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LA PRIMAVERA PINTA EN LAS GRUTAS

Empieza a levantar la temperatura, se acerca la primavera, toma mayor protagonismo el turismo en la costa atlántica y el pintoresco balneario de Las Grutas aparece como destino. La villa tiene mucho más que ofrecer que sus hermosas playas paradisiacas de aguas templadas.

Como todas las primaveras el Avistaje de Fauna Marina es el foco central de la oferta grutense, con imponentes ejemplares de ballenas franca austral, delfines y toninas llegando a las aguas del Golfo San Matías, a los que se suman las aves costeras que empiezan a arribar a la zona luego de su migración desde el norte, y los siempre presentes lobos marinos, listos para darle una amistosa bienvenida a los visitantes.

En este sentido, los prestadores de servicios turísticos locales ofrecen distintas alternativas para deslumbrarse con esta maravillosa fauna a través de salidas embarcadas para ver desde cerca a las ballenas que se hacen presentes en las costas rionegrinas en esta época de año.

BAJO EL MAR

Por otra parte, Las Grutas también es hogar del Parque Submarino, el atractivo más grande de Sudamérica en su estilo, que cuenta con cinco embarcaciones abandonadas que fueron desguazadas y hundidas aproximadamente a 5 kilómetros frente a las Piedras Coloradas para convertirse en el hogar de una amplia vida marina, generando imágenes inolvidables para todo aquel que realiza la actividad.

A diferencia del resto de parques submarinos de Sudamérica, el de Las Grutas se caracteriza por ser el único en el cual se puede acceder al interior de las embarcaciones hundidas, con entradas y salidas planeadas y llevadas adelante en cada barco, lo que significa tener un atractivo único y muy buscado por buzos de todo el continente e incluso del mundo. Sin embargo, estas visitas a los navíos están reservadas para los buzos más experimentados, para la cual hay que realizar ciertos cursos de capacitación que se ofrecen en la villa.

Pero estos no son los únicos atractivos que se pueden realizar en altamar, también se realizan  deslumbrantes bautismos submarinos perfectos para todo aquel que quiere aventurarse en el lecho marino por primera vez.

Se trata de una inmersión con equipo completo donde se vislumbran las maravillas naturales que yacen en el fondo del mar y para la cual se realiza una preparación previa en la pileta de la 3º bajada, donde se explican las técnicas básicas, los componentes del equipo y cómo manejarse debajo del agua, para luego aplicar todos esos nuevos conocimientos en la primera inmersión, siempre acompañado de un experimentado y calificado instructor de buceo.

A su vez, se ofrecen salidas de snorkeling, una actividad que, a diferencia de los bautismos, no requiere una preparación previa. En este marco se traslada a los turistas a un bajo fondo de piedras donde podrán ver a sólo un metro de distancia toda la vida que tiene lugar en las formaciones rocosas de las costas rionegrinas.

PLAYAS AGRESTES

Cuando se busca una alternativa a las concurridas costas de Las Grutas para pasar el día, al sur del balneario existe un gran número de playas agrestes y atractivos, dentro de las cuales destacan, El Sótano, El Cañadón de las Ostras y el Fuerte Argentino, tres rincones que permiten conocer la riqueza ecológica de la costa rionegrina.

A 20 kilómetros del centro de la villa balnearia nos encontramos con El Sótano, un hermoso lugar que se distingue por las cavernas que se abren paso entre los acantilados, un espacio donde antiguamente los pulperos dejaban las capturas del día para que se mantuvieran frescas y hoy llama la atención de todos los y las visitantes que arriban al lugar para sacarse una foto muy particular.

Dos kilómetros más adelante, transitando sobre la costa en vehículos doble tracción, se encuentra el Cañadón de las Ostras, una apacible y hermosa playa que debe su nombre al importante yacimiento de ostras fosilizadas y cristalizadas que se encuentra en el lugar, de las cuales algunas datan de entre 10 y 15 millones de años de antigüedad.

Avanzando unos 20 kilómetros más se llega al Fuerte Argentino, una imponente meseta de 6 kilómetros de ancho y 192 metros de altura que hace de hogar a una flora y fauna única y que se ha caracterizado por sus memorables mitos, los cuales cuentan que los templarios escogieron el lugar para esconder sus tesoros incluso antes de la llegada de Cristóbal Colón a América, entre los que se encontraba, según dice la leyenda, el Santo Grial.

SALINAS

A sólo 50 kilómetros al oeste de Las Grutas se encuentra un infinito oasis de sal que conforma un maravilloso atractivo plagado de misterios que vale la pena visitar. Conformadas hace millones de años por la evaporación de las aguas del mar que cubrían el lugar, las del Gualicho son una de las salinas más extensas del país con 35 kilómetros de ancho y 18 de largo y, además, se consideran unas de las más importantes a nivel industrial en Sudamérica.

El impactante escenario blanco invita a observar uno de los atardeceres más mágicos que cualquier ser humano pueda ver en su vida, gracias a los contrastes del cielo con el rosado de las salinas que está generado por una bacteria que es fundamental para la producción de la sal, generando la posibilidad de presenciar impresionantes vistas panorámicas obteniendo unas fotografías únicas por la belleza del lugar o, simplemente guardar las imágenes en la memoria para no olvidarlas jamás.

PRODUCCIÓN DE OLIVOS

Otra de las alternativas que ganó terreno en las últimas décadas fue la producción de productos derivados del olivo, con tres de los más grandes olivares del país llevados adelante por familias de San Antonio Oeste y Las Grutas. Los aceites y otros productos son reconocidos mundialmente gracias a su estratégica ubicación cerca del mar, con una notable amplitud térmica durante el día y técnicas cuidadosamente aplicadas a cada momento de su producción.

Se ofrecen visitas guiadas en las fincas, donde se puede conocer todo el proceso de elaboración de sus productos en todos sus pasos, desde la cosecha hasta el embotellamiento, finalizando con una degustación exquisita.

Fuente: Prensa Rio Negro
Foto portada: Sebastián Leal

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  • ¿Nos juntamos a escuchar un disco entero?

     

    Como orejas gigantes de plástico acolchado o con bracitos casi invisibles, ergonómicos a los laberintos de la oreja: el paisaje urbano se llenó de caminantes enchufados, aislados, felices, habitando una vida paralela, la que sucede aislados en sus auriculares. ¿Esto es escuchar música? ¿Cómo y cuándo la escuchamos? ¿Es la música un relleno, una guarnición de sentidos, un estado de ánimo? ¿Qué significa y cómo impacta la música en nuestra vida cotidiana? 

    Vivimos revolcaos en un merengue. Necesidades artificiales, satisfacción instantánea, hiperinformación, comunicación acelerada, interferencia, delivery como solución, consumo, compulsión, fomo, olas de odio. La lista podría seguir y de eso se tratan nuestras vidas si nos dejamos llevar por la seducción magnética de las pantallas: el camino a la apatía, el desgano, el hueco interior y la ilusión de libertad. 

    La sociedad de los algoritmos, las plataformas y las aplicaciones determina la manera de relacionarnos con nuestro entorno, incluida la música. ¿Cómo escuchamos música? A diferencia de las prácticas analógicas del siglo XX, la música hoy funciona como ambiente, como fondo. Nos encanta concebirla como la banda sonora de nuestras vidas, como si fuéramos personajes de una serie. Las plataformas de streaming proponen la fragmentación infinita: singles sueltos, desprendidos de un contexto, playlists que ordenan nuestra atención, y la invitación implícita a delegar en el algoritmo la decisión de qué escuchar.

    Siempre fue agradable llevar el sonido con uno. Allí están, nítidos en la memoria, algunos dispositivos que fascinaron a los aficionados de gorra: la spika en la cancha primero, el radiograbador a pilas después, ícono de la era hip hop. Pero entre todos esos adelantos tecnológicos, ninguno resultó tan revolucionario como el Walkman de Sony. Con él llegó la verdadera portabilidad del sonido. La experiencia de escucha ya no se daba en un medio colectivo, sino que se volvía una cápsula individual, una burbuja de sentidos, una realidad dentro de la realidad. Caminar por la calle con auriculares se parecía a protagonizar un videoclip, una coreografía urbana donde la percepción se veía intervenida por la música. El Walkman también provocó la transformación de los auriculares, con diseños livianos y compactos. Una evolución que llega hasta el día de hoy con una variedad infinita, dispositivos que cada vez se integran más al cuerpo, con sofisticados sistemas de cancelación de ruido, colores y variadas formas que buscan, además, transformarse en un accesorio, como un collar, una gorra o un aro, y decir algo sobre quien los usa (y los luce). 

    El Discman, el formato MP3 y el iPod profundizaron esa tendencia hacia la escucha individual y portátil. Sin embargo, todavía persistía la experiencia hogareña, en solitario o en grupo, donde alguien se tomaba el tiempo de poner un disco de principio a fin. El álbum, más allá de ser un producto estandarizado de la industria cultural, se convirtió en un envase conceptual: una narrativa cerrada donde diseño, sonido y secuencia proponen un orden y un sentido.

    “Cuando era chica escuchaba música por horas junto a mis hermanas. Era una forma de viaje. […] Poníamos un disco y otro. Había que turnarse para darle vuelta. […] Cuanto más quieta, mejor. […] Escuchar sin hacer nada útil. Ni siquiera bailar. Entregar la cabeza y el cuerpo al sonido, es decir, a un movimiento que no manejo yo. […] Desparejarse del mundo un rato. Y luego aterrizar”, escribió Fernanda García Lao en un posteo reciente en Facebook.

    Con la llegada del streaming a nivel masivo, esa lógica pareció derrumbarse. La sobreoferta ilimitada, sumada a la inmediatez de las pantallas, redujo la escucha a fragmentos de baja fidelidad. En ese proceso, el vinilo reapareció como símbolo de resistencia: por su sonido cálido y expansivo, pero también por el ritual que exige. Poner un disco demanda tiempo, espacio y disposición. No se trata de inmediatez, sino de pausa, casi lo opuesto al frenesí contemporáneo.

    Esa tensión revela una paradoja: en la era de la abundancia musical, resulta cada vez más difícil escuchar. La saturación de opciones vuelve arduo lo que antes era sencillo: elegir un disco, ponerlo a girar, dejarse llevar. Quienes vivieron esa práctica en el siglo XX pueden sentir nostalgia, mientras que las generaciones más jóvenes, criadas en la fragmentación digital, descubren en ella una curiosidad por lo tangible, lo lento, lo ritual.

    ***

    En Buenos Aires existe desde hace años una pequeña pero persistente escena dedicada a la escucha. Un proyecto pionero, enfocado principalmente en presentaciones en vivo, es el festival Escuchar [Sonidos visuales]: un espacio del Museo Moderno creado en 1998 que se convirtió en referencia por su labor de experimentación, investigación y promoción sonora. Su edición 2025 tendrá lugar el 29 y 30 de octubre. A su modo, el ciclo Parlantes Halofónicos que lleva tiempo explorando otra dimensión de la experiencia: escuchar discos en la oscuridad con la tecnología holofónica ideada en los años ochenta por Hugo Zuccarelli. Hoy se presenta en el Auditorio Espacio Cendas.

    En ese mismo mapa, la novedad es Audiófilo. El ciclo, que sucede en Artlab desde marzo —espacio porteño dedicado al cruce entre arte y tecnología— propone algo tan simple como radical: reunirse para escuchar discos completos en alta fidelidad, en silencio, en compañía. La lógica se invierte frente al paradigma del streaming: ya no llevamos la música en el bolsillo, sino que trasladamos el cuerpo hasta el lugar donde la experiencia cobra sentido.

    Ese desplazamiento transforma todo. La escucha deja de ser individual y encapsulada para convertirse en colectiva. Un grupo de desconocidos se reúne en una sala, sigue las tensiones y climas de un álbum, comparte un mismo pulso. Lo importante ya no es la portabilidad, sino el anclaje: estar presente. Y en un tiempo que promueve la dispersión, detenerse a escuchar un disco completo de principio a fin se convierte en un acto de rebeldía.

    ***

    El distintivo de este ciclo está en el Hi-Fi. La alta fidelidad no es solo un estándar técnico, sino estético: se trata de reproducir el sonido lo más fiel posible a lo registrado en estudio, con su rango dinámico intacto, con matices y frecuencias que se pierden en la compresión digital de un archivo mp3 o de Spotify. Escuchar en Hi-Fi es recordar que el oído humano percibe más de lo que los algoritmos nos devuelven.

    Para eso, Audiófilo cuenta con un secreto de época: cuatro parlantes Altec A7, “The Voice of the Theatre”, diseñados en los años cuarenta y célebres por haber definido el estándar acústico en las salas de cine y teatro durante décadas. Artlab actualiza esa historia restaurando sus componentes y fabricando sus cajas acústicas en madera vista trabajada por ebanistas de audio, según planos originales. Este sistema de audio de colección está instalado en un contexto acustizado a medida con la mayor precisión. Cada frecuencia se expande con una presencia física imposible de replicar en auriculares (de todos los tipos) y equipos hogareños. Escuchar un álbum en los Altec A7 es devolverle al sonido la escala que perdió en la miniaturización contemporánea. Donde hoy se sacrifica profundidad para ganar portabilidad y acceso inmediato al magma digital, estos parlantes restituyen el carácter tridimensional y corpóreo del sonido.

    La especificidad de los equipos de audio y la adecuación de la sala ubican a Artlab en sintonía con un interés global por reivindicar el sonido como experiencia cultural. No es casual que hayan surgido espacios comparables en los últimos años: Public Records en Nueva York con su The Sound Room, Brilliant Corners en Londres, las sesiones de Classic Album Sundays, y el soundsystem móvil Despacio, creado por James Murphy y 2ManyDJs. A este mapa global se suman los célebres listening bars japoneses como Bridge, SheLTeR o Ginza Music Bar, referencias que reinterpretan los tradicionales jazz kissa en clave audiofilia contemporánea. Roca HiFi en Ciudad de México, The Kissaten en Lisboa, y Bambino en París, son otros ejemplos.

    Volviendo al plano local, más allá de la técnica, lo que ocurre en Audiófilo es también una ceremonia. Cada sesión tiene un presentador diferente (periodista, músico, audiófilo) que introduce la obra ——en octubre se ofrecen Disintegration, de The Cure, Getz/Gilberto, de Joao Gilberto y Stan Getz, Abbey Road, de The Beatles y Locura, de Virus entre otros— y luego, un silencio expectante envuelve la sala. Nadie revisa su celular, nadie adelanta tracks. No hay multitasking posible. La música se convierte en el único centro de atención. Depende la sesión, hay temas que sugieren recostarse en sillones y pufs, y otras, más rítmicas, que las personas deciden escuchar de pie

    Ese ritual condensa una paradoja de la época: mientras todo a nuestro alrededor se fragmenta, se acelera o se vuelve producto, Audiófilo propone una práctica lenta, profunda, compartida. Una comunidad efímera se arma alrededor de un disco y, al cabo de una hora, sale transformada.

    Más allá del entretenimiento cultural, cada una de las propuestas de escucha mencionadas —Escuchar [Sonidos visuales], Parlantes Halofónicos y Audiófilo— funcionan como una invitación para reflexionar sobre cómo habitamos el tiempo. Hay una intención de correr a la música del destino de ambiente/fondo al que la vida contemporánea la destina y colocarla en el centro, detenerse a escuchar con atención y dar lugar a la capacidad transformadora del sonido. 

    Quizás allí, en esa resistencia mínima pero persistente, resida la verdadera importancia de estos espacios: recordar que escuchar es una forma de conocer el mundo, y en tiempos de ruido y distracción permanente, es posible aguzar el oído para concretar un acto de libertad. 

    Disco es cultura.

    Las entradas de Audiófo se consiguen en https://tickets.artlabpro.net

    La entrada ¿Nos juntamos a escuchar un disco entero? se publicó primero en Revista Anfibia.

     

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  • «DISFRUTO CUANDO LAS PERSONAS SE DIVIERTEN»

    Nicolás Ferreyra, es nacido en la ciudad de Villa Regina, tuvo que recorrer muchos kilómetros y disciplinas para convertirse (hace ya un lustro) en el «Mago Niko». A  los 18 años (hoy 33) conoció a unos chicos de Allen que hacían malabares, la actividad le llamó la atención y los allenses lo invitaron a entrenar….

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