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Se remodelará el CDI de barrio El Sauce

Con el objetivo de brindar un espacio de atención integral, contención y estimulación acorde a las necesidades de los niños que asisten al lugar, el Centro de Desarrollo Infantil (CDI) de barrio El Sauce se remodelará prácticamente en su totalidad. Esto será posible a partir de las gestiones realizadas por la Municipalidad de Villa Regina que permitió hace un tiempo la firma del convenio en el marco del Plan Nacional de Primera Infancia del Ministerio de Desarrollo Social de Nación.

El miércoles, el Intendente Marcelo Orazi, acompañado de la Secretaria de Desarrollo Social Luisa Ibarra y la Directora de Promoción Social Adriana Torres, participó de una reunión virtual con el Subsecretario de Primera Infancia del gobierno nacional Nicolás Falcone, la titular de la Secretaría la Niñez, Adolescencia y Familia provincial Roxana Méndez y parte del equipo técnico.

En la oportunidad, se le transmitió al Intendente la confirmación de la aprobación de Nación del expediente para la remodelación del CDI de barrio El Sauce, cuyo edificio presenta un importante deterioro. Además, el Plan mencionado incluye la refacción de los otros dos CDI ubicados en los barrios 25 de Mayo y Matadero, y la construcción de uno nuevo.

Orazi expresó a las autoridades nacionales su agradecimiento por “la mirada federal del gobierno” y a las referentes provinciales por el acompañamiento en las gestiones.

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  • ¿Por qué funciona el discurso anticomunista?

     

    En la campaña electoral de 2023, los gritos vehementes de Javier Milei denunciando el “zurdaje comunista” generaron incredulidad y hasta risas. ¿A quién le hablaba?, ¿a quién convocaba con ese discurso antiguo? pensamos muchos. Un asombro similar produjeron las declaraciones de Donald Trump, que en 2019 denunció el “Green New Deal” (la propuesta de un nuevo acuerdo ecologista) como “un Caballo de Troya para el socialismo en Estados Unidos”. Más lejano aun pudo parecer el lema “Comunismo o libertad” usado en la campaña electoral de 2021 por Isabel Díaz Ayuso, la actual Presidenta de la Comunidad de Madrid. Y desde luego, está el caso de Jair Bolsonaro, uno de los pioneros en reavivar la tradición anticomunista. Hasta hace poco tiempo, en su dispersión y heterogeneidad estas menciones podían parecer trasnochadas o anacrónicas, dada la desaparición del horizonte del comunismo soviético. Sin embargo, esos candidatos han llegado al poder. Entonces: ¿trasnochados ellos o ingenuos nosotros?

    Estos líderes forman parte de una lista más larga de quienes, con mayor o menor vehemencia, reclaman contra la conspiración comunista, socialista o colectivista que aqueja al mundo. De la ecología a las políticas de género, de los impuestos al cuidado humanitario de inmigrantes, o la educación sexual, hoy muchas de las causas y valores de la renovación de la cultura democrática de las últimas décadas han sido tachados de comunistas, como un avance totalitario y opresor. En el caso de los sectores ultraliberales, la educación y la salud públicas –y todas las políticas redistributivas o progresivas– son consideradas nuevas formas de comunismo. Así, la gran familia de las nuevas derechas parece estar viviendo otra vez la Guerra Fría, más cerca del delirio paranoide que de algún enfrentamiento real con opciones anticapitalistas.

    ¿Anacrónico?

    El primer dato a considerar es que el anticomunismo de estos líderes no es una novedad; tiene una larga historia de persecución política y pensamiento conspirativo que atraviesa todo el siglo XX de Occidente y que se remonta incluso a décadas anteriores a la Guerra Fría, al menos hasta la Revolución Rusa de 1917. Lo mismo sucede con la historia de estas derechas: la novedad que representan tiene profundas raíces en la historia del conservadurismo y el nacionalismo de cada país y a escala global (1). Por tanto, el anticomunismo es tan antiguo como la historia de las derechas que hoy tratamos de entender. Pero esto no significa que el fenómeno actual sea la mera continuidad de ese pasado o que pueda pensarse como la simple reverberación del fascismo de entreguerras. Hay en las derechas radicales una novedad indiscutible en la manera en que disputan sus intereses bajo el juego político de la democracia liberal, al mismo tiempo que la socavan por dentro, tal como han señalado agudos observadores (2). ¿Cuál es la novedad de su anticomunismo? ¿Por qué y para qué movilizar imaginarios en apariencia old fashioned, especialmente para las jóvenes generaciones a las que se dirigen?

    Se suele decir que el anticomunismo es un discurso anacrónico, en un mundo donde, desde la caída del Muro de Berlín (1989) y la disolución de la Unión Soviética (1991) el comunismo no existe más como opción política. Por esa razón, el componente antimarxista de las nuevas derechas suele ser relegado como un dato más de una retórica florida. Esta perspectiva tiende a descartar el problema, considerando como una mera estrategia discursiva al elemento ideológico que organizó buena parte del conflicto político del siglo XX. La dificultad reside en entender “comunismo” en términos geopolíticos literales, como si solo se refiriese al mundo soviético, a los partidos comunistas en Occidente o a la defensa de un modelo anticapitalista. Y tal vez ese no sea el ángulo más productivo para pensar el problema. La pregunta es, más bien, otra: ¿qué están diciendo cuando dicen “comunismo”, y qué potencial político tiene hoy volver a movilizar este término?

    Feminismo, género, diversidades sexuales, raciales o religiosas, educación sexual, cambio climático, migraciones, islamismo, redistribución del ingreso, protección de las minorías y de los sectores sociales más vulnerables… La lista de ideas, proyectos o sujetos tachados de “marxismo cultural” o “socialismo” –según las declinaciones de cada profeta– muestran, de una punta a la otra del mapa global, que “comunismo” designa hoy los valores del llamado mundo “progresista” de las últimas décadas (“woke”, en su versión despectiva). En otros términos, el anticomunismo es una declinación a la antigua del actual antiprogresismo, con la diferencia de que hoy la disputa se produce dentro del capitalismo y con variaciones muy relativas. Sin embargo, en esas variaciones relativas, que parecen marginales dentro del capitalismo, se juega la vida de millones de personas. Al apelar a la potencia simbólica del término “marxista” o “comunista”, los líderes de derecha buscan recuperar la fuerza mayor de ese combate en el Occidente liberal (de todas maneras, la evocación no es igual en todos, y de hecho algunos líderes, como Marine Le Pen o Giorgia Meloni, no recurren tanto a la batería discursiva anticomunista). En cualquier caso, todos defienden el mismo sentido antiprogresista que los vehementes antimarxistas Santiago Abascal o Javier Milei.

     

    Antiprogresismo

    El segundo dato clave –ya muy conocido– es que el antiprogresismo es hoy el centro de la batalla cultural de las nuevas derechas globales, que en cada país adquiere sus propios contornos –antiperonista y ultraliberal en Argentina, islamobófico y antimigratorio en Europa o Estados Unidos–. Esa guerra cultural de la “internacional reaccionaria” parte del supuesto de que la izquierda, a pesar de su fracaso en la construcción del socialismo, se impuso en el terreno cultural. La verdadera lucha debería apuntar, para las fuerzas conservadoras, a la hegemonía del progresismo que destruye la sociedad occidental con su pensamiento “políticamente correcto” (3). Por eso mismo, se presentan como la rebelión contra un sistema que suponen conquistado y dominado por el progresismo y la izquierda. Por muy anacrónico que parezca, el anticomunismo es coherente y está en el corazón del proyecto ideológico de las nuevas derechas.

    El anticomunismo propone respuestas fáciles en un mundo atravesado por miedos, incertidumbres y sentimientos de disolución social.

    Una mención aparte merece el combate contra el feminismo y la “ideología de género”, combate que va más allá de sus élites dirigentes. ¿Por qué el feminismo y la diversidad sexual están en el centro de la disputa y de la denuncia anticomunista sobre el “marxismo cultural”? En la actual configuración de las democracias liberales, pocas cosas –o casi ninguna– representan una amenaza real al orden social. Sin embargo, el feminismo, en su impugnación antipatriarcal (que incluye el cuestionamiento del orden heterosexual como norma), conserva un poder subversivo y antisistema que no tiene ningún otro factor del progresismo actual (independientemente de las corrientes dentro del feminismo). Así, estas derechas, que se proclaman antisistema, luchan en realidad por la preservación de un orden social blanco, masculino y colonial que sienten socavado. Tal como lo hacía el anticomunismo del pasado, que veía el orden occidental en peligro e imaginaba conspiraciones paranoicas de la Casa Blanca a la Casa Rosada, de los hippies a las guerrillas, de las minifaldas al peronismo. Es aquí, en la lucha por la preservación del sistema, donde la impugnación de “marxista” o “comunista” aplicada al feminismo encuentra todas sus resonancias pasadas.

    Si bien la batalla cultural antiprogresista unifica a las nuevas derechas radicales, sus diferencias no son menores, especialmente en cuestiones como la economía y el nacionalismo. Estas variaciones indican, también, que el florecimiento de fuerzas radicales de derecha debe ser explicado en función de procesos y tradiciones locales –y no meramente como una “ola global”–. Es aquí donde el anticomunismo de Milei adquiere su rasgo distintivo: no se trata de la impugnación de las agendas culturales del progresismo biempensante, sino de la destrucción de todo resabio de políticas orientadas a las grandes mayorías sociales entendidas como formas de estatismo y colectivismo. Se trata de la gestión desnuda en favor de los intereses del tecno-capitalismo concentrado internacional. Con ello, el neoliberalismo argentino –en la versión iracunda de Milei– retoma una larga tradición de nuestras derechas. Basta con evocar la última dictadura para constatar que las derechas fueron tan anticomunistas como neoliberales y autoritarias, y que su principal oponente fueron las políticas estatistas, keynesianas y redistributivas, en general asociadas al peronismo y al kirchnerismo. Desde luego, esto parece dejar a Milei lejos del proteccionismo de Trump, pero muy cerca de la defensa compartida del tecno-capitalismo. En todo caso, el anticomunismo neoliberal de Milei se alinea cómodamente con el de Bolsonaro o José Kast.

    Dentro de estas variaciones nacionales, algunos argumentos de orden geopolítico explican los tópicos anticomunistas de manera más concreta, sin los efectos anacrónicos que parecen tener en boca de líderes como Milei. El caso más claro es Trump y su batalla por la supervivencia del poder imperial estadounidense frente a China. Ello le permite, sin excesivos retorcimientos históricos, identificar su enemigo en el “comunismo oriental”. De la misma manera, su electorado de origen latino vota entusiasta la condena a la “troika de la tiranía”, tal como la llamó su Consejero de Seguridad Nacional en 2018, John Bolton, a los gobiernos de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Por la misma razón estratégica pero en sentido inverso, en Hungría Viktor Orban dejó de lado su discurso anticomunista –que asociaba la Rusia de hoy con la Unión Soviética– para pasar a una cercanía más pragmática con Vladimir Putin.

    Significante vacío

    Volvamos a nuestras preguntas de partida: ¿por qué y para qué movilizar el imaginario anticomunista? Si, una vez más, dejamos de pensar el comunismo en términos literales, surge un último elemento clave: el potencial político-simbólico del discurso anticomunista en su larga historia. Con mayor o menor pregnancia según los países, “comunista” ha funcionado también como un potente significante vacío negativo, capaz de ser llenado con los más diversos contenidos y sujetos, como un otro absoluto, peligroso y amenazante. Tanto es así que Alice Weidel, la dirigente de la extrema derecha de Alternativa para Alemania (AfD), puede permitirse decir que Adolf Hitler era un “comunista”.

    La noción de significante vacío es particularmente útil para entender el peso del anticomunismo en Argentina, donde –salvo algunos momentos– no ha habido fuerzas de izquierda importantes, a diferencia de países como Brasil o Chile, donde el comunismo evoca miedos históricos bien reales. En Argentina “comunista” es, entonces, un sentido a ser llenado, que sirve para polarizar y designar un otro peligroso que pone en riesgo “nuestro” orden social y moral, nuestra comunidad. Es, por ello, un enemigo absoluto que debe ser eliminado (4). En la historia argentina, la denuncia del “peligro rojo” ha servido para generar miedos sociales y justificar la persecución de trabajadores, partidos de izquierda, peronistas y antiperonistas, mujeres, jóvenes, gays o artistas “transgresores”, cuyas prácticas, ideas o deseos parecían hacer tambalear el orden occidental y cristiano. Movilizado con fines instrumentales o con auténtica convicción ideológica, “comunista” o “marxista” ha funcionado en boca de las derechas como designación automática de un culpable de todos los males. Así, el anticomunismo finalmente propone certezas y respuestas fáciles en un mundo atravesado por miedos, incertidumbres y sentimientos de disolución social y amenaza sobre la comunidad de pertenencia. Esta potencia simbólica es la que sigue funcionando en el apelativo “comunista” aplicado en el presente. Por eso mismo, la pandemia de Covid –epítome máximo de la disolución final por venir– fue también un momento de renacimiento del anticomunismo.

    Es entonces este gran poder performativo de la acusación de “comunista”, tan sedimentado históricamente en el mundo occidental, lo que permite que las nuevas derechas –herederas al fin y al cabo de largas tradiciones conservadoras– sigan utilizando el término para arremeter en su batalla cultural. Sin duda, la movilización antiprogresista ha logrado dar una nueva vida al “miedo rojo” para las generaciones desencantadas de nuestro tiempo.

    1. Para el caso argentino, véase: Sergio Morresi y Martín Vicente, “Rayos en un cielo encapotado: la nueva derecha como una constante irregular en Argentina”, en Pablo Semán (coord.), Está entre nosotros, Buenos Aires, Siglo XXI, 2023.
    2. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, Barcelona, Ariel, 2018; Steven Forti, Democracias en extinción, Barcelona, Akal, 2024.
    3. Pablo Stefanoni, “Las mil mesetas de la reacción: mutaciones de las extremas derechas y guerras culturales del siglo XXI”, en J. A. Sanahuja y Pablo Stefanoni (eds.), Extremas derechas y democracia: perspectivas iberoamericanas, Madrid, Fundación Carolina, 2023.
    4. Ernesto Bohoslavsky y Marina Franco, Fantasmas rojos. El anticomunismo en la Argentina del siglo XX, UNSAM, 2024.

     

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    Otra cabeza que rueda: la salida de Baños expone el caos en Derechos Humanos y las internas que se devoran al gobierno

     

    La renuncia de Alberto Baños a la Subsecretaría de Derechos Humanos expone el derrumbe de una política pública que Milei convirtió en blanco predilecto. Su gestión estuvo marcada por despidos, censura, negacionismo y el vaciamiento sistemático de los espacios de memoria. Su salida revela la feroz interna que atraviesa al oficialismo, donde Santiago Caputo y sus alfiles avanzan sobre lo poco que queda en pie.

    Por Roque Pérez para Noticias La Insuperable

    Una renuncia que confirma el derrumbe

    El éxodo de funcionarios dentro del gobierno volvió a sumar un nombre clave: Alberto Baños dejó la Subsecretaría de Derechos Humanos (SDH) luego de meses de escándalos, retrocesos institucionales y conflictos internos. Su gestión, desde el primer día, fue sinónimo de degradación, persecución laboral y negacionismo explícito, culminando con un organismo reducido a un tercio de su estructura original.

    El mes pasado, Baños había representado al Estado argentino ante un comité de Naciones Unidas solo para minimizar el terrorismo de Estado, atacar a los organismos de derechos humanos y retomar el discurso negacionista de los 30.000 desaparecidos como “invención con fines económicos”.

    Un funcionario sin credenciales y con un prontuario político

    Baños llegó al cargo de la mano de su amigo Mariano Cúneo Libarona, arrastrando antecedentes polémicos: como juez, no investigó la desaparición del policía Arshak Karhanyan y permitió la excarcelación del ministro de la dictadura José Martínez de Hoz. Su paso por la SDH no mejoró esa imagen: despidos masivos, falta de designación de cargos clave y presencia de efectivos de la Policía Federal custodiando la sede dentro de la ex ESMA, un espacio de memoria que debería ser lo contrario a un cuartel.

    Cierres, censura y persecución en los espacios de memoria

    El inicio del año fue brutal. De un día para el otro, y a través de un simple mensaje de WhatsApp enviado por su secretaria, se anunció el cierre del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti y la licencia de todo su personal. Baños prometió su reapertura en varios medios, pero el Conti nunca volvió a abrir.

    Tampoco dudó en censurar actividades ya programadas, impedir un recital en la ex ESMA e ir a la Justicia para prohibir eventos en El Faro, el sitio de memoria de Mar del Plata. Su estrategia fue clara: vaciar, silenciar y despedir.

    Una agenda alineada con los sectores más reaccionarios

    Baños también impulsó una “solución amistosa” ante la CIDH que equiparaba acciones de grupos guerrilleros con delitos de lesa humanidad, una maniobra repudiada incluso por especialistas internacionales.

    Y mientras desarticulaba políticas públicas, mantenía línea directa con Ricardo Saint Jean, referente de Justicia y Concordia, organización conocida por militar beneficios para represores. Fuentes internas revelaron que Saint Jean le marcaba cada paso para lograr nuevas domiciliarias.

    Además, permitió que Luis Petri y Patricia Bullrich atacaran públicamente a la Conadi, a la que definieron como un organismo “militante”.

    La degradación institucional como política de Estado

    El golpe final llegó en mayo, cuando Baños aceptó rebajar la Secretaría de Derechos Humanos a Subsecretaría. En simultáneo, el Museo Sitio ESMA y el Archivo Nacional de la Memoria fueron degradados y quedaron bajo la órbita del CIPDH, un espacio cada vez más ocupado por funcionarios cercanos a Santiago Caputo, el verdadero poder en las sombras del gobierno.

    Las internas que estallaron por los aires

    Desde la llegada de Milei, Cúneo Libarona quedó pintado al óleo frente al avance de su número dos, Sebastián Amerio, alfil directo del asesor presidencial. Baños, por su parte, sintió el avance de las “fuerzas del cielo” que han copado el CIPDH y que responden, sin escalas, a Caputo.

    La situación se volvió insostenible cuando reapareció Alfredo Vitolo, viejo conocido del macrismo y defensor público del “perdón” a los represores. Vitolo fue designado como director nacional de Asuntos Jurídicos de la SDH y no tardó en chocar con Baños.

    Su desplazamiento quedó sellado cuando la Corte Interamericana de Derechos Humanos publicó una foto de Vitolo representando al país en una reunión donde Baños debía estar presente. Minutos después, a las 19.04, presentó su renuncia.

    Una salida prolija para tapar un desastre

    En su carta, Baños habló de “casi dos años de esforzada labor” y de “dejar a otros que continúen forjando un mejor país”. Cúneo Libarona lo despidió como a un “excelente funcionario”.

    Pero para los trabajadores despedidos, los organismos de derechos humanos y los espacios de memoria vaciados, su gestión fue una pesadilla.

    Por ahora, no hay reemplazo confirmado. Lo único seguro es que la SDH, que alguna vez fue un organismo emblemático, hoy es un cascarón vacío, víctima del desmantelamiento planificado por Milei y las internas feroces que se devoran al propio gobierno.

     

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