El pánico de los poderosos: jueces debatieron entre el home office y francotiradores mientras el pueblo marchaba por Cristina.
En una escena digna de una distopía judicial, los jueces de Comodoro Py entraron en pánico al enterarse de la masiva movilización que el peronismo preparaba para acompañar a Cristina Fernández de Kirchner hasta los tribunales. Según reveló el portal La Política Online, la conmoción entre los camaristas fue tal que, en una reunión de Superintendencia de la Cámara de Casación, se evaluó insólitamente la posibilidad de adoptar el home office… o incluso instalar francotiradores en el edificio.
La absurda discusión expone el nivel de desconexión de una casta judicial que no midió el impacto político y social de una decisión que pretende encarcelar a la dirigente más importante del país, con nula legitimidad popular y evidentes motivaciones políticas.
El temor a la multitud
Todo comenzó con la notificación del juez Jorge Gorini, quien había enviado un oficio advirtiendo que los días 17 y 18 de junio se harían efectivas las detenciones en la causa Vialidad. La reacción fue inmediata: preocupación, llamados desesperados y un despliegue de seguridad inédito, como si se tratara de una amenaza militar.
Daniel Petrone, presidente de la Cámara de Casación, informó que Gorini pedía “medidas de seguridad suficientes”. Esto generó una cascada de llamados entre jueces, fuerzas de seguridad, el Ministerio de Seguridad porteño y hasta funcionarios del Gobierno nacional. El objetivo: blindar Comodoro Py.
Tan desbordante fue el nerviosismo que se desplegó una unidad especial de la Policía Federal, camiones celulares y hasta el Grupo Especial de Operaciones (GEOP), encargado de revisar el edificio durante el fin de semana previo.
¿Francotiradores para contener una marcha?
La paranoia alcanzó un nivel grotesco cuando, según relataron fuentes judiciales a LPO, se planteó la opción de colocar francotiradores en los techos del edificio judicial. La jueza Ángela Ledesma se opuso categóricamente al despliegue de fuerzas armadas y logró frenar el delirio represivo. La propuesta, sin embargo, demuestra el grado de desconexión institucional frente a una manifestación pacífica en defensa de los derechos políticos de una dirigente proscripta.
Un fiscal citado por el mismo medio señaló que incluso el juez Carlos Mahiques expresó temor porque en la ciudad bonaerense de Mercedes aparecieron volantes agraviantes hacia su persona y su familia. “Se pasaron de rosca, no midieron las consecuencias, es como el 2×1”, comparó uno de los jueces, recordando el repudio generalizado que despertó el intento de beneficiar con un cómputo de penas al represor Luis Muiña en 2017.
“No jodan con Cristina”: el mensaje que incomodó a los jueces
El clamor popular retumbó con fuerza en los pasillos de tribunales. Una imagen en particular incomodó especialmente a los magistrados: la columna de La Cámpora, encabezada por una bandera que decía sin eufemismos “Jueces macristas, no jodan con Cristina”. La frase, directa y potente, no dejó margen a la interpretación.
“El repudio en la calle no le gusta a nadie. Menos cuando es de este alcance. Y eso que frenaron los micros”, confesó un juez.
Mientras el aparato judicial y político que sustenta al gobierno de Javier Milei intenta disfrazar de “independencia judicial” lo que no es más que una operación de persecución política, las calles hablaron con claridad. El pueblo argentino sigue demostrando que no se resigna a ver cómo encarcelan a sus referentes por medio de una justicia servil, sin pruebas ni legitimidad.
Entre el lawfare y el miedo a la calle
Este nuevo capítulo del lawfare en Argentina no solo confirma la intención de proscribir a Cristina Fernández de Kirchner, sino que también deja en evidencia algo más profundo: el temor visceral de los jueces al pueblo movilizado. Cuando la Justicia deja de impartir justicia y se convierte en instrumento del poder económico, no es extraño que sus operadores tiemblen frente a una multitud que exige democracia y soberanía.
El desvarío de discutir francotiradores para enfrentar una manifestación política deja al desnudo que el problema no es la seguridad del edificio de Retiro, sino el pánico de una cúpula judicial que sabe que sus decisiones ya no tienen respaldo social.
Porque cuando los pueblos marchan, los poderosos tiemblan.
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El río martillea la costa rabioso. Los edificios han perdido sus cúpulas, cabezas y terrazas entre la niebla. Las nubes forman una muralla peltre que el viento empuja, debajo los cuerpos son puntos negros sobre la ciudad pálida.
Abandonar las sábanas, el hombre alto se olisquea y atesora los perfumes nocturnos del sexo, se afeita. El último botón de la pechera entra en su ojal, acomoda los flecos de las charreteras rojas, ajusta el correaje y sirve leche al gato, una caricia de mano larga y huesuda.
Bajo otro techo, una mujer torsiona los mechones canos del rodete y lo sujeta con una cinta de raso azul. Corta unas rebanadas de pan, el aire perfumado a café, lo vuelca en el jarrito enlozado. El mestizo barbudo y paticorto que la festeja ladrará enfurruñado cuando la puerta se le cierre contra el hocico.
A cinco asientos de distancia, en el trolebús oscilante que avanza traqueteando sobre adoquines, ambos cabecean. Los vahos son densos, espiralados. Él sopla sobre el vidrio y dibuja con el dedo un corazón. Ella teje. Cuatro pasajeros más se bambolean, una mano en el bolsillo, la otra entumecida sobre el caño.
El canillita grita el matutino. Tiene las mejillas rojas y medias altas. Una sucesión de abrigos con solapas levantadas y sombreros lo cruzan como a un molinete.
La mujer del rodete ahora descansa la cartera sobre el escritorio, desata el pañuelo, se pone el delantal gris sobre el vestido y en el espejito repasa el rouge. Hace varios días que el corazón se le acelera, los despachos a puertas cerradas, murmuraciones y silencios, la bandera quemada y el revoltijo de versiones. Ajusta los anteojos, se refriega las manos, los nudillos crujen. Tac, tac. Diez dedos sobre teclas negras y la escala monótona de un expediente suena.
El hombre está erguido e inmóvil, con las botas en cuña, a pesar del metro noventa y cinco que alcanza con el penacho rubí que sale desde el morrión, el portal lo empequeñece, los guantes blancos sobre la empuñadura de la espada larga; la nariz le gotea, olvidó el pañuelo sobre la mesa de la cocina.
Ya son las once de la mañana del jueves 16 de junio de 1955 y ese día, el hombre alto y la mujer que teje morirán junto a trescientas siete personas más.
Desde las diez, cinco bombarderos livianos Beechcraft AT-11, bimotores con dos bombas de ciento diez kilogramos cada uno, dan vueltas sobre el Río de la Plata. El cielo no se les abre, el cielo está cubierto de pus.
El plan se acordó la noche anterior. Cuatro hombres bajaron de sus autos, entraron en un piso de Barrio Norte en Buenos Aires, quizás oyeron en silencio el chirrido metálico del ascensor y evitaron mirarse o simplemente murmuraron algo sobre el clima. Un paso y ya estaban en el palier, no sabemos si reconocieron el lugar o era la primera vez, si las rosas amarillas de tallos largos que asomaban desde un jarrón chino, algunas con pétalos abiertos y otras apretujadas en pimpollos, llamaron su atención. La puerta estaba abierta, no de par en par, entornada. Se quitaron los sombreros; en los bolsillos del sobretodo quedaron los guantes de cuero.
La reunión podría parecer excepcional pero estaban habituados, el pulso no latió más que de costumbre. La Junta de la Revolución Democrática: radical, demócrata y socialista en el piso de un empresario. Uno lucha contra su gastritis crónica y el reflujo ácido lo hace carraspear, el otro transpira en exceso y cabeceó el sueño imposible, desde hace años sus propios ronquidos lo despiertan; el tercero se disculpó y en medio de la reunión corrió al baño urgido por la próstata hinchada. Al volver a sus casas, tenían las narices rojas y las orejas ateridas como cualquiera, ninguna otra novedad visible en las máscaras tiesas.
Las once y media de la mañana y los cinco bombarderos Beechcraft AT-11 siguen detenidos en el aire. El horizonte está clausurado; los pilotos rezan, en un par de horas se quedarán sin combustible. Acarician las cuentas del rosario y desdeñan cualquier oposición divina en el cielo encapotado.
Casi regresan sobre sus propias estelas hacia la base militar de Punta Indio. Aún así, con la convicción intacta, al día siguiente habrían hecho rugir motores, las hélices chocando el aire, un nuevo intento. Sin embargo, al filo de pegar la vuelta —a las 12:40— una ráfaga de aire seco disipa la neblina, un resplandor tenue y el claro aparece: el río está plateado y reluciente. Se encolumnan. Puerto Madero, Colón, Plaza de Mayo.
El primero pierde altura y se acomoda en el asiento. Maniobra y se manda a descenso, hasta los cien metros se anima. Los avioncitos serán pesados pero descargan en vuelo horizontal. Señal de la cruz, repasa sus pecados: avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza. Los pecadores no andan entre las nubes. Aún así, la mayoría del tiempo se siente un pusilánime. Marino por herencia de padre y abuelo, por devoción a Inglaterra. Piloto, dijo y despertó la curiosidad de sus siete hermanos, le sacó una sonrisa a la madre, piloto de la Marina, aclaró. El padre pasado a retiro no dijo nada, una carcajada socarrona, una ceja levantada. Vestir el uniforme con prestancia, coger con los propios, casarse entre iguales, odiar a Perón, a los puntos negros.
Cepilla la casa de gobierno con la panza del avión. Podría haber oído los estruendos de los proyectiles mientras se acariciaba los bigotes, podría haber sospechado del terror convertido en odio saliéndole a borbotones desde la nuca, imaginado una palabra de ese nadie, ese nadie al que está a punto de asesinar o incluso vislumbrado al mismo Dios exigiendo la rendición de cuentas de su alma; podría haber vacilado, pero no, presiona el dedo corazón mientras murmura: Guerra santa, Cristo vence.
Un tubo negro con cien kilos de explosivos en caída libre. Cien kilos de venganza. Abajo, cabezas peinadas o calvas, quizás un sombrero de fieltro, un gorro de lana hasta las pestañas. El copiloto no espera y, de puro entusiasmo, descarga completo uno de los fusiles semiautomáticos FN, traídos por la Marina de contrabando desde Bélgica. Quinientos setenta disparos por minuto.
Cuatro autos y un colectivo. Alguien repasaría una muela cariada con la lengua o cargaría en los oídos el llanto nocturno de un bebé sin reconocer el siseo de la bomba. Probablemente hubo quien en ese instante de huesos calados recordara las primeras vacaciones en el hotel de playa sindical deseando ser milanesa en la arena o dibujaba con trazos invisibles la casa que estaba a punto de recibir.
Los cristales estallan, atraviesan pieles, ojos, ropa, lo que no se incrusta cae por ahí. La chapa retorcida vuela y se estrola, los restos humanos quedan pegados al metal. Llamas y humareda espesa. Sesenta y cinco muertos y empiezan a contar.
La primera bomba disolvió a Raúl, el hombre alto, el granadero. Dora había terminado de foliar el expediente y caminaba hacia una mercería para comprar más lana. Se acurrucó debajo de un banco de madera, las ráfagas de balas le picaban cerca. En una pausa, tomó la delantera y se pegó a un matrimonio de viejos, los sujetó del brazo y corrieron a guarecerse. Otra vez el tableteo de las ametralladoras y la pierna del hombre se descarnó. Cayó. Quieta, boca arriba, morir, morir mirando el cielo. El techo del Ministerio humeaba.
Los puntos negros se cubren las cabezas, no creen lo que ven, hay quienes corren, otros se esconden. Un hombre volverá a casa, pálido abrazará a su padre y dirá: Antes de explotar, mientras caían, parecían tulipanes rojos. Cómo se puede imaginar semejante cosa, las Fuerzas Armadas bombardeando a la población.
Él pone el avioncito en punta y se aleja para volver a tomar posición, todavía le queda una. Podría haber pensado en su propia muerte pero la ferocidad lo distrae.
Cuarenta y tres años después, a las diez de la mañana del 25 de agosto de 1998, el capitán de navío morirá sentado, los muslos regordetes ceñidos por un jean ancho sobre la silla de madera frente a la computadora. Camisa rosa arremangada, la cruz de plata al pecho, el cuerpo levemente volteado hacia la izquierda y la cabeza ensangrentada colgando como un melón reseco. El cráneo estallado, el cerebro como baba. La Pietro Beretta, calibre 380, la del disparo, quedará tirada sobre uno de los mocasines color ciruela; más allá, sobre una alfombra persa, la vaina servida y el proyectil ensangrentado. Al lado del teclado, sobre el escritorio, otra pistola calibre 9 mm sin disparar. El ronroneo mecánico de la heladera vieja y adentro dos copas y una botella de champagne nevada. Los píxeles pausados de una película pornográfica destellarán. Sobre la mesa, abierto en la foja 45, una copia del expediente en el que estará siendo juzgado por la venta ilegal de tres embarques de cinco mil fusiles FAL que el gobierno argentino mandó vía Croacia a Ecuador mientras estaba en guerra con Perú. En la máquina negra del fax asomará el papel film con la prueba para su condena: la transferencia de un millón de dólares a su nombre.
Atardeció. La tierra había girado una vez más y el cielo era plomo; los edificios, sombras; las calles, tinieblas, y la plaza en la que los patriotas rebeldes clamaron por la independencia, pozo y socavón.
Llovía. Los soldados retiraron escombros, levantaron cuerpos y se cubrieron de a tres con un solo capote, chapotearon las botas, fijaron la mirada donde el haz de luz de las linternas se posó, calibraron los oídos buscando algún grito desquiciado, un aullido de dolor, pero la lluvia bramaba.
Treinta y tres bombas. Un furgón con el motor encendido; cuando los cuerpos lo rebalsaron, arrancó. Otro morguero llegó y lo volvieron a cargar.
Un grupo de adolescentes y jóvenes mujeres sale al escenario. Delante de ellas, miles de personas. La voz del presentador retumba por doquier, halaga la belleza de las chicas. Nervios, sonrisas y postura firme, siguiendo el protocolo. Espectadores atentos y otros no tanto. La mirada de los atentos va desde lo tierno hasta lo perverso….
El Frente Renovador tuvo su cumbre en Chascomús. Sergio Massa se reunió a sus 17 intendentes para analizar el escenario político actual. De allí surgió por parte de un grupo de intendentes un pedido para que el ex ministro de Economía sea candidato por la Primera Sección, es decir el norte del conurbano.
No es la primera vez que los alcaldes le piden a Massa que sea candidato en la Primera. El tema ya había surgido semanas atrás durante una reunión en Las Heras, por esos días LPO había adelantado que Cristina Kirchner sería candidata por la Tercera Sección.
En el Frente Renovador entienden que una candidatura de Massa “asegura la potencialidad” del peronismo. Según trascendió, Massa admitió que es estratégicamente posible y que lo va a conversar con otros intendentes del norte del conurbano.
Por lo pronto, el ex ministro dijo que recorrerá las ocho secciones electorales antes del congreso del Frente Renovador que será la primera semana de julio. Según dejaron trascender, serán dos incursiones por cada una de las ocho secciones.
En tanto, otros intendentes plantearon que Massa debe encabezar la lista de diputados nacionales por la provincia en la elección de octubre. Sin embargo, trascendió que el líder del Frente Renovador no está entusiasmado encabezar la lista de candidatos del peronismo.
La semana pasada, desde el propio entorno de Massa habían salido a impulsar su candidatura a diputado nacional. La encargada de hacer el planteo fue la diputada nacional Cecilia Moreau, que sostuvo que el peronismo debe llevar a sus principales figuras para competir en octubre.
Moreau justificó su argumento con el resultado de las elecciones de 2023, cuando Massa fue el candidato a presidente, que efectivamente se impuso en la provincia en las PASO y la primera y segunda vuelta, un resultado que colaboró con la reelección de Kicillof y que permitió al peronismo arrebatarle al PRO municipios claves como La Plata, Lanús y Bahía Blanca, entre otros.
Massa se reunió en una quinta de Chascomús con sus 17 intendentes. Se conversó sobre la caída de la coparticipación y la necesidad de atención a discapacitados y jubilados. Además, hubo una propuesta de Massa para prevención de seguridad con nuevas tecnologías.
En el encuentro estuvieron el anfitrión Javier Gastón, Javier Osuna (Las Heras), Juan Andreotti (San Fernando), Juanci Martínez (Rivadavia), Maximiliano Sciaini (Roque Pérez), Blanca Cantero (Presidente Perón), Juan Andreotti (San Fernando), Alberto Gelené (Las Flores), Pablo Garate (Tres Arroyos), Sebastián Ianantuony (Miramar), Marcos Pisano (Bolivar), Matías Nebot (Saavedra), Ricardo Marino (Patagones), Carlos Bevilacqua (Villarino), Sergio Bordoni (Tornquist), Darío Golia (Chacabuco), Freddy Zavatarelli (General Pinto), Miguel Gesualdi (San Andrés de Giles) y Facundo Diz (Navarro).