Es el racismo, estúpido

Es el racismo, estúpido

 

Frente a los anuncios intempestivos de Donald Trump, muchos economistas recordaron los efectos catastróficos que tuvieron en la década del 30 los impuestos aduaneros de Smoot-Hawley, así como el viejo texto de Keynes de 1920, Las consecuencias económicas de la paz, que anticipaba la irracionalidad que puede desencadenar una política económica impulsada por el espíritu de venganza y los celos comerciales. 

La relectura de ese texto es especialmente recomendable. Por un lado, aparece el economista hábil políticamente, capaz de trazar un camino, proponer aprendizajes históricos y sentar las bases de un orden financiero y monetario que ofrezca beneficios relativos para todos los países, y así alejar los fantasmas del mercantilismo y el militarismo que acababa de destruir Europa. 

El texto se vuelve significativo también por las coordenadas históricas que traza, la descripción de la edad dorada de la globalización 1.0, las inconsistencias internas de ese modelo de acumulación y la catástrofe de la primera guerra mundial. Sobre las ruinas que había dejado la guerra, Keynes recuerda con nostalgia la época en la que un ciudadano –londinense, por cierto– podía “ordenar por teléfono, bebiendo su té de la mañana en la cama, los diversos productos de toda la tierra, en la cantidad que considerase adecuado, esperando razonablemente que le fueran entregados temprano en su puerta”. En esta experiencia de los hechos fundamentales de la vida económica “los proyectos y las políticas del militarismo y el imperialismo, las rivalidades culturales y de raza, los monopolios, las restricciones y las exclusiones que iban a demostrarse como las serpientes de aquel paraíso, no eran más que un pequeño entretenimiento de su periódico matutino”.

Dejando a un lado la miopía de clase a través de la cual contempla la edad dorada del libre comercio, el contraste que revela la imagen de Keynes apunta a un aspecto central:  los autoritarismos del siglo XX se nutren de la ruptura del proyecto de un futuro de abundancia y seguridad. A pesar de la gigantesca acumulación de capital económico, tecnológico y financiero, las sociedades europeas de esa época habían perdido la capacidad para asociar el futuro con un mundo social de abundancia. 

En esa incapacidad intervenían factores de todo tipo: desde torpezas personales de ciertos líderes y rutinas partidarias fosilizadas, hasta tensiones sistémicas del propio crecimiento económico que no encontraban una solución racional. En ese entorno, los únicos que podían proveer a ciudadanos temerosos de la escasez al menos la ilusión del control sobre la situación y la restitución de la promesa de la abundancia perdida eran los profetas del caos y del rejuvenecimiento nacional, hombres fuertes y megalomaníacos.

La semántica de la escasez vuelve a estar presente de un modo dominante en la experiencia de desorientación sobre la que gira la escena política contemporánea.  En términos de política económica, el neo-mercantilismo que practican varios países se nutre de esa representación del mundo. En el plano de los discursos políticos las palabras de Trump no pueden ser más claras: “Taiwan nos ha robado nuestras industrias de chips”, “los vietnamitas se aprovechan de nosotros”, “los países de la Unión Europea son los mayores estafadores de la historia”. Sobre esta construcción hay que notar dos cosas. De un lado, la forma delirante bajo la cual el presidente del país más rico del mundo, que no paró de crecer en los últimos años gracias a su centralidad en el sistema económico, acusa a sus socios comerciales —en muchos casos países muy pobres— de hundir a Estados Unidos a través del comercio. Un razonamiento con la gramática de Tik-tok. El trumpismo y los nuevos autoritarismos globales usan la semántica de la escasez también para promover sus políticas puertas adentro: “los empleados públicos son parásitos que consumen la parte más importante del presupuesto”, “la seguridad social es el esquema Ponzi más grande de la historia”, “los impuestos a los grandes empresarios son un robo que impide la acumulación de riqueza”. 

La partícula elemental de las nuevas derechas radica en la política de los celos, la ira y la agresividad con el débil. Esa política de la crueldad no gira en el vacío, depende de una economía en la que esta dimensión de la escasez ocupa un lugar importante. ¿Qué tiene de ideológico esta imagen de escasez generalizada? ¿Cómo conecta con experiencias reales de desposesión y peligros que enfrentan los ciudadanos? Los bienes que se volvieron escasos –paradójicamente para el nivel de desarrollo económico y tecnológico actual– no son sólo los bienes materiales. Escasean también los vinculados a una economía política más amplia del reconocimiento del valor y la dignidad de cada uno, la voz pública y el sentido de la autoestima que hace posible la experiencia de la utilidad propia en el desempeño laboral. 

El mundo social parece estar volviéndose cada vez más pequeño frente a una creciente demanda de bienes materiales, reconocimiento, voz y autoestima. Sería difícil enumerar todas las causas reales que influyen sobre esta apariencia. Sin embargo, hay tres transformaciones importantes que hacen proliferar la experiencia de la escasez: el crecimiento de la economía digital y las redes sociales, los desafíos que proyecta en el horizonte la inteligencia artificial y los desequilibrios de la globalización. Hoy preocupa entender de qué manera la globalización 2.0 de fines del siglo pasado y comienzos del siglo XXI desató efectivamente esta lucha en el mercado global y estos juegos de suma cero.

En Globalization backlash, publicado en 2019, el politólogo inglés Collin Crouch trata justamente de separar la paja del trigo en todo lo que circula como movimiento anti-global en esa época que hoy llamaríamos pre-Covid. Después de la crisis de la pandemia los temas que él estudia sólo se agravaron y multiplicaron. Pero ya en esa época era fácil advertir que existía una conexión fuerte entre el sentimiento anti-inmigrante, los populismos autoritarios y algunos desequilibrios que había producido la globalización, especialmente en el mercado de trabajadores de baja calificación educativa. El trabajador que había caído en la precarización o la asistencia social asociaba, con razones falsas o sólo parcialmente verdaderas, sus frustraciones en el mercado de trabajo con dos procesos: la inmigración y el proceso de offshoring de empresas al exterior, especialmente a Asia. 

Crouch analiza los datos del mercado de trabajo y constata que la globalización había cumplido en parte su promesa de destrucción creativa, mediante la cual viejos trabajos industriales eran sustituidos por una nueva oferta de empleos en servicios. Pero muchos trabajadores que no habían podido adaptarse a la velocidad requerida habían caído en trabajos precarios y muchos otros iban a pasar a depender de una manera duradera de la asistencia social. Cuando pasa al análisis de los movimientos de la producción industrial global, el desplazamiento de la radicación de la producción ofrecía ya resultados asombrosos, que hoy se multiplican en los mercados de cada vez más bienes industriales. Analizando el mercado global del acero bastaba para ver que China había pasado de producir 66 millones de toneladas en 1990 a más de 800 millones de toneladas en 2016, con un incremento del 1118 por ciento. Mientras, en ese mismo período, todas las potencias industriales habían visto decrecer su producción a tasas que variaban entre el 5 y el 57 por ciento (que era precisamente el caso de Gran Bretaña). 

Desde este punto de vista, el malestar de algunos trabajadores ingleses contra la globalización expresaba una pérdida real, que no habían sabido entender a tiempo los partidos políticos democráticos en general, y especialmente el partido laborista. En sus trabajos recientes (Capital e ideología) Piketty estudia esta incapacidad y esta pérdida de representación con el concepto de  izquierda brahmánica, es decir, una izquierda volcada hacia las luchas por los valores inmateriales de las clases medias universitarias que se olvida de sus bases sociales y las luchas materiales de los trabajadores sin calificaciones en un mundo fuertemente competitivo. La solución a este problema no era fácil de proponer porque esos partidos habían tenido buenos resultados ofreciendo en sus mercados electorales el lado bueno de la globalización: bienes de capital a precios increíblemente baratos para el tipo de proceso productivo que requerían. 

En su análisis político Crouch acepta que tal vez el proceso de off-shoring puede haber ido muy lejos, que podría estar incubándose una crisis de sobreproducción motorizada por el estilo de export-economy de muchos países asiáticos y que los trabajadores tenían derecho a reclamar transformaciones estructurales. Lo que no acepta es la respuesta xenófoba y las transformaciones económicas que se proponían como solución (la vuelta al soberanismo, el mercantilismo y la instrumentalización bélica de las relaciones económicas), que sólo iban a traer mayores penurias para todos. 

El planteo de Crouch anticipa todos los efectos de la salida perversa de Trump al malestar con la globalización. Si se toma en serio la preocupación del actual gobierno de EEUU por los desequilibrios de la globalización, podría entenderse la propuesta de usar aranceles para frenar una avalancha de productos en determinados mercados de bienes (aunque ahora acaba de suspender estos aranceles por 90 días). Podrían entenderse inclusive sus preocupaciones en materia de seguridad nacional. Lo que no se entiende  es de qué modo se van a resolver los desequilibrios de la globalización cobrándole impuestos aduaneros cercanos al 40 por ciento a países pobres como Bangladesh (que depende fuertemente de sus exportaciones textiles a EEUU), Sry Lanka, Lesotho (que tiene un PBI per cápita inferior a 1000 dólares) o Madagascar (donde tres cuartas partes de la población viven en la pobreza). Siendo benévolos en la interpretación, se trata de decisiones irracionales, que buscan primero destruir y después preguntar acerca de las consecuencias. Dejando de lado la ingenuidad, estamos frente a una política comercial impulsada por la xenofobia y el racismo. 

Otro argumento racional para intentar explicar esta deriva de la guerra comercial es la crítica a la globalización del economista Dani Rodrik. En su famoso ensayo How Far Will International Economic Integration Go? de comienzos de este siglo, Rodrik creía que existía una tensión irresoluble entre la creciente integración económica de todos los mercados de bienes y servicios (“globalización”), la soberanía de los estados (especialmente en materia monetaria y fiscal) y la democracia (como forma de legitimación abierta y libre de las reglas básicas de la economía). Según su lectura se podían tener a lo sumo dos de esas condiciones, pero había que resignar la tercera. Por ejemplo,  el paradigma de la combinación entre democracia e integración económica que representaba en esa época la Unión Europea resignaba la soberanía monetaria de cada país. 

En el caso actual, estamos atravesando una fase del trilema de Rodrik en la que lo que se está sacrificando en primer lugar es la democracia, tanto al nivel de las lógicas de resolución de las diferencias internacionales, como en el plano de la propia legitimidad interna de los estados constitucionales. Los desequilibrios de la globalización parecen empujar respuestas soberanistas que sólo pueden realizarse a costa de la legitimación democrática y el respeto del orden constitucional. Esto es lo que tienen en común los anti-globalistas: un rechazo a la globalización que, en última instancia, esconde un rechazo a la democracia. 

Si se hubiera querido salir de este trilema por el lado democrático, seguro que habría que haber planteado una revisión de la integración económica y del comercio internacional. Cuando se integran cada vez más mercados de bienes y servicios, se integran no sólo los mercados financieros, sino también los mercados laborales de esos países. Y la competitividad no depende sólo de la calificación, la motivación o la implementación de tecnología, sino que entran en juego como costos de producción los derechos laborales, la libertad sindical, las libertades civiles de los trabajadores, las regulaciones ambientales y la protección social frente a los riesgos del trabajo. Una legitimación democrática de las cadenas de valor globalmente integradas debería tener en consideración estas cuestiones normativas y podría generar conflictos de intereses entre diferentes modelos de desarrollo. 

Pero nada de esto está en la cabeza de la política anti-globalizadora de Trump. Al presentar su caótico programa aduanero no mencionó en ninguna ocasión la legislación internacional en materia laboral, sindical o ambiental. Dentro del trilema de Rodrik su política sigue más la fórmula soberanista del “América über alles”, que la búsqueda de un marco normativo razonable para la creciente integración e interdependencia económica. 

¿Dónde se podrían buscar las causas más relevantes de la experiencia de escasez que asedia a los ciudadanos norteamericanos y la desorientación cognitiva que impera al momento de intentar encontrar una solución para los desequilibrios económicos? En el siguiente gráfico se muestra la evolución de la riqueza en los EEUU durante los últimos 30 años para el 10 por ciento más rico, el 40 por ciento que está en el medio y el 50 por ciento más pobre:

Fuente: Oficina de presupuesto del Congreso de EEUU 

El senador Bernie Sanders suele interpretar estos datos de manera muy ilustrativa: muestra que Musk, Zuckerberg y Bezos concentran una riqueza superior a la del 50 por ciento  más pobre. Es decir, tan sólo tres personas ―de 340 millones de habitantes― poseen hoy un patrimonio mayor al de 170 millones de habitantes. En los años de hiper-globalización se concentró la riqueza a niveles abismales: el 10 por ciento más rico pasó de 52 billones de dólares en 1989 a 200 billones en 2022. Una muestra de que quienes les vienen robando su riqueza a los trabajadores norteamericanos no están precisamente ni en Vietnam, ni en Sry Lanka, ni en Lesotho. 

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Vivir y morir bajo tierra

Vivir y morir bajo tierra

 

El 9 de abril de 2024, en Cerro Negro, sucedió lo peor. Después de almorzar en el campamento donde vivían y trabajaban catorce días corridos, el operario Daniel Ochoa, de 26 años, pasó a buscar a su jefa, la ingeniera Rosana Ledesma, de 48, por la oficina del laboratorio. A las tres en punto de la tarde ya estaban arriba de una Toyota Hilux en boca de mina, el acceso que da ingreso a la garganta de túneles de la mina de oro y plata más rebosante del noroeste de Santa Cruz. Esperaban la autorización para entrar. Por ese agujero —cuatrocientos setenta y cinco metros bajo la superficie quebrada por el frío y por un viento insolente— descendieron Daniel y Rosana. Y nunca más subieron.

Una mina subterránea es muy distinta a una mina a cielo abierto. No hay grandes remociones que dejan cráteres en el paisaje, sino túneles interiores que avanzan y se conectan para acceder a minerales que están mucho más profundo. En Santa Cruz hay minas de distintos tipos, pero las que están cerca de la ciudad Perito Moreno, al noroeste de la provincia, son subterráneas y trabajan con cianuro. Cerro Negro es la más importante y, si bien está operativa hace más de una década, desde 2019 está en manos de la empresa estadounidense Newmont, un gigante mundial del oro.

—Cerro Negro es como un sacacorchos que penetra la tierra. Una rampa baja como caracol y en cada vuelta que pega hay un acceso horizontal que va hacia un nivel —explica un minero.

A uno de esos niveles, el 475, se dirigieron Rosana y Daniel, sin saber todavía que el lugar había sido clausurado cuatro días antes por seguridad.

El sacacorchos de galerías y túneles es como un corredor de tránsito pesado hacia las entrañas de la tierra: por allí circulan camiones, camionetas y maquinaria para hacer distintas tareas. La más importante: detonar la roca con partículas de oro o plata para luego llevarla hasta superficie, a la planta de proceso, y así transformarla en barras de doré (es decir, lingotes pre-refinados de oro y plata). Cerca de allí está el dique de cola que almacena agua con cianuro. Si una sola gota de esta sustancia basta para terminar con una vida, en minería se usa como un detergente que remueve y separa lo importante: el metal.

Un quinto de sus vidas Rosana y Daniel trabajaron en la empresa. Medían y estudiaban la estabilidad de las excavaciones, tomaban ensayos para certificar la calidad del material que fortifica los túneles, recolectaban muestras. Rosana tenía un pedacito suyo en distintos lugares del país: nacida en Mendoza, recibida en La Plata como Ingeniera Civil y radicada en Perito Moreno, donde vivía junto a su hija y su esposo. Daniel era de Río Gallegos. Como su papá había trabajado en una empresa estatal ligada al sector, desde chiquito fantaseó con la minería. Era, como para muchos pibes, el trabajo de sus sueños. Cuando salió de la secundaria no lo dudó: insistió hasta que consiguió un puesto en el sector de laboratorio.

Sus compañeros y familiares los describen. Él nunca se quedaba quieto. Era hiperactivo, se hacía notar. Muy solidario con sus amigos, muy colaborador en el trabajo. También muy enfocado en el deporte y en verse bien. Un poco mujeriego, aunque tenía con qué, porque poseía desde chico un envidiable poder: ser “recontra fachero”. Ella era, ante todo, una mujer cuidadosa. Un poco seria, de palabras justas. Familiera y maternal con sus compañeros. Atravesó un cáncer del que pudo salir y siempre, pero siempre, respetaba la seguridad.

Justo en el umbral de boca de mina, unos minutos antes de descender al 475, Rosana y Daniel pasaron por el pañol, sector en el que se almacenan herramientas y elementos de protección entregados por el pañolero. También pasaron por la sala de controles, donde el operador de turno les dio autorización para avanzar. Dejaron sus fichas en el tablero y, a las tres horas y once minutos de la tarde, ingresaron.

Dos horas antes se había hecho allí abajo una voladura de cámara: un procedimiento que se hace de manera periódica con explosivos de alto calibre y permite remover, para luego llevar a procesar, la roca con mineral. Se hacen una vez chequeado que no haya nadie bajo mina. Después de una voladura, por protocolo, sólo se puede ingresar con el visto bueno de un supervisor que determine que ya está todo en condiciones y no hay peligro.

Muchos son los riesgos bajo mina, o underground, como se lo llama. Derrumbes, gases tóxicos o posible falta de oxígeno. Por eso siempre hay un meticuloso sistema de ventilación, con ventiladores especiales y una red de tubos por los que pasa el aire que, en Cerro Negro, están elaborados con elementos que los empleados describen como de excelentísima calidad.

—En Newmont usan la última tecnología, no se ahorran nada en cuestiones de seguridad. Hay luces de led por todos lados, un sistema de iluminación súper pro que no tienen todas las minas. Además, es la única que tiene Wi-Fi, si querés vos podés estar ahí abajo viendo Instagram —dice un trabajador de la empresa.

La última comunicación radial registrada entre Rosana y Daniel y la sala de controles fue a las cuatro de la tarde. A las nueve y media de la noche, cuando muchos trabajadores habían terminado el turno de trabajo diurno y eran relevados por otros —la actividad nunca se detiene en el yacimiento—, estaba pautada una nueva voladura de cámara. En ese mismo momento, seis horas después de sus ingresos, las fichas de Rosana y Daniel seguían en el tablero de boca de mina.

La hermana de ella y la novia de él también trabajan en Cerro Negro y ese día estaban en el campamento. A las seis de la tarde notaron su ausencia, se preguntaron adónde estaban y por qué no volvían. Llamaron, mandaron mensajes y audios. Por algún misterio de los dispositivos, las comunicaciones parecían llegarles, incluso se marcaban como escuchadas y leídas. Por eso, quizás, sin dejar de sospechar —porque no respondían, nunca respondieron—, no se encendieron por completo las alarmas hasta que llegó la hora de la nueva voladura y sus compañeros vieron las fichas en el tablero.  

Lo primero que hicieron fue dar aviso. Se suspendió la voladura y se activaron los protocolos para estos casos en los que no se conoce la locación de un trabajador. Confiaron en la mejor de las opciones: que quizás, como solía suceder, se habían olvidado sus credenciales al salir de la mina. Fueron entonces al campamento, chequearon si dormían en sus módulos o cenaban en el comedor. Barrieron cada rincón de la superficie. Pero ahí no estaban y entonces tuvieron que barajar la otra opción, la peor. Porque en Cerro Negro, no hay más lugar a donde ir: si no estás arriba, estás abajo.

Los supervisores de mina descendieron de inmediato. Al llegar al 475, una de ellos logró ver a lo lejos las luces de posición de la Toyota Hilux aún encendidas y, tirado al costado, un cuerpo. Llamaron entonces al personal de rescate minero que bajó en dos ambulancias, protegidos con cascos con luces, antifaces, lentes: todo el equipo necesario para ingresar a un sector de alto riesgo. 

La escena. Lo primero que se veía era la camioneta con la puerta abierta. Caído al lado, como quien sale y se desploma al entrar en contacto con el aire viciado del lugar, estaba el cuerpo de Daniel. Un poco más alejada, boca arriba, con el casco salido y los guantes a medio sacar, como quien se va desprendiendo de lo que lleva puesto por la asfixia, estaba Rosana. Nunca llegaron a atravesar caminando los setenta metros que los separaban del umbral de entrada al túnel. Quizás entonces hubieran podido ver los carteles tirados en el piso que indicaban “prohibido pasar”. El equipo de rescate los trasladó a la zona hospitalaria de mina para hacer tareas de resucitación, pero ya era tarde.

***

Si uno traza una línea recta de cien kilómetros desde Cerro Negro en dirección noroeste, se llega a Perito Moreno, el pueblo más cercano. Rodeado de pendientes abruptas y escasa vegetación, este lugar supo formar parte del circuito ganadero que hasta fines del siglo pasado le dio su prosperidad al centro norte de la provincia. Si antes eran las ovejas y la lana, ahora son los metales preciosos los que mueven la aguja económica. Pero de toda la riqueza que genera —o, podríamos decir, extrae— la actividad, desde el punto de vista de muchos pobladores, poco queda en el pueblo. Es una abundancia difícil de retener.

Si el año tiene un ritmo, el de los mineros es de contrapunto y se conoce como “catorce por catorce”: medio mes en el yacimiento y medio en sus pagos, doce campañas y doce descansos, seis meses con los compañeros de trabajo, seis meses con las familias, un poco arriba, afuera, y un poco abajo, adentro.

Las casas de los mineros generalmente están muy lejos de Santa Cruz. Se dice que, por algún motivo, quizás la familiaridad con el trabajo o la posibilidad de disminuir los conflictos y el apego con un lugar que no es propio, la empresa prefiere contratar empleados “de afuera”. Pero el campamento también es una casa para ellos y, lo que pasa allí, es como una delicia contradictoria.

—El ambiente en minería es difícil, pero muy humano. Son catorce días que uno está conviviendo. La mitad de la vida la pasas con gente desconocida, que termina siendo tu familia. Estás metido ahí adentro, aislado en un campamento, pero la vida sigue y te pasan cosas. Estás todo ese tiempo con tus compañeros de trabajo, nunca salís del entorno laboral. Son catorce días, no sabés si es lunes, martes, jueves o domingo. No hay feriado, no hay nada. Son catorce días, como los presos. Vos vas contando y los días son todos iguales.

Algo distingue a esos días que son-todos-iguales: la garantía de que nunca falte nada. Hay cine para distenderse. Pista de atletismo y gimnasio para mantenerse en forma. Hay hasta cancha de fútbol para un picadito. Los domingos son un día dorado, día de asado para todo el campamento. Los miércoles, pizzas y empanadas. Los martes, milanesas. En realidad, hay cuatro opciones de menú cada mediodía y cada noche. Y que no falte el café, las infusiones y las facturas en las oficinas es primordial. Que se pueda festejar con alguna picada o comida extra en un cumpleaños, también. No se puede tomar alcohol, pero “la empresa le pone onda”: organiza fiestas con tragos “cero” y si hay una fecha importante se celebra a lo grande. 

Como una pieza de relojería, el trabajo depende del lugar en el organigrama, los planes de tareas semanales y los objetivos anuales de la empresa, siempre medibles en onzas de oro. Hay gerentes, que están debajo del gerente general, superintendentes y supervisores. Se gana bien, pero no se para de trabajar un segundo y constantemente hay que resolver y dar explicaciones al de mayor rango. Después están los operarios: si pensamos en forma de pirámide, ellos son la base. 

Dormir en habitaciones compartidas o privadas marca jerarquía. Ser profesional u operario, junior o senior, marca jerarquía. Estar en el área de geología, mantenimiento o servicio técnico, no es lo mismo, marca jerarquía. Venir de otra provincia y estar dispuesto a radicarte en Santa Cruz te da más posibilidades, según cada caso, de quedar en el puesto. Si te llevan al yacimiento en camioneta o en micro, por el camino largo o por el corto, dependerá de tu categoría. Podés ser gerente, superintendente, supervisor u operario. En todos los casos: cuanto más alto estás, más responsabilidad tenés y mejor cobrás.

—Un gerente puede cobrar miles de dólares por mes. Pero es tanto el estrés, que no sé si lo vale. Ellos tienen otro régimen de trabajo, no están los catorce días en el campamento. Viven en lugares carísimos y en avión privado los llevan y los traen todas las semanas desde Buenos Aires —dice un minero que ocupa un cargo jerárquico.

En el mundo de la minería los números suelen ser muy elevados.

—¿Sabés cuánto sale un solo tramo del viaje en colectivo de Perito Moreno a Cerro negro? Quince millones de pesos. ¿Y los elementos de protección personal que usa cada trabajador? Catorce mil dólares. ¿Y sabes cuánto perdió la empresa cuando tuvo que cerrar un mes y medio después del accidente? Como cien millones de dólares.

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Todo lo que ocurre en la zona norte de Santa Cruz va a parar al juzgado de Las Heras. Hurto de ganado, violaciones, homicidios y hasta el inédito caso del robo de diez lingotes de oro en una mina cercana a Gobernador Gregores, un pueblo más al sur, siguen su curso en esa sede judicial.

También en Las Heras, a cargo del fiscal Ariel Candia, está la causa de Rosana y Daniel. Con la voz de quien tiene que atender múltiples urgencias, el fiscal explica que, a un año del accidente fatal, aún es difícil determinar responsabilidades penales. Para él, los errores fueron muchos y no duda de que la empresa tiene total responsabilidad civil, pero todavía es muy pronto para acusar a alguien. En lo que va de la investigación, pudo observar un cúmulo de irregularidades por parte de la minera, del personal de higiene y seguridad, pero también de los damnificados. La lista que enumera dice algo así:

Que el pañolero que entrega los elementos de protección no estaba en su puesto porque un superior lo había mandado a buscar una camioneta a otro sector. Que el sistema de monitoreo que Rosana y Daniel debían llevar, un geolocalizador que muestra desde arriba los movimientos underground, estaba inactivo. Que el operador en sala de controles declaró no haber notado nunca que seis horas después de haber ingresado, aún estaban abajo, ni se comunicó para saber cómo estaban. Que no llevaban el detector de gases que alerta con luces y sonidos cuando hay alguna fuga, descuido que, quizás por costumbre o por confianza, muchos mineros solían tener. Que la cenefa de seguridad que indicaba “prohibido pasar” al nivel 475 estaba caída y por eso nunca la vieron antes de entrar.

Uno de los principales problemas para avanzar en la causa —explica el fiscal— es que la empresa ha dado muy poca información. Dijeron que las grabaciones del día en sala de controles se perdieron y hasta el día de hoy todavía no las han aportado al expediente. Además, algunos mineros que declaran son empleados y no quieren exponerse: cuentan poquito, dan versiones contradictorias, les echan la culpa a las propias víctimas. Incluso, una hipótesis descabellada que se corrió al principio es que Rosana y Daniel habían ido allí a mantener relaciones sexuales en secreto. El fiscal exploró esa posibilidad, pero rápidamente la descartó por falta de pruebas. Sin embargo, dice, hay una duda que todavía persiste: si el nivel estaba clausurado, oscuro, sin iluminación, ni ventilación: ¿por qué entraron?

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La hermana de Daniel Ochoa mira en cámara lenta, se agarra el pelo rubio, está cansada. Desde que vio a su hermano en una bolsa en la morgue, Gisela, de 37 años, dejó su vida de lado y se comprometió con una sola cosa: hacer lo posible para llegar a la verdad. Piensa que la justicia es una sensación que quizás nunca experimentará del todo, pero lo único que la deja un poco más tranquila es que las cosas mejoren, se limpie “todo el mierdal” y se ponga nombre y apellido a los responsables.

De todo este lío, ella es la cara visible. Mostrarse no es fácil cuándo se trata de exponer complicidades y negligencias de un mundo de entuertos políticos y cifras millonarias. Muchos compañeros de trabajo de Daniel, dice Gisela, quisieran hablar y colaborar, pero no lo hacen porque tienen miedo. Ella también tiene, pero por lo menos no trabaja en minería: sabe que si lo hiciera “ya estaría echada”. Luego del accidente, el gremio del que Daniel era afiliado se comprometió a ayudar, pero para ella lo único que hizo en realidad fue poner palos en la rueda.

En la página oficial del sindicato, las familias de las víctimas están bloqueadas: no pueden comentar. “¡Si con nosotros hacen eso, imagínate con los compañeros!”, dice Gisela con el mismo hilo de voz con el que cuenta la historia de su hermano.

Se experimentan muchas emociones en la lucha, pero el miedo a represalias habla de un adversario muy particular que ella está dispuesta a enfrentar. Lamenta que la causa avance a pasos lentos, como si todavía continuara la feria judicial, pero confía que este año, quizás, haya novedades significativas. Aunque algunas cosas nunca van a saberse. Porque la empresa es ama y señora del lugar. Porque para ella borraron pruebas, eliminaron registros, sacaron, pusieron, movieron.

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Inmediatamente después del incidente fatal, el gobierno provincial de Claudio Vidal reforzó los controles en Cerro Negro y ordenó el cese de tareas en la mina. Cuarenta y cinco días estuvo parado Cerro Negro hasta que volvió a funcionar con nuevos protocolos de seguridad. Pero los accidentes continuaron. En octubre, a dos mineros se les apagó la camioneta (algo que sucede por falta de oxígeno) pero pudieron bajar del vehículo y salir caminando del túnel a tiempo. El pasado enero, siete operarios tuvieron que recibir atención médica por fallas en el sector de ventilación y presencia de dióxido de carbono.

La secretaria de Estado de Minería de la provincia, Nadia Ricci, destaca que estas situaciones no pasaron a mayores justamente por las nuevas medidas que tomó la empresa. Los trabajadores estaban utilizando los detectores de gases que Rosana y Daniel no llevaban consigo y por eso se salvaron, explica. Pero los nuevos accidentes encienden las alarmas: hay problemas que la empresa aún no puede resolver en materia de ventilación interna, por lo que el gobierno ordenó una auditoría muy detallada sobre el funcionamiento de la mina con expertos internacionales, que aún está en proceso.

—Algo está pasando en Cerro Negro. La ventilación nunca fue un problema y nosotros nunca tuvimos miedo de ir bajo mina, porque siempre confiamos en los altos estándares de seguridad que maneja Newmont. Pero algo está pasando y no sabemos qué —dice un trabajador experimentado de la empresa.

Además de accidentes, desde el pasado abril muchas cosas están pasando en Cerro Negro: recortes de contratos y desafectación de personal, posible congelamiento del plan de inversiones, medidas de fuerza por parte de los principales gremios que, cada tanto, paralizan la producción y exigen estabilidad en sus condiciones de empleo. Por ley provincial, los 9 de abril quedarán fijos en el calendario de Santa Cruz como la fecha de concientización en seguridad laboral minera.

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En Perito Moreno el sol de la primavera parece una cúpula dorada que nada, ni el viento, puede franquear. Alrededor de veinticinco pibas y pibes, de entre 18 y 25 años, discuten en un taller organizado por Newmont para “potenciar el empleo joven” en la localidad. Un encuentro, explican los coordinadores al comenzar, que forma parte de los proyectos de la empresa con contenido social y ambiental para dinamizar la zona.

La mayoría de los jóvenes presentes no son de Perito, pero por distintas circunstancias, entre ellas la búsqueda de trabajo, han llegado solos o con sus familias a estos pagos. Lo que más les gusta del pueblo es poder ir caminando a todos lados, poder dejar la bici afuera y “que no pase nada”. Lo que menos les gusta es, definitivamente, el viento. Tampoco la frustración que sienten cuando tiran CV y ni lo miran.

Algunos, los que alcanzaron a terminar a tiempo la secundaria, estudiaron tecnicaturas o especializaciones que dejaron a la mitad y lamentan no tener papeles que avalen lo que saben. Otros, lograron conseguir trabajo en la municipalidad (“es la fácil”, dicen), pero no les alcanza. La mayoría pasó por muchos empleos: atención al público en hoteles, gastronomía, playeros en estaciones de servicio a las afueras del pueblo, tareas de limpieza. La mala paga es fatal. Cuando los coordinadores proponen un brainstorming sobre conceptos como trabajo, presente y futuro la primera idea que sale, como por tirabuzón, es: plata. “Para todo eso necesitamos plata”.

La falta de vocación y la búsqueda de dinero rápido entre los jóvenes parece marcar el clima de época. Pero en Perito Moreno, eso se combina con otra realidad: la vida es cara, muy cara. Alquilar, comprar en La Anónima, salir a bailar, hacer un asadito cuando está lindo y amaina el viento: todo está a precio de “sueldo minero”. Por eso, la plata en el pueblo no es un lujo, sino la única forma de “pasarla bien”, de vivir sin sobresaltos.

Por eso, para muchos jóvenes de Perito Moreno no hay dudas acerca de cuál es el talismán de la fortuna, la forma de salvarse. “Acá todos queremos trabajar en minería. Es la única opción para, más o menos, llevarla, para armarte”. No piden mucho: ser operarios unos años, hacerse una base de plata y ya está. Pero conseguir la llave del cielo nunca fue fácil y lamentan encontrar tantas trabas para entrar. Sobre todo, que siempre corran mejor suerte quienes son amigos del gerente, o conocidos de alguien, o estén en algún “tongo” con los gremios.

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Que la minería en Santa Cruz siempre fue una burbuja y nunca se habló mucho de lo que pasa ahí es algo que Gisela Ochoa lamenta profundamente. Por eso hizo un listado de toda la gente que murió, nombres que nunca escuchó mencionar, a excepción de uno que resonó un poco más por ser hermano de un diputado de la provincia. Los otros permanecieron en las sombras, siguen bajo tierra: poco se supo en los medios y tampoco figuran en las estadísticas. Ella buscó, preguntó, leyó y encontró que, del 2002 al 2024, las víctimas fueron alrededor de diez:

El 17 de julio de 2002, en Cerro Vanguardia, reparando una máquina bajo mina, falleció José Vidal. El 12 de marzo del 2011, en la mina San José, mientras intentaba realizar el acople de unas mangueras, Mario Fernández cayó al vacío dentro de un caño de ventilación. El 20 de enero del 2012, en Cerro Vanguardia, el operario Marcos Dante Apaza murió aplastado por el derrumbe de una pared. El 30 de junio del 2013, en la mina San José, mientras operaba una pala cargadora, falleció el minero Fulgencio Coria. El 11 de junio del 2019, en el emprendimiento minero Tritón de Pan American Silver, en Gobernador Gregores, murió Carlos Peralta aplastado por un derrumbe. El 24 de marzo del 2021, en la mina San José, falleció el obrero de la construcción Gustavo Pereyra mientras instalaba un tendido eléctrico.

El 9 de abril de 2024, en Cerro Negro, sucedió lo peor. El operario de laboratorio Daniel Ochoa y la ingeniera Rosana Ledesma murieron asfixiados por inhalación de gases tóxicos.

La entrada Vivir y morir bajo tierra se publicó primero en Revista Anfibia.

 

El Fondo confirmó el préstamo por USD 20.000 millones pero no dio detalles de las condiciones

El Fondo confirmó el préstamo por USD 20.000 millones pero no dio detalles de las condiciones

 

 El Fondo Monetario Internacional (FMI) confirmó un nuevo préstamo para la Argentina por USD 20.000 millones, con 48 meses de gracia. 

“Hemos alcanzado con las autoridades argentinas un acuerdo a nivel técnico para un programa bajo la línea de Facilidades Extendidas (EFF, por sus siglas en inglés) con una duración de 48 meses y un monto total de aproximadamente 20.000 millones de dólares (15.267 millones en Derechos Especiales de Giro) equivalentes al 479 % de la cuota de Argentina”, fue todo lo que se informó desde el FMI. 

Desde el organismo aclararon que “Este acuerdo aún debe ser aprobado por el Directorio Ejecutivo del FMI, que se espera lo evalúe en los próximos días”. 

El cronograma y monto de los desembolsos, las tasas y los términos de la política cambiaria son interrogantes que siguen abiertos. 

Algún indicio puede leerse entre líneas. Tras dedicarle un par de oraciones elogiosas a la política fiscal, el FMI habla de una nueva etapa para afianzar la estabilidad macroeconómica de cara al frente externo.  

“El programa propuesto se basa en los recientes esfuerzos de estabilización económica de Argentina, que han dado lugar a una rápida desaceleración de la inflación y una recuperación en la actividad económica y los indicadores sociales. El EFF tiene como objetivo respaldar la próxima fase de la agenda de estabilización y reforma impulsada por Argentina, centrada en afianzar la estabilidad macroeconómica, fortalecer la sostenibilidad externa y promover un crecimiento fuerte y más sostenible, todo ello en un contexto global desafiante” consideró el organismo en el comunicado oficial.

Este medio contó en exclusiva que Milei tuvo que correr el ministro Toto Caputo del cierre de las negociaciones porque es muy mal visto por el sataff del FMI que no le perdona el desastre que les hizo cuando era ministro de Macri. Su lugar lo ocupó el chileno José Luis Daza, lo que deja abierta la incógnita si su extraña incorporación al equipo económico no fue una exigencia del Fondo.

 Si se concreta el salto devaluatorio que implica pasar del actual régimen de cambio semifijo con un crawling peg del 1% mensual a un sistema de bandas que podrían ubicarse en algún lugar entre los 1300 y 1700 pesos, serían una tremenda derrota política e ideológica para Caputo y Milei, que se cansaron de burlarse de todos los economistas que como Domingo Cavallo argumentaron que era inevitable dar ese paso para normalizar el frente cambiario.

El fondo también exige, informaron a LPO fuentes al tanto de las negociaciones, un programa claro de acumulación de reservas y una de hoja clara para dos misiones imposibles: reforma laboral y jubilatoria. A cambio de esto estaría dispuesto a conversar la posibilidad que el anticipo de los USD 20 mil millones suba del 40% al 60%, esto es USD 12 mil millones.

 

LA HISTORIA DE LOS ARANCELES ADUANEROS: De herramientas de protección al trabajo nacional a dispositivos imperiales de dominación económica
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LA HISTORIA DE LOS ARANCELES ADUANEROS: De herramientas de protección al trabajo nacional a dispositivos imperiales de dominación económica

 

La historia de los aranceles aduaneros no es una mera cronología de tasas impuestas al comercio. Es la historia misma del capitalismo en acción: su expansión territorial, sus crisis, sus contradicciones internas. Desde el mercantilismo hasta la OMC, los aranceles han sido usados como armas de guerra económica, instrumentos de acumulación primitiva y mecanismos de sujeción neocolonial. Lejos de ser un tecnicismo económico, son una pieza clave en la disputa por la hegemonía global y el control de la fuerza productiva mundial.

Por Walter Onorato

El origen: el arancel como muro del Estado burgués en gestación

La primera forma organizada de arancel aduanero surgió en paralelo a la consolidación del Estado moderno y al ascenso de la burguesía mercantil. En el siglo XVI, con el avance del mercantilismo, los aranceles eran percibidos como una herramienta de protección de los productores locales frente a la competencia extranjera. Pero ese relato, que hoy se repite como mantra tecnocrático, omite lo esencial: su rol en la acumulación originaria del capital.

Como señala el historiador marxista Eric Hobsbawm, el Estado absolutista no solo permitió la expansión del comercio sino que la organizó con fines estratégicos. La protección aduanera, más que una defensa de la industria nacional, era una forma de concentrar recursos en manos de la incipiente clase burguesa, mediante el monopolio comercial y la represión del pequeño productor rural o artesanal.

La instalación de tarifas sobre bienes importados no era una cuestión de eficiencia económica sino de poder político. Los aranceles, en efecto, consolidaban la soberanía fiscal del Estado moderno pero al mismo tiempo fortalecían el orden social clasista que lo sustentaba: se castigaba el consumo de bienes extranjeros por parte de los sectores populares mientras se incentivaba su uso por las élites, que podían sortear las barreras mediante privilegios comerciales y exenciones fiscales.


Siglo XIX: del proteccionismo a la expansión imperialista

La expansión del capitalismo industrial en el siglo XIX consolidó la función ambivalente del arancel. Por un lado, en los países centrales como Inglaterra, se propiciaba el libre comercio —una vez consolidada su supremacía industrial— mientras se imponían tarifas draconianas en las colonias para evitar el desarrollo de industrias locales. La hipocresía liberal era brutal: los que predicaban el laissez-faire eran los mismos que habían protegido ferozmente su industria hasta consolidarla.

El ejemplo paradigmático es el Reino Unido, que tras la derogación de las Corn Laws en 1846 comenzó a exigir a sus colonias la apertura irrestricta de mercados, mientras que el propio despegue industrial británico se había cimentado sobre siglos de proteccionismo feroz. Así lo señala Ha-Joon Chang, economista y crítico del liberalismo, en Kicking Away the Ladder (2002): las potencias utilizan el proteccionismo para ascender y luego imponen el libre comercio como dogma para evitar que otros asciendan.

En América Latina, los aranceles fueron una fuente crucial de ingresos para los Estados nacionales durante el siglo XIX, cuando el aparato fiscal era débil y las elites terratenientes se resistían a pagar impuestos. Sin embargo, el uso del arancel como herramienta de desarrollo fue bloqueado sistemáticamente por el capital extranjero. Los tratados desiguales, las guerras de deuda y las invasiones directas —como la de México por Francia en 1862 o las intervenciones británicas en el Río de la Plata— respondían, en muchos casos, a la negativa de los países periféricos a abrir sus economías a los productos europeos.


Siglo XX: industrialización, Bretton Woods y neoliberalismo

Durante la primera mitad del siglo XX, en particular tras la Gran Depresión de 1929, el proteccionismo regresó como medida de defensa económica. La caída del comercio mundial llevó a Estados Unidos a aprobar la Smoot-Hawley Tariff Act en 1930, elevando aranceles a niveles históricos. Sin embargo, lejos de ser una solución, esto precipitó una guerra comercial global que profundizó la crisis.

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, el orden económico de Bretton Woods buscó limitar el uso de aranceles mediante instituciones como el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), antecesor de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Pero este «libre comercio» era, en realidad, la imposición de reglas diseñadas por las potencias vencedoras, en especial EE. UU., para garantizar mercados a sus productos y flujos de capitales.

No obstante, durante los años del llamado «desarrollismo» en el Tercer Mundo —particularmente entre 1950 y 1975— muchos países aplicaron políticas de sustitución de importaciones, utilizando aranceles para proteger industrias incipientes. Argentina, Brasil, México, India y otros países buscaron romper la dependencia exportadora y construir autonomía económica. Sin embargo, estas políticas fueron asfixiadas sistemáticamente por la presión del FMI, la deuda externa y los golpes de Estado promovidos por las potencias imperiales.

Con la ofensiva neoliberal desde los años 80, los aranceles volvieron a reducirse dramáticamente. Bajo el paradigma del Consenso de Washington, el dogma del «libre comercio» volvió a imponerse como verdad incuestionable. Pero los países centrales continuaron protegiendo sectores clave —como la agricultura en EE. UU. o la siderurgia en Europa— mientras exigían apertura total a los países periféricos. El doble estándar se volvió regla.


Siglo XXI: guerra comercial, tecnología y neo-mercantilismo

La crisis de 2008 marcó un nuevo punto de inflexión. El discurso globalista comenzó a ser desafiado incluso desde las metrópolis. La guerra comercial entre Estados Unidos y China reveló que el arancel seguía siendo un arma fundamental de disputa geopolítica. La administración de Donald Trump elevó aranceles a productos chinos, apelando a la necesidad de «recuperar empleos industriales», mientras subsidiaba a sus propios productores.

Este retorno del proteccionismo no es una novedad, sino un retorno de lo reprimido: la contradicción estructural del capitalismo globalizado. Como señaló David Harvey en El nuevo imperialismo (2003), el capital necesita expandirse constantemente pero tropieza con sus propios límites, generando ciclos de crisis que solo pueden resolverse por medios violentos: guerras, endeudamiento forzado, destrucción creativa… o tarifas aduaneras.

En América Latina, mientras tanto, los gobiernos neoliberales —como el de Mauricio Macri en Argentina o Jair Bolsonaro en Brasil— redujeron los aranceles, destruyeron industrias locales y entregaron el mercado interno al capital transnacional. La consecuencia fue desempleo, desindustrialización y un retorno al modelo extractivista-exportador del siglo XIX.


El arancel no es técnico, es político

La historia de los aranceles aduaneros revela algo incómodo para las ortodoxias económicas: no hay política comercial neutral. Toda tarifa es una decisión política sobre quién gana y quién pierde, quién produce y quién consume, quién se desarrolla y quién queda sometido. Lejos de ser un resabio del pasado, los aranceles son hoy más relevantes que nunca como expresión de las tensiones del capitalismo global.

No se trata de defender o rechazar el proteccionismo en abstracto. Se trata de preguntarse: ¿proteccionismo para quién? ¿Para el pequeño productor o para el oligopolio local? ¿Para fortalecer el trabajo nacional o para garantizar rentas extraordinarias al empresariado prebendario? Lo que está en juego no es una tasa, sino un proyecto de país.


Fuentes académicas consultadas:

  • Hobsbawm, Eric. La era del capital: 1848–1875. Crítica, 1998.
  • Chang, Ha-Joon. Kicking Away the Ladder: Development Strategy in Historical Perspective. Anthem Press, 2002.
  • Harvey, David. El nuevo imperialismo. Akal, 2003.
  • Gallagher, Kevin P. «Understanding Developing Country Resistance to the Doha Round.» Review of International Political Economy, 2008.
  • Irwin, Douglas A. «The Smoot–Hawley Tariff: A Quantitative Assessment.» The Review of Economics and Statistics, 1998.
  • Harvard University. «The Political Economy of Tariffs.» https://scholar.harvard.edu
  • University of California, Berkeley. «Tariffs in Historical Perspective.» https://www.econ.berkeley.edu
  • Massachusetts Institute of Technology (MIT). «Trade Policy and Development.» https://economics.mit.edu

 

LA HISTORIA DE LOS ARANCELES ADUANEROS: De herramientas de protección al trabajo nacional a dispositivos imperiales de dominación económica
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LA HISTORIA DE LOS ARANCELES ADUANEROS: De herramientas de protección al trabajo nacional a dispositivos imperiales de dominación económica

 

La historia de los aranceles aduaneros no es una mera cronología de tasas impuestas al comercio. Es la historia misma del capitalismo en acción: su expansión territorial, sus crisis, sus contradicciones internas. Desde el mercantilismo hasta la OMC, los aranceles han sido usados como armas de guerra económica, instrumentos de acumulación primitiva y mecanismos de sujeción neocolonial. Lejos de ser un tecnicismo económico, son una pieza clave en la disputa por la hegemonía global y el control de la fuerza productiva mundial.

Por Walter Onorato

El origen: el arancel como muro del Estado burgués en gestación

La primera forma organizada de arancel aduanero surgió en paralelo a la consolidación del Estado moderno y al ascenso de la burguesía mercantil. En el siglo XVI, con el avance del mercantilismo, los aranceles eran percibidos como una herramienta de protección de los productores locales frente a la competencia extranjera. Pero ese relato, que hoy se repite como mantra tecnocrático, omite lo esencial: su rol en la acumulación originaria del capital.

Como señala el historiador marxista Eric Hobsbawm, el Estado absolutista no solo permitió la expansión del comercio sino que la organizó con fines estratégicos. La protección aduanera, más que una defensa de la industria nacional, era una forma de concentrar recursos en manos de la incipiente clase burguesa, mediante el monopolio comercial y la represión del pequeño productor rural o artesanal.

La instalación de tarifas sobre bienes importados no era una cuestión de eficiencia económica sino de poder político. Los aranceles, en efecto, consolidaban la soberanía fiscal del Estado moderno pero al mismo tiempo fortalecían el orden social clasista que lo sustentaba: se castigaba el consumo de bienes extranjeros por parte de los sectores populares mientras se incentivaba su uso por las élites, que podían sortear las barreras mediante privilegios comerciales y exenciones fiscales.


Siglo XIX: del proteccionismo a la expansión imperialista

La expansión del capitalismo industrial en el siglo XIX consolidó la función ambivalente del arancel. Por un lado, en los países centrales como Inglaterra, se propiciaba el libre comercio —una vez consolidada su supremacía industrial— mientras se imponían tarifas draconianas en las colonias para evitar el desarrollo de industrias locales. La hipocresía liberal era brutal: los que predicaban el laissez-faire eran los mismos que habían protegido ferozmente su industria hasta consolidarla.

El ejemplo paradigmático es el Reino Unido, que tras la derogación de las Corn Laws en 1846 comenzó a exigir a sus colonias la apertura irrestricta de mercados, mientras que el propio despegue industrial británico se había cimentado sobre siglos de proteccionismo feroz. Así lo señala Ha-Joon Chang, economista y crítico del liberalismo, en Kicking Away the Ladder (2002): las potencias utilizan el proteccionismo para ascender y luego imponen el libre comercio como dogma para evitar que otros asciendan.

En América Latina, los aranceles fueron una fuente crucial de ingresos para los Estados nacionales durante el siglo XIX, cuando el aparato fiscal era débil y las elites terratenientes se resistían a pagar impuestos. Sin embargo, el uso del arancel como herramienta de desarrollo fue bloqueado sistemáticamente por el capital extranjero. Los tratados desiguales, las guerras de deuda y las invasiones directas —como la de México por Francia en 1862 o las intervenciones británicas en el Río de la Plata— respondían, en muchos casos, a la negativa de los países periféricos a abrir sus economías a los productos europeos.


Siglo XX: industrialización, Bretton Woods y neoliberalismo

Durante la primera mitad del siglo XX, en particular tras la Gran Depresión de 1929, el proteccionismo regresó como medida de defensa económica. La caída del comercio mundial llevó a Estados Unidos a aprobar la Smoot-Hawley Tariff Act en 1930, elevando aranceles a niveles históricos. Sin embargo, lejos de ser una solución, esto precipitó una guerra comercial global que profundizó la crisis.

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, el orden económico de Bretton Woods buscó limitar el uso de aranceles mediante instituciones como el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), antecesor de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Pero este «libre comercio» era, en realidad, la imposición de reglas diseñadas por las potencias vencedoras, en especial EE. UU., para garantizar mercados a sus productos y flujos de capitales.

No obstante, durante los años del llamado «desarrollismo» en el Tercer Mundo —particularmente entre 1950 y 1975— muchos países aplicaron políticas de sustitución de importaciones, utilizando aranceles para proteger industrias incipientes. Argentina, Brasil, México, India y otros países buscaron romper la dependencia exportadora y construir autonomía económica. Sin embargo, estas políticas fueron asfixiadas sistemáticamente por la presión del FMI, la deuda externa y los golpes de Estado promovidos por las potencias imperiales.

Con la ofensiva neoliberal desde los años 80, los aranceles volvieron a reducirse dramáticamente. Bajo el paradigma del Consenso de Washington, el dogma del «libre comercio» volvió a imponerse como verdad incuestionable. Pero los países centrales continuaron protegiendo sectores clave —como la agricultura en EE. UU. o la siderurgia en Europa— mientras exigían apertura total a los países periféricos. El doble estándar se volvió regla.


Siglo XXI: guerra comercial, tecnología y neo-mercantilismo

La crisis de 2008 marcó un nuevo punto de inflexión. El discurso globalista comenzó a ser desafiado incluso desde las metrópolis. La guerra comercial entre Estados Unidos y China reveló que el arancel seguía siendo un arma fundamental de disputa geopolítica. La administración de Donald Trump elevó aranceles a productos chinos, apelando a la necesidad de «recuperar empleos industriales», mientras subsidiaba a sus propios productores.

Este retorno del proteccionismo no es una novedad, sino un retorno de lo reprimido: la contradicción estructural del capitalismo globalizado. Como señaló David Harvey en El nuevo imperialismo (2003), el capital necesita expandirse constantemente pero tropieza con sus propios límites, generando ciclos de crisis que solo pueden resolverse por medios violentos: guerras, endeudamiento forzado, destrucción creativa… o tarifas aduaneras.

En América Latina, mientras tanto, los gobiernos neoliberales —como el de Mauricio Macri en Argentina o Jair Bolsonaro en Brasil— redujeron los aranceles, destruyeron industrias locales y entregaron el mercado interno al capital transnacional. La consecuencia fue desempleo, desindustrialización y un retorno al modelo extractivista-exportador del siglo XIX.


El arancel no es técnico, es político

La historia de los aranceles aduaneros revela algo incómodo para las ortodoxias económicas: no hay política comercial neutral. Toda tarifa es una decisión política sobre quién gana y quién pierde, quién produce y quién consume, quién se desarrolla y quién queda sometido. Lejos de ser un resabio del pasado, los aranceles son hoy más relevantes que nunca como expresión de las tensiones del capitalismo global.

No se trata de defender o rechazar el proteccionismo en abstracto. Se trata de preguntarse: ¿proteccionismo para quién? ¿Para el pequeño productor o para el oligopolio local? ¿Para fortalecer el trabajo nacional o para garantizar rentas extraordinarias al empresariado prebendario? Lo que está en juego no es una tasa, sino un proyecto de país.


Fuentes académicas consultadas:

  • Hobsbawm, Eric. La era del capital: 1848–1875. Crítica, 1998.
  • Chang, Ha-Joon. Kicking Away the Ladder: Development Strategy in Historical Perspective. Anthem Press, 2002.
  • Harvey, David. El nuevo imperialismo. Akal, 2003.
  • Gallagher, Kevin P. «Understanding Developing Country Resistance to the Doha Round.» Review of International Political Economy, 2008.
  • Irwin, Douglas A. «The Smoot–Hawley Tariff: A Quantitative Assessment.» The Review of Economics and Statistics, 1998.
  • Harvard University. «The Political Economy of Tariffs.» https://scholar.harvard.edu
  • University of California, Berkeley. «Tariffs in Historical Perspective.» https://www.econ.berkeley.edu
  • Massachusetts Institute of Technology (MIT). «Trade Policy and Development.» https://economics.mit.edu

 

A Milei no le creen los números de baja de la pobreza y se desploma la base de apoyo al Gobierno

A Milei no le creen los números de baja de la pobreza y se desploma la base de apoyo al Gobierno

 

Una reciente encuesta realizada por la consultora Analogías reveló un fuerte descreimiento de la opinión pública en los números del Indec que fueron festejados por el gobierno de Javier Milei y que marcaron una baja de la pobreza cercana a los 15 puntos.

Casi un 64% de los entrevistados sostuvo que la pobreza “no está bajando”, mientras que la preocupación por el desempleo ya alcanza el 85%. En paralelo, la encuesta a la que tuvo acceso LPO muesta un rechazo mayoritario al acuerdo con el FMI (61,3%).

En ese contexto, el estudio muestra un derrumbe de cinco puntos en la base de apoyo al Gobierno, mientras que la imagen de Milei pasó de un diferencial positivo de 2 puntos en febrero a uno negativo de 4 puntos en marzo.

El efecto de la estafa cripto y la feroz represión a la marcha de los jubilados caló hondo en la percepción de la gestión libertaria. El 52% de los encuestados consideró que es un gobierno con “mucha o bastante” corrupción, mientras que un 58% lo define como un gobierno “autoritario”.

“Con estos datos confirmamos las consecuencias de la saga de eventos negativos de los últimos 60 días. El discurso de odio en Davos, el rol protagónico de Milei en la estafa global de la criptomoneda y la errática gestión política de un nuevo programa con el FMI han tenido implicancias determinantes en la opinión pública”, dijo Marina Acosta, de Analogías.

 Crece la desaprobación del gobierno de Milei, que supera el 46%, una brecha de ocho puntos con quienes aún lo aprueban (38%). En tanto, un 52% desaprueba el manejo de la economía. 

En tanto, el reclamo de los jubilados tiene amplio apoyo: el 85% cree que hay que otorgar un aumento de emergencia y el 64% no acuerda con la represión en sus movilizaciones.

Frente a eso, subió al 51% la fracción de los encuestados que opinan que el sacrificio en materia de ajuste no tiene sentido para resolver los problemas estructurales de la economía. Se trata de un incremento de diez puntos con relación a diciembre. Lo contrario pasó con el optimismo, que cayó de 45 a 35.

Una mayoría del 53% respondió que la inflación “no está bajando” y otra del 46% que el dólar va a aumentar “mucho o bastante” en los próximos meses.

La pobreza bajó fuerte pero advierten que el índice está desactualizado

Frente a ese cuadro, crece la desaprobación del gobierno de Milei, que supera el 46%, una brecha de ocho puntos con quienes aún lo aprueban (38%). En tanto, un 52% desaprueba el manejo de la economía.

En cuanto a la imagen de Milei, la negativa llega a los 51 puntos, distribuidos en muy malo (28,1), malo (10,4) y regular malo (12,4); contra los 47 de positiva.

De cara a las legislativas, la intención de voto al Gobierno (30,8) cayó dos puntos que fueron captados por todas las otras alternativas, excepto el peronismo (30,2).