Bronca en el PRO de Santa Fe porque la presidenta sacrificó la vicegobernación para ser candidata

Bronca en el PRO de Santa Fe porque la presidenta sacrificó la vicegobernación para ser candidata

 

 La decisión de sacrificar uno de los cargos más altos del PRO para que Gisela Scaglia encabece la lista de diputados nacionales generó más enojos que sorpresa. Scaglia es presidenta del partido que fundó Macri y la vicegobernadora de la provincia.

Scaglia deberá renunciar al Ejecutivo provincial y al manejo de los millones que dispone el Senado de Santa Fe por una banca en el Congreso Nacional. “No le pudo decir que no al gobernador”, se excusaron en el entorno de la vice.

La explicación no convenció, por lo contrario, señalaron que “es empleada de Maxi (Pullaro) y no define como líder de un partido aliado”, se quejaron fuentes que por ahora no quieren exponerse en público.

 [El PRO sacrifica la vicegobernación de Santa Fe y manda a Scaglia a la lista de Pullaro

En el PRO le recordaron que el cargo no se lo otorgaron a título personal, sino que responde a una coalición de gobierno fruto de una alianza electoral. Para calmar las aguas, los de Scaglia dijeron que “Gisela va a la Cámara de Diputados para disputarle la conducción del bloque a Ritondo”. Se rieron.

 Para calmar las aguas, los de Scaglia dijeron que “Gisela va a la Cámara de Diputados para disputarle la conducción del bloque a Ritondo 

Scaglia desde la vicegobernación le ganó la pulseada por la conducción del PRO a la gente de Federico Angelini que lideró el partido en los años de oro cuando estuvo a punto de ganar el gobierno provincial en dos oportunidades con Miguel del Sel y en dos elecciones casi se queda con la Municipalidad de Rosario.

Angelini tomó distancia de la novela del PRO santafesino, está alineado a los libertarios y trabaja con Patricia Bullrich en el Ministerio de Seguridad en un cargo que le permitió ser el nexo entre dirigentes del macrismo con La Libertad Avanza en distintas provincias.

Federico Angelini y Patricia Bullrich

“Lo hemos cuestionado a Fede pero tomó decisiones para sostener una estrategia política, que considerábamos acertada o no, pero nunca para beneficiarse personalmente. Impulsó muchos candidatos que despúes le dieron la espalda”, dijo una fuente del PRO que habló con LPO y que no oculta su preocupación por el futuro partidario.

Dos semanas atrás, Scaglia festejó los 20 años del PRO santafesino con un almuerzo en la localidad de Gálvez, a 80 kilómetros de la capital provincial donde la vicegobernadora construyó su poder territorial.

En el evento reapareció el ex cómico Miguel del Sel que fue candidato a gobernador del PRO en dos oportunidades y quedó muy cerca de ganar. Su presencia agitó rumores de retorno a la política, pero el actor lo negó rotundamente ante la consulta de este medio.

Pero lo que realmente llamó la atención fue que en los festejos no estuvo invitado Federico Angelini que fue dos veces presidente del PRO de Santa Fe, y una vez del PRO nacional, jefe de campaña de Macri, y tres veces diputado nacional. 

 

Histórico: demolieron un kiosco narco denunciado por vecinos

Histórico: demolieron un kiosco narco denunciado por vecinos

 

Se concretó este lunes el primer derribo de un inmueble utilizado como punto de venta de drogas en Neuquén desde que, hace cinco meses, los delitos de microtráfico comenzaron a ser investigados en el ámbito provincial. La medida se llevó a cabo en el barrio Gran Neuquén, en el marco de un operativo conjunto entre el Ministerio Público Fiscal (MPF), la Municipalidad y la Policía junto a autoridades provinciales.

La casilla había sido señalada por vecinos a través del código QR del MPF y la aplicación “Neuquén te cuida”, que permiten realizar denuncias anónimas sobre venta de drogas. En julio pasado, tras un allanamiento realizado por la fiscalía de Narcocriminalidad y el Departamento Antinarcóticos, se encontraron 22 envoltorios con cocaína, tres balanzas digitales, dinero en efectivo, un rifle-calibre 22 y municiones.

Foto: MPF

En ese procedimiento fueron imputados H.A.C. y M.J.C. por tenencia de estupefacientes para su comercialización y tenencia ilegal de arma de fuego. Desde entonces, el lugar quedó clausurado para impedir que continúe la actividad ilícita, investigar al propietario y preservar el bien.

La demolición fue autorizada por el dueño del terreno y ejecutada por personal de la Subsecretaría de Limpieza Urbana del municipio, con custodia policial. El fiscal general José Gerez destacó que se trata de un hecho histórico y parte de un plan estratégico para neutralizar los puntos de venta, en coordinación con intendentes y el gobierno provincial.

Tras esta acción, las autoridades adelantaron que habrá operativos similares en Centenario y San Martín de los Andes, donde ya se identificaron inmuebles vinculados al microtráfico.

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Emilia Mernes deslumbró en Chile por su estilo y su ropa seductora

Emilia Mernes deslumbró en Chile por su estilo y su ropa seductora

 

La artista entrerriana Emilia Mernes volvió a dejar en claro que no piensa cambiar su estilo. Pese a las críticas, seguirá apostando por canciones comerciales y una estética de diva del pop. Y así lo demostró en su último show en Santiago de Chile, donde impactó con una seguidilla de vestuarios que la consolidan como una de las cantantes más fashionistas de la escena.

En el escenario, Emilia deslumbró primero con un conjunto negro de corpiño escotado y pantalón ajustado, con rayas blancas en los laterales y bordados con strass que formaban estrellas en la zona del busto. Luego, reemplazó el corpiño por un crop top de mangas largas, al tono con el pantalón, decorado con una estrella de lentejuelas en el centro. Completó este look con mitones y una boina intervenidos con los mismos detalles brillantes.

Para otro momento de la noche, cambió el estilo urbano por un body encorsetado blanco, bien ceñido en la cintura y con corpiño cónico, decorado con hileras de cristales y strass. Lo combinó con guantes largos blancos translúcidos y medias de red color nude, todo cargado de brillo.

El make up estuvo a la altura: delineado cat eye, cristales bajo los ojos, sombra blanca, rubor y labial nude. En el abdomen, dos estrellas plateadas pintadas completaron el toque artístico. Su pelo, suelto y con ondas voluminosas, reforzó la imagen glam.

En redes, la novia de Duki celebró el show con un mensaje para sus fans: “Gracias Chile por otra noche para el recuerdo, mi primer estadio en Santiago con ustedes. Los amo para siempre. ¿A quiénes veo en los próximos shows?”.

El posteo alcanzó casi 400 mil “me gusta” y cientos de comentarios llenos de cariño: “La reina de las reinas”, “Te amo” y “Hermosa sos” fueron algunos de los más repetidos.

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La persistencia

 

“Las ideas se nos ocurren cuando les place, no cuando nos place a nosotros. En efecto, las mejores ideas se nos ocurren de la forma en que las describe Ihering: fumando un puro en el sofá; o como Helmholtz afirma de sí mismo con exactitud científica: dando un paseo por una calle que asciende lentamente; o de forma similar. En cualquier caso, las ideas vienen cuando no las esperamos, y no cuando estamos cavilando y buscando en nuestros escritorios. Sin embargo, las ideas no vendrían a la mente si no estuviéramos cavilando en nuestros escritorios y buscando respuestas con apasionada devoción”. 

Max Weber. La ciencia como vocación

Las crónicas que aquí presentamos forman parte de un proyecto de investigación colectivo titulado “Cosas que funcionan”. La inspiración intelectual para el proyecto surgió mientras subía las empinadas cuestas de la comuna 8, en Medellín, Colombia. Había llegado allí guiado por un grupo de estudiantes de la Universidad de Antioquía que participaron en un taller de etnografía que dicté en Agosto del 2023. Luego del taller, me llevaron a visitar una biblioteca popular, una granja ecológica, un local que alberga a un grupo de mujeres que se organiza contra la violencia de género, y a un grupo de jóvenes dedicados a la producción musical. Los riesgos a los que están expuestos los habitantes de la comuna son muchos y muy variados: peligros ambientales, pobreza material, violencia estatal y paramilitar, etc. Pero el grupo de estudiantes y los activistas barriales dirigían mi mirada sociológica, entrenada en el examen de la producción y reproducción del sufrimiento y la dominación social, hacia otro lado. Querían que prestase atención a lo que estaban organizando para tener una vida mejor en condiciones que ellas y ellos no podían controlar: “Aquí va a ir el librero, una vez que pavimentemos el piso,” “Mire esta lechuga, no usamos químicos,” “Con este pequeño molino, producimos algo de energía…” 

Sentí que dirigían mi atención hacia un tema con el que yo estaba menos familiarizado: la dinámica y las condiciones de posibilidad del éxito de iniciativas de base. Es cierto, como bien decía Weber, que las ideas surgen mientras caminamos. También es cierto que estas emergen luego de muchas cavilaciones y lecturas. Pero lo que no dice Weber es que estas también pueden florecer en compañía de, y en diálogo con, otras y otros.

No sólo la génesis del proyecto “Cosas que Funcionan” fue colectiva. También lo fue su ejecución. Compartí la idea inicial con un grupo de estudiantes y profesores de la Universidad de los Andes  en Bogotá y la Universidad de Antioquia, en Medellín y de la Universidad de Texas, Austin, en Estados Unidos: Buscaríamos indagar sobre intentos colectivos por mejorar la vida en común – esto es iniciativas que, localizadas en alguna zona marginada del continente, estuviesen logrando cierto grado de éxito (entendido éste como la capacidad de durar en el tiempo, de aumentar la cantidad la gente que participa en ella, y/o de mejorar en algo la calidad de vida a los habitantes de la comunidad en la que está ubicada). Investigaríamos esos casos etnográficamente. Luego procuraríamos escribirlos bien: contaríamos lo que allí sucede de tal manera que, como dice Katherine Boo (2007:14), los lectores “terminen las historias y quizá les importe algo más que un comino”. Contribuiríamos así a forjar unas ciencias sociales que escriban mejor, menos oculta en jerga academisista que suele esconder la flojedad de los argumentos y la escasez de evidencia empírica.

La invaluable guía del periodista anfibio Ernesto Picco fue central en este esfuerzo narrativo. Ernesto escuchó un resumen de cada caso y dirigió los talleres en los que discutimos varias versiones de los textos que hoy presentamos. Pacientemente ablandó nuestras rígidas convenciones narrativas (forjadas en las ciencias sociales) y nos propuso formas alternativas de contar lo social. 

***

Cientos de habitantes de zonas marginadas de América Latina participan en organizaciones comunitarias que tratan de hacer su vida cotidiana más “habitable”: más asequible, menos precaria, más pacífica, menos contaminada, menos limitada, etcétera. Trabajan en despensas de alimentos, huertos agroecológicos, colectivos contra la violencia interpersonal y grupos que luchan contra la contaminación ambiental. Sin embargo, la dinámica relacional de estas iniciativas comunitarias de base no es muy conocida. ¿Cuáles son los procesos que fomentan el éxito (siempre precario por cierto) de estas iniciativas? En contextos tan adversos, ¿cómo son capaces de persistir en el tiempo y contribuir a una vida mejor para la comunidad donde echaron raíces?  

América Latina se caracteriza por niveles altos de desigualdades sociales, económicas, étnico-raciales y ambientales. Pero también son reconocidos sus poderosos movimientos en favor del cambio, que van desde destacados movilizaciones indígenas y sindicales (como los de Ecuador, México y Bolivia) hasta vibrantes movilizaciones ciudadanas, estudiantiles y feministas (como las de Colombia, Chile y Argentina). América Latina es, al fin y al cabo, tan desigual como beligerante. 

Las acciones colectivas extraordinarias a menudo cristalizan en organizaciones comunitarias duraderas que persisten en el tiempo: una invasión de tierras se convierte en una cooperativa de viviendas; una protesta contra una fuente de contaminación se convierte en un colectivo de salud; una manifestación callejera espontánea contra el hambre resulta en un comedor popular. Aunque estas iniciativas ordinarias no aparecen en los titulares de los periódicos ni en las redes sociales, suelen durar más que las acciones colectivas más transgresoras y episódicas.

Sabemos bastante sobre la dinámica de la beligerancia popular (la combinación de redes, organizaciones, oportunidades políticas y marcos de acción que impulsan su aparición y desarrollo), pero conocemos muy poco de lo que queda después de que el calor de la acción colectiva se enfría y el ciclo de noticias sigue su curso. En muchos casos, la protesta masiva da paso a organizaciones comunitarias eficaces que proporcionan alimentos, vivienda, protección, etc. a quienes viven en lo más bajo de la escala social. 

La perpetuación de la exclusión y/o la marginación ha sido, por muy buenas razones, el principal foco de preocupación empírica y teórica en las ciencias sociales. Sin embargo, creemos que hay mucho que aprender sobre las iniciativas colectivas de base que intentan generar vidas florecientes (es decir, más libres, menos miserables, menos opresivas). Este conjunto de crónicas ofrece una primera mirada a iniciativas poco conocidas y espectaculares, a la forma que estas adquieran y a la secuencia de acontecimientos que condujeron a su surgimiento y persistencia. 

Quizás resulte paradójico, y hasta un tanto ingenuo, concentrar la mirada sociológica y el esfuerzo narrativo en “cosas que funcionan” justo en un momento como el actual, en contextos políticos que atentan contra acciones colectivas como las aquí narradas de manera sistemática. No es un impulso romántico ni populista lo que nos llevó a indagar y escribir sobre estas experiencias. La necesidad de registrarlas se derivó tanto de la desesperación y la angustia que sentimos frente al sufrimiento social como de la esperanza que estas iniciativas iluminan.

La entrada La persistencia se publicó primero en Revista Anfibia.

 

Agua limpia es agua llorada

 

Un río no nace de la nada ni acaba en la nada. Tiene voluntad, fuerza y destino. Quienes lo defienden también. 

Preámbulo: ríos vivos, ríos muertos 

Aquí hubo un peladito que se murió por esa agua. Ese niño tomó agua sucia y después se murió

Y también la niña de por allá. 

Ya acá van como tres muchachitos que se murieron por eso. 

Ah, y la hija de una señora de por acá también se murió por el agua. A esa niña decían que se le caían los pedazos de piel, horrible, como si tuviera lepra. 

Las voces de las mujeres se superponían unas a otras para contar las historias de los niños que, al parecer, habían muerto después de meterse al agua sucia de los canales y arroyos que rodean algunas zonas rurales del municipio de María la Baja en la región conocida como los Montes de María.                                    

Ese día, una mañana caliente de 2023, visitaba por primera vez la comunidad de Suprema, uno de los muchos caseríos del área rural de María la Baja. Suprema: el lugar que por mucho tiempo no tuvo nombre, ni censo, ni ubicación en el mapa. 

Julián* era el único hombre en la reunión. Llevaba pantalones negros de sudadera gastados en las rodillas que se amontonaban en sus botas de caucho. Nada cubría su pecho, solo una camiseta blanca colgada en el hombro, que usa de vez en cuando para hacerse camino entre la hierba o espantar a los mosquitos. Acababa de llegar de trabajar en la parcela que comparte con otras familias que viven en Suprema. Estábamos todos sentados en unos pequeños pedazos de llanta clavadas en la tierra. Al lado, la única manifestación evidente del Estado: un aviso que anunciaba “Zona WiFi”. La esposa de Julián, Emilia*, no se sentó. Se quedó de pie, atenta a si su padre enfermo la necesitaba o si sus nietos pequeños se salían de la casa.

No sería la última vez que escucharía sobre los niños muertos por el río. Es una historia que se repite cada tanto, un relato para mostrar a extraños, como yo, la magnitud de la contaminación. 

Esa agua es la que enferma a los niños, me han dicho varias veces. 

Quienes viven en Suprema y zonas cercanas dicen que este canal nunca es el mismo. Todo depende de la época del año. Si se mira cuando riegan el cloruro de potasio, el magnesio, el bórax o el calphos sobre el monocultivo de palma, ubicado tan solo unos metros al sur de los hogares de cientos de familias, el río será indistinguible del verde de las montañas, oscuro y espeso, como si guardara todos los secretos de la naturaleza. 

El agua, si se la toma, vaya pa’l baño inmediatamente. Eso tiene una nata roja a veces, eso no se veía antes. Allá en el verano todo el mundo iba a coger su agua por allá por la palma. Esa nata roja son los insumos, me dijo en ese momento Julián.

Si se mira en otro momento, el arroyo se verá más ligero, de un tono más claro que imita el color de la arena. Y así, por temporadas, se va transformando. Dicen que a veces mata y a veces no. 

Hay algo de este cambio que llama la atención. En todo el proceso, el canal de agua no se mueve. No es caudaloso, no tiene corriente. Por el contrario, está quieto, como si el agua estuviera atrapada hace mucho, tratando de salir. 

Además de la contaminación que los habitantes atribuyen a los insumos de la palma, el agua en las veredas de María la Baja se ve afectada por la ausencia de un buen sistema de acueducto. Para Julián, uno de los mayores problemas es que las aguas que contienen desechos de humanos y animales se terminan mezclando con el agua que llega a las familias. Dice que esto sucede porque, en sus palabras, el agua camina. La gente no sabe eso, no les gusta aceptarlo, pero el agua es la misma por debajo, toda la misma. Si por un lado hay desechos y por el otro lado agua limpia, algún día se van a encontrar, ¿sí me entiende? Todo está conectado. 

Julián hace parte de la Mesa del Agua, una organización dedicada a la defensa de las fuentes hídricas en Montes de María. Junto con los líderes sociales de otras comunidades, lleva años trabajando para mejorar el acceso y la calidad del agua en Montes de María. 

Cuando le pregunté si el agua siempre fue así, me respondió con un gesto de negación. Cuando yo era niño, yo visitaba la represa, yo siempre pasaba por allá cuando iba con mi papá a la parcela. Era clarito, era un río vivo. También, si uno necesitaba agua, abría un ojito en cualquier lugar y salía agüita limpia. Esa era agua viva. La de acá ya está muerta.  

Nacimiento  

Un río nace de muchas formas: del goteo de un glaciar, de la ruina de un nevado o del desbordamiento de un lago. Acá, en Montes de María, el agua nace de la tierra. Cuando llueve, se filtra al interior de la alta montaña por medio de los resquicios de las rocas. Hace un hogar en el subsuelo y espera un tiempo para volver a salir. Cuando está lista, cae.  

***

El nacimiento de la Mesa del Agua no se puede contar sin referirse antes a la llegada de los monocultivos a Montes de María. Quien mirase esta región desde arriba se llevaría varias sorpresas. La primera es que, pese a su nombre, las montañas no son lo primero que se ve. Hay que afinar el ojo y buscarlas entre la bruma. Lentamente, ciertos picos, donde se riega el sol, irán apareciendo. La segunda es que hay un paisaje quizás más imponente que cualquier monte, algo que inmediatamente jala la mirada. Se trata de los cientos de hectáreas de monocultivos, especialmente de palma africana, o palma de aceite, que han invadido el suelo del Caribe colombiano. Aunque su magnitud da la impresión de haber nacido junto a las montañas, de estar ahí desde siempre, se trata de una especie nueva, un vecino incómodo que poco a poco se fue comiendo todo a su paso.

Para existir y crecer, la palma de aceite necesita temperaturas entre los 27ºC y los 35ºC, riqueza orgánica del suelo, un nivel de humedad preciso y, sobre todo, abundante agua. Montes de María, una tierra que se extiende sobre el Caribe colombiano, cumple con todas estas características e incluso es conocida como uno de los ecosistemas más privilegiados de la región. Su mezcla entre bosque seco y bosque húmedo tropical, la fertilidad de los suelos y los nacimientos de agua que dan lugar a más de 1.349 zonas de humedales hicieron de este lugar un destino perfecto para la expansión de la palma y otros monocultivos.

Acá crece lo que usted siembre, escuché alguna vez de alguien que se sentía orgullo a la vez que se lamentaba de haber nacido en la tierra que todo lo da. 

La riqueza de estos suelos ha sido también su maldición. 

***

Tener mucho es también perder mucho. Eso cree Catalina*, líder comunitaria y otra de las integrantes de la Mesa del Agua. Acá tenemos toda el agua pero no tenemos nada. ¿Cómo es eso posible? ¿Cómo nos dejamos robar así?, se pregunta a sí misma mientras pela el ñame, un tubérculo de clima cálido, para después ponerlo a hervir, suavizarlo, sazonarlo y servirlo con arroz y carne.  

Catalina ronda los cincuenta años y vive en otro corregimiento de María la Baja. Su rostro no da pistas de su edad. Sí sus ojos. Y sus manos. Callosas y secas, parecen haber forjado muchos mundos. Cuando la conocí, charlamos en su lavadero mientras restregaba con fuerza el montón de ropa de su familia. El lugar en el que lava, así como su casa, lo construyó ella misma, ladrillo a ladrillo, teja por teja. Fueron sus manos, también, las que labraron el pequeño cultivo de hortalizas que tiene detrás del lavadero y, junto a muchas otras, la carretera que pasa frente a su casa. Nosotras mismas hicimos esa carretera. Si nos hubiéramos quedado esperando, acá seguiríamos. 

Catalina tiene una mirada que es común aquí. El tipo de mirada que ya no parece sorprenderse con nada, que quizás ha visto demasiado y ahora solo busca limpiarse, botar por los ojos todo eso que le sobra. 

***

¿Cómo y por qué nació la Mesa del Agua? Entre 2006 y 2010, varios de los campesinos desplazados por la violencia empezaron a retornar a Montes de María. Volvieron, sin embargo, a un hogar que ya no era suyo. Sin tierra, sin agua y en comunidades fracturadas. 

Yo recuerdo la primera vez que me di cuenta de lo que la palma le había hecho a este lugar, dice Catalina. 

Una madrugada, hace años, mientras daba una caminata, notó un color inusual en la represa que solía visitar. Olía fuerte, como a químico, un olor feo, feo. Ese día se quedó pensando ¿qué pasó con el agua? Si esto estaba lleno de peces, si eso era clarito. Volvió cada semana, como de costumbre, y cada vez la escena empeoraba. En una de esas visitas, vio el agua negra a lo lejos y, a medida que se acercaba, empezó a notar pequeñas figuras flotantes. Eran decenas de peces muertos tendidos sobre la superficie. Pronto descubrió que los agroquímicos que necesita la palma para crecer estaban llegando a los ríos y fuentes de agua cercanas, contaminándolas y matando todo rastro de vida a su paso. Tanta palma hay que es que incluso ya se metieron a los ríos de las comunidades, ya hay palma en los ríos, dice Catalina. 

Con el paso del tiempo, Catalina empezó a notar que lo mismo sucedía en otras comunidades cercanas. En cada uno de estos lugares, había líderes y grupos que ya estaban emprendiendo acciones para responder a la gran pregunta: ¿Qué pasó con nuestra agua? Entre la llegada de los monocultivos y la ausencia histórica de infraestructura pública, la respuesta a esta pregunta siempre será más difícil de lo que parece. 

La privatización y contaminación del agua es, de muchas formas, el reflejo de una mala gestión del gobierno local y de una historia de desprotección a las comunidades rurales. En la mayoría de municipios de Montes de María no hay un acueducto que llegue a las zonas rurales. Muchas de las cabeceras municipales utilizan fosas sépticas y las veredas más alejadas reciben agua que proviene de fuentes hídricas que no tienen tratamiento para hacerla potable. Es un agua que no es agua, un agua “cruda”, como la llaman algunos.

Con el apoyo de la coalición OPDS (Organizaciones de Población Desplazada, Étnica y Campesina) y la Corporación Desarrollo Solidario, dos organizaciones que articulan redes y comunidades campesinas en Montes de María, se fundó la Mesa del Agua. Oscar*, uno de los primeros miembros, insiste en que esta Mesa es solo la continuación de una larga lucha por el derecho al agua. Antes se hacía de una manera un poco aislada, se estaba dando en otras comunidades, en muchas más. Todos veníamos luchando por lo mismo, pero de forma desarticulada. 

La movilización no era nueva para gente como Oscar o Catalina. Todos los fundadores eran parte de organizaciones o esfuerzos colectivos en sus corregimientos, de modo que la Mesa no era más que una manera de formalizar esos esfuerzos que llevaban años anclados a las comunidades campesinas. Catalina, por ejemplo, tiene una trayectoria de más de veinte años en múltiples procesos barriales, organizaciones de mujeres y grupos de líderes rurales. Lo que hizo la Mesa, más que crear un movimiento, es darle una unidad, un nombre y una forma a acciones que llevaban años ejecutándose de manera invisible.

Con el tiempo, la Mesa llegó a reunir más de doce organizaciones y comunidades, convirtiéndose en una de las mayores redes de defensa del medio ambiente a nivel local. Debido a la cantidad de procesos involucrados, se decidió crear un “grupo dinamizador”, donde líderes de cada una de estas organizaciones y comunidades participan en la toma de decisiones. Esta estructura le ha permitido a la Mesa participar en acciones de protesta, articular a las organizaciones ambientales de distintas veredas y tener una voz activa en las negociaciones con el Estado o gremios empresariales. Ha sido un camino importante, nada fácil. Yo siempre he intentado estar ahí, dándole, pero a veces es difícil. Ahí vamos.  

Catalina recuerda dos grandes logros.      

El primero, en 2019, cuando la Mesa pactó un acuerdo con el sector arrocero para proteger algunos puntos del distrito de riego. En sus palabras, fue de esos momentos en los que se vio que hicimos algo. El segundo, también en 2019, cuando miembros de la Mesa y de otras organizaciones campesinas decidieron cerrar las compuertas de un distrito de riego como acto de protesta. Si ellos no podían tener agua, la palma tampoco.    

Estos dos eventos quizás se sintieron como logros después de años de lidiar con lo que algunos consideran un fracaso: la sentencia de 2014, el hito que se ha sentido como la mayor victoria y el mayor fracaso. Debido a los ríos secos y el agua contaminada, la comunidad de Suprema forjó alianzas con organizaciones nacionales para presentar una demanda contra el Estado por la vulneración de su derecho al agua. En julio de 2014, el Tribunal Administrativo de Bolívar emitió una sentencia en la que ordenaba a la alcaldía suministrar agua potable y limpia a las veredas que lo necesitaran. 

Después de la sentencia, pasaron como dos años en los que llegaba un camión lleno de agua y acá se repartía. 

Qué vas a decir que dos años, eso fueron unos mesecitos y ya.  

Yo ya ni me acuerdo, ese camión nunca volvió y pa’ mí es como si no hubiera existido. 

Curso alto

Cuando el agua empieza su recorrido, debe escoger por qué montaña bajar. Después de eso, cruzará invicta, se le abrirá el paso y el monte la escupirá al otro lado. 

En el río cabe todo y todo se va con él. 

En su recorrido, se enredan en el agua los mitos que les cuentan a las niñas antes de dormir. Además de los arroyos, la única que puede cruzar el monte es María de las Montañas Arzusa, una guerrera indígena que solía transitar por la selva con su perro negro. Recorrió todos los rincones, no se asentó en ninguno. Por eso esta tierra lleva su nombre: los Montes de María.

***

Era una noche sin alumbrado público ni luces en la carretera. Tampoco había luna. Una oscuridad profunda fue lo que muchos recuerdan del 29 de octubre de 2018, cuando a las dos de la mañana decidieron dejar sus casas y unirse a una caminata pacífica. Aunque la Mesa del Agua no era uno de los organizadores, muchos de sus integrantes se unieron para apoyar la marcha. Según el comunicado publicado días antes de esta protesta, el objetivo era caminar hasta la Gobernación de Bolívar para exigir el cumplimiento de acuerdos pactados años atrás con las comunidades rurales de la región. 

Marchaban con varios reclamos, desde derechos de las mujeres hasta reparación a víctimas del conflicto armado y la calidad del agua. Esa madrugada, los marchantes salieron con hijos, nietos y pancartas enormes. Los seguían muchachos en bicicleta y algún conductor que se ofreció a llevar a las mujeres mayores en su combi. Habitantes de distintos corregimientos se iban encontrando en la troncal para caminar hacia la gobernación, después de pasar semanas sin agua ni luz. 

En medio de la caminata, varios tuvieron que parar para descansar, tomar agua y consolar a los niños que lloraban porque les dolían los pies. Fueron 65 kilómetros en 16 horas de caminata.

Julián y su familia suelen hablar con frecuencia de la marcha. Se trata de un evento que se menciona cada tanto en conversaciones y que parece guardar un lugar especial en su memoria y en la de Emilia, su esposa. 

Para Julián, por ejemplo, significó una lucha por el cumplimiento de la sentencia. Pese a que la caminata a la gobernación reunía múltiples causas y la Mesa no la conducía, Julián enfatiza que allá fuimos sobre todo a pedir el cumplimiento de la sentencia y a pedir agua limpia para las comunidades. 

Cuando llegaron, Julián recuerda que el gobernador prometió llevar agua y reparar la luz en varias comunidades rurales de María la Baja.  

La luz volvió días después. El agua aún la están esperando. 

Emilia, la mujer de piel brillante y sonrisa impoluta, la que a pesar de sus casi cincuenta años mantiene un gesto inocente en su rostro, recuerda que ese 29 de octubre llevó, junto con otras mujeres de su vereda, ollas llenas de comida para asegurarse de que todas las personas se alimentaran durante el trayecto. Más allá del contenido de los carteles, de las arengas o de los temas que se reclamaban, Emilia recuerda ese como un momento que rompió su rutina, pues no suele salir mucho de su casa, mucho menos a un lugar tan lejano como la gobernación, ubicada a la entrada de la ciudad de Cartagena. En ese momento tuvo que llevar a sus hijos y recuerda que muchas mujeres debieron hacer lo mismo. Me fui con los niños pequeños (…) ellos se cansaban y entonces tocaba subirnos en moto o en bus para avanzar (…) pero claro, fue una experiencia bonita. 

Curso medio 

Cuando se estabiliza, se dice que un río está en el curso medio. Su cauce y su caudal se ensanchan, dándole al agua más poder para moverse. 

***

Hace años, la comunidad rural de Camarón, en la alta montaña de los Montes de María, se vio en una situación crítica: el agua no llegaba y se enfrentaban a una gran sequía. 

Sin agua no hay nada, no hay comida, no hay pa’ cultivar, nada. 

Sin agua, sin comida y sin sostenimiento, en uno de los veranos más retadores que recordaban, la comunidad inició la construcción de un acueducto comunitario. Varios líderes rurales fueron desde sus veredas hasta Camarón para ayudar en el desarrollo del acueducto. 

Camarón es un espacio de tránsito para muchos. Lo que queda entre un municipio y otro, un punto entre algo y otro algo. Para pocos, una comunidad de pocas familias, Camarón es el mundo entero. ¿Puede existir algo más allá de esa selva que ocupa todos los rincones de la mirada? 

Para hacer el acueducto, debe subirse la montaña y cavar la tierra hasta encontrar el agua subterránea. Cuando se asoma un ojo de agua, es necesario seguir cavando para expandirlo hasta tener un pequeño pozo. Después de comprobar que tenga una buena profundidad, se sumergen las mangueras para que, con ayuda de la gravedad, el agua se transporte a los tanques, donde se conserva y se distribuye a los hogares mediante baldes o mangueras más pequeñas.   

La mejor forma de identificar estos pozos enterrados es estar atentos a si la tierra llora. Cuando en el suelo húmedo se hace un pequeño hoyo y sale un chorrito de agua, ahí es. Agua limpia es agua llorada. Mira cómo llora esa orilla de allá, son puras lágrimas dice un habitante de Camarón en un video publicado en Youtube. Lo dice mirando a la cámara con la frente goteando sudor. Toma una taza, la pone debajo de las lágrimas, la llena y se la toma. 

Aunque el acueducto ha tenido sus retos, especialmente en épocas de sequía y por los obstáculos que implica mantener el agua libre de mosquitos, basura o desechos, ha permitido a la comunidad de Camarón darse su propio sustento mientras se cumplen las promesas de la alcaldía y la gobernación. El acueducto no es suficiente para abastecer a los patios productivos o parcelas de los pequeños campesinos. Sin embargo, en los últimos años ha permitido compartir un agua de panela en la mañana, lavar las mazorcas para hacer envueltos de maíz, disfrutar de un baño antes de dormir, limpiar una herida o refrescar la garganta mientras, en una hamaca, se espera la llegada de las lluvias de octubre.

Curso bajo 

Acercándose a un destino, el río baja su corriente y velocidad. Invisible ante los ojos de muchos, persiste. 

***

Un grupo de mujeres, casi en fila, camina sosteniendo baldes de agua. A veces descalzas, a veces en chanclas, pero siempre con un perfecto manejo del equilibrio. El recorrido toma al menos una hora, dependiendo de dónde haya agua limpia. Si se tiene suerte, algún pozo se habrá llenado con la tormenta de la noche anterior o habrá llegado el camión que cada tanto se encarga de traer agua. Si no es así, el recorrido se hace hasta alguna montaña, o hasta donde se entrevea una superficie acuosa. La mayoría de las mujeres hacen este camino varias veces a la semana. Si tienen hijos e hijas adolescentes, mejor. Más baldes por cabeza. Las madres de recién nacidos deben ir todos los días. Si un mosquito se posa sobre el balde de agua o si le cae algún pedazo de comida, no es mayor problema para un adulto, pero al parecer lo es para un bebé. Los bebés solo se bañan con agua nueva, escuché algunas veces. 

Hay veces que a los hombres no les importa tanto el agua porque solo se bañan y se van a trabajar y ya… Pero nosotras nos quedamos acá y tenemos que hacer todo con el agua. Bañar a los niños, cocinar, bañarnos nosotras. Por eso creo que somos más conscientes de eso, dice Emilia, quien hoy, como todos los días, debe estar pendiente de su padre, quien está enfermo y depende de sus cuidados para vivir. Madruga a las 4 a recoger el agua, cuando su familia aún duerme y nadie la necesita. Al volver, su esposo, ya despierto, sale a trabajar en la parcela. Emilia descarga los baldes de agua y los distribuye en pequeñas cubetas entre la cocina y el baño. Debe alcanzar para dos días, al menos para cocinar y bañarse. ¿La loza y la ropa? Eso se puede hacer en el canal.

Camina con Julián hasta la parcela, a una media hora de su casa, y recoge algo de su cosecha para preparar el almuerzo. Vuelve a la casa y alista el uniforme de los niños. A cada camisa, tres en total, Emilia les plancha el cuello con almidón. Se sienta por un momento, toma aire y escucha los sonidos de su padre al despertar. Se levanta. Ahora sí, dice. Ahora sí comienza la jornada. 

La rutina de Emilia se repite en cada hogar ubicado en zonas rurales. Las mujeres, en su mayoría, son quienes deben encontrar el agua limpia, recogerla, distribuirla y hervirla si es necesario. 

Si todos aquí estamos preocupados por el agua, ¿por qué no todos nos hacemos cargo de conseguirla? Mucha lucha y mucha reunión por allá, pero en el día a día, las que hacemos todo para llevar agua a nuestros hogares somos nosotras. Emilia y sus vecinas han intentado tener conversaciones con los hombres de la comunidad para hacerlos conscientes de la inequitativa carga en la gestión del agua. Una de ellas le muestra todos los días a su esposo su hombro dislocado, producto de cargar baldes pesados con tanta frecuencia. Mira, el agua que tú te tomas es por esto. Sin embargo, ninguna ha visto un cambio drástico en la forma como se divide este trabajo. 

Al preguntarle a Emilia si pertenece a la Mesa del Agua, me responde que ella se siente parte. Casi no ha asistido a reuniones, ni hace parte del grupo dinamizador. Su labor diaria por el agua y su experiencia vital en su comunidad parecen ser suficientes razones. 

El espíritu de la Mesa no se agota en un líder, una marcha o una reunión. Esta coalición existe para representar a las comunidades sin agua y, en ese sentido, lo que se haga allí, en la minucia del actuar diario, es una extensión de su trabajo. 

Los días en que el canal toma un color más claro son los días de descanso para Emilia y sus vecinas. Ya no toca caminar kilómetros. Solo basta con ir, llevar la ropa y los platos, lavarlos allí, y devolverse a la casa. A veces, sin embargo, las lavadas se extienden. Las amigas se encuentran, meten los pies al agua, chapotean, hablan. Si hace mucho calor, se meten al agua. Por un momento, al sumergir la cabeza, no hay otra realidad más allá de esa. No existe la palma, ni el balde pesado de agua, ni un padre enfermo. Solo una corriente que acaricia el cabello.  

Estiaje   

Se sabe que los ríos eran grandes repositorios de cuerpos. Después de alguna masacre o ante una desaparición, el río más cercano al hecho era el primer lugar de búsqueda. Dicen que, en época de sequía, cuando el río estaba en su nivel más bajo, era normal que oliera a carne podrida, como los animales muertos de la carretera, o a metal, como una mano después de agarrar monedas.

Si no llueve, el río se apaga. A ese bajo caudal se le llama estiaje. 

***

Desde 2018, dicen algunos, otros dicen que desde 2021, grupos armados ilegales nacidos de las cenizas de organizaciones paramilitares han tenido una presencia sostenida en algunos municipios de la zona. Para muchos de sus habitantes, esto es solo una continuación de una guerra que nunca terminó. Para otros, sin embargo, estos grupos simbolizan una nueva etapa en la historia de conflicto, una que muchos aún no entienden del todo. 

Muchos de los integrantes de estos nuevos grupos son parte de las mismas comunidades. Son vecinos, hijos, nietos o hermanos de alguien. Viven allá, se visten como los demás, van a las ferias y fiestas. Por esa razón, nunca se dice el nombre de este grupo en voz alta. Se susurra o se dice como quien cuenta un secreto. Se habla de ellos con una seña hacia la montaña, donde en los noventa se resguardaban los campamentos guerrilleros y paramilitares. 

***

Es agosto de 2023 y voy a visitar a Catalina. Está sentada en su patio, con unas chanclas rosadas llenas de polvo y un camisón morado. Ha pasado más de un año desde que se declaró un paro armado de dos semanas en varias regiones del país, incluyendo Montes de María. El paro consistió en ordenar un toque de queda absoluto en todos los municipios. Ningún carro podía pasar por las carreteras después de cierta hora y nadie podía salir de su casa, a menos que lo hiciera en horarios específicos para comprar comida o medicinas. 

Este paro demostró una autoridad que, hasta ese momento, permanecía aún velada. Yo llevaba diciendo desde hace años que esa gente estaba acá y a mí nadie me creía. El año pasado usaron ese paro para intimidarme y tratar de callarme, dice Catalina. 

Cuando el paro terminó oficialmente, dos miembros de un grupo armado llegaron a la cuadra de la casa de Catalina. Parquearon la 4×4 en su puerta. Caminaron un rato y, después de unos minutos, anunciaron que el paro se extendía, no para todo el pueblo, sino únicamente para esa cuadra, la cuadra de Catalina. Por las noches, después de unos tragos, paseaban la camioneta de lado a lado y hacían relinchar las llantas contra el suelo.

Catalina estuvo encerrada más tiempo que los demás habitantes de su corregimiento. Cada mañana, les pasaba a los hombres el desayuno y el café. Se daban los buenos días y ella volvía a su patio. Desde allá, a veces sus ojos se cruzaban con los de ellos y, en medio del encierro, compartían una mirada. 

Desembocadura 

El destino de un río es el mar. 

Al llegar al estuario, el río no muere, solo aprende a ser otra cosa.

***

Catalina ha tratado de ser menos visible. Y no es la única. Me explicó que uno de los líderes más prominentes de la Mesa no había vuelto a aparecer nunca más. A ese señor quién sabe qué le hicieron, él era un miembro activo de esto y ya nunca volvió, desde hace años no va… Él participa en otros procesos, pero en este no, no en la Mesa del Agua. 

En los últimos años, me cuentan algunos líderes de la región, la Mesa ha estado más quieta que de costumbre. Cada tanto, hay una breve comunicación entre los miembros del grupo principal. Un mensaje de Whatsapp, un archivo reenviado, una reacción en un chat grupal. Algunos prefieren mantener un perfil bajo, otros simplemente están cansados. 

¿Significa eso que la Mesa está desapareciendo? 

Pese a todo, Catalina sigue asistiendo a las reuniones de su barrio, está en contacto con otras organizaciones y redes aliadas de la región. Sigue visitando las represas, maravillándose con el agua de su tierra, reuniéndose con líderes y funcionarios. Cuando alguien necesita de ella, sus puertas se mantienen abiertas.  

Las mujeres de las veredas rurales de María la Baja siguen gestionando el agua para su comunidad. Poco a poco, se reconocen a sí mismas como defensoras del agua y levantan a una nueva generación para que conozca y proteja las fuentes de vida. 

Los habitantes de Camarón siguen inventándose su acueducto cada día. Con líos, con angustias, siempre a la espera de la lluvia para que la montaña siga llorando. 

Quizás la mayor potencia de la Mesa del Agua es que nadie depende de ella para ser y hacer. Puede vaciarse, bajar su corriente y volverse a llenar. Su base, sólida, la precede y la excede. Se mantiene a pesar de ella. 

*Los nombres de los personajes de esta crónica, así como otros detalles, han sido modificados para garantizar la anonimidad. 

La entrada Agua limpia es agua llorada se publicó primero en Revista Anfibia.

 

Minería en territorio sagrado

Minería en territorio sagrado

 

Llegué a Gavilán luego de atravesar, por cerca de ocho horas, la vastedad del Orinoco. El río embestía la lancha. La hacia brincar y craquear. Si se navega río arriba, es decir, a contracorriente, al lado derecho puedes sentir el verdor imponente de la selva colombiana, rodeado de un cantar de loros, ranas y otras cosas ocultas. Al izquierdo, con corozos, jobos, ceibas y algunos árboles de caucho, densos y amuñuñados, estirándose hasta casi rozar el cielo, se entrevé la porción del Amazonas que dicen es venezolana. Ese límite, esa frontera que mantiene al Orinoco en tensión, define la forma de vida en las comunidades y asentamientos –indígenas y criollas– a lo largo de su cauce. 

El cielo se derretía sobre la crudeza del agua marrón. Como atraído por los raudales, el río nos movía a mayor velocidad; en algunos momentos, cuando su temperamento se apaciguaba, Enrique, el motorista, el capitán de alquiler, apretaba la guaya y el bongo dejaba una estela de humo negro con olor a gasolina y aceite quemado. Otra cicatriz más en el Orinoco. 

Era mi primer viaje a Gavilán. El reflejo de los árboles en la superficie del agua me llevaba atrapado cuando un encontronazo repentino con un grupo de militares me sacó del trance. Salieron de la nada. Al verlos despegarse y brotar de las sombras de la selva, entendí por fin el sentido del franjeo verde y negro de los uniformes. Navegaron en una línea recta para bloquearnos, y llevando las manos a sus fusiles, dejaron salir un buenos días con tufo a amenaza. Enrique, con su verbo veloz engatillado en la lengua, explicó que íbamos camino a Gavilán, y el militar le preguntó la ruta que íbamos a tomar como una forma de verificar. Inspeccionó nuestro bote y al notar que solo había comida y algunos maletines, murmuró que podíamos seguir. Avanzamos y ellos se fundieron de vuelta en la selva. 

¿Por qué la hostilidad hacia la lancha? ¿Qué podría ser tan amenazante o apremiante para que los militares se acercaran al bote de esa manera? Solo semanas después lo entendería. 

La mirada va al frente

Llegamos a Gavilán al final de la tarde del 14 de mayo. Temporada de lluvia. Las aguas del río empezaban a crecer y eso nos permitió acercarnos al puerto de la comunidad. Los zancudos, que no tienen temporada, se posaban sobre la ropa y atravesaban la tela como mineros encontrando una nueva veta de oro. Enrique me advirtió mientras caminábamos a la comunidad:

―Ya no estás en la ciudad. Aquí la comida es del día. No hay luz ni nevera ni nada de esas cosas que ustedes usan por allá… Al pescador que les traiga pídele que sea pescado de piel, no de escama.

Creí que era uno de los chistes por los que su pueblo, los Uwottüja, que además de ser conocidos por cultivar la yuca, la manaca, el copoazú y el seje, tienen una fama de cosechar humor de la cotidianidad. Enrique hace allí algunos días hace de pescador, otros de motorista de bote, de entrenador de fútbol, y algunos otros como miembro de la Asociación de Gavilán –ASOGA– la organización comunitaria que busca mediar los asuntos públicos en ese territorio hostil y singularísimo. Yo sostuve la recomendación en tensión en mi mente por algunos días hasta que me atreví a preguntar por qué había que pedir el pescado de piel y no de escama. La respuesta me vendría de parte de Franco, el director de ASOGA: 

―Sabemos que el río está cada día más contaminado por el mercurio que los mineros usan para sacar el oro. Dicen que el pescado de piel no absorbe tanto el mercurio y que el de escama lo absorbe más. 

Su presencia serena me hizo entender sin alarma que el pescado, su principal y tradicional alimento, estaba transformándose en algo diferente, tóxico y nocivo. Para el momento de mi visita Franco estaba en sus cincuentaipico. Solo algunos retazos blancos en su cabello develaban su edad. Vestía con botas de caucho negras de suela amarilla, camisa de mangas largas para cubrir sus brazos y una gorra que tapaba hasta sus cejas, que usaba como queriendo evitar ser reconocido; pero todo lo contrario, por donde caminaba, la gente levantaba la mano y algún intercambio se producía. Franco era presentado como el ocurrente y bromista del grupo. Pero cuando su tono cambiaba, como hablando del pescado, o del territorio, o de la minería, había que escucharlo pues ya había previsto algo que pocos podían. 

Entrando a Gavilán

Para entrar a Gavilán tuve que pedir varios permisos: al cacique, quien es la máxima autoridad; al capitán, que se encarga de dar consejo al cacique y acompañarle; al consejo de ancianos, que se reúne para discutir los asuntos cruciales de la comunidad; a los líderes comunitarios de ASOGA, quienes hacen de puente entre ese el mundo de tradiciones ancestrales, la vida comunitaria y las instituciones burocráticas del mundo político que viene de afuera. Los integrantes de ASOGA se describen como haciendo una tarea titánica, como si gestionar la vida comunitaria indígena contemporánea pudiese describirse como la construcción de un puente sobre el Orinoco. Se mostraron abiertos a recibirme, pero solo hasta que las autoridades tradicionales se reunieran conmigo, me entrevistaran, y meditaran su decisión. Debía esperar a su permiso para conocer el resto de la comunidad y a sus miembros.

Fui a Gavilán a iniciar un trabajo de campo sobre la salud mental en el pueblo uwottüja. Conocidos en lengua castellana como los piaroas, son uno de los pueblos indígenas originarios más numerosos de la frontera amazónica entre Colombia y Venezuela. Luego de muchas conversaciones con ancianos y sabios me enteré de que se dicen a sí mismos hijos del cerro Autana, una montaña en medio de la Amazonía que según sus tradiciones era el árbol de la vida: el origen de todo; también me hicieron saber que, durante la fiebre del caucho, finales del siglo xix y principios del xx, migraron a diferentes lugares para escapar de los esclavistas y del genocidio a los pueblos indígenas amazónicos. En sus territorios ancestrales sostienen su estilo de vida: tienen escuela para los jóvenes, van al conuco a sembrar y cultivar, se sumergen en la selva para pescar y cazar, no cuentan con electricidad, parrandean y pelean por sostener su cultura, su idioma y sus prácticas. 

Pero allí donde confluyen sus saberes, también se anexó una mecha de quemado rápido que genera desasosiego: minería en sus territorios sagrados, epidemias de dengue y paludismo, numerosos casos de suicidio en jóvenes y grupos armados que toman control de enormes porciones territoriales. Mi intento por indagar sobre la salud mental cambiaría totalmente luego de pasar semanas viviendo allí. 

En la churuata del cacique

El 16 de mayo me presentarían a las autoridades. Me lo hicieron saber Franco, Enrique y Carlos, tres de las caras más visibles de la organización comunitaria. Franco estuvo vinculado a la iglesia católica y desde joven se interesó por el trabajo comunitario: desde mantener la calle con el monte cortico, hasta alzar la voz en reuniones y grupos de trabajo fuera de la comunidad para mostrar los retos de la vida del indígena. Enrique, polifacético, un hombre que resuelve, jovial y risueño, más cercano a los cincuenta que a los cuarenta, a pesar de negarlo cada vez que podía, solía mostrar el talento de predecir el tiempo: siempre se anticipaba a cualquier comentario con un chiste. Carlos, el más joven de los tres, era también el que más problematizaba cualquier conversación. Estudió en la ciudad, lo que lo curtió de las mañas que vienen de afuera, de los criollos. Después de semanas de conversaciones con ellos sentí lo difícil de pensar en los retos de la Amazonía cuando la Amazonía es el patio de la casa.

Notablemente nervioso por la reunión con las autoridades, Carlos, quién me hospedó en su casa durante las semanas de mi visita, me dio una señal:

―Los uwottüja nos tomamos el tiempo para decir las cosas. Escucha. La conversación va a salir bien. Escucha. 

La reunión con las autoridades fue un jueves por la noche. La churuata del cacique estaba a unos diez minutos caminando desde la casa de Carlos. En los años setenta, el afán modernizador que impulsaba construir en estos territorios, y clamar alguna nacionalidad a sus habitantes, trajo el cemento y el bloque. Las familias tuvieron, por primera vez en su historia, casas con paredes de bloque y techo sólido; aunque eran bajitas, cerradas, con ventanas pequeñas para un territorio a orillas del Orinoco. Las personas encontraron una alternativa: anexaron a sus casas una churuata, una construcción tradicional hecha de palma y troncos que durante el día mantiene frescura. 

Esa noche poco hacía falta pues en el cielo despejado el brillo de la luna era un gran farol. Una vez dentro de la churuata del cacique, nos sentamos alrededor de una mesa y por un largo rato solo echamos cuentos. El cacique empezó a preguntar por mi lugar de origen, mis gustos, mis creencias. La conversación era ligera, pausada. Cada pregunta era como un anzuelo bien dirigido al pozo de conocer al otro. Se tomaban el tiempo para traducir del castellano al uwottüja, pues los ancianos creen que solo hablando su idioma es que se dan las conversaciones importantes. 

Rotaban un bol con yukuta, una mezcla de mañoco, un granulado que extraen de la yuca, y un poco de agua. La yukuta se bebe en grupo y su frescura, en la noche amazonense, aligera el peso de la humedad y aliviana el cansancio del día.

Conversamos por más de dos horas hasta que, como en una sincronía que parecían haber ensayado, cambiaron el tono de la conversación, haciéndola más seria, profundizando en polémicas, pero sin perder el espacio para los chistes. Supe, por ejemplo, que el cacique Cristóbal es el hijo del primer cacique de la comunidad, quien fue bautizado con nombre castellano por un cura que se acercó a ellos en los sesenta. El cacique Cristóbal fue la primera persona de la comunidad en aprender de niño la lengua de los “cristianos.” No fue por gusto, dijo él:

―El cura llegó en una lancha, iba como recogiendo niños de las comunidades para llevarlos al internado. Yo fui el único que no corrió a tiempo y por eso me llevaron. 

El cacique contó la historia en castellano y luego lo repitió en uwottüja, con mucha  más soltura. Su contacto con el mundo “occidental” fue hace solo unos sesenta años. A partir de allí entraron en esa categoría conocida como “población indígena de contacto reciente.” Luego del beneficioso rapto de Cristóbal, otros se sumaron a la iniciativa de enviar hijos con los curas. Los ancianos rápidamente entendieron que lo que se avecinaba era asimilarse o perecer. 

La iglesia misionera tuvo – y sigue teniendo – un rol importante en la constitución de las comunidades. Formación, evangelización, cohesión. Solo que ahora las iglesias, así como las adversidades, se han diversificado: católicos, evangélicos, nuevas tribus, testigos de jehová. Todas se disputan su relevancia en las comunidades indígenas. Algunas se acercan respetando las creencias de cada pueblo, otras siguen diciéndoles que solo dejando esas creencias podrán salvar sus almas. 

Si bien para muchos el contacto con los curas fue su primer avistamiento del “hombre blanco”, los rumores, como la espuma que el Orinoco lleva corriente abajo, llegaban a los asentamientos de los uwottüja. Cristóbal y el capitán, Lorenzo, lo recordaron sonriendo, con ese gusto por recuperar sus viejas historias:

―Se decía que el hombre blanco era caníbal, que devoraba al indígena. La gente temía al tigre que venía de lejos. Era como hacernos temer al hombre que venía de afuera. Sabíamos del horror del que eran capaces. 

Luego, traduciendo al capitán, Cristóbal agregó:

―Los chamanes lo vieron venir, era una sombra sobre nuestra tierra. Venían enfermos de una fiebre y un deseo por la riqueza. 

Si bien en cada conversación la minería era esa sombra, la oscuridad se posó desde mucho antes. Primero fue la fiebre del caucho. Si bien fue cruenta y más dura en la región peruana y brasileña, los uwottüja del Orinoco llegaron a tener contacto con esa fiebre de la que el capitán hablaba: esclavizaron a los indígenas, exterminaron pueblos y convirtieron territorios enteros en fincas de explotación de caucho. 

¿Se estará repitiendo esa historia con la fiebre del oro?  

Como el lecho del río, a medida que escarbábamos en la conversación, nuevas cosas surgían. La corriente, la fuerza, el oleaje del habla la llevaban ellos. Mostraban un cuidado de la palabra, de la traducción, y de la interpretación, y cuando yo intentaba balbucear algo en uwottüja, se les hacía imposible disimular la risa. De pronto, ya hacia el final de la reunión, el cacique, como un motorista del habla, viró el rumbo y me aclaró—luego de pasar unos cinco minutos hablando en su idioma, de los cuales claramente no entendí nada—que me permitirían estar en Gavilán si les apoyaba con una tarea importante:

―Queremos rescatar nuestra memoria, nuestro origen. Así que encargo a este grupo [de los presentes en la reunión] entrevistar a los ancianos más ancianos, a los fundadores, a los pocos que quedan con vida y con esa memoria. Ellos no hablan la lengua castellana, solo hablan el idioma de los uwottüja. Queremos que nos ayuden a organizar esta historia nuestra. 

No esperaba esa petición de ser parte del equipo que iba a construir ese registro. Sentí un peso enorme. No estaba en mis planes quedarme a hacer un trabajo de ese significado en la comunidad. Pero entendí que era una oportunidad inmejorable de conocer su vida. Adiwua’a es la palabra uwottüja para afirmar, para agradecer, para aceptar. ¡Adiwua’a! Y Nos dimos la mano. Y el capitán, sentado, mirándome de reojo, me hizo sentir que no era solo una petición, era también una prueba: ¿podrían confiar en este representante de ese mundo que sigue siendo amenazante para ellos? Ni yo mismo pude responder a esa pregunta. 

Salimos de la churuata del cacique y, al pisar el exterior, Franco y los otros líderes comunitarios alumbraban a los árboles con sus linternas. Franco me dijo:

―Se habla por la noche para despistar a los que les gusta oír lo ajeno. A veces son búhos que espían. Nos quieren oír desde afuera porque nosotros nos mantenemos defendiendo lo nuestro. 

El riesgo, como aprendí semanas más tarde, no tiene nada de mágico, es muy terrenal y carnal. Franco, con su serenidad y humor de polvorín que se prende en cualquier instante, me daba a entender que la comunidad estaba bajo amenaza.  

La organización

ASOGA fue fundada a finales de la primera década del dos mil. Bajo el cuidado del cacique, la organización ha buscado servir de puente entre las autoridades tradicionales y los diferentes agentes públicos, políticos y sociales que se han acercado a la comunidad. Si, por ejemplo, alguna organización desea entrar a la comunidad, ya sea para repartir ayudas o llevar talleres formativos, ASOGA se encarga de recibir la petición para ser evaluada por las autoridades. 

Con la entrada de las diferentes crisis a la región – política, económica, humanitaria, de seguridad y la ambiental –  la organización fue asumiendo diferentes tareas para las que, como lo diría Franco, no tenían ni una chispita de idea. Ambos países que se fronterizan en el Orinoco aportarían su monto de malestares a los pueblos amazónicos. 

En 2016, cuando Venezuela empezó a padecer más cruento el impacto de la crisis humanitaria y la caída de la industria petrolera, el gobierno venezolano tomó una de las decisiones que marcaría el destino de la región al sur del Orinoco: la creación del Arco Minero del Orinoco. Se inauguró así la vorágine minera que, inicialmente, contemplaba una apertura para la actividad minera en una extensión territorial del tamaño de Cuba. En medio de la crisis institucional del país, la actividad minera se propagó sin controles estatales, haciendo que la minería artesanal creciera exponencialmente, llegando hasta la región amazónica. 

Numerosos actores armados hicieron eco de estas medidas, acercándose a estos territorios a ofrecer uno de los tantos servicios que escaseaban: la seguridad. Así, la extracción de rentas empezó a favorecer a numerosos grupos armados que, valiéndose de la retirada, y en muchos casos colaboración del Estado, establecieron gobernanzas armadas locales a lo largo de la región minera. Estas gobernanzas armadas erosionaban no solo la tierra, sino también los tejidos comunitarios y gobernanzas tradicionales de los territorios indígenas. 

Si bien la región amazónica del lado venezolano del río fue testigo histórico de la minería, de lado colombiano las cosas no pintaban mejor. Tras los acuerdos de Paz en Colombia del 2016 y la fragmentación de las FARC-EP, y las dificultades para instaurar la Paz Total, los actores armados y expertos en violencia se multiplicaron en ambos lados del río. Controlar las minas supone ingresos, pero el control territorial amplía las ganancias y la impunidad. La fiebre ya no del caucho sino del oro recrudeció y con ello los grupos que extraen ganancias. Ahora el Orinoco, como un cómplice traicionero, da autopista acuática a los grupos que primero se movían en lanchas para tomar los territorios y luego construir sus pistas de aterrizaje de avionetas. Cualquier barcaza es sospechosa de transportar oro, minerales preciosos, o mercancías de alto valor que son movidas hacia las minas: alimentos, mercurio, armas, medicinas, drogas, y mano de obra.  

Claro que los militares saben de esto, me dijo Franco el 25 de mayo, mientras nos sentábamos junto con Enrique y Carlos a comer un ajicero. Para ellos es imposible que se extraigan minerales y que, además, se usen los territorios de los pueblos indígenas como pistas de aterrizaje sin que las fuerzas de los Estados lo sepan. Algo más ocurre en la profundidad de la selva, algo que permite que todo armado, como ellos los llaman, circule sin importar si visten un escudo nacional o una bandera guerrillera o nada. 

El ajicero es un caldo simple pero muy poderoso, clave en su día a día. Alcanza para que todo el que llegue tenga un plato de caldo en la panza. Pescado, ají picante, sal, yare –extracto fermentado de yuca agria, con la que hacen el casabe– y abundante agua. El agua no se saca del río, o, mejor dicho, la sacan del río subterráneo con pozos profundos y a punta de tobo. Cada reunión y conversación giraba en torno al fogón. Con el ajicero puesto. Así se cocinan las ideas. Así se comparte el sustento. Estas prácticas las que los ayudaron a sobrellevar las crisis de escasez de alimentos, el covid-19, y les ayuda a sobrellevar el momento actual. 

―Mientras en la ciudad no tenían qué comer, aquí armamos nuestra olla de ajicero y compartimos― recalcó Franco. 

Como el río en temporada de lluvia, los problemas del contexto inundaron el quehacer de ASOGA. Debido a la crisis económica, cada vez más miembros de la comunidad se veían en la necesidad de ofrecer sus cuerpos como mano de obra –o como mercancía– en las minas. Esto, como lo pintaría el cacique Cristóbal, supone la mayor contradicción y dolor para en indígena: destruir su territorio para sobrevivir. Destruir el cuerpo es destruir el territorio. Y viceversa. 

―O lo hacen o sufren la hambruna y la enfermedad. En las comunidades indígenas ya no hay mucho para hacer, para sobreponerse a lo que nos mandan de afuera― agregó el cacique. 

Y bien que es cierto, en la comunidad hay una pequeña escuela, un dispensario de salud sin medicinas y dos bodegas. No hay instituciones ni particulares que ofrezcan empleo ni ocupaciones. Para la gente, para las madres, para los jóvenes, la mina es la opción. Algunos van, extraen algo de riqueza y regresan a su comunidad; montan una bodega o compran una lancha y hacen transporte. Otros van y no regresan. 

ASOGA también lleva un tiempo creando programas deportivos para los jóvenes. 

―Los indígenas jugamos al fútbol como con un panel solar en la cabeza, mientras más picante esté el sol, más rápido corremos― dijo Enrique, quien organizaba a los jóvenes para que repararan la cancha. 

Con Enrique también idearon un grupo para el cuidado de la comunidad, una suerte de “guardianes”; construyeron un huerto para hacer crecer los frutos amazónicos: copoazú, seje y manaca, popularmente conocida como açaí. Pero por mucho esfuerzo que se haga apilando sacos de tierra uno sobre el otro, no siempre se puede contener el ímpetu de la crecida del río.  

¿Puede una pequeña organización de un pequeño pueblo, en un rincón de la gran Amazonía, detener la catástrofe social? 

La voz más antigua

Siguiendo la petición del cacique, los organizadores comunitarios coordinaron una reunión con doña Rita, la única mujer del grupo de fundadores de la comunidad que aún estaba con vida. Llegamos a su casa el primero de junio. El capitán, como buscando preservar los viejos modos, sacó una flauta hecha de cuerno de venado y tocó una tonada. Doña Rita, quien fue la única mujer que llegó a tener el cargo de capitán – por eso le siguen diciendo la capitana Rita – salió de su casa de bahareque y levantó su mano. Entre los capitanes se saludaron, intercambiaron comentarios y susurros en uwottüja, pero ni siquiera los traductores fueron capaces de captar lo que se dijeron. 

―Ellos usan otras palabras que la mayoría desconoce– explicó Ovi, uno de los traductores que nos acompañó durante todas las entrevistas a los ancianos. Es como que hablan y las van creando, por eso cuando los ancianos hablan, buscamos escucharlos. Pero a veces ellos no quieren que aprendamos esos términos. Hay un recelo.

Doña Rita saludó, agradeció nuestra presencia, adiwa’a, y se sentó. La conversación fue larga, la paciencia que asumieron para traducir me sigue pareciendo admirable. 

Grabador posado en la mesa y libreta en mano para tomar notas. Todos en espera por doña Rita, a que ella iniciara. Contempló la escena, sentada al lado del capitán. Medía tal vez un metro y medio, llevaba un vestido largo y rosa, adornado por la indumentaria tradicional de los uwottüja: collares azul y blanco adornando el cuerpo. A su lado, el capitán, con una postura diferente a la que tenía cuando estaba con el cacique. A él lo cuidaba. Con doña Rita algo diferente ocurría. Ella hablaba y gesticulaba. El capitán escuchaba, atento, como un aprendiz. Rita la gran maestra, pensé. 

Por momentos, cuando doña Rita explicaba el origen de su pueblo, los traductores se confundían. Como navegando en el Orinoco a luz de luna, perdían el rumbo en su torrente imparable. Doña Rita nos contó que el origen de su acción política provenía de dos montañas. Una montaña, el árbol de la vida, que conocemos en castellano como el cerro Autana, le invita constantemente a la preservación de la vida; la otra montaña, un cerro del que no tenemos conocimiento en castellano, le invitaba a la participación política. Asumir el cuidado del otro es la verdadera tarea de la vida y la política, concluía Doña Rita. Ovi la traducía. Al final agregó:

―Nunca entenderé el porqué de sus deseos de riqueza a expensas de la destrucción. Nuestro árbol de vida se ve amenazado por lo que pasa ahora. No podemos pararlo, no tenemos los medios. Pero podemos cuidar lo poco que nos queda. Y educarlos a ustedes, los mestizos, los que vienen de afuera, es nuestra intención. Entérense y entiendan, no habrá otra oportunidad. 

El mensaje de doña Rita me quedó resonando a mi regreso a la ciudad. Recordé su conuco, retirado de la comunidad. Recordé la precisión de sus palabras sobre el árbol de la vida y su riesgo, decidí entonces googlear sobre la situación de la minería en la Amazonía y era notable cómo los campos de extracción se han esparcido hasta casi rozar estos monumentos que para los uwotujja son sagrados. Campos interminables donde la selva se ve rapada. Lagunas de agua tornada en un verde innatural, contaminado, artificial. ¿Cómo era doña Rita consciente de todo esto? ¿Qué tipo de relación tiene con su entorno que le permitía conocer lo que ocurría en ese territorio tan remoto? 

La capitana nos sirvió un tatucado de manaca, fruto exótico que cultiva en su propia tierra. Lleva años, desde que se retiró de su rol de capitana, repoblando plantaciones de frutos amazónicos. Su esperanza es que sus nietos lleguen a probar la manaca, una esperanza que también devela los miedos. Sus arrugas eran como pergaminos que develaban una verdad. Los uwottüja, lejos de la imagen de ingenuidad y poca agencia que les han creado los centros de poder, perciben con claridad lo que ocurre en lo profundo del verdor de la Amazonía. 

En su accionar no solo saben lo que ocurre, se han encargado de generar conocimiento sobre ello. Lo conversan. Lo expresan. A fin de cuentas, solo conociendo las causas profundas de los males es posible imaginar cambios. El saber chamánico también mostraba su método. 

Los que se quedan, los que vuelven

A mediados de junio yo aún estaba allí. Las lluvias trajeron el frío. Por las noches la comunidad sale a la bodega de Alberto, el único que tiene un generador de electricidad y abre el espacio para que jóvenes y no tan jóvenes carguen sus teléfonos, linternas y equipos de batería. Con el pasar de los días noté que más gente se conglomeraba. Franco me daría el detalle: hubo enfrentamientos en las minas e incursiones militares, la gente ha regresado a la comunidad. Con este retorno temporal otro huésped vino desde las minas: el paludismo. 

La escuela de la comunidad, fundada por el cacique Cristóbal en los ochenta, tuvo que cerrar las actividades porque todos los profesores enfermaron. El paludismo hace que tu cuerpo llore, que duela, la fiebre no te deja dormir y, como remataría Enrique, si te agarra desprevenido, te puede ganar la batalla. El paludismo –malaria– es un mal endémico de la región, pero, nunca se había visto con tal magnitud en Gavilán. 

Para Franco y el cacique, era claro que esa epidemia de malaria provenía de las minas. Los habitantes que han migrado a las minas suelen vivir en condiciones desprovistas de lo básico: tiendas de campaña en medio de la selva, en terrenos convertidos en pantanos tóxicos por la extracción de minerales, sin ningún tipo de protección, cuidado o servicios de salud pública. Ir a la mina no es una migración normal, ir a la mina no es fruta madura, es un largo viaje a través del río, sorteando puntos de control de grupos armados, militares, guerrilla, y cualquier otra cosa peligrosa que el Orinoco esté dispuesto a tolerar; es atravesar el peligro para vivir en los campamentos de despojo. Sufre el cuerpo. Sufre el río. Sufre el bosque. Se erosiona la tierra y se erosiona la vida. La gente va a la mina y no regresa siendo la misma. 

―Regresan rotos― dijo el cacique ―No vuelven a ser los mismos. Muchos vienen con paludismo y en sus comunidades la esparcen, la riegan. Muchos vienen rotos por dentro.

Luego de horas de grabaciones construimos un primer registro con las voces de los ancianos. Si bien muchas de las historias eran conocidas por la comunidad, al reproducir los audios, sonreían. Compartían una sensación de logro. Las historias no deben perderse, decía el cacique a la comunidad. Entendí que su búsqueda no era guardar la historia de los antepasados, sino registrar la historia de su presente.

Sentados en la churuata de Carlos, ellos narraban la pugna del indígena: desempleo, exclusión, racismo, pobreza. La vida en los márgenes. En la ciudad tienen estigma de que el indio es bruto o vago, mejor ir a las minas y buscar su suerte, concluyeron. El indio no guarda plata, sino rencor, dice el dicho. Ellos lo repiten y lo sepultan con una boleada de chimó al piso. Los armados que empezaron controlando las minas luego se fueron expandiendo por el territorio. Llegaban a comunidades y ofrecían seguridad y pagos a algunas personas, como un subsidio. 

―Ni los políticos en campaña ofrecían tanto y que curioso que nunca fueron confrontados por los militares― agregó Enrique, dándome uno de los pocos vestigios de sarcasmo que tuve durante el viaje. 

Las sombras se hacían más pesadas y desde la selva se oyó el canto de un ave. Los grillos y las ranas empezaron su coro anunciando que pasaba la medianoche. Nos alumbrábamos con una pequeña lámpara y el fogón que Yai, la esposa de Carlos, mantenía encendido para el ajicero que se come sin importar la hora. Franco se levantó y con su linterna alumbró los alrededores. Carlos hizo lo mismo, apuntando hacia uno que otro árbol. Entendí la rutina: buscaban los búhos para poder seguir hablando y yendo con mayor profundidad. 

Si el panorama era tan sombrío para la vida social, ¿por qué los grupos no tomaban control de Gavilán también? 

Apagaron las linternas y se fueron al bosque a buscar búhos. 

Los armados

Una tarde de abril del 2022, unos hombres desconocidos entraron a la comunidad. Si bien iban vestidos de civil, su pinta no era de la zona. No eran indígenas. No eran los criollos que suelen ser vistos en la zona. Se veían amenazantes, ajenos, imponentes. Pidieron hablar con las autoridades. Los guardianes de ASOGA se activaron y llamaron a las demás autoridades. Los hombres ofrecían lo que ya habían ofrecido en otras comunidades: seguridad a cambio de usar el territorio. El cacique y los ancianos, habiendo anticipado esto, les dijeron a los hombres que no tenían interés en ese ofrecimiento; Gavilán era una comunidad indígena y su forma de vida no contempla vivir de la destrucción de la tierra. 

―El cacique ya nos había advertido, ellos van a venir a pedirnos nuestra tierra –dijo Enrique. Y no podemos ceder, una vez que se les da permiso, ellos pasan a ser nuestros dueños y nosotros no podemos depender de esa gente. 

Cuando hablan del cacique o los ancianos, un tono de respeto sostiene sus palabras. Para ellos, primero es la autoridad del cacique antes que cualquier otra ley proveniente de afuera. Este intento de entrada a la comunidad no fue el último. 

Ese primer No fue dado por las autoridades ancestrales; esto marcó una impronta en el quehacer de ASOGA. El conocimiento tradicional se hizo práctica. La confrontación no podía ser directa, pero eso no significó que no podría haber resistencia a dejar tomar el territorio. 

―A veces nos preguntamos cuál es la alternativa para que sigamos con nuestra forma de vivir… Si queremos un dron para vigilar nuestro territorio, nos hacemos un objetivo militar. Está prohibido que la gente tenga drones, pero los armados sí tienen y a veces los vemos pasar sobre nuestra comunidad. 

Franco tomó aire y prosiguió contando cómo, por ejemplo, en la comunidad vecina El Cañito, primero les ofrecieron apoyo y seguridad, pero luego las personas no podían ir al conuco pues los grupos armados ya controlaban todo el movimiento. Primero es la fantasía de la seguridad, luego viene el gobierno de la vida comunitaria. Al mencionar el conuco, noté cómo los demás reaccionaron, indignados, frustrados. Meterse con el conuco es meterse con el medio de vida de los uwottüja. El conuco es el espacio de siembra que cada familia tiene en el territorio; lo hacen sin tener que delimitar el espacio, cada quién sabe en dónde sembrar sin interferir al otro. Se tumba lo necesario y, luego de una cosecha, se deja descansar la tierra para no agotarla. Todas las familias tienen su conuco. El conuco es relación pura. 

Al siguiente año, en marzo del 2023, hubo un segundo intento. Esta vez, los de afuera buscaron directamente a Franco. Creían que podían dividirnos desde adentro dijo Enrique mirando a Franco, mientras él mojaba el casabe en el ajicero; son casi hermanos: de pueblo, de territorio, de lucha. Si bien los de afuera accedieron a Franco, la gente de la comunidad ya había incorporado una actitud de sospecha ante estos visitantes. Los demás guardianes de ASOGA se acercaron, al igual que las autoridades tradicionales. Esta vez, como en un coro, el No vino desde un respirar profundo indígena. Quedaban claros dos mensajes: 

Somos un pueblo originario de esta tierra y no nos iremos ni permitiremos su uso por externos

La tierra no es nuestra, vivimos en ella, de ella. Seguimos para cuidar.  

Más que propiedad es el moverse por su territorio lo que les otorga un sentido de libertad. Ir y venir. Ir al río, ir a pescar, ir al conuco; venir a la casa, venir a la comunidad, venir. Si bien las autoridades y ASOGA reforzaban su postura y su quehacer para darle a entender a los demás integrantes de la comunidad que ceder el territorio significaría perder, durante los últimos días de mi tiempo en Gavilán pude notar cómo el temor a lo que podía pasar, al riesgo, a una tercera vista generaba incertidumbre en todos.

La memoria y el río

Por varias semanas nos dedicamos a caminar la comunidad visitando a los acianos, conversando y grabando sus relatos. Para algunos, era la primera vez que grababan sus voces. Para otros, la visita de los criollos era siempre augurio de malas noticias. En otros casos, los ancianos sacaban sus documentos de identidad, pues las visitas de afuera requerían siempre un tipo de “validación”. Era común que no supieran sus edades ni fechas de nacimiento: lo que dicen sus documentos fue siempre un invento de turno del oficial que los registraba. 

Me fui de Gavilán el primero de julio. El cacique se acercó a despedirse. Como siempre, su caminar y sus expresiones eran parsimoniosas y meditativas. Me llamó aparte y me dijo que ellos continuarían defendiendo su territorio, pues era una decisión tomada y eso los hacía sentir a gusto.

―Aquí no se trata de perder un trozo de tierra, esto no nos pertenece, si bien es nuestro territorio lo que queremos es no perder lo que somos, nuestra forma de vida, eso es lo que está en juego. 

Al despedirme de la comunidad, Carlos me advirtió que los militares podían buscar detener el bote, pues creen que todo el que circula es un minero. Caminé con dirección al Orinoco que esperaba indiferente a mi regreso. Decidí no voltear a Gavilán, pero en el último instante no pude evitar hacerlo. ¿Estará Gavilán igual en mi próxima visita? ¿Podrán resistir a la entrada de los armados? ¿Podrán traspasar sus saberes y entusiasmos a los más jóvenes?

Navegamos río abajo y pasamos por lo que ellos llaman los raudales de la calavera, una serie de remolinos y rocas que succionan a los botes y a más de uno ha hundido. Contemplando las ruinas de una barcaza encallada, Enrique me dijo que en el Orinoco todas las banderas pierden sus colores. Vi la barcaza que parecía una fotografía en blanco y negro. Volteé mi mirada atrás y ya no pude distinguir a Gavilán de la selva. 

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