pino la mayoría de la gente vivía del rebusque diario y no salir era no comer. Desde Proyecto Escape intentaron responder. Consiguieron alimentos, papas, arroz, mercados donados por conocidos y organizaciones que los ubicaban desde antes. Pero no era suficiente. “Nos enfrentamos en esa época a amenazas” recuerda Nohora y Miguel completa la memoria: “No podíamos suplir la necesidad total, había muchísima gente. Si teníamos mil mercados y había tres mil familias, ¿cómo le dábamos mil a tres mil? Hay gente que no entiende eso. Entonces se ponían agresivos y venían a formar problemas”. El lío no era solo la escasez. Eran la frustración, el hambre, el encierro. Fue uno de los momentos más duros para la familia y para Proyecto Escape, que tampoco pudo seguir trabajando como siempre. No sabían si seguir o cerrar la puerta. Pero aun con miedo, siguieron. No por héroes. Por costumbre y convicción.
Los obstáculos no han detenido el ímpetu. La Fundación busca constantemente recursos externos para desarrollar sus actividades y, en los últimos años, se ha convertido en, como dicen ellos, un “satélite”: articulan otras iniciativas de personas interesadas en trabajar en el barrio, desde ONGs hasta iglesias y universidades. Los apoyan y ponen a disposición los espacios que ha construido Proyecto Escape para llevar actividades a la comunidad.
Así como es difícil afirmar los pies en la empinada montaña donde se encuentra Altos del Pino, también parece difícil que un barrio se sostenga por tanto tiempo en las condiciones en las que viven. Y más aún que lo haga una organización como Proyecto Escape. Pero lo ha hecho. Como dice Nohora “Yo creo que el logro más grande que hemos tenido es aún permanecer”.
En El campo ciego, un libro sobre realismo y cine, Pascal Bonitzer dice que el sentimiento propio del cine moderno es la perplejidad. La perplejidad frente a algo que había dejado de comprenderse. La modernidad había producido un abismo entre el cine y los espectadores que les impedía identificarse de manera directa con lo que ocurría en las películas. Aunque el cine ya no sea moderno, la idea de perplejidad sigue funcionando para entender los efectos que todavía producen algunas películas.
En los primeros segundos de Belén, en una apuesta (pero también en una puesta) que podría haber imaginado Lucrecia Martel, es más claro lo que se oye que lo que se ve. Una respiración agitada se mezcla con una voz que tranquiliza “ya llegamos” y una música que anticipa una escena de terror. Se ve algo rojizo, gotas que condensan calor, manos que se entrelazan, una boca que solloza. Una advertencia: basada en hechos reales. Un tiempo y espacio: San Miguel de Tucumán, 2014. Y entonces el inicio de un plano secuencia acompaña a una joven que desciende de un auto, camina ayudada por su madre hacia la guardia de un hospital, pide ser atendida por un dolor abdominal, es acompañada por una enfermera hasta una camilla, es revisada por un médico que le baja con fuerza los pantalones, que le pregunta hace cuánto está así, si está embarazada, si comió algo, si tuvo apendicitis, ordena que le den analgésicos y que cuando se sienta bien se la devuelvan a su mamá. Belén se levanta, pide ir al baño, camina en contracción hacia el pasillo, la cámara la sigue pero se detiene.
La cámara no entra al baño en el que Belén tuvo un aborto espontáneo el 21 de marzo de 2014. La cámara no necesita mostrarnos que eso pasó.
La cámara le cree a Belén.
El traveling termina pero la escena de terror sigue. La enfermera la busca en el baño. Fuera de campo se la escucha: “¿Qué estás haciendo?”. Belén sangra, tiembla, llora, los médicos dicen que no informó que estaba embarazada, la mandan a ginecología a que le hagan un legrado uterino, Belén pregunta: “¿Un qué?”, nadie contesta.
De nuevo en el pasillo del hospital, su mamá espera. En un primer plano que la deja fuera de foco, espiamos que en el fondo algo pasa entre el médico y unos policías. La imagen se va a negro. De nuevo el sonido es un afuera que expande el cuadro, lo vuelve poroso. Con la imagen oscura escuchamos un golpe y una acusación: “Es un procedimiento por un aborto ilegal”. Mientras el útero de Belén está siendo raspado por un cirujano, tres policías ingresan a la fuerza al quirófano: “Va a quedar detenida”, le dicen mientras le muestran una caja: “¿Ves? Esto era tu hijo”. Belén confundida, dice: “Yo no tengo ningún hijo”. Con las piernas todavía apoyadas en el estribo, la esposan. Belén grita “¡Llámenla a mi mamá!”.
La perplejidad de Belénno radica en enigmas formales ni en desconciertos técnicos, sino en la brutalidad de los hechos y en la manera en que la puesta los convierte en una experiencia física para el espectador: pasaron ocho minutos y no podemos respirar. Desde su primera secuencia el film instala un estado de incredulidad: lo que vemos pertenece al mundo real y, al mismo tiempo, parece imposible.
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Belén es la historia de la mujer tucumana de 25 años que estuvo presa dos años y medio por un aborto espontáneo en el penal Santa Ester. También es la historia de Soledad Deza, la abogada que logró su absolución. Y la de las otras mujeres que se unieron (nos unimos) al pedido de su libertad en Argentina y el mundo.
Cada vez que recuerda el caso, Deza arranca con una frase que podría ser un gran titular: Belén entró al hospital por un dolor de panza y salió presa. Quedó imputada por homicidio agravado por el vínculo, sin autopsia ni ADN, sin una condena firme, sin pruebas en su contra.
En aquellos años, Dolores Fonzi protagonizaba La Patota. Por esa remake recibió el premio Platino del Cine Iberoamericanootro. Viajó a la ceremonia, en Punta del Este. Una vez en el escenario, dijo:
–Dedico el premio a las mujeres víctimas de violencia.
Y levantó un cartel escrito a mano: Libertad para Belén.
La prensa tucumana cubría la injusticia reproduciendo los discursos judiciales de “asesinato”. Las feministas tucumanas convocaban, como podían, a través de Facebook. “Que una famosa levante nuestra bandera fue un montón”, recuerda Deza.
En la reconstrucción de cómo Belén llegó al cine también hay una épica de mujeres tejiendo en distintos lugares, desde distintos espacios: en aquella entrega de premios frente a la playa de Uruguay estaba Leticia Cristi, productora de K&S. Y fue la primera vez que escuchó hablar de Belén.
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En La zona del monstruo, Lucrecia Martel escribe que lo monstruoso no es solamente lo terrible: es lo que desarma las categorías, lo que irrumpe y nos obliga a mirar algo de nuevo. Con esa premisa Dolores Fonzi introduce esta historia: ¿Es necesario cantar de nuevo una vez más la historia de Belén? Sí. Y así también nos muestra a la ciudad que la condenó, con una serie de planos contrapicados que subrayan un punto de vista.
A través de la historia de Belén, la película avanza hacia su verdadera protagonista: Soledad Deza, una abogada que Fonzi encarna y filma tironeada entre los hilos del trabajo y lo doméstico, entre los afectos y las luchas. Y si lo monstruoso es lo que irrumpe, acá lo hace de distintas maneras. Cuando Soledad entra en los tribunales tucumanos, escucha a una mujer que protesta porque afirma que su hija, embarazada de ocho meses, jamás hubiera podido entrar en el diminuto pantalón que levanta en alto: lo monstruoso es lo que obliga a volver a mirar. Soledad sigue su camino pero vuelve. Lo monstruoso es también la grieta que habilita otra mirada.
En el hall de los tribunales, un plano general se detiene sobre siete mujeres que cuchichean en medio de una arquitectura solemne. Lo hacen en el margen. El eco de sus voces se mezcla con la luz que entra desde los ventanales. Vuelve lo monstruoso: lo que obliga a reconocer que, incluso en un espacio pensado para la condena y el castigo, puede abrirse un resquicio para el cuidado. Ese rodeo de Soledad, ese gesto de ir y volver, condensa la política secreta de esta película: prestar atención, arriesgar una mirada, abrir una conversación donde parecía no haber lugar para la complicidad. El plano, sostenido en su quietud, deja ver que el caso de Belén comienza allí, en ese instante en el que alguien eligió volver a mirar.
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“Estar con quien se ama y pensar en otra cosa: así es como tengo los mejores pensamientos”, escribe Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso. Esa dislocación, donde el amor no se confunde con la entrega absoluta ni con el sacrificio, podría ser también la clave para leer la maternidad según Fonzi. En Belén, Soledad es madre, pero su maternidad no parece ser el centro, sino una especie de satélite que orbita en el resto de sus cosas, que está siempre de fondo. Algo parecido pasaba en Blondi. Los hijos como ese estar con quien se ama y pensar en otra cosa. La vida doméstica permea el resto, los niños corriendo o tocando la flauta como el sonido de fondo de las reuniones militantes. Los hijos están ahí, en el trasfondo de la acción, y de ese trasfondo emergen ideas y gestos, como la inspiración para las máscaras, nacida del juego. La maternidad, en Fonzi, no es destino único ni abnegación, sino un ritmo que acompasa otras experiencias. Fonzi filma a las madres como presencias que están y sostienen, sin dejar de estar al mismo tiempo en otra parte. Y sobre todo con otras. Si hubiera que trazar un puente entre las dos películas que dirigió Fonzi, sería el de poner la mirada en las redes que tejemos para acompañar a otras, defenderlas, cuidarlas, sostenerlas,. Una mirada despojada, honesta y feminista.
Otro acierto de Fonzi en Belén es esquivar la solemnidad. La conversación en el bar con Camaño, la abogada oficial que lleva el caso en el inicio, entre Mirindas de manzana y recuerdos lésbicos de adolescencia y las primeras escenas que muestran la vida familiar de Soledad, funcionan como un descanso narrativo y emocional. Si hasta allí la película había mantenido al espectador contra las cuerdas del sistema médico, policial, judicial y religioso, Fonzi introduce un humor seco, absurdo, que no diluye la gravedad de lo que está en juego, sino que le otorga al relato una temperatura habitable, capaz de sostener el espanto sin endurecerse en exceso. Estos momentos, además de aflojar la tensión, proponen un pacto silencioso: la historia es terrible, pero vamos a estar bien.
La película enfrenta un desafío narrativo: contar el juicio y la condena al comienzo de la historia. Soledad y su socia asisten desde el fondo de la sala. Un tribunal enteramente compuesto por hombres escucha las indagatorias del fiscal, también hombre. La cámara alterna entre la mirada de Belén, la de los jueces, la de los testigos: recuerda que el relato de la justicia se teje con puntos de vista.
En la perplejidad de Belén se adivina la distancia entre su experiencia y los discursos que allí circulan: no sólo los testimonios y la indagatoria, también los de su propia defensa.Cuando llega su turno de declarar, apenas consigue sostener la voz. En abril de 2016, Dante Ibáñez, Néstor Rafael Macoritto y Fabián Fradejas condenaron a Belén a 8 años de prisión por homicidio agravado por el vínculo.
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Fonzi hace pie en los planos por contraste. Filma los alambres de púa que se enredan en los muros de la cárcel y conviven con una frase, adornada con flores y mariposas: “No estén tristes, pues el gozo del Señor es nuestra fortaleza”. Entre esos signos contradictorios, la película abre fisuras de vida: en las rejas de la celda de Belén brotan hojas verdes de helechos. La cárcel también es un lugar con bemoles. Belén es acosada por el infanticidio que le imputan, perseguida por sus propios fantasmas de sangre que alucina ver mientras se baña o cocina. Pero Fonzi también construye belleza entre muros, encuadra a Belén camuflada entre plantas y gatos, en un gesto salvaje que le devuelve libertad.
La película avanza con el teje y el rebusque feminista, la promesa de anonimáto entre Soledad y Belén; la búsqueda del expediente que va a volverse hazaña contra la burocracia de papeles sobre carpetas, de firmas sobre sellos; la investigación que despliegan Soledad y su socia en el hospital en el que descubren las incongruencias espaciales de las declaraciones en el juicio; el encuentro de la familia con militantes, periodistas y abogadas en un pequeño bunker en el que la cámara gira y gira alrededor de ellas como si trenzara plano a plano la red para conseguir la libertad de Belén.
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Desde el encarcelamiento de Belén y hasta su absolución, en Argentina hubo una revolución que hoy parece lejana: en 2015 el primer Ni Una Menos reunió, sólo en Buenos Aires, a más de 200 mil personas. Si bien esa primera manifestación fue para visibilizar los femicidios, ya incluyó en su documento la necesidad de “reafirmar nuestro derecho a decir no frente a aquello que no se desea: una pareja, un embarazo, un acto sexual, un modo de vida preestablecido”.
Al año siguiente, en Tucumán, unas 40 organizaciones feministas, de derechos humanos, y partidos políticos de distintos colores conformaron la Mesa Provincial para la Libertad de Belén para visibilizar la causa, acompañar la defensa jurídica y exigir la anulación de la condena. Desde esa mesa salieron todas las acciones locales, nacionales e internacionales.
El segundo NUM, un mes después de la conformación de la Mesa, incluyó el pedido concreto de liberación de Belén y ya nadie podía desconocer que en Argentina había una mujer presa por un aborto espontáneo. En Tucumán, Soledad Deza se peleaba en medios locales con los antiderechos; iba una y otra vez a Tribunales a pedir el expediente de Belén; por las noches se fumaba uno, dos, tres cigarrillos en la oscuridad de la galería de su casa y pensaba ¿y si sale mal?; se amargaba porque en la escuela a su hija le decían que su mamá era una defensora de asesinas, porque a su marido le hicieron un sumario administrativo por defenderla en redes sociales y porque a sus compañeras de militancia las echaban de sus trabajos, les pintaban los autos, y a ella misma la hostigaban. Por esos años, Soledad también visitaba periódicamente a Belén en la cárcel, le hablaba de María Magdalena (otra tucumana que en 2012 estuvo procesada por “aborto provocado” y fue absuelta tres años después), la escuchaba, la sostenía.
En 2019 la periodista Ana Correa, una de las organizadoras del primer NUM, pensó que la de Belén era una historia para ser contada en una película. Pero escuchó el consejo de sus amigos: ¿Por qué no empezás por un libro? Lo de la película le quedó picando: antes de que Somos Belén (Planeta) entrara en imprenta contactó a Leticia Cristi y Matías Mosteirin, de K&S. Leticia quedó al frente de la producción. Pero el mundo entró en modo pandemia y el proyecto quedó frenado.
En 2020, cuando el derecho al aborto se debatió otra vez en el Congreso, Somos Belén fue insumo para los argumentos de muchos diputados y senadores que estaban a favor.
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En Belén, el quiebre narrativo (y también el de la historia real) llega cuando en los medios locales se filtra el nombre real de la víctima. La escena, contenida y tensa, expone el peso del secreto y la fragilidad del pacto que Soledad había sellado con ella: para desmontar la injusticia, su caso debía volverse público. Había que inventar un nombre. Ese bautismo, “Belén”, es más que un ardid legal: es la confirmación de que toda historia necesita un hilo que la ate a otras, incluso cuando no se pronuncie ni una sola vez el nombre verdadero de quien la habita.
Empiezan los amedrentamiento. El miedo de Soledad parece ser el de quien protege a los suyos. Pero cuando Belén le aprieta la mano y le dice: “Yo sé que me vas a sacar de acá”, ese temor se transforma. Fonzi, abrazada a la música de Marilina Bertoldi, entrelaza esas tensiones en planos que rozan el sueño: en la cárcel Belén lava su ropa, cocina, se baña, el agua le moja lentamente el pelo crespo, los gatos se amontonan sobre su cuerpo. La música se quiebra. Lo que parecía un espanto íntimo de la cautiva es, en realidad, la pesadilla de Soledad: el vértigo de fallar, de no poder sostener con su cuerpo la promesa que las une.
El expediente aparece y abre otra dimensión del relato. Entre actas plagadas de tachaduras, semanas de gestación imposibles y un cuerpo que se “extravió”, Soledad y su equipo encuentran las pruebas de un procedimiento viciado. Pero de esos papeles también brota algo inesperado: en la casa de Soledad, mientras sus hijos tocan flautas y se mezclan con mates y carpetas, las militantes diseñan una campaña. Graban videos envueltas en pañuelos verdes, planean marchas, pintan banderas. Para las feministas, la organización vence al miedo: plazas de todo el país se llenan de mujeres con máscaras blancas, sosteniendo carteles que reclaman la libertad para Belén. Soledad la llama y le dice “hoy somos más”. La voz que atraviesa el teléfono le anuncia que ya no está sola, que su nombre inventado se volvió colectivo.
La película entrelaza calle y tribunal. Fonzi yuxtapone la voz de la abogada con el grito de la calle y la imagen de Belén encapuchada saliendo del tribunal hacia el vehículo que la traslada de vuelta a la cárcel. Hace explotar los sentidos que construye cuando la policía que lleva a Belén le dice que mire por la ventana lo que pasa ahí afuera, por ella. La película encuentra su imagen definitiva cuando proyecta sobre la mirada de la protagonista a la marea que grita “ahora que sí nos ven”.
Lo que no sabíamos era que ese día, la que nos veía era Belén.
La mayoría de esas mujeres que desde distintos lugares, espacios y roles contribuyeron a su libertad, no conocieron a Belén. No saben su nombre real ni vieron nunca su rostro. Una fantasía que despertó la película de Fonzi: ¿Abrazar a Camila Plaate es como abrazar, por fin, a Belén?
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Soledad Deza fue una de las primeras que vio la película en las oficinas de la productora K&S, en un sillón como si fuera el de su casa. La vio junto a Marcos, su compañero desde hace 20 años. Estaba la luz apagada, algo que no sucede jamás cuando ven cine en su living.
Belén le pareció hermosísima:
–No es la historia de una chica pobre injustamente encarcelada. Es una historia de libertad disputada y construida por mujeres colectivamente.
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La voz de Mercedes Sosa, tucumana, mujer y rebelde, canta cuando tenga la tierra sembraré las palabras… una prédica que también es promesa de conquista, de la tierra, de los cuerpos. El epílogo recuerda que su nombre sigue protegido, que eligió contar su historia para que el pasado no se repita: toda historia feminista es un cuerpo que se narra con otros, una superficie donde el miedo y el deseo se traman con la resistencia. El monstruo es el que deja ver algo. El que pone en evidencia, el que muestra, el que obliga a volver a mirar. Belén, como sujeto colectivo, como movimiento feminista, como punto de inflexión en la historia, como película de Dolores Fonzi, también es un monstruo: algo que irrumpe y obliga a mirar el mundo de nuevo, juntas, transformadas, perplejas.
Pero el pasado se repite: en este momento,en la provincia de Tucumán, una joven de 18 años está acusada de homicidio agravado por el vínculo. Soledad Deza, desde la Fundación Mujeres x Mujeres, es su abogada defensora. La renombró Eva. Llegó al hospital de Famaillá con dolor de estómago. Le diagnosticaron lumbalgia, le dieron antiinflamatorios, quedó internada en la guardia. Eva pidió permiso para ir al baño y tuvo un parto en avalancha. Se desmayó. Como el equipo médico había cambiado de turno, nadie se acordaba de su cuadro. Recién en las últimas semanas la Corte Suprema anunció que el caso irá a juicio. “Es un juicio destinado al fracaso por lo endeble de su evidencia y los estereotipos de género con que instruyó la investigación el Ministerio Público”, cuenta Soledad Deza.
En este momento de nuestra historia, Belén nos recuerda lo que fuimos, lo que pudimos, lo que somos, lo que podemos.
La Auditoría General de la Nación denunció que el Banco Central se niega a informar el paradero de los lingotes de oro que giró al extranjero. Tampoco hay precisiones sobre si generan intereses, a qué tasa ni si cuentan con seguros de traslado. El organismo de control pidió a la Comisión Bicameral que cite a las autoridades del BCRA.
La falta de transparencia en torno a los lingotes de oro argentinos enviados al exterior sumó un nuevo capítulo. El presidente de la Auditoría General de la Nación (AGN), Juan Manuel Olmos, reveló en el Congreso que el Banco Central de la República Argentina (BCRA) bloqueó el acceso a la información requerida para auditar el destino de esas reservas.
“Nos hemos detenido. No podemos saber dónde está específicamente el oro”, advirtió Olmos en su presentación ante la Comisión Bicameral Revisora de Cuentas, donde dejó en claro que el proceso de intercambio de notas con la entidad monetaria ya se agotó.
El oro, ¿rindiendo o a la deriva?
Además del misterio sobre el paradero físico de los lingotes, la AGN tampoco pudo establecer si los mismos están generando intereses, a qué tasas ni bajo qué condiciones. “Tampoco sabemos si se han pagado seguros de traslado. Estamos en un momento donde lo que necesitamos es avanzar”, remarcó el auditor.
La falta de datos no sólo compromete la tarea de control, sino también la seguridad patrimonial de las reservas nacionales, en un contexto de fuerte debilidad económica y dependencia de los mercados externos.
Un Colegio de Auditores paralizado
Olmos también apuntó contra la parálisis institucional dentro de la propia AGN, recordando que el Colegio de Auditores permanece acéfalo desde hace meses. “Si estuviera constituido, podría judicializar el tema”, explicó, dejando en evidencia la fragilidad de los mecanismos de contralor.
BOPREAL, el mismo secreto
El titular de la AGN fue más allá y sumó otra advertencia: el Banco Central respondió de manera similar cuando se le pidió información sobre los bonos BOPREAL, la última apuesta financiera de la gestión de Milei. “Tampoco podemos terminar de concluir esa auditoría, el BCRA nos dice que esa información es reservada”, sostuvo.
El secreto como norma
Para Olmos, ex funcionario de Alberto Fernández y referente del PJ porteño, la política de reserva del Banco Central puede tener sentido hacia afuera, pero no debería aplicarse contra un organismo de control del propio Estado. “Ese secreto es importante para el desarrollo funcional e institucional del Banco, pero no para el organismo auditor”, cerró.
En su intervención, el auditor incluso sugirió que la Comisión considere citar a las autoridades del BCRA para dar explicaciones, dejando a la vista una pulseada que recién comienza.
Desde los onas fueguinos hasta los igorrotes filipinos, el colonialismo transformó vidas humanas en espectáculo y objeto de experimentos. Durante siglos, comunidades enteras fueron arrancadas de sus territorios y exhibidas como si fueran animales, en un negocio cruel que disfrazaba de “ciencia y entretenimiento” lo que no era más que humillación y racismo sistemático.
Vidas convertidas en atracción
La historia de los zoológicos humanos expone uno de los rostros más brutales del colonialismo. Desde el siglo XVII hasta bien entrado el XX, pueblos originarios como los selk’nam, los igorrotes y los pigmeos fueron trasladados a París, Londres o Bruselas, obligados a vivir en jaulas, aldeas artificiales y teatros montados para las élites europeas.
La degradación era cotidiana: se los reducía a “curiosidades vivientes” para satisfacer la morbosidad de quienes, desde los palacios y museos, construían un relato de superioridad racial. El caso de Ota Benga, un pigmeo llevado a Nueva York y exhibido en un zoológico junto a monos, terminó en tragedia: tras años de aislamiento y maltrato, se suicidó. Su historia es la herida abierta de una barbarie que se quiso presentar como entretenimiento.
El negocio de la humillación
Detrás de este comercio perverso, señalan desde EnOrsai, estaban nombres como el suizo Maurice Maitre y el alemán Carl Hagenbeck, empresarios que bajo la máscara de la ciencia y la pedagogía montaron un negocio millonario.
Su estrategia era simple: manipular relatos para colocar a los colonizados como “inferiores”, justificando así la explotación. Los médicos y científicos europeos aprovecharon estas exhibiciones para realizar experimentos raciales que provocaron enfermedades y muertes masivas. En 1881, por ejemplo, once kawésqar fueron trasladados a Europa: solo cuatro lograron sobrevivir.
España y la Gran Exposición de Filipinas
El colonialismo español tampoco fue ajeno. En 1887, durante la Gran Exposición de Filipinas, unas cuarenta personas de comunidades indígenas fueron llevadas al Retiro de Madrid. Allí, transformados en atracción pública, fueron despojados de toda dignidad.
Lejos de ser un hecho aislado, este patrón de deshumanización se repitió en distintos rincones del continente hasta bien entrado el siglo XX. La última exhibición de este tipo ocurrió en 1958 en Bruselas, recordándonos que la sombra de esta humillación no está tan lejana en el tiempo.
Entre el exotismo y la dominación
El mecanismo era perverso pero eficaz: la aristocracia europea, ya acostumbrada a contemplar animales exóticos en jaulas, buscaba un impacto mayor. Así, convertir seres humanos en piezas de museo respondía a la misma lógica: exotismo, entretenimiento y dominación.
El colonialismo instaló un espectáculo sistemático y calculado, con consecuencias irreversibles para quienes fueron arrancados de sus tierras y reducidos a objetos de consumo cultural.
Una advertencia para el presente
Mirar hacia atrás no es nostalgia, es confrontación. La historia de los zoológicos humanos nos obliga a cuestionar el precio del entretenimiento, la complicidad del poder y la persistencia de los prejuicios que justifican la opresión.
No se trata de un episodio remoto del pasado. Es, más bien, un recordatorio de lo fácil que resulta deshumanizar al otro cuando la codicia y el racismo se mezclan con la ciencia y la cultura popular.
La mirada de los expertos del mundo sobre el gobierno de Axel Kicillof.
Por Roque Pérez para Noticias La Insuperable
Inauguración de un Nuevo Centro de Comunitario de Salud Mental en Florencio Varela (agosto de 2025)
Un estudio publicado en The Lancet Regional Health, una de las revistas científicas más prestigiosas del mundo, confirma que mientras el gobierno nacional aplica recortes brutales que devastan la salud pública, la Provincia de Buenos Aires bajo Axel Kicillof sostiene y profundiza una reforma comunitaria que hoy es ejemplo en América Latina.
El retroceso nacional
Según el artículo Argentina’s mental health at a crossroads: retrenchment and local resistance (La salud mental en Argentina en una encrucijada: repliegues y resistencia local), desde diciembre de 2023 la salud mental en Argentina sufre un retroceso alarmante:
Se cerraron áreas esenciales como VIH/SIDA, salud sexual y epidemiología.
Programas clave como ENIA y Médicos Comunitarios fueron desmantelados.
Se recortaron presupuestos hospitalarios, generando faltantes de medicamentos y suministros.
Se impulsó un viraje ideológico hacia modelos de encierro y patologización de la diversidad.
La inversión en salud mental cayó del 1,82% al 1,68% del presupuesto sanitario en apenas un año.
El resultado es devastador: más hospitalizaciones, más crisis de consumo, más intentos de suicidio, especialmente entre adolescentes.
Buenos Aires marca la diferencia
En este panorama, la Provincia de Buenos Aires se presenta como una excepción contundente:
Más del 50% de los pacientes institucionalizados fueron dados de alta.
Las viviendas con apoyo aumentaron un 138%.
Las camas de salud mental en hospitales generales crecieron un 60%.
Se incorporaron 100 nuevos profesionales al sistema público.
Se crearon 16 Centros Comunitarios de Salud Mental y 2 unidades residenciales para consumos problemáticos.
El programa “La Salud Mental es Responsabilidad de Todos” llegó a 118 municipios, alcanzando a 88.000 estudiantes.
Lo que significa que lo diga la ciencia
Que estos datos aparezcan en ScienceDirect no es un detalle menor:
Le da validez científica internacional a la política bonaerense.
Permite que la experiencia se proyecte como modelo para el Sur Global.
Contrasta con crudeza el abandono nacional frente al compromiso provincial.
El mensaje es claro: mientras Milei destruye derechos, Buenos Aires resiste con políticas inclusivas, comunitarias y con base en derechos humanos.