Zoológicos humanos: el costado más brutal del colonialismo
Desde los onas fueguinos hasta los igorrotes filipinos, el colonialismo transformó vidas humanas en espectáculo y objeto de experimentos. Durante siglos, comunidades enteras fueron arrancadas de sus territorios y exhibidas como si fueran animales, en un negocio cruel que disfrazaba de “ciencia y entretenimiento” lo que no era más que humillación y racismo sistemático.

Vidas convertidas en atracción
La historia de los zoológicos humanos expone uno de los rostros más brutales del colonialismo. Desde el siglo XVII hasta bien entrado el XX, pueblos originarios como los selk’nam, los igorrotes y los pigmeos fueron trasladados a París, Londres o Bruselas, obligados a vivir en jaulas, aldeas artificiales y teatros montados para las élites europeas.
La degradación era cotidiana: se los reducía a “curiosidades vivientes” para satisfacer la morbosidad de quienes, desde los palacios y museos, construían un relato de superioridad racial. El caso de Ota Benga, un pigmeo llevado a Nueva York y exhibido en un zoológico junto a monos, terminó en tragedia: tras años de aislamiento y maltrato, se suicidó. Su historia es la herida abierta de una barbarie que se quiso presentar como entretenimiento.
El negocio de la humillación
Detrás de este comercio perverso, señalan desde EnOrsai, estaban nombres como el suizo Maurice Maitre y el alemán Carl Hagenbeck, empresarios que bajo la máscara de la ciencia y la pedagogía montaron un negocio millonario.
Su estrategia era simple: manipular relatos para colocar a los colonizados como “inferiores”, justificando así la explotación. Los médicos y científicos europeos aprovecharon estas exhibiciones para realizar experimentos raciales que provocaron enfermedades y muertes masivas. En 1881, por ejemplo, once kawésqar fueron trasladados a Europa: solo cuatro lograron sobrevivir.
España y la Gran Exposición de Filipinas
El colonialismo español tampoco fue ajeno. En 1887, durante la Gran Exposición de Filipinas, unas cuarenta personas de comunidades indígenas fueron llevadas al Retiro de Madrid. Allí, transformados en atracción pública, fueron despojados de toda dignidad.
Lejos de ser un hecho aislado, este patrón de deshumanización se repitió en distintos rincones del continente hasta bien entrado el siglo XX. La última exhibición de este tipo ocurrió en 1958 en Bruselas, recordándonos que la sombra de esta humillación no está tan lejana en el tiempo.
Entre el exotismo y la dominación
El mecanismo era perverso pero eficaz: la aristocracia europea, ya acostumbrada a contemplar animales exóticos en jaulas, buscaba un impacto mayor. Así, convertir seres humanos en piezas de museo respondía a la misma lógica: exotismo, entretenimiento y dominación.
El colonialismo instaló un espectáculo sistemático y calculado, con consecuencias irreversibles para quienes fueron arrancados de sus tierras y reducidos a objetos de consumo cultural.
Una advertencia para el presente
Mirar hacia atrás no es nostalgia, es confrontación. La historia de los zoológicos humanos nos obliga a cuestionar el precio del entretenimiento, la complicidad del poder y la persistencia de los prejuicios que justifican la opresión.
No se trata de un episodio remoto del pasado. Es, más bien, un recordatorio de lo fácil que resulta deshumanizar al otro cuando la codicia y el racismo se mezclan con la ciencia y la cultura popular.