El gobierno libertario anunció una “reforma general del régimen laboral” que busca desregular el trabajo, debilitar los convenios colectivos y permitir contratos en dólares. Pero detrás del discurso de “previsibilidad” para las pymes se esconde el verdadero motor del plan: las exigencias de Estados Unidos a cambio del swap de 20 mil millones de dólares.
Por Ignacio Álvarez Alcorta para Noticias La Insuperable
La visita de Milei a la planta de Siderar en San Nicolás fue el escenario elegido para relanzar una vieja receta neoliberal con nuevo envase. En nombre de la “modernización”, el mandatario anunció que impulsará una reforma profunda del mundo laboral, orientada —según dijo— a “dar previsibilidad a las empresas e incentivar la contratación formal”. Pero el trasfondo es otro: cumplir con las condiciones impuestas por Estados Unidos para sostener el flujo financiero del swap firmado ayer.
El propio secretario del Tesoro norteamericano, Scott Bessent, había celebrado el acuerdo con Buenos Aires y dejado entrever que el apoyo de Washington estaría vinculado a “avances en materia de reformas estructurales” y a “mejoras en el clima de inversión”. Traducido al lenguaje llano: mayor apertura, menos derechos laborales y más poder para las corporaciones.
Mientras el gobierno presenta la reforma como un beneficio para las pymes, el verdadero beneficiario será el gran capital. La flexibilización laboral no genera empleo genuino; lo abarata. Milei repite que “los trabajadores también necesitan la reforma porque cuando hay más demanda de empleo, el salario sube”, una afirmación que ignora deliberadamente que los salarios en Argentina caen no por falta de oferta laboral, sino por políticas que debilitan el poder de negociación colectiva.
El texto del proyecto, según adelantó el propio Milei, incluirá nuevas negociaciones colectivas “adecuadas a la realidad productiva”, lo que en los hechos implica romper los convenios históricos que sostienen los derechos conquistados desde el primer peronismo. Aquellos acuerdos que garantizan estabilidad, licencias, aguinaldo y protección frente al despido podrán ser reemplazados por contratos “modernos”, es decir, más precarios.
Otro punto central será la posibilidad de fijar salarios en cualquier moneda, incluso en dólares. El gobierno lo vende como “libertad contractual”, pero detrás de esa idea se esconde la desvinculación del salario respecto al costo de vida local. En un país con inflación estructural, los sueldos podrían quedar atados a la especulación cambiaria y perder aún más poder adquisitivo.
También se incorporará el llamado “banco de horas”, que permite alterar las jornadas según las necesidades de la empresa, sin pago de horas extras ni compensación justa. En otras palabras, más trabajo por el mismo salario o menos, dependiendo de la conveniencia patronal.
Para Milei, la reforma busca eliminar la “nefastas industria del juicio” y “dar previsibilidad” a los empleadores. En realidad, pretende vaciar de contenido al fuero laboral y reducir la capacidad de los jueces para proteger a los trabajadores frente a despidos o abusos. El problema no son los juicios, sino las empresas que incumplen la ley; pero el oficialismo elige atacar a las víctimas, no a los responsables.
El vínculo entre esta ofensiva laboral y las condiciones impuestas por Washington es evidente. El swap de 20 mil millones de dólares anunciado la semana pasada no es un gesto altruista: es una herramienta de control económico y político. Estados Unidos busca garantizar que la Argentina avance hacia una economía más “flexible” y previsible para los inversores, aun a costa de destruir la red de derechos laborales construida en más de siete décadas.
En ese contexto, la reforma laboral se convierte en moneda de cambio. Milei ofrece la estabilidad laboral de millones de argentinos a cambio de un respaldo financiero que, lejos de beneficiar a los trabajadores, reforzará la dependencia y la desigualdad.
Mientras el gobierno promete “libertad”, los trabajadores enfrentan el riesgo de perder lo más valioso que conquistaron: la dignidad del trabajo protegido, el salario justo y la fuerza colectiva de la negociación sindical. Detrás del discurso de la eficiencia y la previsibilidad se esconde una vieja historia de entrega, escrita en dólares y firmada bajo presión extranjera.
El juez Marcelo Martínez De Giorgi notificó este martes que no auxiliará a la Comisión Libra con el envío de la fuerza pública para que los funcionarios del gobierno nacional comparezcan ante los legisladores, algo que los opositores tomaron como una «obstrucción» funcional al gobierno.
El presidente de ese cuerpo, Maximiliano Ferraro, explicó por X que el pedido de asistencia «se formuló ante una situación inédita, en la que los funcionarios se niegan a colaborar con esta Comisión Investigadora, a diferencia de lo ocurrido en otros antecedentes históricos en los que sí asistieron o colaboraron», y aclaró: «no se trata de un pedido caprichoso, sino de una necesidad derivada de garantizar el cumplimiento efectivo de nuestras funciones».
Durante la reunión de comisión de este martes, los diputados que impulsan el esclarecimiento de la estafa camuflaron su frustración por el revés político que les propinó Martínez de Giorgi. «La decisión del juez vacía de eficacia práctica al poder de contralor político y pretende subordinar las atribuciones del Congreso a la discrecionalidad judicial», planteó Ferraro.
La intervención del juez se había solicitado porque ni el jefe de la Oficina Anticorrupción, Alejandro Melik, ni la ex responsable de la UTI, María Florencia Zicavo, lo mismo que sus pares de la UIF, Paul Starc, y la CNV, Roberto Silva, se presentaron ante las citaciones de los diputados. La definición del magistrado representó, además, un alivio provisorio para la Casa Rosada porque el objetivo principal, cuidadosamente preservado en esta ronda por la oposición, era el de llevar a Karina Milei al Congreso con un patrullero, si también se negaba a comparecer.
En efecto, la resolución de Martínez de Giorgi le dio oxígeno al bloque libertario, que anunció que no participaría del debate desde que se puso formalmente en funciones la comisión pero este martes hizo fila en los pasillos para entrar a la sala del Anexo como una tropa ordenada. Las 24 carillas refrendadas por el juez envalentonaron a la bancada de Gabriel Bornoroni y la encargada de criticar a sus adversarios fue la neuquina Nadia Márquez: «Lo que está sucediendo en esta comisión es un circo. ¿Qué vamos a hacer ahora con el patrullero que pedimos?», lanzó.
Márquez se dedicó a chocar con Ferraro y con la oposición pero enfatizó en los argumentos del juez para negarle ayuda a la comisión. De hecho, pidió permiso para leer el fallo: «No puede considerarse que la incomparencia se haya transformado en una obstrucción de la comisión, sino que está amparado en las garantías constitucionales», repuso.
El pichettista Oscar Agost Carreño reivindicó la labor de la comisión aún cuando pareciera que se estancó o amesetó. «Venimos mandando muchos oficios», dijo, y trató de moderar la discusión sobre la comparecencia de los testigos: «No hay antecedentes de ir a buscar con un patrullero a la persona citada, porque con la sola citación alcanzaba».
Marino, Selva y Ferraro.
Frente a ese escenario, Sabrina Selva alertó que «hay muchos funcionarios que se están apoyando en estos dictámenes (por los de Martínez de Giorgi y el fiscal Eduardo Taiano) para no tener que dar explicaciones», mientras que el radical Fernando Carbajal cargó contra Martínez de Giorgi y Comodoro Py. «Comodoro Py, como siempre, se muestra muy permeable al poder. Está difícil el trabajo de la comisión porque siempre es difícil cuando tenés que investigar a los poderosos», dijo el ex juez formoseño.
Con la misma tónica, Mónica Frade señaló que el magistrado «ha incurrido en un exceso de jurisdicción». «Lo que no puede hacer es ingresar en la discusión del reglamento de otro poder. No puede avanzar sobre el Poder Legislativo», remarcó.
Comodoro Py, como siempre, se muestra muy permeable al poder. Está difícil el trabajo de la comisión porque siempre es difícil cuando tenés que investigar a los poderosos.
El kirchnerista Rodolfo Tailhade fue más didáctico. «¿Qué sabe Martínez de Giorgi lo que yo le quiero preguntar a Melik?», preguntó para demostrar que el testigo tiene que asistir y, si no quiere responder, puede ampararse en el artículo 18 de la Constitución.
Por eso puso como ejemplo la comparecencia de Aldo Tonón, el ex director de la Obra Social del Poder Judicial, durante la comisión de Juicio Político a los ministros de la Corte Suprema en 2023 y reconoció que el juez Ariel Lijo, en aquella ocasión, ponderó las facultades del Congreso.
Pese a la bronca de los legisladores, que Christian Castillo resumió como la «impugnación de la existencia misma de la comisión», Ferraro y Juan Marino, autoridades de ese cuerpo legislativo, informaron que se enviará un escrito a Martínez de Giorgi para «tener acceso al expediente» reclamando copias de los documentos e informes que obran en la causa y que se reunirán con el procurador interino, Eduardo Casal. Además, apelarán la resolución del magistrado.
Durante sábado y domingo la Feria ReEmprender acompañará la décima edición del ‘Pedaleando por un sueño’. Artesanos y emprendedores se harán presentes durante ambas jornadas a partir de las 16 horas en la plaza Primeros Pobladores. Difunde esta nota
Hace más de cuatro siglos, Europa vivió un fenómeno insólito: diez días simplemente no existieron. El calendario dio un salto del 4 al 15 de octubre de 1582. No fue una falla de relojeros ni un error de escribanos: fue la reforma papal que cambió para siempre la forma de medir el tiempo.
Por Alcides Blanco para Noticias La Insuperable
Cuando el tiempo se salió de eje
La historia podría comenzar como una novela fantástica: un día te vas a dormir el 4 de octubre, y al despertar… es 15. No hubo amanecer del 5, ni ocaso del 14. Diez días que desaparecieron de la historia, borrados de cuajo.
Pero no fue magia ni conspiración: fue el resultado de un ajuste astronómico y político que marcaría el inicio del calendario gregoriano, el mismo que seguimos usando hoy.
Del calendario de Julio César al error solar
Todo empezó con el viejo calendario juliano, instaurado por Julio César en el año 46 a.C. Ese sistema medía el año con 365 días y 6 horas, un cálculo que parecía preciso… hasta que los astrónomos notaron que el año solar real duraba 11 minutos menos.
Esa mínima diferencia, repetida durante más de 1500 años, fue acumulando un error enorme: el calendario estaba adelantado casi diez días respecto al ciclo solar. Las estaciones ya no coincidían con sus fechas tradicionales, y las fiestas religiosas, como la Pascua, se desfasaban peligrosamente del calendario astronómico.
El Papa que corrigió el tiempo
En 1582, el papa Gregorio XIII decidió poner orden. Convocó a astrónomos, matemáticos y teólogos para diseñar un nuevo calendario. El encargado del trabajo fue Cristóbal Clavio, jesuita y astrónomo alemán, que propuso una fórmula que corrigiera el error acumulado.
Así nació el calendario gregoriano, que ajustó los años bisiestos para mantener el equilibrio solar. Pero había un problema: ¿cómo eliminar los diez días de diferencia ya acumulados?
La respuesta fue tan simple como desconcertante: borrar esos días del calendario.
El salto imposible: del 4 al 15
El decreto papal estableció que el jueves 4 de octubre de 1582 sería seguido directamente por el viernes 15 de octubre de 1582. Nada más. No hubo 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13 ni 14.
En países como España, Portugal e Italia, la medida se aplicó inmediatamente. Los ciudadanos se acostaron un 4 de octubre y se levantaron en mitad del mes, sin haber vivido esos diez días. Algunos lo tomaron con humor; otros, con indignación: campesinos y obreros protestaron porque creían que les habían robado diez días de salario.
El tiempo dividido por la fe
El cambio no fue universal. Los países protestantes desconfiaban de la reforma católica y se negaron a adoptarla. Inglaterra, por ejemplo, mantuvo el viejo calendario juliano hasta 1752, casi dos siglos después.
El resultado fue un caos temporal: mientras en Roma era 15 de octubre, en Londres todavía era 5. Los viajeros que cruzaban fronteras podían envejecer o rejuvenecer diez días de un país a otro.
Cuando el mundo se puso de acuerdo (casi)
Con el paso de los siglos, la mayoría de las naciones fueron aceptando el sistema gregoriano, aunque algunas lo hicieron tardíamente:
Rusia no lo adoptó hasta 1918, tras la Revolución Bolchevique.
Grecia esperó hasta 1923.
Y en ciertas iglesias ortodoxas, el calendario juliano aún se utiliza para las fiestas religiosas.
Así, el tiempo mismo se convirtió en una construcción política y religiosa: quién definía el calendario, definía el poder.
El legado invisible de los días perdidos
Hoy nadie nota el salto: el calendario parece inmutable, preciso, casi natural. Pero detrás de cada fecha hay una historia de debates, supersticiones y cálculos astronómicos.
Los “días perdidos” de 1582 no desaparecieron del todo: siguen flotando entre los pliegues del tiempo, recordándonos que hasta lo más exacto —el calendario— es una creación humana, tan arbitraria como fascinante.
La Municipalidad de Villa Regina informa que a partir de mañana y hasta el domingo inclusive no funcionará la balsa en la Isla 58. El servicio se retomará el lunes 27 en el horario habitual de 7 a 14 y de 17 a 20. Difunde esta nota
Luego de los trabajos realizados durante el fin de semana para solucionar la rotura del caño de impulsión de líquidos cloacales, en la jornada del martes quedó en funcionamiento a pleno la planta de bombeo ubicada en barrio Belgrano. La obra ejecutada por el personal de la Secretaría de Obras y Servicios de la Municipalidad…
El ser humano está ante una tentación irresistible. En todo momento, a sólo un prompt de distancia, puede dejar en manos de una máquina aquello que parece ser su esencia: la capacidad de pensar. Como sucede ante todo shock que cambia de repente el mundo tal como se lo conocía, pronto aparece un ejército de tempranos adoptantes que, ante el temor de llegar tarde a la fiesta, se adaptan de manera acrítica. Algunos argumentan que con la IA tendremos mucho más tiempo libre, que seremos mucho más productivos y que trabajaremos menos horas por día. Otros dicen que la IA no va a generar desempleo porque los modelos no reemplazan a las personas, sino que tienen un efecto “aumentativo” (así se habla hoy) y nos vuelve a todos mucho más capaces. Aquellos aficionados por la historia sentencian que cuando aparece una nueva tecnología, surgen miedos sobre el futuro de la humanidad; y eso es lo que pasó con la Internet, la televisión, la máquina de coser, la imprenta y hasta con la escritura.
¿Y si ahora sí es diferente? Por primera vez, la capacidad más intrínsecamente humana puede tercerizarse. Internet permitió la circulación de información de manera más rápida y descentralizada, pero ella debía ser producida por humanos. Algo parecido ocurrió, siglos atrás, con la imprenta. La inteligencia artificial, en cambio, “piensa” por nosotros. A decir verdad, no es claro que los Large Language Models (LLMs), como Chat GPT o Gemini —chatbots de IA generativa que son el foco exclusivo de este artículo—, puedan pensar, pero sí es seguro que, en muchos casos, nos relevan de la necesidad de hacerlo. Esto es un desafío para el desarrollo de aquellas capacidades que consideramos esenciales a nuestra condición humana. Advertir a tiempo no debe confundirse con un retardatario acto de ludismo. No se trata de romper los servidores del Chat GPT para salvar a la civilización, ni de frenar este cambio tecnológico. El punto es reflexionar sobre algunos cambios que, según nuestra experiencia, genera este shock.
Los cambios que trae la IA, evidentes en el espacio universitario, ameritan ser cautelosos. Si bien es una herramienta en extremo potente para obtener resultados a toda velocidad, es dudoso que tenga algo para aportar al desarrollo de capacidades que consideramos críticas. Así como la calculadora no nos ayuda a aprender a sumar y restar, la IA de los LLM no nos ayuda a aprender a escribir, analizar o razonar. En un clima de tecno-optimismo que se irradia desde Silicon Valley, muchos plantean que los docentes debemos preparar a los estudiantes para desarrollar nuevas formas de pensar adaptadas a la nueva herramienta. Es una idea ingenua: la IA está específicamente diseñada para que los humanos no debamos lidiar con las complejidades del pensamiento. Y esta tecnología evoluciona a una velocidad tal que cada aprendizaje respecto de cómo sacarle mejor provecho pronto queda obsoleto, porque requiere cada vez menos información para responder a nuestros pedidos.
Así como la calculadora no nos ayuda a aprender a sumar y restar, la IA de los LLM no nos ayuda a aprender a escribir, analizar o razonar.
Hay habilidades que quizá estemos dispuestos a dejar de entrenar ahora que existe la IA. Pero identificar las capacidades tal vez prescindibles —¿quizá en un futuro no haga falta saber de ortografía?— también nos permite reflexionar sobre los aspectos de la formación humana a los que no debemos renunciar. La educación universitaria no sólo transmite conocimiento, sino que también cultiva la capacidad de análisis y razonamiento. Invita a las y los estudiantes a preparar la mente para “ir y venir”: entre los conceptos y las observaciones, entre el conocimiento existente y las ideas propias, entre distintas miradas. Los prepara para unir puntos, encontrar patrones y relacionar elementos que parecen desconectados. El docente universitario busca motivar a los estudiantes en el ejercicio de cartografiar y sintetizar el mundo. Para ello, es necesario desarrollar la creatividad y la autonomía intelectual, de forma tal que los estudiantes puedan en el futuro auto-educarse en el uso de herramientas y métodos que hoy aún no existen.
Debería ser claro que esta capacidad de ir y venir, propia del pensamiento, no es sólo un medio, sino un fin en sí mismo. ¿Acaso alguien duda de que la capacidad de generar una idea a partir de la articulación de conceptos y observaciones nos constituye como personas, aunque sea más fácil llegar a esa idea por medio de un veloz pedido a la IA? Es sólo cuando razonamos por nosotros mismos que vivimos los anhelos, las frustraciones, los entusiasmos, las decepciones y los placeres involucrados en formar ideas. Esta experiencia no puede ser delegada, porque es inherentemente emotiva y sentida. Aprender a pensar no es sólo aprender a utilizar herramientas, sino también aprender a conocerse, a relacionarse con uno mismo y, sobre esta base, a relacionarse con otros.
La IA es un atajo para muchas cosas. Pero para entrenar el pensamiento no hay atajos: la educación universitaria es un proceso de gestación necesariamente lento. Toma tiempo. Quien durante su paso por la universidad tercerice el trabajo de pensar probablemente deje pasar una oportunidad difícil de recuperar. La educación tiene una base emocional ineludible: aprender desafía y frustra, pero también, y por eso mismo, es gratificante. La educación es un proceso emocional porque uno aprende en la relación con otras personas.
No se trata de romper los servidores del Chat GPT para salvar a la civilización, ni de frenar este cambio tecnológico. El punto es reflexionar sobre algunos cambios que genera este shock.
Por su propio diseño, la IA remueve las frustraciones y desafíos propios del razonamiento y el análisis. Y es un tipo de interacción que tiende a darse en el aislamiento. Eso puede ser útil en muchos casos, pero es un peligro si, por priorizar la eficiencia, dejamos de atravesar la complejidad intelectual, afectiva y social involucrada en el pensamiento. Una educación que busca linealmente obtener resultados se erosiona a sí misma. Ante herramientas cada vez más autonomizadas de la necesidad de intervención y control humanos, esa educación se volverá más superflua. La IA no está diseñada para resolver un eslabón en un proceso complejo: está concebida para resolver el proceso entero.
Cuando los niños ya han aprendido a hacer las operaciones matemáticas elementales, en la escuela se los habilita a utilizar la calculadora para resolverlas. La utilidad de la herramienta es clara: el principal desafío de resolver un problema matemático es identificar las operaciones necesarias para hacerlo. Delegar la resolución de las operaciones en una herramienta preserva ese desafío. En cambio, si una herramienta resuelve la totalidad del problema, el estudiante se vuelve por completo ausente. En realidad, la “herramienta” ya no es tal, porque anula el propósito del ejercicio: que el estudiante aprenda. Lo mismo ocurre hoy con la IA en todo tipo de experiencias educativas.
Imaginemos a dos estudiantes que usan IA de manera distinta. El primero es Juan, que está en el último año de la licenciatura en Ciencia Política. Tiene un examen domiciliario de la materia política comparada en el que la profesora pide que las y los estudiantes escriban un ensayo de cinco páginas que responda en qué medida la masificación de plataformas como Tik Tok y X contribuye a explicar la llegada al poder de líderes de la nueva derecha en América y Europa. Juan trabaja ocho horas diarias y necesita recibirse rápido. Llega cansado a casa y a la noche abre la versión gratuita de Chat GPT. Pega la consigna del examen sin más y recibe, en menos de un minuto, un ensayo de una página. Vuelve a promptear: le indica al chat que el ensayo es muy corto, que necesita uno de cinco páginas. Obtiene, ahora sí, su ensayo largo. Lo lee por arriba, lo corta y lo pega en un documento y lo envía por mail.
A la profesora le alcanza con una rápida mirada para detectar que el nivel de escritura es muy superior al que Juan mostró en sus exámenes presenciales: los conectores son perfectos, hay varias oraciones elegantes, la estructura del texto es sólida (hay una introducción clara, un desarrollo y una conclusión). El texto es asertivo de un modo en que rara vez lo es un estudiante universitario, lo que genera la sensación de que quien escribe sabe de lo que habla. La profesora observa también que muchos de los datos y de los argumentos en el ensayo no tienen relación con la bibliografía del curso. Hay múltiples datos incorrectos y citas a autores que no existen, al tiempo que otros que sí existen en realidad jamás escribieron lo que se cita en el ensayo. Con la certeza de que Juan no escribió el texto, pero sin herramientas para probar su sospecha, la profesora lo reprueba con un dos.
La segunda estudiante es Bianca, compañera de Juan. Al no tener que generar un ingreso propio, ella se dedica a tiempo completo a la universidad. Hasta hace un año, leía entre el 70 y el 90 por ciento de la bibliografía obligatoria de todas las materias, pero durante 2025 se volvió una usuaria sofisticada de Chat GPT. Pidió a su familia que le pagaran una suscripción a la versión Plus, que cuesta 20 dólares por mes. Argumentó que este LLM era una herramienta clave para su desarrollo profesional. El uso de IA cambió sus hábitos: pasó a leer sólo el 30 por ciento de la bibliografía y a estudiar lo restante a partir de resúmenes —imperfectos, pero satisfactorios— que el chatbot produce en minutos cuando ella le carga las lecturas del curso.
Chat GPT no está diseñado para resolver un eslabón en un proceso complejo: está concebido para resolver el proceso entero. Si una herramienta resuelve la totalidad del problema, el estudiante se vuelve por completo ausente.
Hacia el final del cuatrimestre, Bianca regresa a casa con la consigna del examen y se pone a trabajar con la IA. Sabe promptear, incluso usa un “ingeniero de prompts” (una instrucción escrita que guía al propio modelo de IA a generar o refinar otros prompts para obtener, al fin, mejores resultados). Frente a la ventana del GPT Plus, a diferencia de Juan, Bianca no pide el ensayo final de un saque, sino que usa varios prompts para encuadrar. Le indica al modelo que recupere los resúmenes bibliográficos producidos durante los últimos meses de cursada y que produzca el ensayo con calma. Que espere antes de escribir. Sabe, por experiencia, que la palabra “esperar” en un prompt mejora el rendimiento de la IA cuando hay que trabajar temas complejos.
Como tiene la versión premium, Bianca pide al GPT que lance un deep research para buscar bibliografía adicional y artículos periodísticos de países como Hungría y El Salvador, con el fin de ilustrar con casos el ascenso de las nuevas derechas en América y Europa. Veinte minutos más tarde, GPT le devuelve una respuesta: unas diez páginas de texto, escritas con un tono de autoridad en la materia, y unas doce referencias en notas al pie. Los papers que cita existen, no hay alucinaciones. Bianca indica a la IA que espere una vez más antes de escribir y le formule lo que el LLM llama “preguntas estratégicas”. Al iterar, ella especifica a la máquina que el tono del ensayo debe ser asertivo pero acorde a la escritura de una estudiante de licenciatura. Una vez obtenido el texto de la IA, Bianca al fin lo edita, agrega modos de escribir más propios de ella y quita algunas pocas alucinaciones.
Bianca calcula que dedicó seis horas a desarrollar el examen, en contraste con los cinco o seis días que demoraba antes de utilizar IA. Siente que hoy su productividad vuela. La IA “la aumenta”. Está orgullosa por cómo usa Chat GPT, de un modo que sus compañeros, como Juan, ni siquiera imaginan que es posible. Se saca un nueve. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría durante los primeros años de su licenciatura, Bianca terminó la materia sin haber leído el 70 por ciento de la bibliografía, sin haber hecho el esfuerzo de diseñar una arquitectura lógica para su ensayo, sin haber generado un argumento creativo y sin escribir una sola página.
La idea de “aprender a usar IA” como parte de la educación universitaria es en muchos casos un slogan de época, vacío de sentido.
¿Qué refleja este contraste? Primero, los niveles de sofisticación en el uso de la IA. Segundo, y más importante, que ninguno de los dos estudiantes recorre el proceso de aprendizaje. La estudiante “sofisticada” logra avanzar en su carrera, pero aprende casi tan poco como el estudiante más “básico”. El punto del contraste es, en este sentido, que la idea de “aprender a usar IA” como parte de la educación universitaria es en muchos casos un slogan de época, vacío de sentido. El supuesto buen uso de la herramienta suele ser apenas una forma más refinada de evitar el trabajo esencial al proceso de aprendizaje. Un atajo, por más largo que sea, sigue siendo, siempre, un atajo.
El gran beneficio del shock de la IA es dejar caer un adoquín sobre las arrogancias de la universidad: empuja a los profesores a ya no dar nada por sentado bajo la comodidad de sus togas doctorales. La IA nos obliga a pensar ya mismo en un futuro universitario que tardaba en llegar y nos deja la pregunta incómoda de qué aspectos de la universidad han perdido vigencia y debemos dejar morir. Nos lleva a volver al origen y reflexionar sobre lo esencial del proceso educativo.
Pero subirse a una ola de entusiasmo para preguntarle a la propia IA cómo cambiar la universidad, y así dejar de pensar el problema con nuestros tiempos de humanos, no nos va a conducir a algo mejor. En la medida en que quienes formamos parte del mundo universitario sigamos compitiendo por estar lo más adaptados que se pueda al cambio tecnológico, terminaremos sacrificando la educación al entrenamiento técnico. Y uno no particularmente complejo. Quien se sienta inteligente por haber aprendido a promptear con astucia y a entregarle un número creciente de sus procesos cognitivos a un modelo, pronto descubrirá que cada día piensa un poco menos. Lo que la IA no puede hacer es atravesar el proceso formativo propio de quien aprende. Promptear no es pensar. Educar es, esencialmente, formar: generar las capacidades que nos hacen autónomos y capaces de entendernos con otros. Son las capacidades indelegables que le dan sentido a nuestras actividades y, en definitiva, a la vida misma.
La IA nos obliga a pensar ya mismo en un futuro universitario que tardaba en llegar y nos deja la pregunta incómoda de qué aspectos de la universidad han perdido vigencia y debemos dejar morir.
El tecno-escepticismo no es deseable porque cae en el conservadurismo: prescribir soluciones prohibicionistas en el aula no parece ser el mejor camino. Pero tan cierto como eso es que el tecno-optimismo nos lleva hacia la rendición de nuestras capacidades críticas y reflexivas ante la lógica de la eficiencia y el resultadismo. Si bien hoy proliferan los descubridores de virtudes de la IA para cada una de las actividades humanas, muchas de ellas no se adecuan a esa lógica. En el apuro por no quedarnos atrás del cambio tecnológico, corremos el riesgo de rendirnos a una herramienta que, con un uso irrestricto, amenaza con empobrecernos intelectualmente. La carrera por adaptarnos a la novedad nos hace perder de vista que si no la utilizamos con espíritu crítico, la IA puede convertirnos en seres menos pensantes, menos reflexivos y menos autónomos. En definitiva: menos humanos. En esa búsqueda febril por aumentar la productividad y hacer goles fáciles, pagamos un precio demasiado alto y cedemos, alucinando un prompt y una iteración a la vez, algo mucho más valioso.