Una exhibición de poder

 

La violencia acontecida en las dos favelas de Río de Janeiro —Penha y Alemão— el pasado 28 de octubre ha sido una masacre de una magnitud nunca antes vista en estas poblaciones. No es nueva la brutalidad policial en Río, ni la violencia que ejercen los grupos de crimen organizado como Comando Vermelho. Sin embargo, un operativo donde mueren al menos 130 personas en un día, con una ferocidad inusual y redadas con 2.500 agentes policiales muestra que estas acciones forman parte de un objetivo intencionado de sembrar terror en estos complejos de barrios carenciados.

Oficialmente, las autoridades indicaron que el operativo estuvo dirigido contra miembros de la banda del Comando Vermelho, un grupo que controla estas dos favelas de la zona norte de la ciudad, así como varias otras en esta y en otras ciudades. El objetivo explícito era encarcelar a varios líderes de la banda. Los hechos demuestran que fue un despliegue de poder militar y de resistencia de la banda en la que civiles e inocentes fueron ejecutados, sus cuerpos fueron desmembrados y otras manifestaciones de violencia criminal fueron desplegadas por las policías del Estado de Río de Janeiro, sin participación de fuerzas federales.

Estamos frente a un hecho de violencia performativa que además cuenta con la aprobación de vastos sectores poblacionales dentro de Brasil y de la región en general. El gobernador Cláudio Castro y las autoridades cariocas no solo buscaban encarcelar a los líderes de los grupos, sino que también perseguían objetivos políticos que comulgan con los sectores sociales que los apoyan. Y este es un serio llamado de atención para los países latinoamericanos. Esta doctrina que busca imponer autoridad y sometimiento desatendiendo la protección que brinda el estado de derecho está emparentada con la nueva derecha polarizante.

Los mercados ilegales y el crimen organizado

Desde hace varias décadas distintas bandas ejercen control en favelas y zonas aledañas para la provisión de drogas ilícitas. Pero no solo comercializan estupefacientes, sino que también ejercen el control de sus comunidades porque ofrecen y controlan la provisión de otros bienes y servicios. Por ejemplo, el suministro de electricidad (a través del control ilegal de los cables de transmisión eléctrica) la TV por cable, el pago de piso para comercios, el mercado de la trata, el mercado de la seguridad y tantos otros.

En su control efectivo pueden utilizar violencia extrema. Y, efectivamente, las tasas de homicidio y de victimización en estas poblaciones es alta. Comando Vermelho, que nació en las cárceles de Río hace más de tres décadas, se ha convertido en una organización poderosa que rivaliza con otras de la ciudad y particularmente con el PCC que se originó en Sao Paulo y es hoy el grupo más poderoso del crimen organizado en Brasil. Pero también rivaliza con el Estado, que es quien debería tener el control efectivo del territorio y de los servicios, pero que en los hechos no ejerce el mando en amplios sectores de las favelas.

Se ha esgrimido frecuentemente que este tipo de crimen organizado surge por la ausencia del Estado en ciertos territorios y que por lo tanto surgen bandas que aprovechan tal vacío para imponer una autoridad que les habilite a usufructuar de los negocios del crimen. Sin embargo, la evidencia no apoya esta hipótesis. Brasil y México, por ejemplo, son dos países con un significativo despliegue estatal. Hay escuelas en todas las favelas y barrios, hay programas de asistencia social, centros populares de salud, y muchos otros. Precisamente, estas bandas proliferan en aquellos espacios donde el Estado está presente, porque no solo se nutren del narcotráfico. En resumen, más que cubrir vacíos, la evidencia nos muestra que las bandas se instalan donde compiten con el Estado por el control de negocios significativos. El crimen organizado prospera allí donde hay suficiente recursos y riqueza que engendran el negocio del crimen.

Estamos frente a un fenómeno peculiar. Más que territorios abandonados por el Estado y cubiertos por bandas, lo que existe es una competencia entre ambos por el control territorial. Un reconocido sociólogo, Charles Tilly, diría hoy que es una competencia entre dos bandas que buscan incrementar rentas, una que se convierte en legal y otra ilegal. Lo cierto es que tal competencia genera resultados diversos. Por un lado, puede producir desde “arreglos” de convivencia entre el Estado y las bandas (por ejemplo, se tolera que haya grupos abocados a la comercialización ilegal de drogas) hasta una lucha descarnada por los territorios (como el caso de muchas áreas de cultivo y tráfico de coca en Colombia). Por otro, puede darse una “cohabitación”, por ejemplo, donde prospera en algunas zonas de Perú la minería ilegal, las rentas de la extracción ilegal de oro o plata se “comparten” entre funcionarios de gobierno y las bandas. ¿En cuál de estos modelos se encuadra la masacre de las dos favelas?

Públicamente, el gobierno de Río manifiesta que su voluntad es castigar a los líderes del Comando Vermelho para restituir el control de estas dos favelas. Pero no alcanza con descabezar a estos grupos. Hace falta un plan de pacificación, otro de inversión y una idea clara de lo que se va a hacer con los mercados ilegales. Nada de eso parece existir. Por lo tanto, estas redadas parecen ser una respuesta punitiva y de exhibición, más que un intento del gobierno de restituir un orden público para el desarrollo de estas comunidades.

La apuesta por la mano dura

No hay que descartar que la decisión de avanzar contra Comando Vermelho sea la voluntad política del gobernador de Río para posicionarse como un líder que, a través de la enarbolación de políticas punitivas, busque capitalizar electoralmente el reclamo de amplios sectores sociales. No se trata de un plan para resolver el problema de la criminalidad, sino una exhibición de poder frente a bandas delincuenciales. Una política pública montada sobre la idea del castigo como retribución a la amenaza del delito.

Estas políticas son hoy muy populares en América Latina. ¿Por qué? Porque las sociedades latinoamericanas (aun con matices y diferencias) se sienten desprotegidas frente a distintas manifestaciones de la actividad delictiva. Aunque este tema requiere un tratamiento extenso por sí mismo, lo cierto es que de acuerdo a encuestas y otras mediciones, los latinoamericanos sienten mayor temor por el delito y manifiestan un hartazgo generalizado respecto a actos de victimización y violencia. Y cada vez es más notorio que un gran número de habitantes está dispuesto a sacrificar la democracia y el estado de derecho para combatir el delito. Habrá que ver con el correr de las semanas y meses cuál es el impacto real de estas operaciones en Penha y Alemão. Los primeros sondeos en Río indican que el megaoperativo fue ampliamente apoyado por la población con niveles superiores al 60%. El gobernador Castro es hoy más popular que hace dos semanas.

El devenir de las últimas tres décadas en la región nos brinda algunas lecciones. Los países que dejaron atrás las dictaduras en los años ochenta y aquellos que superaron guerras civiles en los noventa impulsaron sendas reformas en la justicia y en las policías para evitar las atrocidades cometidas en los anteriores regímenes. Sin embargo, estas reformas no resolvieron el problema de la inseguridad y el delito. Y muchos ciudadanos ven en esas reformas las causas de la impunidad y la delincuencia. Ante este escenario, emergen políticos que abrazan la respuesta punitiva como solución. Los políticos más populares hoy en Argentina y Chile son aquellos que promueven la mano dura. Lo mismo en Costa Rica y Ecuador. Bukele es el paradigma. Los salvadoreños lo apoyan masivamente a pesar de haber encarcelado a más de 100 mil personas, la mayoría sin juicio, sin protección legal, y tal vez siendo muchos de ellos inocentes. Nayib Bukele, violando cabalmente el estado de derecho, logró reducir significativamente los homicidios y goza de amplia popularidad en toda la región.

Estamos frente a un nuevo paradigma asociado también al surgimiento de las nuevas derechas y a la erosión de la democracia. Se mal define a estos grupos como narcoterroristas para habilitar contra ellos acciones al margen de la ley. Bajo esta mirada, el adversario es definido como enemigo; y a los enemigos hay que eliminarlos. Durante décadas se pensaba al delincuente como un “desviado” al que se debía reintegrar a la sociedad. Hoy se percibe como un bandido al que hay que castigar. Hemos llenado las cárceles en toda la región (solo en Brasil hay más de 650 mil personas privadas de su libertad) y el problema está lejos de ser resuelto. Sin embargo, la pulsión intuitiva y retributiva en la gente llena un vacío emocional y permanece latente.

La violencia reciente en las favelas de Río no es más que otro capítulo de una larga zaga en la que se busca resolver por la fuerza un problema de difícil solución: el crecimiento de los mercados ilegales, la falta de oportunidades, la marginalidad, el mayor consumo de drogas, y las escasas perspectivas de progreso que difícilmente puedan resolverse por la fuerza. Hay otra parte de las sociedades latinoamericanas que también está harta de la victimización y la inseguridad, que genera las condiciones propicias para una respuesta punitiva, de revancha, en donde el otro debe ser anulado porque es imaginado como enemigo.

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